Ahogada en llamas (18 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Llegaban navegando desde San Sebastián. El rey bajó de
La Giralda
con su atuendo marinero, perfectamente peinado, sonriente, atlético. Desembarcaba decidido, amable y encantador. Destacaba como nadie en Europa por su dominio certero de la calle frente a la distancia calculada y naturalmente inglesa que solía imponer su esposa, la reina, y la discreción en segundo plano que ese día gastó el conde de Romanones. Arrasaba en la calle y causaba desesperación a aquellos que deseaban acabar con él, no sólo porque había escapado ileso de varios atentados —uno de ellos la recién pasada primavera—, sino porque engatusaba a los desarrapados y a las gentes menos doctas con una engañosa pero bien medida campechanía, con una solícita y prometedora atención que no siempre después cumplía las expectativas. Aquella empatía con el pueblo llano le resultaba muy efectiva además para realizar conquistas y pasearse por los teatros de variedades, pero sobre todo para sentirse dueño y señor de las aceras y los recibimientos multitudinarios.

Acogió atentamente los saludos, las bienvenidas y los parabienes de las autoridades. Pero antes de montarse en el coche moderno y reluciente que le trasladaría a palacio se acercó a saludar a sus súbditos. A todos aquellos que despreciaban e ignoraban con todo derecho la pompa del protocolo. Enseguida el rey cambió el apelativo de señor y majestad con el que se dirigían a él los cargos electos, vitalicios y caprichosos, los dudosos honorables vacuos de turno, los prebostes de aquí y allá, por el nuevo rango que le plantó encima la Paulita.

—¡Qué guapo estás, hijo mío! —soltó la pescadera, admirada por el peinado de línea recta y su cuidado bigote, por los botones dorados de su chaqueta azul marino y por la perfecta raya de plancha que le destacaba en el pantalón de tonos claros.

El rey sonrió a la mujer. Ese tono agudo, chillón y cantarín salido de boca de aquella señora tan simpática con pañuelo negro a la cabeza le sonaba de su primera visita, años atrás, cuando viajó a la ciudad con su madre. Quizás porque ya se había dirigido a él entonces en los mismos términos, con el mismo descaro al tiempo inocente y deseoso de llamar la atención.

—¿Ha visto usted a mi madre? —le preguntó directamente el monarca.

—No, hijo mío. No la he visto —respondió ella atrapada en el sarcasmo real que la colocó a expensas de varias carcajadas a su alrededor.

Le costó escaparse de los besos, de las palmadas, de los apretones. Pero en pocos minutos se volvió a abrir camino hacia el vehículo no sin antes dedicar alguna carantoña a los pocos niños que encontró a su paso. Montó y salió junto a la reina repartiendo saludos y gestos de agradecimiento. Los presentes quedaron encantados y fueron dispersándose alegres en su mayoría, con el regocijante gusto que da el deber cumplido.

Cuando cayó la noche, plomiza y sin aire, la ciudad aún no había recuperado un ambiente normal. Era como si le costase retirarse de una boda larga, en la que uno aguanta más de lo que le apetece por no hacer un feo a las familias de los novios. Los cafés bullían y los niños retrasaban las crecientes ganas de retirada de sus padres. Los jóvenes aguantaban dando paseos arriba y abajo del muelle, hasta la Alameda primera y vuelta. Los guardias distraían su atención con conversaciones relajadas y a algunos les costaba más de la cuenta echar el cierre de los comercios.

En casa de los Martín, la hora de la cena se presentaba tranquila, un poco alejada de la euforia y el entusiasmo regio, acorde con ese escepticismo propio de la familia hacia aquellos sentimientos. Tan sólo Carmen Revuelta y Diego se sentaron a la mesa. No iban a atiborrarse precisamente, simplemente tomarían una tortilla de bonito, algo de lechuga y un poco de fruta.

Avisaron a Serafina sobre las nueve para que les sirviera la comida caliente. Después leerían algo y se acostarían. El verano no necesariamente dispersaba a sus hijos, tan sólo Marina pasaba fuera largas temporadas. Se instalaba en el pueblo, sin faltar a sus días de aires diferentes con la familia de su padre. Desde aquel episodio que ya jamás nunca nadie volvió a comentar les había cogido gusto. Era algo que cuadraba perfectamente con las intenciones de su madre y su padrastro. Se empeñaron en evitar a toda costa el encuentro y la convivencia entre ella y Rafael.

El pequeño de los Martín se había convertido en un joven inquieto y bohemio, entregado al arte, capaz de sacarse ya unos cuartos con caricaturas en la prensa local, en la que colaboraba asiduamente desde que estudiaba en Madrid. Había empezado arquitectura, pero el dibujo le llamaba tan profundamente por dentro que decidió atrapar el tren de su talento y cambiarse a la escuela de Bellas Artes. Hacía poco que había regresado, tras más de diez años fuera de casa. Primero pasó el calvario del internado en Villacarriedo, después alegró sus días en Madrid, donde hizo amigos incondicionales y probó las mieles de los sueños más ambiciosos, aquellos que sólo Dios sabe si se podrían llegar a cumplir y que le llevaron directamente a París una temporada. Allí quiso oler el perfume de los genios. De hecho, se trajo algún aroma al lugar que le vio nacer, un mordisco de aquellas vanguardias crecientes y rompedoras de límites y barreras con las que nacía un nuevo arte. Le vendría bien importar algo de aquellos bríos a la ciudad, que siempre parecía necesitada de más aires distintos, de más nervio y de un brusco despertar para salir de aquel ensimismamiento peligroso: el que le daban los grilletes de su propia belleza, las cadenas de su imperturbable y envarado orgullo creciente.

Aquel verano Rafael regresó a su casa, junto a los suyos, en busca de un paréntesis que le ayudara a poner en orden sus ideas de futuro. Enrique, en cambio, las tenía bien claras. No había salido del seno familiar. Nunca experimentó esa necesidad de huida que mostraban sus hermanos. Anhelaba una vida tranquila, un trabajo con un razonable margen de prosperidad, una mujer devota e hijos modélicos, discretos y obedientes. También amigos con buena conversación y con los que compenetrarse y tertuliar a diario, con los que hablar sobre los acontecimientos que mueven ese mundo lejano y turbulento que describen los periódicos, sin sobresaltos, a resguardo, autoprotegidos y regodeados en el férreo convencimiento de que no existe lugar mejor para vivir que el suyo. En resumen, una existencia ordinaria, con labores y responsabilidades ordinarias.

Pero cada ser humano lleva dentro un sueño, por muy vulgar que pueda parecer. Un sueño que, según, resulta palpable o inalcanzable en la medida de las aptitudes y las posibilidades propias. También puede depender de la fe que le ponga cada cual. Pero ése no fue el caso de Enrique Martín San Emeterio. A veces los sueños más reales son los más imposibles. Y en ocasiones, las locuras más alejadas de la razón resultan muy fáciles de conseguir.

También es cierto que el mediano de los Martín se acostumbró pronto y con obligada facilidad a convivir con sus frustraciones. Quizás por eso nunca se atrevió a pedir el cielo. Su sueño loco y callado fue Marina, pero él jamás lo llegó a rozar. En cambio, Rafael sí, como tantas otras cosas. Así que se limitó a ser realista y bajar el pistón de sus aspiraciones. Simplemente se conformaba con conocer a alguna joven discreta y decente, que buscara un futuro cómodo y sin pretensiones más allá de reuniones y meriendas con las amigas y la familia. No la había encontrado. Mientras aparecía, Enrique mató su juventud estudiando derecho y comercio a distancia con vistas a entrar en el banco. Lo consiguió sin grandes esfuerzos, como sin grandes esfuerzos veía abiertas las puertas de una carrera aseada y prestigiosa en la medianía de las finanzas locales.

De hecho, ya había conseguido hacer ganar unos buenos cuartos a su padre con incursiones poco arriesgadas pero seguras en valores a prueba de bomba. Algo que Diego Martín reinvertía a su vez alegremente para multiplicar aún más su patrimonio. Había que aprovechar las rachas. Ya llegarían las vacas flacas, los malos tiempos, la preocupación ante la que uno nada puede hacer sino aguantar el tirón.

Diego hijo toleraba aquella juguetona avaricia de su padre y su hermano. Había regresado de sus aventuras en las misiones más calmado en su fanatismo, más abierto, mejor dispuesto a los vaivenes de un relativismo saludable. Creció y se forjó fuera como un hombre, alejado del nido y la autocomplacencia de sus paisanos. Dejó asomar por las rendijas de su alma casi siempre atormentada un saludable soplo de bonhomía, un aire de paz. Puede que la distancia le ayudara definitivamente a superar varios de sus traumas; también le influyó el consuelo de los que nada tienen y te hacen ser consciente de tu propia suerte. Vio y vivió la pobreza extrema. Comprendió la pasión por los ideales y el hambre. Alivió algún mal. Predicó con fuerza y se convenció de haber plantado frutos. Pero siempre quiso volver. Quizás no tan pronto, pero sí volver. Estaba convencido de que las almas se salvan en cualquier esquina y que la sed de Dios aprieta con la misma fuerza en la selva y en los mundos más recónditos, como en la puerta de tu casa.

Volvió además cansado y afectado por la huella fortuita de algunas enfermedades de las que se libró de milagro, pero más sabio. Los médicos y algunos compañeros misioneros se lo plantearon con crudeza: no podría resistir un virus más, ni otra infección. Cinco años entre indígenas, por América, habían sido muchos, suficientes para descuidar al rebaño más cercano. De hecho, al regresar, había encontrado pecados graves y urgentes en la casa a los que hacer frente. Como la creciente herejía de Carmen Revuelta.

No fue casual aquel desvío. Quizás la empujó a ello el rechazo y el hartazgo que sentía hacia su hijastro. O quizás la vida: esos cruces escritos o no en el destino ante los que nada puedes hacer más que dejarte llevar. Fue así como Carmen Revuelta cayó en la Iglesia evangelista. Sin proponérselo, de un día para otro, se convirtió en ferviente seguidora de aquel culto protestante que habían levantado en la ciudad sin hacer ruido, pocos años antes, el pastor William Hooker Gulick y su esposa Alice Gordon Gulick, en su pequeña casa de la calle Ruamayor.

Pero ella cayó por obra y gracia del reverendo Enrique Acosta, un predicador con encanto de obispo vaticano, curiosamente encargado de ampliar la feligresía tras la muerte de aquellos dos pioneros norteamericanos extraviados en plena ciudad católica, apostólica y romana. Le atraía la sencillez del culto y una fe de roble en la que apenas había que probar ni demostrar nada cara a la galería. También unas ganas ocultas pero fácilmente identificables de llevar la contraria que enloquecían a los más píos de su familia.

Diego Martín ni se inmutaba ante aquellos trajines, por culpa de esos forcejeos absurdos entre el verdadero Dios del papa y los adeptos a Lutero y a Calvino. Se había convertido en un testigo impávido de la vida, en un hombre socarrón y descreído de casi todo. Tan sólo le divertía la ilusión de hacerse más rico. Vivía excitado ante la prácticamente diaria ración de sexo que le proporcionaba puntualmente su esposa y calmado ante las circunstancias cambiantes y siempre poco halagüeñas de un país perdido en un cruce ante el que no se atrevía a saltar hacia la verdadera modernidad, a expensas de políticos y clérigos corruptos, con alguna excepción intelectual de altura y ejemplar que marcaba la diferencia, como era el caso de don Benito.

Diego Martín y Carmen Revuelta se sirvieron la ensalada en silencio. Era lo que necesitaban: un poco de silencio. Después de la algarabía y las calles a rebosar, un resquicio de tranquilidad.

—Parece que se acaba el jolgorio —comentó Diego Martín.

—A Dios gracias —contestó Carmen Revuelta.

Serafina entró con las tortillas y la señora se revolvió en su asiento al comprobar que no humeaban.

—Estas tortillas, ¿cuándo las habéis hecho? ¿Ayer?

—Ahora mismo las ha echado Puerto al plato, doña Carmen.

—¿Ahora mismo? Os he dicho no sé cuántas veces que las quiero calientes. Míralas. Déjame probarlas…

Carmen Revuelta cortó un trozo con el tenedor y lo degustó. Los tres segundos que transcurrieron desde que lo echó a la boca, lo masticó y lo tragó resultaron interminables. Nadie quería detenerse en el remolino que marcaban las venas sobre sus sienes blancas y despejadas de un pelo espartanamente estirado hacia atrás. Volteaba los ojos negros e imprimía el ritmo de lo que revolvía entre los dientes y el paladar marcando ya alguna arruga en la comisura de los labios, desesperada y resignada al tiempo.

—Heladas, ¿no ves? Están heladas. En fin…

Serafina se retiró, como casi siempre, mordiéndose la lengua ante los desplantes de aquella mujer. Podría haberse ido a cualquier otra casa hace tiempo. Pero ¿quién sabe?, cabía la posibilidad de que fuera todavía peor. Al menos allí don Diego la trataba con mucha humanidad. Con un respeto cómplice.

—Yo las veo templadas. No están mal. Ya sabes que frías no me gustan.

—Heladas. Para mi gusto, heladas. Pero bueno, como no se le puede decir nada a esta Serafina. Es el ser más insolente que me he echado a la cara.

—No exageres, Carmen. A ver dónde vamos a encontrar una persona más leal.

—Ya, eso sí. Otras, en cuanto pueden, se largan. Mira Toñina.

—Hombre, es lógico. En palacio les pagan lo menos el doble.

—Sí, pero es pan para hoy y hambre para mañana. Son dos meses de trabajo.

—Ya, pero con esos dos meses tiran cinco o seis.

—Y después a verlas venir, ¿no? Lo que te aseguro es que aquí no vuelve —determinó Carmen Revuelta.

Toñina había aprendido a servir en aquella casa. Entró a ayudar con quince años. Tenía buenas maneras. Era fina. Pero ese mismo verano le ofrecieron un puesto para atender a la corte y a los reyes en la Magdalena. Reunía todas las condiciones y los requisitos: era atenta, dispuesta y guapa. Lucía una belleza agitanada de ojos negros, piel tostada y melena morena. Los encargados de seleccionar el personal de palacio hacían mucho hincapié en esto por lo bajinis, que las sirvientas fueran agraciadas, y con esas premisas comenzaron un rastreo discreto por todas las casas de alcurnia en la ciudad. Hasta que reunieron todo un equipo de muchachas aparentes con las que alegrar la vista al rey y confirmar así su fama de pendenciero desbocado, de cruel y descarado ejercitante del derecho de pernada ante el que la reina debía hacer la vista gorda.

—De Enrique y Rafael, ¿qué sabes? —preguntó Carmen Revuelta cambiando de tercio.

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