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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (19 page)

—A Enrique le había invitado a cenar un compañero del banco y de Rafael, nada.

—Lo que yo sé es que volverá a las tantas y me figuro en qué estado.

—Está en edad de divertirse.

—Está en edad de convertirse en un golfo y un crápula.

—Vamos a dejarlo, Carmen.

—Sí, vamos a dejarlo.

Cada vez que su segunda mujer bordeaba el terreno de sus hijos, Diego Martín cortaba por lo sano. Elegantemente pero con contundencia. Los dos respetaban ese pacto secreto de no meterse. Soportarlos, pero no meterse. Diego jamás objetó nada a Carmen Revuelta sobre Marina. Tampoco veía motivos y eso que en los últimos tiempos había algo que le daba mala espina en ella. Quizás un rasgo de coquetería excesivo, un creciente empeño por la seducción constante. Algo que, por otro lado, encontraba lógico en quien se hallaba en plena edad de merecer. Carmen Revuelta era más guerrera con la parte contraria. Ella toleraba menos a los Martín. Saltaba a la vista que jamás congenió con la irascible falta de resignación del mayor, y eso que su reciente escudo protestante le daba mucha más seguridad para aguantar las embestidas. Además, desde aquel episodio entre Rafael y su hija había crucificado al pequeño. Tan sólo le resultaba tolerable la pusilánime actitud de Enrique, aunque no se acabara de fiar de esa supuesta y para ella demasiado impostada sumisión. Le resultaba un tanto pasiega, un poco esquiva y malévola.

Pero, sin duda, era el más llevadero de los tres. No necesitaba ni meterse en confianzas con él. Cumplían a rajatabla una especie de pacto de no agresión que era imposible con Diego y nada factible por parte de Rafael. Aunque la suya contra el pequeño podría analizarse como una guerra mucho más compleja; la libraba solamente Carmen Revuelta. El muchacho no había ni siquiera llegado a declararla, quizás por compasión y cariño hacia su padre. Para él, Carmen Revuelta era una anécdota pintoresca en su vida, algo que ella notaba y no podía soportar. En la sonrisa y la actitud de reto constante a la vida de Rafael, encontraba Carmen Revuelta un desprecio encubierto por lo que ella representaba. Muy en el fondo, él sabía que nada ni nadie nunca iba a ser capaz de coartar su adictiva ansia de libertad. Pero eso empujaba a su madrastra, cada vez más, a intentar cortarle las alas.

Diego Martín dio un repaso nocturno a
El Cantábrico
, el único periódico que con el tiempo consideraba decente e interesante de cuantos se publicaban allí. Fue el más comedido además en su euforia con el veraneo regio. Le interesaban los chismes locales, pero le atraía más la política nacional. Algún día, soñaba Martín, aquel sistema corrupto, de democracia encubierta, tocaría a su fin. Algún día el poder insufrible de los clérigos y la sombra de los militares dejaría de amamantar España con la leche podrida de sus sermones y sus continuos amagos de asonadas.

Pero entre tanto tocaba trabajar calladamente y confiar. Sus amigos de siempre le echaban en cara que se escorara peligrosamente hacia las tentaciones del caos republicano que encontraban a un agitador en don Benito. Pero no le tomaban demasiado en serio. Por eso tocaba también aguantarse y tragar algo de quina en las tertulias, sobre todo cuando llegaba con ideas lunáticas para los más que asentados compañeros de fatigas. Ellos iban adentrándose en un conservadurismo atroz, a su juicio. Un conservadurismo determinista y perezoso, asustado y cerrado en sí mismo, partidario de una endogamia cortoplacista y ventajista que no llevaba a ninguna parte.

Así que no se sobresaltaban observando paciente e indolentemente cómo se sucedían los conservadores de Eduardo Dato, herederos de Maura y Cánovas, y los liberales liderados por Romanones. Cómo se repartían prebendas en mitad de una partida cuyo resultado eran unas constantes tablas que sólo servían para perpetuar el poder omnívoro de los mismos de siempre: el de los gatopardos feudales y los nobles resistentes a perder sus privilegios.

En mitad de esa artrosis intelectual que afectaba a sus amigos, Diego Martín encontraba otras salidas. La riqueza mercantilista de sus inversiones en cosas raras y de nombres incomprensibles suponía un desahogo digno con el que mofarse un poco de aquella podrida red de poderes seculares. Más hábil, más moderna, de más confianza para transitar por el futuro. Mucho más excitante, sin duda.

Poco a poco, Diego Martín quedó a expensas de una duermevela plácida. Mientras comprobaba las cotizaciones de sus inversiones en el periódico, cerró los ojos. Ni siquiera pudo llegar a ver el resultado cosechado por el Racing, la nueva sensación deportiva de la ciudad. Lo habían creado en el Sonderklass del muelle un grupo de aficionados y jugadores con visión y pasión por el deporte. Competían los domingos en El Sardinero. Buena parte de sus habitantes, Diego Martín entre ellos, empezaban a apreciar, por indudable influencia anglosajona, la excitación de un deporte que sembraba afición a pasos de gigante: el fútbol, ese pasatiempo de titanes, rudo y estratégico, grandioso y dinámico, que en algunos levantaba ya euforias y pasiones, discusiones y admiración. El desfogue y esa extraña felicidad explosiva que le asaltaba a uno cuando la pelota entraba en la portería no se podían comparar con nada terrenal. Era un inequívoco y auténtico signo regocijante de los nuevos tiempos.

DOS

Cuando se instala la calima conviene aligerarse, quitarse atuendo de encima y quedar en mangas de camisa. Aun así, el sudor lo empapa todo y golpea con su tunda pegajosa. No hay abanico ni sombrilla que la merme. Penetra dentro, como un ahogo que detiene la sangre en las venas, como un tronco varado en mitad de nuestras paredes que corta la respiración y el ánimo. Sólo la brisa, sólo el viento puede barrer su plomiza perseverancia de fuego transparente. Únicamente la paciencia es capaz de vencerla hasta que llega el milagroso instante en que desaparece. De pronto.

Don Benito trataba de distraer la desazón de aquel bochorno medio mañanero sentado en un banco de su jardín. No quería ni acariciar a su derrotado mastín, su perro bueno y fiel, que sólo buscaba sombra para guarecerse, por si la manta de pelo abundante que le cubría entero se le instalaba en las uñas y hacía todo mucho más insoportable. Era en esos días cuando el escritor se arrepentía de no haberse afeitado el bigote y quitado de encima esa hoguera prendida en sus morros.

La bahía se había convertido en un plato reluciente sin olas, mortecino y desesperante en su estancada quietud. A la izquierda se alzaba ante la vista de San Quintín el nuevo palacio de la Magdalena. Ya se habían instalado allí los nuevos vecinos, entre sus muros de piedra clara, los ventanales estrechos y su bien plantada figura de
cottage
inglés en honor a los veranos de infancia en la isla de Wight de la reina. Llevaban detrás a toda la corte y su correspondiente parafernalia para atender cada mínimo detalle.

Todo ese trajín levantaba un pertinente mosqueo en el escritor. Él no compartía la algarabía de la ciudad en ese punto. Se alegraba por los vecinos, comprendía el honor, pero se preocupaba por ello. Precisamente lo que el autor buscaba allí, en aquel refugio, era en buena medida alejarse de la batalla política en la que se había inmiscuido precisamente junto al bando de la Conjunción Republicana. Meditaba ya muy seriamente dejar la política y dedicarse exclusivamente a escribir. Carecía de fuerza para tanta lucha. Olvidarse del lío capitalino era su objetivo y esos días corría el riesgo de reproducirse lo más cansino del mismo, a escala más pequeña y delante de sus narices.

A ver si aquello iba a dar al traste con sus veranos tranquilos, con su paz necesaria, con el oxígeno de su inspiración, a base de visitas inconvenientes y el empeño de algunos de agradarle y darle la lata con invitaciones nada apetecibles. Aunque por otra parte tampoco estaba mal que se preocuparan de uno, como el día anterior había hecho el conde de Romanones, acercándose a saludarle.

Para empezar, por el paseo se había multiplicado el tráfico hacia El Sardinero. Era un ir y venir constante, con carrozas, carromatos y varios automóviles. Sin embargo, en ese trance, pese a los movimientos, nada parecía enturbiar la miga pesada de la calima. Don Benito soportaba ese velo del aire cansino y la calma chicha medio dormido. Sólo pudo huir de las peores sensaciones cuando una escasa luz penetró por las ventanas de su ceguera galopante como un pellizco de esperanza suave, tersa, que le hacía pensar en su último amor.

La había dejado en Madrid. Teodosia Gandarias se llamaba y era el motor de los últimos días de su vida. La llama que prendía sentido a la rutina en su nada deseada decadencia. Aquella mañana la había escrito, como todos los días, su carta. «Adoradísima: ayer, en la llegada del rey, me pasaron algunas cosas que te contaré para que te rías un poco…» Sin embargo, el cartero falló en la entrega y y eso le causó un severo disgusto que aquel calor multiplicaba. No fue descuido de ella, seguro. Sino incompetencia del servicio de correos, algo habitual.

Teodosia Gandarias, vasca de nacimiento, era una mujer viva, culta y entregada a su vocación de enseñanza. En Madrid ayudaba al escritor con sus originales; los corregían juntos y trabajaban en común. Para don Benito ella fue un estímulo intelectual, pero también erótico. El inesperado fuego al que se había atado para vivir desde hacía siete u ocho años una gran aventura, la última de aquel impenitente mujeriego romántico y preso de las faldas desde niño.

Aquella mañana, el escritor consiguió zafarse del fuego húmedo que traía la calima imaginándola. Ya la había plasmado en algunas de sus obras, como sincero homenaje que a ella le ilusionaba más que a nada en el mundo. Desde que la conoció, en cada escrito suyo, las mujeres preferidas en la imaginación del autor llevaban una pincelada en las que se podía identificar a Teodosia Gandarias. A veces ella, frente a ese espejo literario, no se mostraba de acuerdo, pero casi siempre se veía bien reflejada. Quedaba esparcida en los mejores rasgos de sus heroínas. Personajes como la Cintia Pascuala de
El caballero encantado
, la Fernanda de
La España trágica
o la Athenaida de
La razón de la sinrazón
recordaban en mucho sus virtudes. Los azotes de calor le traían a la mente aquella misma mañana sus manos de cera, ese aspecto místico y doliente, su cabellera negra, dividida en dos, como el fondo de un abismo… También sus juegos de amantes casi furtivos en la casa que les servía de guarida. A escondidas de su hermana Carmen y su sobrino José, el bueno de Pepino, tan metomentodo, que nunca vieron con buenos ojos la relación. Pero a don Benito todo aquello le traía al pairo. Lo importante era la entrega desnuda y generosa de aquella mujer, el roce de sus sentidos, que en su caso ya quedaban privados de una vista cristalina pero conservaban una capacidad de emoción y percepción muy viva.

Toda la intensidad de sus momentos exprimidos al límite, los instantes eternos que le hacían perderse en su cuerpo delgado, en los huesos protuberantes que se le clavaban en el fondo de sus manos y en los costados cuando se restregaban apasionadamente en la cama. La boca fina que sellaba su cara con besos pausados, entre los que intercalaban palabras de amor con esa voz de susurro melancólico.

Su recuerdo le animaba y le reconfortaba con lo mejor del ser humano. Sus detalles de entrega al prójimo le resarcían de todo el mal, de la inquina y la miseria humana que observaba tantas veces a su alrededor. El empeño que ponía Teodosia en enseñar a aquellos analfabetos que se encontraba a su paso, como al hijo de su portera o a alguna sirvienta, le enternecía y a veces se sorprendía a sí mismo hablando solo, vocalizando esas palabras que se decían en vasco, idioma que ella dominaba:
«Asco Gurutzut, sentut gurutzut»
.

Ninguna mujer anteriormente le había llegado tan dentro. Más incluso que el sentimiento que mantuvo con la buena de Concha Ruth Morel, quizás su amante más sofisticada, ahora comprometida con la izquierda radical; muy por encima de su prácticamente animal relación con Lorenza Cobián, mujer de escasa cultura y demasiadas nubes negras, depresivas y tendencias suicidas derivadas de sus delirios persecutorios, esos que ni siquiera pudo aplacar la alegría que les trajo María, la hija de ambos. Y completamente diferente a aquel duelo de egos titánicos, no exento de cariño, que mantuvo durante años con Emilia Pardo Bazán. Con ella se había cruzado hacía poco en el Ateneo. Fue una situación tensa que paralizó a los testigos del encuentro y se convirtió en una comidilla para las tertulias de la capital. Al parecer, cuando la escritora pasó a su lado le espetó: «Adiós, viejo chocho.» Él, sencillamente, le contestó: «Adiós, chocho viejo.»

Teodosia fue todo un apoyo para los años duros. Para sus achaques y el trauma de su ceguera, contra la que luchaba sin tregua cada vez que podía. Había resistido operaciones fallidas y sólo se fiaba de los diagnósticos y las recomendaciones del doctor Madrazo, allí, en la ciudad, y del doctor Marañón, que le atendía en Madrid. Las cataratas enmarañaban y nublaban su visión sin remedio. La operación que le había llevado a cabo el doctor Manuel Márquez hacía cosa de dos años fue un fracaso. Extrajo en trozos su cristalino, pero no logró sacar el núcleo de su ojo izquierdo. Meses después, cuando intervino el derecho, nada se logró.

Poca cosa se podía hacer más que lavar los ojos, aplicarse yoduro y pilocarpina, resistir la luz con gafas oscuras y rezar. Pero eso último, sin duda, iba poco con él. Así que se encomendaba a sus amigos píos y a sus hermanas. Ya no podía hacerlo en su lugar Pereda, que le había dejado años antes, en 1906. Echaba de menos sus visitas fortuitas, aquella capacidad de sorpresa que le rescataba a veces del trabajo atascado para dar un paseo. Añoraba a su amigo y sus disquisiciones, su contrapunto razonable de la visión opuesta pero pacífica que mantenían de las cosas.

También sentía la ausencia de Menéndez Pelayo, muerto hacía escasamente un año. Ni las disputas por el Nobel habían conseguido echar al traste su amistad y respeto mutuo hasta el final. Se mantuvieron bien al margen a pesar de que muchos anduvieron empeñados en enzarzarles con el agridulce caramelo de la gloria por medio. Como si un mero reconocimiento, por muy gordo y universal que fuera, pudiera quemar el cariño que se profesaban, aquel respeto mutuo a prueba de bombas y pasquines insufribles que provocaron en don Marcelino un súbito envejecimiento.

En mitad de aquel galimatías, don Benito encontró siempre el apoyo de Teodosia. Varios prohombres, incluido don Marcelino, habían propuesto al escritor para el premio Nobel desde hacía muchos años. Pero la vez en que más a conciencia se hizo prendió la resistencia de la caverna. La Iglesia y varios intelectuales enarbolaron una brusca ofensiva en contra, furibunda y desagradable, destructiva y llena de mala fe, que no ayudaba nada. No tuvieron otra ocurrencia los retorcidos urdidores de aquello que proponer como alternativa a su amigo. Fue algo que incomodó a Menéndez Pelayo muchísimo pero que aun así no desanimó a sus instigadores. Hasta el apoyo del Vaticano consiguieron en contra de la candidatura por medio de artículos nada entusiastas aparecidos en
L’osservatore romano
.

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