—Hoy vamos a comernos dos buenas lubinas. Tengo cuerpo de celebración —comentó Diego Martín a su hijo Enrique.
—Estupendo —contestó éste.
Rafael se había desperezado del todo y aprovechó el momento para retirarse.
—Voy a vestirme con algo decente —aseguró, cruzándose la bata sobre el pijama e intentando poner en orden el alboroto de su pelo abundante y enraizado. El pequeño de los Martín conservaba un cabello que era la envidia de parte de su familia. Concretamente de Enrique, que ya lucía unas preocupantes y nada favorecedoras entradas para no haber alcanzado todavía los treinta.
Diego Martín había quedado tan eufórico por la charla con su hijo menor que se dejó llevar por un entusiasmo festivo.
—Hoy vamos a brindar con champán —le comentó a Enrique.
—Si te empeñas… —dijo su hijo.
—Algún día había que celebrar ese dinerillo fresco que nos ha entrado en los últimos tiempos, ¿no crees?
—Sí, pero ten en cuenta que es para ahorrarlo, no para derrocharlo —aseguró Enrique.
—No seas aguafiestas, hijo mío. Recuerda: hoy estamos todos juntos. Incluso si no hubiéramos ganado tanto con esas operaciones que hemos hecho al alimón, lo celebraríamos. Anímate, Enrique, por un día…
No le sentó muy bien aquel comentario. «Por un día…» ¿Por un día? ¿Qué quería decir con eso? Sin duda que hiciera lo que hiciese, se empeñara en lo que se empeñase, su padre preferiría siempre el carácter irresponsable y con tendencia a la dispersión de su hermano. Pues muy bien, pues gracias por todo. Gracias por haber conseguido una fortuna para nada. Gracias por echar en cara esa inconsciente desafección, esa falta de interés perpetua por su vida, por su estado de ánimo. Sólo lo quería para forrarse, sólo prestaba atención a sus cuentas. Nada más.
Con todo, Enrique no se descompuso. También él traía noticias dignas de ser celebradas. Lo contaría en plena comida, si aquello no acababa como el rosario de la Aurora después de que Carmen Revuelta y su hermano Diego se enzarzaran en una pelea teológica de las suyas.
Cuando todos estuvieron listos se sentaron a la mesa que habían puesto con un esmero poco habitual Serafina y Puerto. Las mujeres fueron las primeras sorprendidas al ver el mantel de gala, la cubertería de plata, las copas de champán.
—Pero ¿qué pasa hoy? —preguntó Carmen Revuelta.
—Que es el primer día en mucho tiempo que estamos todos juntos —respondió Diego Martín.
—Bueno, sorpresa entonces.
Ni siquiera el mayor torció el gesto. Demasiadas desgracias atestiguaba al día como para rechazar un banquete.
—Bueno, bueno —soltó Diego hijo, santiguándose.
—Dos lubinas nos vamos a comer. Dos lubinucas frescas. Con champán —anunció el padre.
—Pues amén —dijo Diego.
Marina y Rafael callaban. Se miraban algo cohibidos por la situación. Seguían dispuestos a verse, continuarían juntos su aventura, pero un pequeño resquicio de culpabilidad se les colaba por alguna rendija. Al menos a Rafael; a Marina puede que no tanto. Temía echar aquel buen ambiente a perder si la familia se enteraba de dónde y con quién había pasado la tarde el día anterior. Más si caía en que no dejarían de verse, en que mientras coincidieran físicamente en un lugar, en un espacio concreto, jamás dejarían de encontrarse. A la luz o a escondidas. Lo suyo parecía un pacto sellado para siempre.
Empezaron a servirse una abundante y variada ensalada. Llevaba lechuga, tomate, cebolla roja, bonito que había embotado Puerto, espárragos, algo de huevo duro y un aliño especialmente logrado. Marina rompió el fuego.
—Me han invitado a una fiesta en palacio —anunció.
—¿Ah, sí? ¿A santo de qué? —preguntó Diego hijo con cierto tono ambiguo, entre el retintín y la curiosidad malsana.
—De nada. A una fiesta que dan por no sé qué.
Rafael comía como si la cosa no fuera con él, tratando de disimular la sorpresa que le había producido la noticia mientras Carmen Revuelta miraba con exceso de arrobo a su hija.
—Habrá que comprar algo. Un vestido mono. No sé, algo. Mañana miramos —dijo su madre.
—Y tanto. Algo que deslumbre a la misma reina —adujo Diego Martín.
—Tened en cuenta que después lo tengo que aprovechar para la parroquia —soltó irónicamente el cura.
—En eso mismo estábamos pensando —contraatacó Carmen Revuelta.
—¿Y por medio de quién te ha llegado la invitación, si no te importa decírnoslo? —quiso saber Enrique.
—Pues creo que fue María Teresa la que se empeñó en dar mi nombre.
—¿Y qué va a hacer ahora tu madre cuando tenga que explicar en su Iglesia, por llamarla de alguna manera, que su hija ha entrado en la corte más católica de Europa? —atacó Diego hijo.
—Pues contarlo —saltó tan fresca Carmen Revuelta.
—Has perdido una ocasión bien linda, que dirían en las Américas, para convertirla. Allí ha caído hasta la reina. Muy práctica. Se dejó de anglicanismos y ahora es más pía que el papa. Bien por ella.
—Eso no es más que política, querido, a ver si nos enteramos —comentó la mujer.
—Política es lo que hace el reverendo Acosta con vosotras y lo demás, tonterías.
—Política es lo que hace el papa de Roma y toda la curia de fariseos que lo rodea. Al menos nosotros no estamos pendientes de conservar a toda costa el poder sobre la tierra.
—¿Ah, no? ¿A cuántos pobres desgraciados de Tetuán y la calle Alta sale a predicar el amigo Acosta? Yo por ahí no le veo. En cambio no hace más que acudir a meriendas de señoronas por el muelle.
—La fe, Diego, la fe es lo que nos sirve para salvarnos. No esa caridad hipócrita, ni demás paripés de beata. Dios necesita también recursos. El que no lo sepa es bobo o miente.
—Ésa es la doctrina de Lutero, muy bien. Bendito sea Dios.
—¿Habéis terminado ya? ¿Podríamos seguir disfrutando de esta comida fastuosa sin que vuestro Dios se nos cuele por medio? Nadie le ha invitado a esta mesa. Al menos hoy —comentó Diego Martín, sonriente pero tenso.
—Eso que has dicho lo podríamos tomar, a las malas, como una blasfemia —advirtió su hijo.
—¡Por favor! ¡No saquemos las cosas de quicio! —comentó Rafael.
—Yo sólo lo advierto. Eso cualquiera se lo podría tomar como tal. Porque yo, de por sí, cada vez que me siento a la mesa lo hago para tomar el cuerpo de Cristo.
—Hoy en forma de lubina y con la sangre amarilla del champán —insistió Rafael.
—Otra blasfemia. Acabas de hacer la gracia de otra blasfemia, Rafaelín.
—¡Ay, señor! ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza! —zanjó bruscamente Diego Martín.
Marina callaba, Carmen Revuelta renunció a meter más cizaña y se abrió un momento de tregua al tiempo que entraban las lubinas recién salidas del horno, con su cama de patatas y su cebolla. La mera visión de aquel manjar y su olor dulce, atemperado, apaciguador, nada agresivo, devolvió la paz a la mesa. Diego Martín fue repartiendo una generosa ración en cada plato mientras los hijos se admiraban de los dos ejemplares que había conseguido Serafina en la plaza. Tiernos, tersos, jugosos.
Cuando empezaron a degustarla, al segundo o al tercer bocado, dependiendo del ansia de cada cual, Enrique tomó tímidamente la palabra.
—Yo también tengo algo que anunciaros —comentó.
Rafael detuvo un segundo el tenedor sobre su boca y masticó lentamente. Diego hijo miró a su padre, sorprendido, mientras Carmen Revuelta y Marina, un poco menos, no lograban disimular el extraño impacto que les causaba el hecho de que Enrique, el discreto Enrique, el soso, el muchacho que todo lo llevaba calculado y anotado en la agenda de su vida, tuviera algo que anunciar.
—Muy bien, pues tú dirás, hijo mío —le animó su padre.
—Un día de éstos me gustaría traer a casa, para que la conozcáis, a la mujer con la que me he comprometido.
El hombre logró soltarlo con esa seriedad medida de la que por más que hiciera esfuerzos no lograba zafarse. Algún carraspeo previo ahuyentó su nerviosismo antes de hacer el anuncio. Pero en ningún momento se puede decir que transmitiera entusiasmo. Nada más acabar su frase, miró tímidamente a Marina. Era la primera, quizás la única reacción que le interesaba, la que verdaderamente le quitaba el sueño. ¿Dejaría entrever celos, fastidio, rabia? Nada de eso pareció demostrar. Ninguna señal incómoda, ninguna mueca desagradable, ningún síntoma de sorpresa. Tan sólo dibujó en su esplendorosa cara una sonrisa de circunstancias, el gesto de quien disimula alegría cuando en realidad siente indiferencia. Porque la realidad era que a Marina, la felicidad de Enrique, el futuro de Enrique, su vida, su presencia, su pura existencia, le traían completamente sin cuidado. Así que la muchacha sonrió y siguió comiendo, un tanto ausente del indisimulado entusiasmo que empezaban a mostrar sus hermanos.
—Ah, amigo, ésta sí que es buena —comentó Rafael.
—Os casaré yo —dio por sentado el cura.
—Bueno, tranquilos —dijo Enrique, un tanto desbordado por sentirse el centro de la reunión.
—¿Y quién es la afortunada, si se puede saber? —preguntó su padre.
—Isabel de la Hoz.
A Carmen Revuelta le hacían los ojos chirivitas.
—¿Isabel de la Hoz? Pero si es una chica estupenda y la mar de alegre —comentó sin caer en el detalle de que la frase traslucía cosas terribles.
Ella, en su enrevesado y a la vez desinhibido cerebro, se hizo al instante la siguiente composición: ¿cómo era posible que semejante joya cayera en las manos de un desaborido como Enrique?
—¿La hija de Manuel de la Hoz? —quiso saber Diego Martín.
—La pequeña, sí. La pequeña. Muy buena familia, una familia estupenda. Pero es mucho más joven que tú, ¿no, Enrique? —insistió en sus impertinencias Carmen Revuelta.
—Bueno, nos llevamos ocho años.
—¿Así que tiene veintiuno?
—Veintiuno para veintidós —contestó Enrique.
—Muy bien, qué bien. Su padre es una excelente persona. A su madre apenas la conozco —terció el padre.
—Sí, hombre. Chisca de la Hoz, yo la conozco mucho —añadió su esposa.
—¿Habéis hablado de boda? —preguntó Diego Martín.
—Todavía no. Para el año que viene o así.
—Muy bien, sin prisa.
—Para mí es importante que antes la conozcas. Bueno, que la conozcáis todos, me refiero.
—Me muero de ganas, hermano querido —aseguró cariñoso Rafael.
—Pongamos una fecha. ¿Cuándo os viene bien acercaros a merendar? ¿Mañana? —preguntó su padre.
—Un día de éstos. Ya preguntaré cuándo puede ella.
—Cuando queráis, cuando queráis. Muy bien, hijo, me alegro mucho por ti. Esto sí que merece un brindis —concluyó Diego Martín.
Su padre sirvió las copas. La botella del champán francés que le habían regalado esas pasadas Navidades y que aquel día descorcharon para mojar todas aquellas sorpresas imprevistas quedó prácticamente vacía. La lubina, en cambio, se había enfriado como una convidada de piedra sobre los platos. Pero la emoción apenas hizo que la familia Martín notara el destemple. Tan sólo Marina era consciente de aquel detalle que ni siquiera comentó. No iba a arruinar con esa minucia el vendaval de euforia que había transportado a todos, incluso a su madre —o es más, sobre todo a su madre— hacia un lugar desconocido y ajeno a sus emociones. Ojalá Enrique fuera muy feliz, por otra parte. Ojalá les dejara en paz para siempre.
Amaneció nublado. El cielo como una losa. El viento detenido, con alguna brisa que de vez en cuando le llevaba la contraria y soplaba para suavizar la pesada grisura del ambiente y el ánimo. El bochorno se había instalado aquel verano y parecía no querer enfriarse. El color de los días destroza muchos espejismos; la impresión que a su regreso a la ciudad se hizo Rafael Martín, por ejemplo. Esa luz podía quebrarse de golpe. Muchos paseantes confundían sus atuendos con la paleta del aire. Tan sólo las voces chillonas de las vendedoras ambulantes y los chiquillos distorsionaban el día gris, la calle gris, la vida gris.
Muchos eran los que se resistían a dejarse llevar por el agua incolora que parecía correrles a tantos por las venas. Frente a la sombra del pesimismo, Rafael se fijó en el ejemplo de su padre. El viejo Martín siempre se había rebelado contra aquella arteriosclerosis preponderante. Luchó casi a diario por mantener alguna pasión en su vida. Primero fueron Águeda y sus hijos, después Carmen Revuelta. Desde hacía algún tiempo el dinero, los amigos. En un pasado ya lejano, la lucha contra la indiferencia y el desprecio, batidos a medias entre la pluma y la acción civil. Ahora, la defensa a ultranza de don Benito frente a quienes querían arrojarle a la hoguera. Buscaba velas y motores. Los encontraba y después los exprimía a gusto. Quizás ahí radicara el secreto de su equilibrada felicidad, de su tino y su buen juicio.
Diego Martín llevaba todo el verano reivindicando la figura de su amigo novelista. Lo había convertido en cruzada. Sobre todo ante aquellos (muchos, demasiados) que se habían empeñado en considerarle persona non grata. Al autor, retirado tranquilamente en San Quintín, le traía todo al pairo. Lo que le ocurría en la ciudad de su retiro le pasaba en toda España. Su talante y su talento creaban una fuerte división de opiniones. Lo malo de allí en concreto es que la presencia veraniega multiplicaba discusiones a favor y en contra. Empezando por los periódicos y acabando por las tertulias, la calle e incluso los púlpitos desde los que algunos clamaban por quemarle en la plaza pública.
—En una pira, ahí junto a la estatua de Velarde, ponía yo a arder esta misma tarde
Doña Perfecta
,
Electra
,
Casandra
y toda esa bazofia del más antiespañol de nuestros autores —soltó Carlos Fuentecilla en pleno café Suizo.
—¿Los
Episodios nacionales
también? —preguntó Felipe Zúñiga.
—Casi todos —respondió el Torquemada reencarnado de Fuentecilla.
—Eso, eso, que vuelva la inquisición, el cura y el barbero, todo junto y revuelto, que tome la calle lo más bajo de lo que nos mostró Cervantes en
El Quijote
. Pues yo no me cansaré de repetir que esta ciudad no acaba de apreciar el auténtico honor que supone contarle entre nuestros vecinos. Es el Balzac español y no nos damos cuenta —aseguró Diego Martín.
—Para mí es un escritor de cuarta categoría que encarna los valores más deshonrosos y rastreros de esta patria nuestra. Un despojo a quien sólo mueve el rencor, obsesionado únicamente en crear personajes ofensivos e injuriosos para lo más sagrado de nuestras tradiciones y nuestros valores. Un tipo de esa calaña no puede ganar el premio Nobel, ni ser el alma que nos represente con un título así por el mundo.