—Hombre, padre. Acabo de cruzarme con tu hermano Rafael. Años ha que no le veía. Le he encontrao bien majuco.
En ese momento, a Diego Martín se le cayó el cielo encima. Lo vio todo nítido, claro.
—¿Qué te pasa? Te me has quedao lívido —dijo El Tuerto.
—Nada, no es nada. Así que le has visto bien…
—Muy bien. Se acordaba de mí y todo.
—Ya, ya. Bueno, Justo, querido. Ando con un poco de prisa. Ya nos vemos en otro momento.
El cura arrancó como un relámpago hacia su casa. Subió las escaleras de tres en tres, dispuesto a hablar con su hermano y sacarle los colores. ¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo se atrevían a conjurarse para repetir la historia? En el camino se planteó soltárselo directamente a su padre, pero luego lo pensó mejor: le daría una segunda oportunidad. Otra salida. Una más. La última en lo que respectaba a ese asunto.
Entró como un ciclón y se topó con Enrique. Por su actitud y la extraña hora en la que encontró a su hermano en casa, supo que había algún problema.
—¿Qué te pasa? ¿Adónde vas?
—¿Que qué me pasa? Nada. Tengo que hablar ahora mismo con Rafael.
—¿Por qué?
—Pues… A ver, cuidado que no nos oiga nadie. Mucho menos padre. ¿Dónde está?
—Creo que en su despacho.
—Pues vamos a tu habitación.
—Venga, vamos.
Una vez allí y con la puerta cerrada, Enrique volvió a preguntar:
—Pero ¿qué ocurre?
—Pues que me he encontrado por Tetuán a dos personas distintas que han visto a Rafael y a Marina, cada uno por su lado, por el barrio.
—¿Cuándo?
—Esta misma tarde.
—No fastidies. ¿Y qué hacemos?
—Pues hablar con él. Me extraña tanta casualidad, ¿no crees?
—No, no. Nada de casualidad. Me juego el cuello a que siguen viéndose.
—Por supuesto.
Rafael andaba pintando en su habitación cuando Diego y Enrique llamaron a la puerta.
—Adelante. ¡Hombre, Diego! ¿Qué ocurre? —preguntó el menor un tanto alarmado por el gesto torcido que traían ambos.
—¿Has estado esta tarde por Tetuán?
—Pues sí. Me he encontrado con el Tuerto. No te haces idea de la ilusión que le ha hecho verme.
—Eso ya lo sé. ¿Y a quién más te has encontrado?
—A nadie. ¿Por qué lo dices?
—¿Qué hacías por Tetuán?
—Pues dar una vuelta. ¿Qué voy a hacer?
—Sí, una vuelta al escondrijo de tu amigo Solana, me imagino —soltó el cura tratando de acorralarle.
Rafael calló.
—¿Cómo explicas que sobre esa hora y en esa dirección vieran también a Marina?
—Pues… Casualidades.
—¿Casualidades? ¿Quieres que se lo preguntemos a ella? ¿Con padre delante?
—No, a ella no la metas, Diego. Dejadla en paz. Los dos. Dejadla en paz.
—Tú también deberías dejarla en paz, Rafael. En serio.
El pequeño de los Martín se sentó en la cama y admitió una vez más su derrota. No quiso plantarles cara a sus hermanos. Renunció a esa batalla perdida.
—Muy bien. Mañana recojo mis cosas y me marcho. Pero por Dios, no le digáis nada a padre. Ahorrémosle un disgusto. Ya me inventaré algo convincente.
Diego quedó satisfecho con el pacto. Enrique, no digamos. Le acababa de caer del cielo un regalo inesperado. Así es como se quitaba de en medio a su hermano pequeño, que aspiraba a no dejar de jugar su papel de hijo pródigo en aquella casa. Sin Rafael por medio, él volvería a recuperar el control de todo. El escudo de su hermano mayor le protegía, además. Se casaría, poblaría el hogar paterno de nietos, seguiría aumentando el patrimonio de la familia… Con el tiempo, heredaría. Y mientras, a su hermano no le quedaría más remedio que vivir todo aquello desde lejos. Allá adonde le llevara su propia mala cabeza.
Rafael, por su parte, anquilosado, bloqueado, lo que más deseaba en aquel momento era desaparecer. Pese a ser consciente de que podría haber perdido a Marina para siempre. Pese a la infelicidad de aquella caída, que le atormentaría y despedazaría en buena medida su vida. Daba lo mismo. Huir era el único arranque que le venía a la mente. Huir de aquella cárcel permanentemente vigilada, a todas horas cercada, de aquella prisión atosigante en la que un alma con vocación de pájaro rebelde, inconformista y pasional no podría ser feliz. Huir de todas las ataduras, de todas las raíces. Despojarse de nombre, apellido. Librarse de aquella identidad que le tiraba hacia el fondo de la bahía, evaporarse, desaparecer. Romper con todo. Desollar su memoria, aniquilar bruscamente los recuerdos, la infancia, el cariño, los afectos, los hilos. Reinventarse en otro lugar. Volver a nacer. Absolutamente libre…
Justo en el lejano vértice del horizonte, en ese punto inaprensible que se estira hacia el infinito, el cielo reposaba sobre la mar como la antesala de una garganta y alguna nube juguetona formaba la inquietante imagen de una campanilla. Parecía una boca de ballena abierta e insaciable dispuesta a comerse cuanto encontrara al paso. Las olas bien podían ser una blanca dentadura de espuma salpicona y vaporosa. Y la ciudad quedaba engullida dentro de su vientre.
Nadie lo apreciaba. Nadie era capaz de descifrar en esa mañana plomiza y lenta el cristalino mensaje de la madre naturaleza. Ni el propio don Benito, tan perspicaz a la hora de observarlo todo. Puede que años atrás lo hubiera notado, pero la ceguera le obligaba cada vez más a mirar hacia adentro. El escritor permanecía absorto, entre cigarrillo y cigarrillo, tratando de descifrar ese juego de extrañas formas desde la terraza de San Quintín. Se fijaba obnubilado en la imponente y un tanto engañosa placidez del paisaje, atrapado y apacible, despreciando el horario, creando en su propia limitación la borrosa imagen del mundo que comenzaba a dejar para la posteridad. «¿Cómo le trataría el futuro?», se preguntaba a veces. «Mal —se respondía sin remisión a sí mismo—. Me condenarán al infierno.»
Tampoco fue capaz de apreciarlo el Cacahuesero. Aquella mañana, el empleado ocasional de la Chata volvió a conducir el carromato con el pedido de palacio, sin caer en la simbólica pintura del paisaje. Llevaba puestos los cinco sentidos en que el pescado y el marisco fresco llegaran impecables a su destino, al lugar donde el rey daría una cena muy privada esa misma noche.
De permanecer en la ciudad, quizás Rafael Martín San Emeterio hubiese captado la sutil enseñanza de aquellos colores y todos los elementos perfectamente alineados en un sorprendente discurso. Él, como pocos artistas, comprendía a la perfección la maestría de la naturaleza a la hora de crear imágenes evocadoras. No ha habido ni habrá mejor pintora, ni escultora más perfeccionista. El resto, tan sólo son imitaciones. El nuevo arte de la fotografía, si acaso, sería el único capaz de hacerle justicia con el tiempo.
Pero el pequeño de los Martín ya no estaba. Hacía días que había vuelto a partir. De repente, sin apenas dar explicaciones a nadie. Tan sólo a Marina pudo contarle con detalle su decisión. Abrupta, brusca, inesperada y sin otra salida posible, sin opciones. Cuando le dijo lo que había ocurrido, la conversación que mantuvo con sus hermanos, ella lo entendió. Al marcharse, de nuevo la protegía. Como la otra vez, aunque en esta ocasión no acabara en un lúgubre internado dominado, más que por la gracia de Dios, por las oscuras fuerzas del diablo. Pero Marina no tardó en volver a rebelarse, en sentir dentro esa furia que por unos días había logrado sacar de sí, ese sentimiento dormido de impotencia que descansó sobre el lecho de su amor recuperado. La situación hizo volver a brotar el ácido torrente de inquina que la había poseído tantos años atrás. Ahí regresaba de nuevo el odio, la culpa sin dueño, sin rostro, ya que por otra parte no podía achacar nada ni a su madre ni a su padrastro. Su posición resultaba bien comprensible a ojos de todos. No así tanto la de sus hermanastros, que se habían convertido en unos insufribles guardianes de las esencias. Pero tampoco ellos eran completamente culpables de su desgracia. No exclusivamente.
Lo peor era el destino. Lo peor habían sido las elecciones no controladas por ella. Las decisiones previas tomadas por otros que los llevaron a cruzarse en la vida como hermanos cuando bien podrían haber sido otra cosa. Ya nada resultaba evitable; ya nada podía detener que tan joven cayera en una condena perpetua de infelicidad y frustración. Buscara donde buscara, nadie en el mundo era digno de equipararse a Rafael. Por eso, ella también deseó huir. Y la mejor manera era casándose bien, a ser posible lejos, con algún pretendiente rico que la sacara de aquella cueva y le mostrara otro mundo donde olvidarse de todo. Las oportunidades se le abrirían, calculaba Marina, aquella noche en palacio. No era cuestión de desaprovechar nada. Sin forzar situaciones no deseadas. Abierta a lo que buenamente se presentara.
Diego Martín también quedó desolado con la marcha de Rafael. El padre sí se mostraba incapaz de comprender. Quizás podía entender su decisión por ese temperamento imprevisible de los artistas. Entró a despedirse, sin más, sin resquicios, con una actitud determinante que cerraba cualquier posibilidad de embaucamiento paterno. Abrió la puerta del despacho y dijo:
—Padre, me ha surgido una oportunidad para exponer en Madrid. Me voy ahora mismo. Despídeme de Carmen. Escribiré…
Y él sólo pudo desearle suerte.
Ni tan siquiera logró enterarse bien si tenía pensado volver pronto, si marchaba con intención de quedarse allí definitivamente: meses, años, una temporada. Tan sólo le dijo que las primeras semanas se alojaría en casa de los Solana y que no le vendría mal un poco de dinero hasta que pudiera vender alguno de sus cuadros en la exposición. Con lo dicho, desapareció. Tampoco parecía especialmente tenso, ni preocupado. Se iba aparentemente feliz, como se había ido otras veces, como siempre regresaba. Alegre, entregado a lo que le deparara la vida. Entusiasta, inquieto, sonriente.
Pero hubo en cambio algo en la actitud de Marina que desconcertó demasiado a Diego Martín. Una pena impenetrable, una mirada casi constantemente extraviada, un vacío, un dolor. Su padrastro no quería por nada del mundo relacionar acontecimientos, ni interpretar reacciones. Pero quién sabe. El rostro luminoso que la joven Marina había encendido aquellos días en los que coincidieron juntos, sin que apenas se mezclaran, se había apagado de repente.
Por un momento, la huella esplendorosa de su hija pareció regresar súbitamente la noche en que fue invitada a palacio. El deslumbrante vestido rojo, de escote discreto y las perlas prestadas por su madre redoblaban todas las dimensiones de su propia belleza. Lucía el collar maravillosamente sobre la cama de aquel pecho recio y antes de salir de casa se acercó a donde Diego Martín para que le diera el visto bueno.
Su padrastro se deshizo al verla delante. La miró y la admiró. Radiaba una electrizante y todavía plena juventud. Expulsaba a borbotones esa tersa jovialidad que poseen algunas mujeres elegidas por la gracia de la seducción. Por un momento, Diego Martín envidió al contemplarla a todos los hombres que lo hicieran aquella misma noche. Era el paradigma del encanto natural; en su aspecto uniformemente castaño, entre el pelo y la piel, despedía una luz sorprendente, atonal, de verdadero impacto.
—¿Voy bien, Diego? ¿Qué te parece? —preguntó Marina disimulando la exacta seguridad que deben dar a veces los espejos.
—Vas radiante. Espléndida. Dame un beso.
Marina salió aquel día de casa dispuesta a comerse el mundo. Decidida a entrar en el reino de una vida propia, de un destino escrito en grande sólo para ella. Su amiga María Teresa Vierna la recogería a la ocho en su casa y luego irían directamente hacia la Magdalena en el coche de ésta: un Ford de importación, con chófer y recién estrenado.
Cuando llegaron a palacio no vieron muchos carruajes ni vehículos aparcados. Parecía una recepción muy exclusiva. Subieron los peldaños de la entrada que daba a la bahía y aparecieron en el vestíbulo. Les sorprendió la escalera ancha de madera noble, la lámpara poblada con una selva ordenada de cristales y completamente prendida.
Los sirvientes las invitaron a entregarles la ropa de abrigo nada más entrar. El marqués de Viana, un tipo servicial pero de sonrisa demasiado amplia y poco espontánea como para fiarse de él, las recibió atento y fue presentándolas a los demás invitados. También estaban el ministro Romanones y don Antonio Maura, que veraneaba por allí, retirado en la paz interior del pueblo de Solórzano. Junto a ellos, un grupo variado de unas veinte personas: hombres y mujeres, la mayoría solteros sin compromiso, que fueron saludando en corros reducidos mientras tomaban el abundante aperitivo en el salón del piano.
El rey acudiría solo a la cena. La reina se había ido con sus hijos a San Sebastián para pasar unos días en el palacio de Miramar, donde habitualmente residía en verano la madre del monarca. Allí fueron a encontrarse con sus primas inglesas, que veraneaban en Biarritz. Era, en efecto, una fiesta demasiado exclusiva. Un capricho de pasatiempo para el rey, con jóvenes guapas y encantadoras de la ciudad dispuestas a la fuerza o no a complacer sus dotes de irredento seductor con ventajas. Un desahogo al que tampoco estaba invitada su amante oficial, la actriz Carmen Ruiz de Moragas, que también se había desplazado a veranear a la ciudad. Si había algo que era su auténtica debilidad en este mundo eran las mujeres.
El aperitivo transcurrió sin demasiadas emociones fuertes. Marina y María Teresa observaban el entorno entre intrigadas y receptivas. Cayeron en la nada recargada elegancia del mobiliario, elegido por el marqués de Santa Mauro no sin polémica. Algunos comerciantes se tomaron como una ofensa que lo hubiese comprado casi todo fuera de la ciudad. De todas formas, por allí, nadie proveía entonces esos lujos: conjuntos armónicos propios del siglo XVIII en los que preponderaba el estilo georgiano y Hepplewhite, tal como habían contado las gacetillas; líneas perfectamente adecuadas a las columnas y paredes sin apenas espejos que concordaban con la madera de sicomoro, los cortinajes y unas apenas recargadas guirnaldas y medallones.
Todo se confundía con la medida coreografía que ejecutaban los camareros imbuidos en su permanente movilidad y las miradas cruzadas de algunos jóvenes encantados de haber entrado en los salones de la corte. Si había algo que distorsionara la armonía de aquel juego teatral podía ser su aspecto de cachorros ambiciosos y mucha hambre de mundo en absoluto disimulada. Pero tampoco… La ambición y la autocomplacencia resultaban buenas armas para desenvolverse en esos salones del poder y la influencia a cualquier precio.