Read Ahogada en llamas Online

Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (38 page)

—¡Papá! ¡Papá! ¿Y papá?

Enrique Martín entró poco después por la puerta; lo que había tardado en atravesar corriendo el trecho entre el banco y su casa. Cuando los cuatro se reunieron sanos y salvos, se empezaron a preocupar por los abuelos y por los tíos. Rafael se acercó también a casa de su hermano y quedó aliviado cuando los vio a todos con vida.

—No te preocupes por padre. Voy a acercarme yo al muelle. Quédate aquí con Isabel y los niños. Hablamos más tarde.

—¿Y Diego? —preguntó Enrique.

—Seguro que está en casa. También lo comprobaré.

Cuando Rafael salió a la calle ya llegaba por la plaza un olor a chamusquina turbia, un olor de malos presagios, de sangre fresca y metal detonado, de pólvora y humo ascendente, de muerte inútil y saña vil. La parte oeste de la ciudad era un caos de vidas partidas en dos, de sirenas y maldiciones al aire.

Por el muelle, la tensión empezaba a respirarse. Desde el balcón, Diego Martín contemplaba desolado aquel fin de sus días acogotados por la violencia y la falta de juicio. Por el embrutecimiento y la escalada imparable de odio y venganza, justo lo que había querido combatir toda su vida. Aquella guerra, aquel país no era el suyo. Él se apartaba para poner a resguardo su discernimiento, como cualquier persona de bien. Después del ataque vendría la revancha. Ya comenzaba a sentir el martilleo de la cuenta en su interior. Miró hacia el
Alfonso Pérez
, atrapado en una negra premonición, y comprobó que hasta allá se habían acercado ya unos cuantos vecinos con piedras y armas.

Rafael llegó a la casa paterna y se acercó al balcón.

—¿Os encontráis bien? Parece que sí, gracias a Dios. Enrique, Isabel y los niños están a salvo —anunció el hijo menor.

Carmen Revuelta alivió de golpe el sofoco, llevándose las manos a la frente.

—¿Marina? Está en Bilbao, ¿no? —preguntó Rafael, como si no supiera nada de ella.

Su madre contestó afirmativamente con la cabeza. Apenas decían nada. Parecían sumidos en un shock mudo: la conmoción de la rabia y la desesperanza. Tampoco su padre reaccionaba con nerviosismo. El terror le mantenía paralizado. Sólo mostraban señales. De pronto, Diego Martín, comentó:

—Ya han llegado al barco. ¿Dónde está Diego?

Lo preguntó con gravedad, como si presintiera algo inevitable. Como si en la hora de la venganza, su hijo mayor fuera a pagar la pesada cuenta de otros más hábiles que él.

—Creo que en casa.

—¿Por qué no vas a buscarle? Por favor, Rafael. Escóndelo, por lo que más quieras. Esto no me gusta. No creo que vaya a terminar bien. Míralos, cada vez llegan más al
Alfonso Pérez
. Los quieren matar. ¡Los van a matar!

—No te preocupes. Ahora mismo voy a buscarle.

Estaba seguro de que andaría por allí. Cada día, a esas horas, antes de ir a comer al muelle, terminaba sus asuntos y ponía en orden cartas, peticiones, servicios necesarios. Pero la desquiciada dinámica de aquella mañana trastocó todas las monotonías. Antes de que Rafael pudiera acercarse a buscarle, Diego había recibido otra visita.

Efectivamente, en el momento del bombardeo andaba en su casa. Pero cuando las explosiones dejaron de oírse, decidió bajar a la parroquia. Justo se cruzó con quien no debía. El Mula se dirigía al
Alfonso Pérez
cuando le vio entrar en la iglesia. Detuvo su coche e irrumpió a voz en grito, con su casaca marinera cruzada, el gorro de la milicia y los cinturones de la cartuchera a la vista. Llevaba un cigarro apagado en la boca, como si sólo se atreviera a cometer medio sacrilegio.

—¡¡Cura!! ¿Dónde estás, cura?

—Aquí. ¿Quién me busca? —preguntó el párroco, consciente de su reto.

—¿Diego Martín?

—Sí. ¿Qué quiere?

—¿Sabes quién soy?

—No tengo el gusto.

—¿No me conoces?

—No.

Diego Martín sabía perfectamente que Pedro Santiuste había llegado allí para llevárselo. Sabía quién era, qué quería. Lo que había estado esperando con tal de agarrarse a una buena excusa que le sirviera para matarlo. Ahora la tenía.

—¿No sabes que no debéis andar por las iglesias? Ahora son propiedad del pueblo. Así que arreando, vamos a dar una vueltecita y así, de paso, nos presentamos.

El cura le siguió sin decir palabra. Santiuste seguía buscando la provocación.

—¿No has visto lo que han hecho tus amigos los fascistas? ¿Sabes cuántas mujeres y niños hay por ahí muertos en plena calle? —Diego Martín calló—. Dime, ¿no los has visto? Pues te lo vamos a enseñar. Venga. Arrea.

El Mula empujó de mala manera a Diego Martín. Lo agarró de la muñeca y lo introdujo en el coche a trompicones.

—Arranca, Marcial. Tira para el muelle —indicó al conductor.

Pedro Santiuste sonreía con saña. Pero al cabo de una milésima se le cambiaba el rostro dibujándole una mueca inquietante, de rabia contenida e irracional. Llevaba la muerte en los ojos, la barba de días cerrada, la nariz roja y el aliento entumecido por horas de poco sueño. No creía Diego Martín al verle de cerca que aquel hombre fuera a hacer feliz a la rubia Raquel.

—Así que tú eres el cura rufián que se pasa por la piedra a las feligresas —soltó el comisario.

—¿Adónde vamos? —preguntó Diego Martín tratando de cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Ya has olvidado a tu Raquel?

—Ni la he olvidado ni la olvidaré.

—¿Sabes ahora quién soy?

—Lo he sabido desde que oí tus gritos a la puerta de la iglesia.

—No te me pongas chulito, ¿eh? Que te sacudo dos hostias.

Diego Martín volvió a callar ante la amenaza. No por miedo, más bien por no darle el gusto de desahogarse. Lo que tuviera que pasar, iba a pasar. Había llegado para él la hora del via crucis.

El viaje hasta el muelle fue interminable. Tres o cuatro minutos de tensión que ni los gritos cargados de furia animal, ni el vaivén del gentío que bajaba hacia el barco lograban aligerar. Iba a correr más sangre. Los presos pagarían sin juicios, a las bravas, la despreciable matanza de los rebeldes. Cuando el coche llegó a donde estaba atracado el barco ya se habían apostado allí unos milicianos y una camioneta vacía dispuesta a cargar. Pedro Santiuste salió disparado hacia la escalerilla. Antes de entrar, unos guardias lo detuvieron.

—¿Adónde cree que va?

—Adentro.

—Tenemos órdenes de no dejar pasar a nadie.

—¿Sabes quién soy, monín? Quita de en medio o te meto un tiro en la frente.

—No puedo. Ha dicho Bruno Alonso por la radio que mantengamos la calma. Tenemos órdenes de hacerlo.

—Me paso yo lo que diga Bruno Alonso por el forro de los cojones. ¿Qué sabrá ese mierda de nada? Aquí se han acabado los miramientos. Quita o te tiro al agua.

Los guardianes del Mula se tocaban la pistola que guardaban en el cinto con las manos. Amenazantes, como habían aprendido en las películas del Oeste, pero dispuestos a hacerlo esta vez en serio. No había juegos. Era todo un duelo entre los partidarios del linchamiento y los vigilantes de la ley.

Los guardias dejaron paso a la fuerza y diez minutos después, Pedro Santiuste apareció de nuevo afuera con treinta o cuarenta prisioneros.

—¡Todos éstos, al camión! Ya sabéis adónde hay que llevarlos. Luego volvéis a cargar otros tantos y así hasta que nos hartemos.

Diego Martín esperaba dentro del coche observando cómo la ira de quienes habían bajado a pedir cuentas se calmaba a medida que las camionetas —no una, ni dos, ni tres— cargaban con aquellos presos hacia un destino seguro pero innombrable. El lugar estaba en mente de todos. Pero pocos se atrevían a decirlo.

—Ésos acaban despeñaos en el faro —cuchicheó alguien.

Nadie respondía. Tan sólo asistían al espectáculo de una nueva premonición de sangre que aliviara la rabia del bombardeo. Y así, ¿hasta cuándo? ¿Hasta que acabasen todos pagando cuentas sin fin?

Cuando Pedro Santiuste creyó que con los que había enviado a aquel lugar satisfacía su ira, entró en el coche y le dijo a Diego Martín:

—Tú nos acompañas. Querrán que alguien les dé una última bendición, ¿no?

Justo en ese momento llegó en otro coche el jefe de la FAI.

—Ahí te dejo a unos cuantos. Haz lo que quieras con ellos. Yo me llevo a éstos al faro —comentó el Mula.

Su jefe no le dio ninguna contraorden. Callo y ni reparó en cómo arrancaban. Poco después empezaron a oírse disparos indiscriminados dentro del barco cuando el coche pasaba por la casa del muelle. Diego miró en ese momento hacia los balcones: allí creyó distinguir la figura de su padre. Éste fisgoneaba detrás de los cristales como un espectro al que no le ha dado tiempo de despedirse. No se equivocaba. La búsqueda de Rafael había resultado un fracaso y algo les decía a todos por dentro que sólo cabía esperar; nada bueno. Respiraban una desesperación contenida. Nadie se venía abajo, aunque los tiros que resonaban por los alrededores del barco se les clavaban dentro sacudiéndoles con escalofríos. Mataban a placer, dentro y fuera del buque. Algunos cayeron allí como escarmiento de la gente que lo contemplaba, como un mensaje inequívoco de ojo por ojo.

Otros cayeron más lejos. Cuando llegaron al faro, los prisioneros aguardaban en fila. Temblorosos, desencajados, entre sollozos. Cuesta resguardar la dignidad, digan lo que digan los héroes, cuando comprendes que el fin está cerca. Cuesta mantener la calma.

El viento azotaba el cabo. Ni siquiera la altura del faro resguardaba las corrientes. Las olas rompían debajo en un rugido siniestro que confundía el golpe de los cuerpos arrojados con el batido del agua y la espuma en la roca. Diego Martín pensó en ese infierno que no era de fuego, que era de agua salada, de corriente, azote y frío. Un buen infierno en el que morir ahogado en llamas de agua y espuma. Muchos caían rezando. Diego les fue absolviendo. Uno a uno. Cuando no faltaba nadie por perderse en el vacío y el llanto de los muertos había quedado sumido bajo las simas que cubría la bravura del mar, Pedro Santiuste se acercó al cura, amenazante.

—De éste me encargo yo. Esperadme en el camión —avisó.

Diego Martín mantenía la serenidad. No iba a derrumbarse ante ese momento decisivo. En cierto modo, lo vislumbraba cercano. Se había preparado hasta llegar a desearlo. Se acababa el sufrimiento, la frustración, ese artificio de una vida dedicada a los demás cuando sólo deseas la felicidad propia.

—¿Algún deseo? —espetó Santiuste.

—Ninguno. Que sepas que muero sereno. Ten claro también que cuando me despeñes por ahí abajo no voy a tener ni a Dios, ni a la Virgen, ni a los santos en mente. No creo en nada ya, salvo en una cosa. Me golpearé contra las rocas y desapareceré para siempre. Quizás me lleves en tu conciencia. Puede que de ahí no me pueda evaporar así como así. Pero lo dudo. No pretendo ser ningún mártir. Ahora, estate seguro de algo: cuando caiga por ahí abajo cerraré los ojos y sólo veré el rostro de Raquel. El cuerpo que poseí una y otra vez sin ninguna conciencia de pecado y con todo su consentimiento. Eso y no más.

Santiuste soportaba el golpe que le estaba asestando Diego Martín en el estómago de mala manera.

—No sigas por ahí. Por ahí no sigas, curita.

—Sí, amigo, sí. Sí, hermano. El cuerpo para mí sacrosanto de la única mujer que he amado y que me amó, el cuerpo y el rostro que gocé miles de veces, el jugo sagrado de sus entrañas, que bebí hasta hartarme y que fue el más dulce de todos mis cálices.

—¡¡¡Ya vale!!! ¡¡¡Te vas a callar, hijo de la gran puta!!!

Y en un arrebato violento, Santiuste empujó a Diego Martín hacia su propio abismo.

Mientras caía, en esos dos, tres segundos que tardó en tragarle la espuma, Diego Martín cerró los ojos y contempló por última vez, tal como le había jurado a su verdugo, el cuerpo limpio, terso y blanquecino de la rubia Raquel. Fue su mejor oración. La plegaria que le debía. El arrepentimiento final antes de que un golpe seco le partiera los huesos y el cráneo contra las rocas. Acto seguido, lo engulló la mar.

CUATRO

Tras aquella luz ciega de violencia, todo se cerró en una oscuridad de difuntos. Un sueño de calma sucedió a la pesadilla. Un letargo gris de humedad y lágrimas que caían por dentro y por fuera en el ánimo roto de los hijos de la ciudad. Quienes podían enterrar a sus seres queridos lo hacían envueltos en aquella tregua tensa que nadie acertaba a adivinar cuánto duraría. Quienes no, se consumían entre una sordera de rabia e impotencia.

Había cadáveres que empezaban a flotar en la memoria como monstruos sin sepultura, hundidos en la tumba anónima de la mar, apartados de cualquier reino, como fantasmas. A otros no los reclamaba nadie, como al pobre Pombito II, que cayó por huir en la dirección equivocada. Cuando el hombre vio los aviones, en vez de tirar a Puerto Chico lo hizo para la estación y en el último fogonazo de aquella escuadra asesina encontró la muerte.

Los voluntarios a quienes tocó recoger despojos sin vida de la calle se toparon con él entre los diques de Maliaño. Parecía haber partido de este mundo con un gesto estupefacto, con una mueca de extrañeza que pedía cuentas al aire y al azar sin comprender ni esperar nada. No tuvo siquiera la suerte final de desaparecer como lo hizo su predecesor. Nadie le echó de menos.

El primer Pombito en la estirpe del puerto, en cambio, produjo su conmoción entre la ciudadanía. Cuando una mala ola de frío lo atropelló a finales del invierno de 1920 y los carabineros lo encontraron a la puerta de una taberna envuelto en sus prendas con agujeros, lo llevaron a enterrar en medio de una manifestación popular desde la calle Hermida hasta la plaza de Numancia. Los trabajadores del muelle le pagaron el sepelio. Pero Pombito II acabó en una mala fosa al lado del cementerio sin ningún raquero alrededor que vertiera una lágrima por él.

Tuvo mala suerte hasta para largarse al otro mundo. La ciudad estaba pendiente de demasiados entierros por los acontecimientos como para despedir a aquel pobre desgraciado. Nadie le echaría en falta hasta días después, varios días después, cuando la guerra todavía seguía siendo una sombra sin visos de evaporarse. Un arañazo diario en la piel, un mordisco seco de dolor e incertidumbre que se tragaba víctimas sin ton ni son. Como la de aquel cuerpo harapiento y lleno de mugre de Pombito II, que mantenía entre la piel comida a picotones de sarna una extraña dignidad arrancada de cuajo por las balas.

La guerra fue un golpe seco sin piedad ni remisión. Así al menos se tomó en casa de la familia Martín después de que la noticia con la muerte de Diego traspasara la puerta antes de que finalizara el año. Después supieron que había caído por el ansia de venganza indiscriminada de un asesino sin medida. Pero las razones que lo habían llevado al otro mundo ni aumentaban ni disminuían el dolor.

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