Ahogada en llamas (36 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Al parecer, aquel Santiuste le tenía ganas y lo había pregonado a las claras. No sabía bien Rafael de qué manera un anarquista había acabado encamado con la dueña de un negocio. La rubia Raquel había montado una mercería por la Alameda a la que había puesto su propio nombre. No llevaban mucho juntos, pero sí lo suficiente como para que a Santiuste le hirviera la sangre por celos pasados. Lo del amor libre anarquista era muy relativo en su caso.

Probablemente ni siquiera ella le alentara en contra suya. Podía ser nada más cosa de hombres. Pero lo cierto es que, en aquel ambiente de detenidos a diario, cuando ya no cabían los presos en las cárceles y se había habilitado un barco en el muelle para tenerlos controlados, le habían llegado sus avisos. En un descuido, Diego Martín podía acabar en una bodega del
Alfonso Pérez
, con un futuro más que incierto. Era de los pocos curas que habían decidido no salir de la ciudad. Las iglesias permanecían cerradas al culto, pero él se colaba de vez en cuando en su parroquia desafiando la autoridad y el destino sin mucho seso aparente. Cualquier día le echaban a patadas y utilizaban el templo de almacén como ya ocurría en la catedral, en la Compañía y en San Francisco. Cuando Rafael se acercó a advertirle le encontró en la sacristía. Su hermano no se sobresaltó lo más mínimo:

—¿Conoces a un tal Pedro Santiuste? —le preguntó Rafael.

—No tengo el gusto —respondió su hermano.

—Pues quédate con ese nombre.

—¿Por qué?

—Al parecer es el amante de Raquel, aquella mujer que servía en tu casa.

Diego calló y siguió ordenando sus cosas invadido con una extraña lucidez a esa hora de la tarde. Eran las seis y media y entonces solía estar completamente borracho.

—¿Y qué tiene que ver eso ya conmigo?

—Tuvo que ver, ¿no? —inquirió su hermano menor.

—No es un asunto que debamos hablar aquí.

—No tenemos que hablar de nada. Ni aquí ni en ningún lado. Lo pasado, pasado. No tienes que explicarme nada.

—Es que me gustaría contártelo. Pienso que me haría bien —le dijo Diego con una mansedumbre fraternal que realmente le sorprendió.

—Si quieres después, en mi casa. Te espero allí y hablamos entre hermanos.

—A las ocho y media subo.

—De acuerdo. Te espero.

—Muy bien. Ahora tengo que hacer.

DOS

La iglesia dormitaba ya en una penumbra de silencio y restos lejanos de incienso cuando Diego Martín se dispuso a cerrar la sacristía. Había cantado una especie de misa de ocho clandestina ante una docena de beatas solitarias entre las que se mezclaban algunas arpías y unas pobres almas sin ápice de maldad. Todas parecían asustadas. Cerraban los ojos y entonaban sus rezos con un extraño patetismo. Representaban la verdadera reserva espiritual. Los templos andaban vacíos u ocupados esos meses. En teoría, no estaba permitido oficiar nada. Lo mejor para los católicos fervientes era pasar desapercibido, encerrarse en casa y limitarse a bajar a la calle a trabajar o a cambiar los cupos con las raciones de cada día.

Diego Martín cumplía siempre que podía con sus trámites. Trataba de dar alguna misa en el templo cuando no implicaba riesgo para los fieles. A él le traía sin cuidado. Había decidido hacía tiempo desafiarlo todo. Su propia vida, su muerte. Cuando la cosa se caldeaba, ejercía en alguna casa donde se reunían fieles a escondidas. Allí también confesaba. Pero la realidad es que apenas sacaba fuerzas ya para cumplir con sus más ínfimos deberes. Le aburría todo. Sentía sus obligaciones como una losa en mitad de aquella parafernalia de conservación huidiza de ritos y atenciones. No le quedaban ánimos para salvar almas, sobre todo cuando había perdido la suya.

No contaba con nadie en la parroquia. Era demasiado arriesgado exponerse. Salva, el sacristán, guardaba un ya demasiado largo tiempo de cama por un simple catarro. No parecía aconsejable dejarse ver por las iglesias. A él le importaba más bien poco no disponer de compañía. Solo se las arreglaba sin dar explicaciones, ni órdenes, ni cuentas a nadie. Ni siquiera tenía miedo. Miedo a que fueran a buscarle, como ya estaba advertido, miedo a que lo encerraran, lo apartaran de golpe. Miedo a que lo despeñaran.

Más en ese día, concretamente. Ese día se encontraba extrañamente en paz. Por eso deseaba hablar a las claras con su hermano Rafael. Reconciliarse a través de una conversación, desahogarse, tranquilizar sus congojas de alguna manera haciéndole ver que no temía nada. Que si algo le angustiaba era el dolor de su familia ante lo que le pudiera ocurrir, nada más. Un cura como es debido lo diría metiendo a Dios por medio: «Estoy en manos de nuestro Señor.» Algo así. Pero Diego Martín ni siquiera necesitaba inmiscuir a las alturas en su propio destino. Si lo hacía, su nombre saldría por inercia. ¿Era eso utilizar el nombre de Dios en vano? Casi seguro. Pero ni estar en pecado mortal le inquietaba. Aquella calma, la serenidad que le invadía era absolutamente personal. No dependía de nada ni de nadie. Quizás sólo quedaba a expensas de un último perdón: el de la rubia Raquel. De buena gana le haría una última confesión: «Desde que te fuiste no soy nada. No soy nadie. Muero en vida», diría. Quizás demasiado tarde. Mejor dejarlo pasar.

Ella fue su amargo sacrificio. Se apartó de su lado un día por ambición, por ese infantil, soberbio y asqueroso deseo de ascenso que se revolvió en su contra para destruirlo. Antes de poder jugar sus cartas, antes de perseguir otros púlpitos, la seguridad que dan los báculos, los anillos y las mitras, se arrepintió profundamente de su error. Pronto vio que, sin ella, nada tenía sentido. No le costó darse cuenta de que solo no encontraría ni camino, ni felicidad, ni arrestos, ni sentido, ni Dios por el que le mereciera la pena luchar.

Diego Martín dobló cuidadosamente los paños y metió sus atuendos en el armario. Cerró el cáliz y los recipientes con las sagradas formas sobrantes bajo llave. Cuando se aseguró de que nadie quedaba dentro de la iglesia besó la estampa que llevaba en el bolsillo. No era ninguna virgen, ningún santo lo que veneraba entre las arrugas de su sotana: era una fotografía difusa y sombría de la rubia Raquel. Un retrato robado en el que ella miraba medio sonriente y discretamente ladeada, con aquella mata de pelo dorado sobre la frente, los dos pómulos perfectamente marcados antes de la curva que caía en simetría perfecta sobre sus finos carrillos. Luminosa. El dibujo de una preciosa reliquia perdida para siempre. Alejada de todo lo sucio, lo inmoral, lo descorazonador, de aquella hipocresía todavía poderosa con su presencia fantasmal como resto de toda esperanza en mitad de su despreciable vida.

Ahora le llegaba noticia de su relación con otro hombre… Sonreía Diego Martín ante esa ironía. ¿Celoso? Ni siquiera. La devastación le había vuelto insensible a cualquier novedad, ante cualquier romanticismo vengativo. Parecía sedado contra todo en lo más profundo. Bien deseaba que fuera feliz, que encontrara en otros brazos el aprecio, el valor, la vida que él no supo darle. Aunque fueran los de aquel bruto, los de aquel ser de dudosa sensibilidad para hacerla dichosa. Tampoco él lo fue. ¿Quién era él para reprochar nada al respecto? Debía haberlo dejado todo por ella, pensaba ahora. Tan simple como eso. Tomar la decisión contraria a la que tomó. Pero era tarde. La ceguera lo desvió sin saber que con aquella equivocación se enterraba en vida. Si no hubiese sido a partir de entonces por otro aliado fiel, el alcohol, estaría muerto. Aquel vino peleón, esos orujos que le quemaban la garganta, le llegaban en procesión a la cabeza y le obligaban a nublar los sentidos cuando la poseía, le habían ayudado a llegar a salvo hasta ese día. A trompicones, desahuciado, como pudo, sintiendo el desprecio y la lástima de quienes le rodeaban, desde su padre y sus hermanos a los feligreses.

El cura abandonó la parroquia y se dirigió a casa de su hermano. La calle parecía moribunda. El viento seguía agitando una oscuridad perturbadora que golpeaba los mástiles lejanos y vacíos de las banderas y las hojas desnudas de los árboles. Subió las escaleras con resuello. No echaba de menos Diego Martín la borrachera diaria. Debía tener a punto los cinco sentidos para hablar con Rafael.

El menor le recibió sonriente. Había sacado algo de queso de la despensa y un poco de fruta; unas manzanas reinetas, unas peras y uvas. No cenaba mucho, sólo eso, en los días de paz. Ahora que un buen amigo le había proporcionado una pieza de nata y algo de Tresviso, lo que era una normalidad frugal en los tiempos habituales se convertía en fiesta, en excepción. El queso les apasionaba a los dos. En las buenas épocas lo tomaban casi a diario. Con la guerra de por medio, se había convertido en un manjar al que por su escasez le otorgaban todavía un valor mayor del que generalmente se le daba en casa de los Martín.

—El pan está duro. Pero lo bueno es que tenemos esto.

—Alabado sea Dios, aunque sólo sea por lo que nos vamos a comer.

—¿Sabes algo de Manolín? Veo a su madre un poco mustia.

—Sé que no debe venir por la ciudad. Es mejor que los curas se escondan. Se lo dije a Toñina, que fuera preparándose para una ausencia larga. También la tranquilicé, le conté que estaba bien, aunque la verdad es que no tengo ni idea.

—En los pueblos tampoco creo que queden muy a salvo.

—Mejor que aquí, sí. Cada día encierran cinco o seis en el
Alfonso Pérez
.

—Ese barco es nuestra mayor vergüenza. No me hables.

—Es lo que hay. Aquí se ha cruzado ya la línea más siniestra. No creas que en la zona nacional pinta mejor para quien cae preso. Que sea lo que Dios quiera.

—Estoy preocupado por ti, Diego. Las cosas se están poniendo feas, debo decírtelo. Es mejor que desaparezcas. Hazme caso.

—Me quedaré donde Dios me ha encomendado.

—No me vengas con ínfulas de mártir. Te digo que el asunto no está para bromas.

—Debemos pagar muchos errores. Y pedir perdón. Te lo pido a ti por todo el daño que sé te hemos causado.

—No tienes que pedirme perdón por nada, hermano. Yo entiendo. Lo que no quiero es que te resignes. Nadie debe pagar. Esto es una barbaridad, no tiene ni pies ni cabeza. Lo que debemos hacer cada cual es salvarnos. Aprovecho mis contactos por arriba para advertirte: hay mucho loco y mucho descontrolado. Si ese Pedro Santiuste va a por ti no será porque nadie se lo pida. Será por venganza personal. Por celos o porque la otra le instiga.

—No creo que ella sea capaz de algo así.

—¿Por qué? ¿Tan bien la conoces ahora?

—Créeme, es imposible.

—¿Has hablado con ella?

—No.

—¿Y no piensas hacerlo?

—No. No quiero volver a verla. No sabría qué hacer, qué decir. La eché de mi casa. La dejé en la calle. Lo que tenga que ocurrirme, lo que deba pagar por aquello, lo pagaré.

—No me parece justo.

—No es una cuestión de justicia o injusticia. Es algo más complicado.

—¿En qué sentido?

Diego Martín dudó. No sabía cómo empezar su historia. Le contó cómo la conoció, cómo decidió convivir con ella, cómo llegó a amarla.

—Deseaba volver cada tarde a casa para sentirla alrededor. No debía decir nada, tan sólo estar, merodear a mi lado, respirar… Pequé a conciencia. Bueno, pecar es un decir. Entonces creía que pecaba. Ahora sé que el pecado no es haberme quedado junto a ella. Haberlo dejado todo y marcharnos juntos. Pero entonces sí pensé que hacía mal. Me deslumbré con otras cosas. Promesas. Mira que puedo llegar a ser idiota. Cada vez que la poseía me emborrachaba hasta perder el sentido casi por darme una excusa. Ahora lo hago porque es la única manera de atrincherarme dentro de mí y reencontrarla en ese extraño sueño que me viene con el alcohol.

El cura había entrado en una especie de trance con su discurso. Lloraba sin sentir, sin rencores. Lloraba mecánicamente, como un desgraciado insensible a todo, sin decencia, sin cortapisa, sin decoro. Su hermano no se atrevía a interrumpirle. Le dejaba hablar sin pausa mientras él entrelazaba el discurso de una vida miserable que bailaba alrededor de los recuerdos de la rubia Raquel y su pérdida de fe.

—No me costó tampoco dejar de creer… —dijo Diego Martín.

—¿En qué?

—En Dios, en la Iglesia, en mi vida tal y como se había desarrollado hasta entonces. En todo. Sólo creía en ella. La había dejado con la excusa de la lealtad a mis votos, pero sobre todo por ambición, y aquella canallada se me volvió en contra. Pero ni eso me importa. Tampoco Dios, ni sus hijos, ni la España impía, atea y abandonada al diablo, como dicen, me importa. Sólo busco estar en paz y quizás ese momento haya llegado. Sin ella, nada tiene sentido, Rafael. Toda esta parafernalia, esta palabrería, la defensa de unos privilegios con el escudo de los pobres, este fariseísmo, este Dios que no muestra piedad por nadie, ¿a quién le incumbe? A mí ya no.

—¿Te rindes?

—Me he rendido hace mucho. Creo que puedo estar en paz en otro lado. De otra forma, lejos de aquí. No te preocupes. Simplemente cuida de padre, y defiende a Enrique si vienen mal dadas. Resiste tú, que eres el más fuerte de todos nosotros, el más libre. No sabes cuánto te envidio. No sabes lo que me arrepiento de haberte fastidiado tantas veces la vida por envidia. Ahora sé que ésa era la razón. No abandones. No te rindas. Tú no.

—Te lo prometo.

—Se nos terminó el pan…

—Pues vamos a comernos lo que queda con los dedos.

Diego y Rafael se sonrieron.

—Este trozo de picón no lo podemos dejar aquí. Le van a salir gusanos —dijo el mayor.

Los hermanos apuraron esa suntuosa cremosidad del queso hasta que no hubo nada que rebañar. La confianza, la franqueza fraternal que durante años esquivaron y despreciaron volvió de golpe ante aquel plato del que dieron buena cuenta haciéndose confesiones mutuas. Sobre todo Diego Martín, que en una catarata de emociones contadas relató a Rafael, descarnadamente, su propia tragedia sin arreglo.

El cura se fue al filo de la medianoche. Su hermano lo vio alejarse por la parte de atrás hacia su casa, hacia la lúgubre guarida en la que lloraba los restos de su propia soledad. Diego encaraba la calle sonriente por primera vez desde hacía muchos años. Había saldado una deuda demasiado injusta con Rafael. Enrique no le guardaba ningún rencor; su padre, cree que tampoco. Estaba definitivamente en paz con su familia.

Sólo Raquel merecía una última explicación. Subió a su casa meditando cómo podría dársela. Se resistía a verla. Más ahora. Hubiese sido una indiscreción innecesaria, toda una provocación que prendería la ira de quienes buscaban matarlo. Sabía que tarde o temprano ese tal Santiuste iría a por él. Había otra solución: le escribiría y le daría la carta a Rafael para que se la entregara si algo le ocurría. Era lo más justo. Se quitó la sotana y se puso cómodo en el escritorio. Agarró papel y pluma y comenzó:

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