Read Ahogada en llamas Online

Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (40 page)

—No, no. No me vas a convencer. Sólo te digo una cosa: si algo le ocurre a Enrique, ten por seguro que entre tú y yo no cabe la palabra familia. Olvídate.

Aun así, aquellos días decidieron ser prácticos. Se repartieron las obligaciones pendientes de Diego. No había trámites que solucionar. A instancias oficiales, era un desaparecido. Tan sólo debían comunicarse con el obispo para mantenerle al tanto de lo que Rafael pudo averiguar. Aunque el hermano menor quedó como guardián de su último deseo. Fue algo que no transmitió a nadie de la familia. Únicamente quiso saber lo que Enrique conocía de aquella historia con la rubia Raquel.

Su hermano se lo contó. Desde cómo le había prestado dinero para que se deshiciera de ella, el acoso, la urgencia con la que sus superiores le hicieron dejarla en la calle y cómo desde entonces Diego había perdido completamente el norte. Cómo se hundió en un tormento ante el que no pudieron hacer nada. Rafael le contó su última conversación con él, que le había avisado de que un miliciano le tenía ganas por aquella relación pasada. Ambos sintieron una lástima impotente y la culpa de no haber podido salvarlo.

Pero Rafael también ocultó algo a Enrique. No le dijo cuál fue el último paso de su hermano al respecto. El día en que regresó a su casa después de no saber qué había ocurrido con él, encontró un sobre en el suelo. Era el encargo final de Diego. Dentro halló dos cartas también cerradas. Una para él y otra para Raquel. En la suya, las instrucciones eran claras: «Si algo me ocurriera, entrégale esta carta a mi adorada Raquel.» Se lo había dejado la mañana en que lo mataron. No sabía qué extraña premonición le urgía hacerlo. Pero, desgraciadamente, acertó.

CINCO

La oscuridad del invierno frío lo envolvía todo en consonancia con el luto. La única sonrisa que lucía en la ciudad era la de Clark Gable, colgado en los carteles del Gran Cinema. Se exhibía
Rebelión a bordo
y por la Alameda Primera, aquella pose de galán constreñido y presuntuoso no pasaba desapercibido ante los niños que jugaban a las canicas y al marro entre los plátanos plantados por el centro de la avenida. Tampoco ante las mozas que se bajaban del tranvía y le miraban de reojo. Los hombres lo observaban con más desconfianza. Algunos trataban de imitarle la cara, otros se reían ante un gesto que requería un esfuerzo extraordinario para sostener los músculos faciales.

Las tardes se detenían en aquel tiempo por la alameda, expectantes y con el corazón en vilo. Pasaban lentas pero en tensión después del último bombardeo y el baño de sangre que le sucedió. Nadie se atrevía a hablar más de la cuenta. Las noticias del frente se despachaban con cara de mus, con la actitud de confusión deliberada que cada uno invertía en no definirse demasiado. Las paredes oían. Sólo los pájaros mostraban un trino habitual cuando se reunían para escapar en bandada en las copas de los árboles.

El año entró con esa punzada de incertidumbre que da el conflicto. ¿Duraría mucho aquello? ¿Se alargaría? Era la pregunta constante. Nadie lograba contestar. Los optimistas se habían evaporado. El pesimismo vencía el pulso del ánimo y lo más normal era encontrar el gesto torcido de la fatalidad entre aquellos ciudadanos ahora en parte arrepentidos de la efusión, el apasionamiento y el exceso verbal que precedió a la guerra.

Los negocios renqueaban. La rubia Raquel se defendía entre hilos, agujas, botones y cremalleras. No estaba la cosa para estrenar ropa y sí para zurcir y apañar viejas camisas, faldas, pantalones y vestidos. Así que una mercería con utensilios para el remiendo podía ser un buen sustento en tiempos revueltos.

Despachaba sola y se había hecho una clientela fiel. Al cerrar, marchaba hacia su casa en la calle Alta. Era un piso apañado y no muy grande en el que vivía con sus cosas y sin la compañía fija de nadie. Pedro Santiuste acudía a menudo a pasar la noche. Pero un miliciano anarquista no se comprometía de ninguna manera más de lo que su creencia en el libre albedrío le dejaba. El credo era el credo; otra cosa era lo que le salía de las entrañas. Nadie estaba exento de los celos, más cuando se trataba de conquistar a una mujer así. La rubia Raquel conservaba esa aura pálida y delicada que derretía a los hombres, ese gesto de discreción poderosa que la hacía parecer una especie de estatua inalcanzable, una mujer de espuma y miel, entre líquida y gaseosa, en el filo de lo irreal. Capaz de derrotar y despojar de voluntad a quien pasara por sus brazos.

Así le había ocurrido a Diego Martín y ahora al Mula. Pero habían pasado varios días sin que apareciera por allí. La última vez que lo hizo fue al día siguiente de despeñar al cura por el faro. No pudo evitar fanfarronear ante ella. Entró por la puerta y sin mediar palabra la llevó a la cama, poseído de una especie de fiera interior que le hacía besarla a bufidos sin atender a la delicadeza que aquella mujer le demandaba.

Cuando se dispuso a penetrarla sin miramientos, casi sin despojarse de toda la ropa, le preguntó:

—Dime: ¿así es como te lo hacía el cura? ¿Te gustaba más que lo que te hago yo?

Raquel frenó aquel movimiento desprovisto de pasión debajo de su cuerpo torpe, pesado, de osamenta basta y se apartó de golpe.

—Eso, ni me parece bien que me lo preguntes ni te incumbe —zanjó.

—¿Ah, no?

—No, y como insistas en querer enterarte de cosas que no te importan sales por la puerta y no entras más.

—Pues que sepas que no vas a volver a ver a ese cerdo en tu puta vida. Le hemos mandado a donde tiene que estar. Al infierno.

Raquel se levantó bruscamente de la cama. Se sentía sacudida por un temblor que no quería dejar traslucir delante de su amante. Sólo dijo:

—Márchate. Ahora mismo. Necesito estar sola.

—Como quieras…

No pidió explicaciones. Ella sabía, no necesitaba preguntar. No le costó imaginárselo despeñado por el barranco. Cuando Santiuste salió por la puerta, algo se quebró en su cuerpo apenas cubierto por una bata de algodón revenido. Perdió su voluntad de hielo, su gesto de dulzura impenetrable y rompió a llorar.

Durante aquellos días no habló con nadie. Se introdujo en una especie de luto apartado y silente en el que se le agolpaban los recuerdos junto a Diego. Tampoco conseguía explicarse la actitud del Mula. Llegó a despreciarlo. Nada conseguía aplacar en ella un asco creciente ante su cara de matón sin escrúpulos. Se arrepentía profundamente de haberle dejado entrar en su vida. De nada le servía saber de dónde le podía venir aquel odio, esas cosas que tantas veces le había contado para explicar en cierta forma el origen de su violencia contra todo. Su ansia destructiva no podía estar justificada por esa orfandad temprana debida a la cuenta pagada por sus padres ante el cacique local. La suya era una inquina quizás comprensible pero ciega, que quedaba nublada y anulada ante ese impulso permanente de venganza que le sobrevenía ante quienes culpaba de su triste destino.

La rubia Raquel pasaba los días y las noches como en una balsa de dolor, mecida por la nostalgia de lo que resulta irreparable. Imposible de arreglar. Callada en un llanto íntimo que no incumbía a nadie. No sabía que Diego le había dejado un último testimonio escrito. Quizás podría ayudar a darle consuelo. Tampoco sabía a quién acudir para que le contaran lo ocurrido. Fuera lo que fuese, no quería escucharlo por boca de su asesino. Se negaba a verlo. Cambió la cerradura de la puerta para que Santiuste no entrara en la casa. Cuando aparecía por la mercería, se daba la vuelta en un gesto inconfundible de desprecio que obligaba al miliciano a alejarse. No le tenía miedo. Era la única persona en la ciudad que no le temía.

Rafael, por su parte, guardaba la carta y las indicaciones de Diego a buen recaudo. Creía que había llegado ya el momento de cumplir su promesa. No lograba concentrarse en el trabajo. Su pintura había virado hacia un lado tenebroso, hacia los caminos de Solana. El pesimismo le había vencido. No podía seguir coloreando su canto a la vida permanente en mitad de aquellas circunstancias. No se sentía satisfecho tampoco, pero se dejaba llevar por impulsos plagados de sombra y figuras en blanco y negro. Monstruos goyescos de la razón, sangre salpicada y fantasmas entre los que luchaba por hallar una originalidad desconocida. Estaba perdido y absolutamente desconcertado.

Sólo le consolaba hablar con Marina. De arte, de la familia, del futuro…, aunque fuera incierto. Se agarraba a ella como a un salvavidas tan poderoso que a su lado todo se evaporaba: el miedo, la rabia, la impotencia, la desazón.

Le contó lo que había sabido de su hermano y la rubia Raquel. Ella no pudo más que sonreír ante aquella broma del destino. El gran inquisidor había sido devorado por el amor, por una pasión de entrega y muerte. Por una mujer. Todo, al final, es muy simple, muy sencillo de comprender. Cada cual es esclavo de unas sacudidas que se cuelan dentro sin aviso. Empezando por ella, Rafael y acabando por el más intransigente de los Mesías.

—No deja de tener gracia que termine sintiendo esta pena hacia Diego —le comentó Marina a Rafael.

—¿Qué sentías antes?

—Nada, puede que desprecio. Al principio miedo, inquietud, una incomodidad insoportable cuando lo tenía delante. Tienes que reconocer que no se portó nada bien desde el principio ni con mi madre ni conmigo.

—Claro. Pero todo se cura. Esa fe rocosa que nos asusta en algunos por la claridad de ideas no es más que fachada. En el fondo es quien cree el que vive con más miedo. Los que no tenemos fe nos las arreglamos más tranquilos.

—No dejó de ser un hipócrita.

—Puede que al principio, sí. Pero después tú le veías ahí, desvalido, en esa bajada a los infiernos, despojado de todo lo que había sido su vida. No sabes lo que me reconfortó hablar la última vez con él. Aquellas confesiones…

—Bueno, si murió reconociendo sus pecados…

—Así fue. No sabes hasta qué punto. Pero para él no eran pecados ya. No pensaba en esos términos.

—¿Cuándo entregarás la carta?

—No sé. Mañana…

Rafael se debatía entre sus ganas de mantener una conversación con la rubia Raquel y el miedo que le producía su reacción. Era mejor resolverlo pronto, no dejar pasar más el tiempo. Por aquellos días cercanos a la llegada de los Reyes Magos nadie esperaba regalos ni sorpresas que devolvieran ilusiones perdidas. Tan sólo deseaban que todo terminara pronto.

Cuando Rafael Martín se plantó en la Alameda preguntó a un paisano por la mercería de Raquel. Todo el mundo la conocía. No había pérdida. Era aquel localuco pequeñín que quedaba al final, poco antes de llegar a la calle Burgos, a la derecha. Buscó una hora cercana al cierre de los comercios por si se terciaba mantener una conversación, aunque fuera corta. Apareció por la puerta y esperó a que Raquel atendiera a los dos últimos clientes. No se dejó ver mucho el rostro y ella no recaía en su cara. Rafael curioseaba de espaldas al mostrador y miraba hacia el suelo, con las manos cruzadas por delante, metido en su papel de cartero clandestino, un tanto temeroso también de que Santiuste apareciera por la puerta.

—¿Desea algo? —preguntó la mujer.

Cuando Rafael se dio la vuelta y le plantó de frente la mirada, Raquel le reconoció al instante. Él comprendió de golpe la locura de amor a la que aquella mujer había arrastrado a su hermano. Lucía un encanto discreto pero ensimismador, con un moño elegante que dibujaba una curva de flequillo sobre la frente tersa y pequeña, los ojos serenos de barniz claro, aquellos pómulos que Diego, feliz, le describió y que conformaba su belleza triangular, como le dijo. Su discreción espectral.

—Sí. Soy Rafael Martín. Vengo a entregarle algo. Es usted Raquel Santacruz, supongo.

—Claro… ¿Puede esperar a que termine de organizar esto para cerrar?

—No tengo prisa, espero.

Raquel trancó la tienda y se apresuró a recoger las cosas que había en medio del mostrador. Le gustaba dejar todo ordenado. Se excusó, pasó a un diminuto cuarto trasero donde guardaba las mercancías y se llevó la mano al pecho. Trataba de contener la respiración. Cerraba los ojos y se decía: «Tranquila. Tranquila. Nadie te puede pedir cuentas por nada.»

Salió con una sonrisa pacificadora y anunció.

—Ya está todo listo. ¿Salimos?

Rafael quería un momento de intimidad con aquella mujer a la que veía por primera vez en la vida. No estaba seguro de poder encontrarlo entre el bullicio de retirada que revoloteaba a esas horas por la Alameda.

—Si no le importa, me gustaría hablar un momento con usted sin prisas. Puede que estemos mejor aquí que en la calle.

—Desde luego. No puedo ofrecerle un sitio cómodo para sentarse. Lo lamento, esto es lo que ve. Tendremos que apañarnos con dos banquetas.

—No se preocupe. Estoy bien de pie.

—Como quiera. Yo prefiero ponerme aquí, llevo toda la mañana con ajetreo y no siento los pies.

—Como prefiera.

Raquel, no obstante, sacó las dos banquetas detrás del mostrador y finalmente los dos tomaron asiento. Rafael observaba aquel movimiento de bailarina encerrada, la pura elegancia autodidacta de una mujer en lucha con un destino que no le pertenecía. No era una cenicienta; era una reina silenciosa, una heroína solitaria y callada.

—Sé quién es usted. Diego me contó su historia antes de…

—¿De qué…?

—De morir.

Raquel quedó en silencio. Era la confirmación oficial de sus sospechas. Reaccionó con serenidad.

—Perdóneme, había oído cosas. Pero nadie supo decirme qué ocurrió con él.

—Para eso he venido, para contárselo. Aunque yo creía que a estas alturas había tenido medios para enterarse por otra parte.

—Hasta ahora, no.

—Entiendo. El día del bombardeo se lo llevaron de la parroquia. Según he podido saber, después unos milicianos lo tiraron por el faro.

—¿Por el faro…? Pero ¿no cabe la posibilidad de…?

—Me temo que no. Uno de los que se lo llevaron fue Santiuste. Creo que usted le conoce.

—Le conocía… —dijo Raquel con suficiente elocuencia como para dar a entender que habían terminado.

—Llegué a sospechar que podían ser celos —sugirió Rafael.

La rubia Raquel callaba. A los pocos instantes, cuando el silencio no había logrado romper el ambiente gélido con el que comenzó la conversación, ella dijo:

—Quién sabe… No he querido volver a tener contacto con ese hombre.

Rafael se tomó la respuesta como una afirmación ausente pero cargada de culpa. Raquel dejaba perder la mirada por momentos y después regresaba a la conversación, sin alterarse. Estaba sorprendido por su coraza gélida, por el misterio insondable que aquella mujer apenas dejaba traslucir dentro.

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