Read Ahogada en llamas Online

Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (44 page)

—Me dicen, so cabezón, que no quieres que te entierren —soltó Fuentecilla delante del cuerpo.

La calle continuaba presa de un trajín caprichoso. El de los elementos y no el de la voluntad de cada uno. La fuerza del aire no cedía. Algunos bancos de los jardines de Pereda habían cruzado la calle y se estampaban contra las fachadas de las casas. Caía la noche temprana y cada vez se hacía más evidente que hasta el día siguiente no habría nada que hacer. Carmen Revuelta se vio presa de un sueño profundo, había abandonado su juicio a lo que consideraba el último empecinamiento de su marido. De hecho, se durmió con esa obsesión en la cabeza:

—¿Por qué no querrá salir de casa? Justo hoy. Justo hoy no le va a dar la gana.

Hacia las ocho, Marina decidió ir a ver a Rafael. Con todo ese viento y ya de noche no encontraría un alma por la calle. Su madre seguía durmiendo y salió discretamente sin que nadie la viera. Tan sólo se lo comentó a Toñina. Le dijo que iba a su casa para acicalarse un poco y descansar allí un rato, que la noche sería larga y no tardaría.

Entre el silbido de las corrientes que se entrecruzaban por el muelle y las bocacalles, Marina se acercó a un paso razonablemente ligero hasta Méndez Núñez, resguardándose de los espacios más abiertos. Varios árboles yacían ya por la calle cortados de cuajo y era necesario sortear los restos de cristales y las capas de techos de cinc que amenazaban como proyectiles. Antes de entrar en el taller por la puerta falsa, se aseguró de que ni un alma la vigilaba. Rafael la esperaba ansioso y en cuanto escuchó el cerrojo acudió en su búsqueda. Fue una temeridad. Nunca lo hacía. Cuando escuchaba ruidos permanecía sin respirar en el zulo. Pero aquella noche no podía más. Necesitaba saber qué había ocurrido.

—¿Qué ha pasado, mi amor? Dime, ¿qué ha pasado?

—Tu padre… murió anoche. Hoy no hemos podido enterrarlo. El viento nos lo ha impedido. Lo velaremos esta madrugada y mañana lo llevaremos a Ciriego.

—Tengo que ir.

—Ni se te ocurra. De aquí no sales. Eso por mis hijos. Te estarán esperando, ¿no lo entiendes? El imbécil de tu hermano habrá alertado a toda la policía secreta y a sus amiguitos de Falange. No sabes las ganas que te tiene. Y aquí, hoy por hoy, vale todo con tal de eliminar a un rojo. No sabes en lo que se ha convertido esto. Es una cárcel sin paredes. Un asco. Todos los días apresan a varios y si nadie les dice nada, se los cargan por las buenas. Te lo he puesto mucho más fino de lo que en realidad es porque no quiero que te asustes más de lo debido. Pero como veo que andas dispuesto a hacer una locura, te lo tengo que contar.

—Pero es mi padre. Debo despedirme de él. Se apiadarán, lo entenderán. Enrique más que ninguno.

—No comprendes nada, Rafael. No hay piedad posible. Sólo les entra en la cabeza el significado de una palabra: venganza. Muerte y venganza a los enemigos de España, como dicen ellos. Tú eres uno. Si sales así no te doy un mes de vida y no hemos llegado hasta aquí para cometer un error semejante.

—Marina, por Dios, ¿qué vamos a hacer?

—Aguantarnos. Aguantarnos y esperar al momento propicio. Confía en mí, Rafael. Volveré pronto con más noticias. Sólo quería que supieras que murió tranquilo, que descansó por fin. Procura dormir. No te me derrumbes ahora, mi amor. No te me vengas abajo. Tienes que ser fuerte. ¿Me lo prometes?

Rafael movió la cabeza entre lo que parecía ser un gesto de aprobación. Marina le cubrió la cara y la cabeza de besos y amamantó entre sus dos manos todos los resquicios de su impotencia. Lloraba contra su pecho como un niño abatido, como un derrotado sin remisión posible. Perdido, con la voluntad quebrada, entregada.

—Calma, calma —le dijo.

Marina se despidió y le prometió volver en cuanto le fuera posible.

—No te vayas. Espera a que me duerma, no quiero quedarme solo —le pidió Rafael.

Los dos se abrazaron y dejaron correr el tiempo. Cuando él se durmió, Marina no era consciente del tiempo que podía haber pasado. Aguantaba en un duermevela de preocupación por su estado de ánimo y por lo que pudiera estar cociéndose en la casa del muelle. Creyó que era la hora de irse. Cuando salió a la calle, la sinfonía rota de cristales y corrientes seguía amenazando la noche oscura. Miró hacia la parte vieja y observó un extraño resplandor que se convirtió en fuego alrededor del número 20 de la calle Cádiz. Le asustaron algunos hombres que corrían gritando hacia aquella dirección y los primeros bomberos, que aparecían con sus mangueras. Ella tomó el rumbo contrario.

TRES

Pese a que Marina Hermida abandonara apresurada el lugar donde le sorprendió el fuego, una luz cada vez más amplia la perseguía en dirección a la otra punta del muelle. El viento es el perfecto aliado de las llamas y aquella noche, ambos podían asolar cuanto tuvieran a su paso. La calle fue cuajándose de sirenas, luces y bombas de agua. Varios hombres bajaban a zancadas hacia la zona de la estación y también en dirección a Ruamayor, donde, al parecer, había prendido otro foco.

Dos hogueras fueron suficientes para lo que había de llegar. Las brasas saltaban de tejado en tejado, incontrolables, con una sed de fuego irredenta, con un ímpetu devorador que no atendía a ninguna señal digna de reconducirlas. En media hora se habían extendido al cerro de Somorrostro, donde reposaba el origen de la ciudad, sobre el palacio episcopal y la catedral. Después el fuego bajó a las Atarazanas.

Quienes permanecían en la calle callaban en mitad de una pesadilla que les cogió in fraganti, despistados y superados por la tiranía de aquel maldito capricho iracundo del viento. Cuando la catedral prendió, la ciudad despertó casi por completo de golpe en una especie de grito veloz que penetró como un latigazo en cada casa.

Nadie quedaba a salvo en la zona del centro más antiguo. Los vecinos de toda la Puebla, de los barrios más curtidos de la ciudad, saltaron a la calle. Algunos con enseres, otros con lo puesto, preparados para huir pero no para ser testigos de la devoradora destrucción que les rodeaba en círculo, desde la calle Alta hacia los orígenes del paseo Pereda, de la cuesta de la Atalaya a Jesús del Monasterio. El más puro corazón de la ciudad. Su origen. Su cuna. Los barrios que habían sido testigos de la vida desde la época romana hasta ese 15 de febrero de 1941.

Marina Hermida entró en la casa del muelle medio asustada, un tanto perdida. Al cerrar la puerta se dio cuenta de golpe que lo que dejaba atrás no era la urgencia de un suceso, el peligro de verse rodeada por las llamas, sino a Rafael en un riesgo desconcertante. ¿Habría llegado el fuego al taller?

Manuel, Enrique, su madre y Toñina esperaban noticias. El revuelo de la calle y los destellos de aquella parte de la ciudad cada vez eran mayores. Las llamas se avistaban perfectamente desde el mirador. No temían por lo que le pudiera ocurrir a ella, nadie la hacía en aquella zona. Creían que volvía de su casa.

Marina tuvo que disimular. Aunque había sido testigo de los focos de fuego, no pudo contar nada. Tan sólo el nerviosismo que se respiraba en la calle.

—¿Qué está pasando, por Dios? ¿Dónde andabas? —preguntó Carmen Revuelta.

—En casa. Me he asustado por los gritos de la plaza y he bajado a ver si vosotros sabíais algo.

—¿Nosotros? ¿Qué vamos a saber?

—Parece que se ha declarado un incendio monstruoso, allá por la parte vieja —dijo Marina.

—Sí, se ve perfectamente desde aquí. Aquello es la catedral, sin ir más lejos. ¡Señor…! —comentó Manolín.

El hecho de que el viento soplara hacia el oeste no les ahorró a todos el temor de verse engullidos por el fuego. Los destellos de luz intermitente pero cada vez más invasora que llegaban a casa de los Martín sobrecogían a los presentes en el velatorio. A todos menos a Diego Martín. El resplandor de las llamas empezó a iluminar tímidamente su cara dentro del ataúd, cercano a una de las ventanas que daban a la calle.

Carmen Revuelta, en su lógica particular, comprendió algo de repente. Se volvió hacia el cuerpo de su marido y le dijo, medio amenazante:

—¡Para eso no querías que te enterráramos hoy! ¡Para no perderte este espectáculo! —Enrique y Marina se miraron sorprendidos—. Era por eso. Era justamente por eso. ¿Cómo no te hicimos caso? —continuó la viuda.

—Cálmate un poco, mamá. ¡Por Dios!

La hija se dio cuenta de que los nervios habían vencido el ánimo de su madre. Todos la contemplaban callados, sin saber muy bien cómo reaccionar. Sólo Toñina fue capaz de comprender o acercarse a la esfera de su delirio. Pero la duda le hizo ser discreta. Agarró a su hijo del brazo y le comentó:

—A la pobre mujer no le falta algo de razón. Verlo saltar como saltó del ataúd, a mí, qué quieres que te diga, hijo mío, me dio muy mala espina.

—Calla, madre, por la Virgen. ¿Cómo puedes pensar que una cosa tenga que ver con la otra? Ha sido este viento del demonio el que lo ha provocado todo. No hay otra. ¿Con qué nos había de castigar aún más Dios nuestro señor?

—Ya, pero es que ésta es gorda. Ésta es como la del
Machichaco
, si no peor. Y ya sabes el pobre señor la cuenta que tenía con aquello. No hace falta que te lo recuerde. ¿O sí?

Mientras en casa de los Martín algunos se perdían en discusiones bizantinas y otros trataban de calmar los ánimos más quebrados, el fuego campaba con su imparable paso sobre todos los edificios del alma más eterna de la ciudad. Los bomberos se veían sobrepasados por la velocidad del fuego. Las ráfagas de viento dispersaban el agua de las mangueras. No llegaba el chorro suficiente para atajar ninguna expansión y los nervios se apoderaban de todos los hombres desgañitándoles el ánimo.

En el escondite de Méndez Núñez, Rafael se daba cuenta de la gravedad de la situación. Había escuchado el ir y venir de las sirenas y las campanillas. Pudo sentir la desazón que le produjo algún derrumbe cercano y la inquietud del sonido del viento cuajado con la pesadez de las llamas que se aproximaban. Pero lo que más le aturdía era el calor: una proximidad candente que aumentaba a cada centímetro la temperatura del taller con una premonición de riesgo real.

El fuego no se veía desde dentro, se presentía en un acorralamiento de sonidos nada halagüeños y sensaciones que harían temblar al más fornido. Rafael dudaba. Creía necesario salir. Puede que, si se entretenía un poco más, fuera demasiado tarde. Su vida se encontraba en riesgo real, pero hasta que no se fueran acercando más las voces inconfundibles de aquellas llamas y su calor infernal no saltaría al vacío de la calle. Por otra parte, en mitad de esa confusión de tragedia, ¿quién se iba a preocupar de los vencidos? Necesitarían manos. Aun así desconfió y decidió resistir.

Mientras, los desmoronamientos comenzaban a poblar de piedras, cascotes, madera y escombro ardiente las calles así como a dificultar el trabajo de los bomberos. No pisaban sobre terreno firme, los resbalones y las caídas entorpecían la extinción en medio de un escenario lleno de trampas, con restos de teja, ladrillo y mobiliario quemado. Un estruendo alarmó alrededor de la catedral a quienes trataban de apaciguar allí el incendio. Las campanas de la torre cayeron con todo su peso al suelo y taladraron su estructura. El agujero se convirtió en una chimenea que distribuía humo por otras calles que se sumaban al incendio.

La puebla nueva ardía sin posibilidades de que quedara en pie ni un vestigio de la época medieval, y los alrededores de las Atarazanas fueron dando la bienvenida a su futura destrucción. Las diariamente bulliciosas calles de San Francisco y la Blanca empezaban a ser carcomidas por las llamas en mitad de la madrugada, al tiempo que la Plaza Vieja había sido ya casi consumida. Pero el fuego no dejaba tregua y se extendía hacia el este en un revoloteo cada vez más ancho que afectaba a la iglesia de la Anunciación, la calle del Peso, la Puerta de la Sierra y la Plaza de los Remedios. Los vecinos sabían que podían ser presa segura del mismo y huían despavoridos. La mayoría lo hacían cargando enseres y en dirección contraria al viento. Los niños lloraban y contemplaban boquiabiertos aquel espectáculo de incertidumbre y destrucción cercano a la voluntad de un castigo que no podían explicarse.

Cuanta más gente llegaba cargada de maletas, mantas y muebles a los alrededores de casa de los Martín, Marina Hermida temía más la suerte de Rafael. Tenía razón para ello. Pero no podía lanzarse en dirección favorable al peligro. Le resultaría imposible pasar más allá de la plaza de Alfonso XIII. Por el taller, el cerco de llamas era monumental. El calor avivaba su instinto de supervivencia. Las vigas caían alrededor con un estruendo cada vez más cercano y no sentía los gritos de los bomberos. Quizás habían dejado aquella zona por imposible. Rafael trataba de cerrar los ojos y pensar con frialdad. Las llamas no parecían golpear la puerta, ni el techo, pero el calor… Seguía aumentando.

En ese momento justo, Rafael hizo bien en guardar un poco más de calma. Por allí pasaban, cercanos al fuego, una cuadrilla de falangistas encargados de mantener el orden público. No tardaron mucho en desaparecer al ver que no debía quedar nadie ni nada por saquear en la zona. La ciudad era en aquel momento un caos desordenado de voluntarios desesperados, bomberos difíciles de abatir y vecinos sin rumbo, a resguardo en la calle y los soportales, a verlas venir. La ayuda tardaba en llegar porque la incomunicación era completa. Las líneas de teléfono y telégrafos habían quedado arrancadas de cuajo por el viento. Tan sólo emisoras de radio inauditas como Radio Londres daban cuenta del suceso gracias a que un barco inglés avistó el fuego desde Cabo Mayor.

Así transcurría la noche, entre la consumición sin tregua del fuego por todas las esquinas y el deseo de que amainara un viento sordo a las plegarias. Por el muelle, la tensión ahogaba la casa de los Martín. Ya nadie pensaba en el entierro siquiera. Carmen Revuelta no lo había vuelto a mencionar desde que comprendió la gravedad de la situación. Además quería respetar aquella última voluntad de ultratumba que parecía desear su marido. Enrique había acudido a su casa y Manolín permanecía allí con las tres mujeres. Tuvo el arrojo de bajar a ayudar en las tareas de salvamento, pero su madre le pidió por favor que no se moviera de allí.

Diego Martín resistía su accidentado velatorio retando desde el ataúd la miseria del destino que deparaba el fuego. Igual que estuvo en el
Machichaco
, una fuerza sobrenatural, efectivamente, parecía retenerle en su lugar. Quizás Carmen Revuelta tuviera razón. Quizás fuera todo cierto. Un hombre como él sabría ocupar su sitio incluso después de muerto. Y si había que esperar a colocarse a salvo junto a Dios padre, se esperaba. O puede que él, en esa soberbia descreída y medio atea que lució desde la juventud, anduviera retándole en la decisión de cuándo partir definitivamente de este mundo. «No lo vas a decidir tú, sumo Hacedor, sino yo», parecía decirle.

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