No es descabellado pensar tampoco que estuviera esperando la aparición de Rafael. Diego Martín se las apañó durante buena parte de su vida para cumplir su propia voluntad cuando las desgracias se lo permitían. Si quería despedirse del hijo estaba en su completo derecho a esperar ese milagro, allí, tranquilamente, metido en su caja mientras la ciudad se descomponía a sus pies.
Rafael también lo deseaba, pero no fue eso lo que le impulsó definitivamente a huir del taller. Fue el acecho imposible de aplacar de las llamas, la sensación de que o saltaba o moriría achicharrado allá dentro. El humo se colaba ya por todas las rendijas y empezaba a perder el control de sus actos. No se lo pensó dos veces: abrió la puerta y salió.
Le molestó no cumplir un sueño. Se había jurado a sí mismo respirar hondo en el mismo momento que pisara la calle en libertad. Pero no pudo. Lo que encontró fuera fue un aroma cerrado de madera abrasada, telas y metales chisporroteantes, el aire del infierno, el tibio perfume del fin. Ni resto del salitre con el que tantas noches en blanco soñó. Ni asomo del aire fresco del mar y la cordillera.
Corrió en la dirección que vislumbró más despejada. Lo que antes le llevara de incógnito a su casa. Portaba unas llaves que Marina le había dejado para las emergencias. Nadie reparaba en él, pese a que iba en dirección contraria a todos los que se suponían en condiciones de ayudar. Cada cual sabía bien qué hacía aquella noche por aguantar.
Lo que vio a su paso le dejó con el ánimo turbio. De lo más profundo de su ser saltaba el impulso de ayudar, de meterse en faena, pero rápidamente se le imponía el juicio de un instinto necesario de supervivencia. No podía mezclarse con los voluntarios: alguien le delataría. Debía llegar cuanto antes a la plazuela, subir a casa y esconderse. Pronto se dio cuenta de que el viento le resultaría favorable. Casi todo seguía volando hacia el oeste o el norte, aunque por allí menos porque los edificios del Coliseum y Santa Clara, inmensas moles de piedra y cemento difíciles de traspasar por las llamas, hicieron su trabajo de cortafuegos. Lo mismo que la nueva sede de Hacienda impedía la expansión hacia el muelle.
La plaza quedaba plenamente a salvo. Y él, al menos unos días, dentro de la casa también. Entró en el portal cuando la luz del domingo se abría paso en la calle. Aunque la luminosidad del cielo y la del infierno se confundían aquella mañana con más facilidad que nunca en las aceras arrasadas, entre los restos de edificios que escupían humo y hacían crepitar las fuerzas de la ciudad.
El aislamiento comenzaba a romperse gracias a los barcos. Desde los muelles, el
Turia
enviaba un SOS a través de su radio Marconi. De allí fue captado en alta mar por el
Monte Ayala
y de ahí pasó al vapor
Cristina
y al
Estaca de Bares
, que sirvió de puente para que la información desesperada acabara en La Coruña. A partir de ese momento quedó roto el cerco. Pronto Bilbao, Burgos, Valladolid, Oviedo, Gijón y Avilés espabilaron para enviar ayuda.
Con el sol ya implantado en lo alto, el cielo azul teñido de negro con humo que salpicaba hacia arriba en rocambolescas espirales dibujadas todavía por el viento, llegó la dinamita. La demolición se hacía urgente para bloquear con cortafuegos aquella extensión bastarda de las llamas. La ciudad se resguardaba de su propio insomnio, tan sólo vencido por los niños capaces de adaptar su miedo y su cansancio a resguardo de cualquier esquina. Los lugares a salvo formaban un espectáculo de ancianos cubiertos con mantas propias o proporcionadas por los soldados y los voluntarios. Nadie hablaba de muertos; no llegaban cifras, ni casos alarmantes. Pero el peligro seguía acechando. Nadie por el momento quedaba a salvo.
Los bomberos colocaron las cargas en los lugares donde la intensidad del fuego era más violenta. Primero al norte. En los edificios afectados que quedaban entre la cuesta de la Atalaya y la calle Sevilla para frenar el avance hacia Tantín y con ello la central de la Electra de Viesgo. También hubo voladuras en Atarazanas y la Plaza de Dato. Las plegarias de los jesuitas lograron salvar su templo neogótico pero no la residencia de la Compañía. Así se protegieron la calle de Enmedio, la Arrabal y con ello el avance hacia lo que fue el ensanche vecino al puerto del siglo XVIII.
Pero el fuego no quería ceder, lo mismo que todos aquellos que intentaban aplacarlo con una lucha sin descanso, a cara de perro, sin tregua. Una lucha que Rafael Martín pudo percibir en su regreso clandestino a casa. Medio oculto y a salvo ya, tras la ventana, observaba los movimientos de la plaza cuando Marina llegó. Escuchó la puerta y quiso esperarla en el salón. La mujer entró y, al verle, descansó. No tardó ni un segundo en tirarse a sus brazos y cerrar los ojos como quien entra en un refugio encontrado en el momento más crítico.
—No sabía qué podía haberte ocurrido. Gracias a Dios estás a salvo.
—Ya. Ya está. No ha sido nada.
—Pero no podrás estar aquí mucho tiempo…
—No. Hasta que todo se calme. ¿Qué pasa con mi padre?
—No sé. Mientras no acabe todo no podremos enterrarle.
—Quiero verle. Pero sé que es una locura.
—Ni lo sueñes.
—Larguémonos. Vayámonos de una vez. Escapemos de golpe y sin dar explicaciones. Tan sólo se las debo a mi padre. Ya nadie me espera más que tú. Convirtamos la desgracia de esta ciudad en una suerte para nosotros. Así es la vida. Dos caras.
—Estás loco, Rafael. ¿Adónde vamos a ir? En Francia las cosas andan peor.
—A Portugal.
—No, debo estar cerca de mis hijos.
—A Suiza, que no se meterá en líos.
—Demasiado lejos.
—Pues da igual, vamos a Francia y esperamos allí a que escampe.
—¿Crees que los nazis son mejores que éstos?
—No, pero no nos conocen.
—No puedo pensar ahora, mi amor. Aprovechemos este momento. Tan sólo este momento.
—Estoy harto de vivir lo nuestro así, a trompicones. Yo sólo aspiro a algo normal. Pasear juntos por la calle, comer juntos, ir al cine, besarnos en un parque, como dos novios.
—Eso ahora es pecado.
—En Francia, no. Vámonos allá, no se hable más. Nos instalamos en Bayona, en Biarritz, donde tú digas, y cuando todo se clarifique nos vamos a París.
—Déjalo ya. Bastante tengo con pensar cuándo vamos a enterrar a tu padre y cómo me las voy a arreglar para ver a mis hijos pronto.
—Marina, por favor. Podemos irnos mañana, pasado. Cuanto antes. Le enterramos y nos vamos de aquí. No puedo más, mi vida, no puedo más.
—Vete tú. Ponte tú a salvo.
—Sin ti no voy a ningún sitio. Eso es seguro.
Marina se hartó de discutir. Le miró y le besó. Después los dos se abrazaron en la tregua de un largo silencio que solamente quedaba roto por los gritos y el murmullo continuo de la gente en la calle. No sabría dilucidar si ese plante de Rafael contra el mundo que les rodeaba les beneficiaría, si esa obcecación acabaría con él. También empezó a sentirse acorralada. Algo le empujaba tímidamente a lanzarse lejos de allí a su lado. Si permanecían en la ciudad no había salida. Y aquel caos, tenía razón Rafael, era su oportunidad. Pero no podían irse así como así. Debían preparar algunas cosas.
En la casa del muelle todo permanecía detenido. A expensas de aquella última voluntad de Diego Martín que sólo Carmen Revuelta estaba autorizada para interpretar. El silencio era incómodo. Manolín y Enrique, que iba y venía de su casa, sabían que nada se podía hacer más que esperar. Evitaban hablar de asuntos engorrosos con la viuda, que se negaba a comer ni a descansar más. De pronto soltaba alguna perorata al cadáver, pero silencio era lo único que recibía por respuesta. Un silencio que ella se tomaba como desprecio sin señales.
—Tú nos dirás cuándo quieres salir para Ciriego. Nosotros, a la orden. —Después de dirigirse a él, hablaba con el resto—. Siempre se ha tenido que hacer su santa voluntad. Sabía enredarnos y no levantaba la voz. Era lo contrario a mí. Trataba de que no se notara, pero al final siempre se hacía lo que el señor disponía.
Bastante razón llevaba Carmen Revuelta en su juicio. Puede que resultara un tanto injusto reconocer eso ahora, pero bastante razón tenía. Diego Martín no fue hombre que se resignara a las voluntades ajenas. Para lo bueno, lo malo y lo regular. Era su manera de ser, su exquisita dulzura, su don de gentes lo que disimulaba una fortaleza de carácter. Aunque eso no la anulaba; al contrario, la multiplicaba.
La tarde llegó con varios focos controlados y la ayuda de fuera en plena acción. Con la destrucción aún viva, pero más o menos acotada, los hijos de la ciudad soportaban a la intemperie aquel nuevo azote injusto de la naturaleza. Al menos no corrían por la calle noticias de muertos, tan sólo heridos: bomberos que habían quedado atrapados en algún derrumbe y voluntarios magullados y con síntomas de asfixia. Las llamas seguían vivas, pero no se multiplicaban en la dirección que imponía el viento. Habían llegado más bombas, mangueras y camiones de otras ciudades.
De pronto, los más viejos comenzaron a notar que amainaba el viento. Se hizo un silencio expectante. Tenía que ocurrir. Tarde o temprano debía parar. Y así fue. La calma traería lluvia, como siempre ocurre con el sur. También frío. Pero eso era lo de menos, casi. Aunque el agua y los temblores de humedad consiguientes destrozaran los huesos de todos quienes habían quedado en la calle. De todas formas, la mayoría ya entraba en los lugares que se convirtieron en refugios improvisados. En el Gran Cinema y los Soldado, en la sala Narbón. Por las escuelas de Numancia, Comercio, en el Ramón Pelayo, el Menéndez Pelayo y el José María de Pereda, en las caballerizas de la Magdalena, en los hoteles del Sardinero, en el Casino…
Los hospitales quedaban alerta. Poco concurridos con casos graves. Aunque llegaran cientos de heridos, la mayoría no presentaban más que infecciones de conjuntivitis y asuntos menores. Caía la noche. Los médicos y las enfermeras se alumbraban con candiles y velas que se consumían una tras otra en mitad de las tareas de socorro.
Fuera, la calle, exhausta, derrotada, medio agónica, esperaba la lluvia definitiva que apagara de golpe todas las hogueras.
Con el viento parado y las nubes en tregua, las columnas de humo empinaban el rumbo de su propia evaporación con una resignación parsimoniosa. Ascendían al cielo rayando la atmósfera en vertical, con su imperfecto dibujo gaseoso, que partía del suelo o de las ruinas hacia la nada. No contrastaban demasiado con el gris de la desoladora calma que empujó a los hijos de la ciudad a habitar el nuevo paisaje deparado por el fuego.
Había llovido. Los bomberos y los voluntarios pisaban el terreno con más cuidado. La humedad aumentaba el peligro de derrumbes. Nadie se quitaba de la cabeza que la única víctima seria de todo aquel suceso era un compañero que se debatía en el hospital entre la vida y la muerte después de haber quedado atrapado por una pared.
Muy pocos podían entrar a la zona más afectada. Casi nadie sabía por dónde empezar a reconstruir su propio desastre. Las familias realojadas; los comerciantes que habían perdido sus negocios; los ancianos despojados de todas las huellas en esos lugares donde malgastaron y disfrutaron sus días; los niños que quedaban sin cama, ni abrigo, ni techo, ni futuro en aquellas calles. Nadie reaccionaba ni se atrevía a rumiar su nuevo destino. La vida se había esfumado de su propio escenario. Era preciso construir una diferente que pocos se atrevían a imaginar. Otro paisaje, otra ciudad.
Mientras, los afectados dormían como podían, comían lo que les llegaba producto del socorro y los primeros auxilios. Las autoridades se habían organizado en comités urgentes de salvación. Lo más inmediato era asegurar que el pan y el racionamiento llegarían a las familias. Los responsables de cada vecindario afectado debían identificar a los cabezas de familia con sus raciones correspondientes para evitar las maniobras de algunos ventajistas.
La prioridad, habían dicho las autoridades, era no dejar a nadie a la intemperie, alimentar y abrigar a la población y reabrir los negocios cuanto antes instalando barracones temporales en las plazas más concurridas. Los cálculos no eran precisos, pero los peritos más realistas, en alguna reunión que tuvo su eco en los bares y algunos periódicos habían vaticinado diez mil paisanos sin hogar, unos cuatrocientos edificios destruidos, quinientos comercios echados a perder.
Pero lo que más comentaban los corrillos era el milagro de no haber tenido que enterrar a nadie. Salvo aquel bombero que luchaba contra la muerte en el hospital, no se habían producido víctimas ni heridos más graves. Aun así eran muchos los que se contagiaban el llanto por aquel desolador páramo consumido por las llamas, un cementerio de piedra, madera chamuscada, cables sobre el suelo, ceniza y brasas era en lo que se había convertido la ciudad. Una ruina de sí misma sobre la que era preciso construir otra.
El olor a fuego agonizante lo invadía todo. También la casa de los Martín, donde don Diego permanecía impertérrito componiendo como en secreto una digna figura de su propio cadáver. Su última imagen. No despedía todavía un desagradable aroma de descomposición. Toñina y Carmen Revuelta habían puesto cuidado y esmero en evitarlo. Parecía que tres días después del siniestro llegaba la hora del entierro.
Pero no podían recurrir a la funeraria, uno de los negocios arrasados por el fuego. Manolín y Enrique dispusieron otra solución: trasladarían la caja en un carro de caballos hasta Ciriego. Ciuco, un feligrés de Monte que merecía toda la confianza del cura, se había comprometido a hacerlo por veinte duros.
Cuando lo arreglaron, decidieron no esperar mucho tiempo. No habían dado las diez aquella mañana de la nueva era en la ciudad cuando se prepararon todos para la despedida. Lo harían discretamente, sin pomposidades ni rigideces. La familia y los íntimos. Los tres tertulianos llegaron a la casa del muelle hacia las nueve; medio compungidos tanto Zúñiga como Matallana y Fuentecilla, pero fieles a las últimas horas de su amigo. Enrique, Isabel de la Hoz y los nietos no tardaron mucho más.
Marina había madrugado. Tampoco tuvo tiempo para dormir mucho ni tranquila aquella noche. Finalmente se había decidido a huir, pero no sin antes asumir algún riesgo. Le fue imposible quitarle de la cabeza a Rafael la idea de despedir a su padre. Consiguieron prestado un coche de su amiga Teresa; uno de tantos. Se lo dejó a sabiendas de que cabía la posibilidad de no recuperarlo porque saldrían del cementerio directamente hacia Francia. Pararían en Bilbao, donde un contacto les iba a proporcionar la documentación falsa necesaria. Después, quedarían libres.