Ahogada en llamas (41 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

—No importa ya. Créame, no vamos a pedir cuentas a nadie. El caso es que Diego, antes de morir, me rogó que le entregara esta carta.

Raquel recogió el sobre y le dio las gracias. Cuando lo tocó, en ese preciso instante, la capa de hierro que protegía toda su tensión y su molde de dignidad se derrumbó contra su propia voluntad. Rafael vio cómo le resbalaba una lágrima por la mejilla y le ofreció un pañuelo.

—Perdóneme —dijo ella.

—No se preocupe.

—No debería llorar delante de usted. Al fin y al cabo somos extraños. Nos acabamos de conocer.

—Cierto. Aunque desde que supe de usted siento una cercanía que me conecta a mi hermano. He tardado unos días en venir y lo lamento. Puede que debiera haberlo hecho antes.

—No se preocupe. Se lo agradezco.

—¿Quiere que le acompañe a su casa? ¿Necesita algo de mí?

—No, gracias. Ya ha hecho usted suficiente.

—Si requiere algo, lo que sea. Ya sabe dónde encontrarme. Vivo en…

—Lo sé. No se preocupe. Bastante deben de tener en su familia. Cuide de su padre. No estará pasando un buen momento. Diego lo adoraba. Debe de ser un hombre especial.

—Lo es. Está sufriendo mucho.

Rafael no consideró oportuno dar más explicaciones. Algo le decía que había llegado el momento de dejarla sola para que leyera su carta.

—Bien. Debo irme —comentó.

—Le agradezco mucho lo que ha hecho.

—Gracias a usted por su tiempo. Y ya sabe, si necesita algo…

—Descuide.

Rafael salió a la calle y dejó dentro a la rubia Raquel con el sobre en sus manos. Fue un encuentro corto, pero suficiente para entender la felicidad que a su hermano le producía su recuerdo. Ella dudó si abrir allí mismo la carta. Finalmente, prefirió leerla en su casa. Subió hacia la calle Alta medio ausente. Cuando entró, la dejó sobre la mesa camilla y se despojó de su abrigo. La escasa luz del día requería encender alguna bombilla. Abrió el sobre y encontró aquella letra inconfundible de Diego. La cuidada caligrafía con la que le había enseñado pacientemente a leer y a escribir.

Querida Raquel

Ha pasado ya tiempo. Quizás debería haberme atrevido a escribir antes, pero no tuve el coraje. Ahora que presiento cerca el fin, te debo esta carta. No me preguntes por qué, pero es así. Tampoco importa. Si he de morir, quiero que sepas que lo hago feliz.

Mi vida nunca fue gran cosa. Quedé marcado por la muerte temprana de mi madre. Aquella desgracia me condujo a un fanatismo que hoy desdeño. Dios se me hizo omnipresente demasiado pronto. Pero fue una excusa. En realidad, para lo que me sirvió fue para armarme con una coraza con la que fustigar al universo desde una absurda e improbable altura moral. Viajé por el mundo y me di de bruces con realidades que me hicieron reflexionar. Y finalmente apareciste en mi vida para revelarme la auténtica verdad.

Yo te di cobijo por caridad y tú me revelaste, sin yo verlo presente, el sentido de la vida. Eras una niña dulce, una luz desprotegida que necesitaba educación y armas para el futuro. Procuré dártelas para que pudieras volar. Pero no quisiste abandonarme y yo, en su día, no pude comprender lo fundamental: que llenabas mi existencia como un Dios tangible a quien me hicieron confundir con el diablo.

Desde que te fuiste de casa sentí el vacío de un hielo que no se derretía y empezó a cortarme a pedazos el alma. No pasó mucho tiempo hasta darme cuenta de lo que había perdido. Te pedí que marcharas urgido por mis superiores. Pero no debes culparles a ellos, sólo a mí. Yo pude negarme y colgar los hábitos; es lo que debería haber hecho. En lugar de eso, me dejé llevar por la ambición de promesas vanas. Ahora comprendo que aquellos delirios de grandeza no escondían más que la deleznable cobardía de un hombre absurdo.

Siempre sospeché que aquella decisión cambiaría mi vida. Que me haría desgraciado, como así fue. Me refugié en la bebida porque era la única poción capaz de devolverme de golpe tu cuerpo desnudo. En el sueño de la borrachera me acompañabas, como cuando hacíamos el amor. Buscaba nublar mi mente con el alcohol cuanto antes, desde la mañana, para llevarte conmigo. He manchado tu recuerdo nublado por el vino. Te ruego que me perdones, pero es lo único que me ha hecho sobrevivir.

Pronto comprendí que la ilusión de tu presencia en casa era lo único que me espantaba la angustia y el llanto. Vivía en el pasado, te veía en alucinaciones placenteras que me hacían sonreír: recogiendo los bártulos, cocinando, quitando la mesa, remendándome las camisas mientras te leía en alto los libros que más te gustaron.

Te he seguido idolatrando incondicionalmente. Dejé de rezar a Dios y empecé a orar tu nombre en poemas desgarrados. Luego los rompía y los quemaba, consciente de que nunca llegarías a leerlos. Tampoco merecían mucho la pena, créeme. No esperaba nada a cambio. No quería ser correspondido. Sabía que no podía merecerlo. Sólo me quedaba una salida: amarte por los dos. Te quería absolutamente y me quería yo un poco después, en la medida de lo posible. Era el refugio al completo desprecio que en realidad sentía hacia mí mismo por haberte abandonado. La penitencia en vida, el precio a pagar por aquella decisión que me aniquiló. ¿Cuál era mi deber? ¿Acudir a la llamada de un Dios que, ahora sé, no existe más allá de tu cuerpo, de tu sagrada presencia? Es lo que hice. Firmé así mi condena.

No me costó mucho tiempo darme cuenta de que tu ausencia acababa con mi vida. Por eso quise llenarla de aquella manera. Cerraba los ojos y te me aparecías. Los abría y te sentía acompañándome por la calle, como en un puro delirio. Tú eras Dios en la tierra, Dios en la casa, Dios en los vasos, en el mantel, en la eucaristía. Dios en el viento, en la lluvia, dentro de mi cuerpo. Dios en mi alma. Dejé de creer en todo para creer sólo en ti. Finalmente, de esa forma, me fue revelado el sentido último de todas las cosas. Eras tú y nada más que tú.

Si he de morir pronto, de la forma que sea, quiero que sepas que cerraré los ojos y la última imagen que me lleve de este mundo será tu rostro, tu piel tersa de perla, tu mirada amarilla, tu voz escasa murmurando mi pobre nombre. Tu sagrada efigie geométrica. Sólo entonces cobrará sentido mi muerte. En ti, contigo llenándome dentro, hacia el fin.

Te quiere, eternamente,

D
IEGO

Cuando Raquel terminó de leer se sintió sacudida por un extraño y violento temblor de soledad. En su silencio, en no haber pedido nunca nada, buscó su parte de culpa. Supo de golpe en ese momento que también pudo haber sido feliz. Tan sólo volviéndose a acercar a él cuando escuchaba por toda la ciudad esa fama de cura alcohólico que sólo ella sabía cómo sanar. Si hubiera vuelto a rescatarle de su infierno, le podría haber salvado. Pero el orgullo la venció. La rabia también llegó a paralizarla. Había llegado la hora de arrepentirse. Todo había terminado: la esperanza y el rencor al tiempo. Sólo podía llorarle. No quería resignarse a eso y limpiaba las lágrimas que le caían por aquellos pómulos idealizados en el recuerdo de Diego tratando de atajar la pena creciente. No podía. Caían tan rápido que su mano y un pañuelo no le bastaban para secar aquella pena oculta y devastadora.

Se volvió a abrigar y salió de casa cuando la negrura del día no había logrado descargar en lluvia. El viento era frío, de invierno pelado y cruel. Raquel se dirigía ensimismada, envuelta en su figura digna y fantasmal, al faro. Necesitaba sentir la ausencia de Diego convertida en presencia. Mirar hacia el abismo, observar, imaginar su última caída. Cuando llegó, sorteó el aire helado con la coraza del recuerdo. La sonrisa de Diego empujaba su voluntad. Un cielo negro fortalecía el desgarro del luto. Pero también los buenos recuerdos, su tacto tímido y tembloroso, poseído cuando se la entregaba por el remordimiento, por la culpa, por la duda que ella, finalmente, no fue capaz de derrotar.

Había callado demasiado. Había dejado morir con su actitud pusilánime una mentira: la de aquel abandono que les destruía a partes iguales, aquella pérdida que ahora transformaba en su interior de sentimientos de venganza en arrepentimiento. Él tuvo gran parte de culpa; probablemente casi toda la culpa. Pero ella también. Su obediencia dolida, su falta de arrojo, su resignación hacia un destino de mujer que creía no merecer nada. Esa negativa a rebelarse.

En el camino había recogido unas flores. Cuando llegó al borde del acantilado miró hacia abajo y sólo pudo ver la fuerza mortífera de las olas. La mar rompía sobre las rocas y se transformaban en espuma rítmica y ruidosa. Una espuma blanca, pero teñida de muerte. Allí sólo pudo cerrar los ojos y apretar entre los párpados la imagen de Diego. Algo le empujaba a reunirse con él. Algo le inducía a saltar. Quizás una creencia poderosa en el destino trágico, en lo irreversible. El delirante convencimiento de que al hundirse en el vacío se reencontraría con él.

Pero abrió los ojos de golpe, mientras rebotaba a saltos impulsada por su propio llanto. Despertaba de una alucinación de amor y muerte que por un momento llegó a ver como única salida a su desgracia. Finalmente se impuso en ella una especie de lucidez. En lugar de saltar, arrojó las flores y murmuró en voz baja su nombre hacia aquella tumba alborotada y rugiente de la mar.

—Diego…

Luego lanzó un último beso al vacío, se dio la vuelta y regresó, sin apresurarse, a la ciudad.

EL INCENDIO
UNO

Por el rizo espumoso que desprendían las olas contra las rendijas de los miradores, los hijos de la ciudad caían en la fuerza del viento que les azotaba al son de su silbido agudo e impertinente. Lo hacía con una virulencia circular y envolvente que todo lo ponía patas arriba. El agua encrespada acababa por salpicar los balcones cercanos a la bahía, los cristales y la madera de las fachadas crujían, los viandantes debían andar por las aceras con cuidado para no verse sorprendidos por las corrientes que derribaban algunos postes, partían en dos las ramas de los árboles y hacían volar cuanto encontraban a su paso.

La mañana había amanecido con aire frío. Pero al rato, la dirección cambió a sur y la temperatura de aquel sábado de febrero calentó las calles con una premonición insensata de hoguera que ni los más viejos del lugar recordaban. A medida que pasaban las horas, la batida iba ganando en brusquedades. Cuando el sur es manso, la cosa puede resultar llevadera, pero en el momento que se vuelve intratable, ese viento cálido y traidor ensordece el entendimiento, abotarga, desconcierta, levanta dolores de cabeza y, a muchos, si les coge con la guardia baja, hasta les arranca las ganas de seguir viviendo.

En casa de los Martín, el inquietante ritmo de la mañana sacudida por el aire machacón quedó partido en dos. Se había reimplantado el luto. Desde hacía algunos años, los miembros de la familia parecían no haber salido de ese estado. Primero ocurrió lo de Diego, que Dios lo tenga en su gloria; después llegó como una maldición la noticia de Quique, caído en el frente cuando nada podía impedir el paso a los rebeldes; poco más tarde, Serafina se durmió callada para siempre en la silla que ocupaba en la cocina.

Aquella noche le había tocado el turno al patriarca. Don Diego reposaba de cuerpo presente recién vestido sobre la cama. Toñina y Carmen Revuelta le habían lavado y preparado para el velatorio con una parsimonia silenciosa, bañada en lágrimas ausentes de suspiros. Sin decir palabra y procurando no darse entre sí más indicaciones que las necesarias para el trance lo acicalaron, le cortaron las uñas, lo vistieron con su mejor traje, ese marrón oscuro con pajarita que tanto le gustaba lucir en la tertulia y que le quedaba algo ancho. Lo peinaron y le cruzaron ambas manos sobre el pecho, como si aquello lo hicieran todos los días.

No es que la noticia sorprendiera a nadie. Hacía años que Diego Martín era un muerto en vida, un alma en pena que parecía pedir en su huelga de silencio un desenlace rápido y discreto que le costaba encontrar. Debilitó a propósito su salud de hierro con un ayuno cerril ante el que sólo admitía leche caliente y alguna sopa. Se entregó en manos de la fatalidad, convencido, a sus más de ochenta años, de que todo destino y todo futuro era negro. Su mundo soñado se había ido desmoronando en torno a él hasta hacerle la existencia insoportable. Perdió a un hijo de manera bárbara y violenta, no sabía nada del menor desde que acabó la guerra, tuvo que soportar la muerte absurda de un nieto. El dolor le rasgaba el alma y las enzimas, la piel, el pecho, el estómago, le retorcía la cara y le inyectaba los ojos con la acritud de una ira callada. Sólo pensaba en dormir para no sufrir con pesadillas conscientes mientras se mantenía despierto.

Quiso irse sin aspavientos ni ruido. Nadie sabe a ciencia cierta de qué murió, nadie se preocupó de certificarlo tampoco. Ni Carmen Revuelta ni Enrique pidieron cuentas, autopsias o explicaciones científicas que les ofrecieran consuelo. La seguridad de que había dejado de padecer les tranquilizaba. Se fue de repente y basta; eso es todo. Dejó por fin este mundo que tanto le había decepcionado, que tan pocas cosas felices le había deparado al final de su vida.

Cuando su esposa notó algo raro a primera hora de la noche le tocó la frente y se asustó por el calor que despedía. Deliraba con palabras aparentemente inconexas. Le escuchó decir: «Ardamos nadando en el infierno, cielo mío. Carmen… Águeda… Ahogados en llamas, ahogados en llamas.» Y expiró.

Poco después, su esposa llamó al hijo y le anunció:

—Enrique, tu padre…

—¿Qué ocurre?

—Descansó… Por fin.

Bajó corriendo al muelle. Sentía no haber tenido tiempo de despedirse. Pero, por otra parte, poco quedaba que hablar entre los dos. Digerían sus desgracias a solas. Diego Martín había aprendido a entender su sed de venganza contra el hermano menor, aunque no lo aceptaba. Comprendía que le culpara de la muerte de su hijo, aunque desistió a la hora de intentar cualquier mediación entre los dos y mucho menos en convencerle de cualquier tipo de perdón. Mucho menos de intentar que le ayudara incluso allá donde estuviera: escondido, huido, exiliado.

Sabían de él mediante alguna carta que llegaba de Francia. Pero la verdad de su paradero sólo la podía conocer Marina y nunca, en las circunstancias en que vivían entonces, la iba a revelar. Sin preguntar nada, aquellos últimos años Diego Martín había dado a su hijastra todo cuanto le pidió. No necesitaba explicaciones. Estaba convencido sin dudarlo de que la ayuda iría a parar a Rafael. Tan sólo rompía su huelga de silencio para preguntar cómo estaba. Ella respondía siempre que bien, que no cabía preocuparse y que se ocuparía de él hasta que fuera necesario.

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