Querida Raquel…
Fuera, la noche aprisionaba la ciudad en un sueño que sólo el cansancio lograba conciliar a fondo. Al menos en casa de Enrique Martín. Isabel de la Hoz dormitaba de espaldas a su marido. Lo hacía sobre la cama separada por un fino pasillo en el que cabía una mesita que representaba un mundo entre los dos.
Resultaba difícil ocupar el vacío que había dejado Quique entre aquellas paredes, aunque sólo fuera por las discusiones que en los últimos tiempos sostuvo con su padre. Política, arte, religión, aquella ciudad que, decía el niño, le agobiaba con su previsible dormidera. Si se fue al frente era para evitar que a la primera de cambio cayera en manos del enemigo. La presentía demasiado débil, nostálgica en el fondo de un orden irrompible. Los triunfos del Frente Popular habían sido un espejismo; aquellos primeros fervores republicanos, con gente en la calle y votos antimonárquicos, también. El alma de la ciudad se le antojaba profundamente conservadora. Eso pensaba, muy influenciado por su tío y por lo que veía en el entorno social que le rodeaba. La broma de la soberanía popular había llegado muy lejos, sostenían los que al final tocaban las teclas de todo. Era preciso maquinar algo para volver a poner las cosas en su sitio.
En cuanto a él, se mataba con la razón su padre, ¿quién le mandaba irse ahora al frente cuando estaba a punto de empezar la carrera? ¿Qué podía haber más importante que prepararse para un futuro incierto con buena formación, con unos estudios que tenía el privilegio de poder afrontar sin agobios, con todo cubierto? Quizás eso, los privilegios de que gozaba y que él deseaba fueran para todos, le dijo una vez a su padre. No había manera de hacerle entender que lo que no es no puede ser y además es absolutamente imposible.
Pero Quique estaba empeñado en revertir aquel orden, aquella injusticia implantada y heredada desde hace siglos. La rueda agobiante e indigna que ahogaba lo mejor de aquel país encadenado a un destino de oligarcas, sátrapas cuartelarios y curas siniestros. Lo que no había podido hacer a conciencia era traspasar ese idealismo incendiario a sus hermanos. Cada vez que se dirigía a ellos en términos mitineros, su padre le cortaba en seco el intento: «¡Haz el favor! ¡Contigo ya tenemos bastante!»
Y la culpa, como siempre en toda su vida, había sido cosa de Rafael. En buena hora regresó de dondequiera que estuviera. Cuando pudo volver a echarlo, se arredró. Se mostró demasiado débil. Poco a poco fue penetrando con sus virus mortíferos y absurdos en su propia casa. Primero camelando a Isabel, a su propia esposa. Menos mal que a esas alturas ella ya le había catado. Irremediablemente había acabado por darle la razón. Era algo que Isabel de la Hoz llevaba con amargura contenida: darle la razón a su esposo, a ese pelafustán insensible con quien nunca debería haberse casado y al que ahora le unían como clavos sus tres hijos. Pero fue inevitable. La realidad era muy tozuda y en todo lo que tuviera que ver con Rafael, Enrique, hay que reconocerlo, sabía de lo que hablaba.
Desde aquellos días en que Isabel de la Hoz observó el empecinamiento revolucionario muy poco saludable de su hijo comprendió que su tío era una mala influencia. ¿Hasta dónde ese cambio de actitud se debía más a que desde que Marina se había divorciado el propio Rafael había cambiado de prioridades seductoras? ¿En qué medida Isabel se sentía despreciada por su preferencia ante Marina? Enrique no lo sabía. Se lo figuraba, pero no quería profundizar ahí para no llegar a terrenos siempre pantanosos. Sencillamente se alegraba de haber recuperado un aliado en su causa, aunque fuera silencioso. Apenas se hablaban más que para las cuitas cotidianas. Sus confesiones y su comunicación no iban mucho más allá de unos buenos días, un seco saludo de bienvenida al entrar a casa y una formal despedida cada noche al apagar la luz. Sin besos, sin contactos físicos, sin efusiones, sin bromas ni complicidades. Guardando las apariencias dentro y fuera de casa. Tolerándose uno a otro sin alteraciones. Más ahora, cuando Isabelita y Alfonso debían respirar esa forzada normalidad que bajo ningún concepto podía dejar entrever la tensión vivida dentro de cada uno: el verdadero infierno.
Lo malo es que tal y como se estaban desarrollando las cosas, Enrique se vio obligado a pedirle un favor a su hermano. Se lo había pedido ya, de hecho, pero estaba a la espera de que se lo confirmara. Desde que las izquierdas dominaban cada ámbito, los empleados de cualquier empresa resultaban menos sospechosos si se afiliaban a un sindicato. Enrique lo había solicitado, previa consulta a las alturas en el banco, que le dieron el visto bueno. Un detalle así podía salvar el pellejo. Pero por su cara bonita, de buenas a primeras, no se lo iban a admitir. Necesitaba el enchufe, las influencias de su hermano. Rafael, por descontado, le dijo que lo diera por hecho. Pero lo que no podía saber Enrique era lo difícil que le estaba resultando conseguir el visto bueno. Las cosas se estaban poniendo duras para los arrepentidos de última hora. Nadie quería infiltrados.
Cuando se lo propuso a Juancho Balbín, éste le dijo sin ambages que lo olvidara, que quien no se había afiliado a estas alturas no iba a ser admitido ahora. No era momento de farsas. Además, su familia estaba en entredicho. Era el hermano de un cura que no había dado muestras de lealtad a la República, aunque tampoco lo contrario. Rafael demoraba la respuesta y Enrique, en su furia contenida, se figuraba que su hermano no estaba haciendo lo que debía. Le daba largas, le ponía excusas ambiguas. Hasta que un día antes de Nochebuena se lo dijo. Enrique no le creía. Pensaba que habría hablado con cualquier mindundi sin influencia y no con quienes verdaderamente cortan el bacalao entre esa, para él, caterva de rojos. Se alegraba en su fuero interno de que no le admitieran. Lo que debía haber hecho hacía tiempo era afiliarse a la CEDA y dejarse de monsergas. Si la votó era por algo. Como buen partidario de Calvo Sotelo, sobre todo. Pero por algo más: sabía que podían meterle en la cárcel. Aunque lo que tenía claro es que en cuanto esos patanes cayeran, iba a salir a la calle con el brazo en alto. El primero.
Para ser final de diciembre y el día previo al de los Santos Inocentes parecía más bien primavera. El sol un tanto cegador del invierno, ese que sale con fuerza para aprovechar su resquicio de brillo en mitad de la oscuridad casi perpetua, recrudecía todos los colores en una histeria visual poco común. Aquel estallido de luz regalado de sorpresa por la madre naturaleza animó a los hijos de la ciudad a saltarse la habitual precaución del estado de alarma y salir a pasear.
Una alegría algo estúpida invadió a quienes disfrutaban la mañana a pensar en una tregua. Es el efecto que produce el resplandor en los sitios donde reinan cielos grises, lluvia y penumbras. Si encima el viento detiene sus histéricos silbidos y la temperatura se caldea, muchos tienden a perder la perspectiva. A olvidarse de la contundente losa que nos planta encima la realidad. Y en aquel tiempo la realidad, la vida, era fea.
El buen tiempo hizo incluso sonreír aquella mañana a Diego Martín. Hacía meses que no se le dibujaba una mueca feliz en la cara. Tan sólo los nietos conseguían arrancársela de tarde en tarde. Observaba por el mirador de su casa cómo se iba poblando el muelle de críos gritones en plenas vacaciones navideñas y mujeres con poco abrigo, de vendedores ocasionales que pretendían sacarse unas perras a costa de las estrecheces del racionamiento, mozos sin alistar y vejetes animados que miraban hacia el cielo temerosos de que se volviera a encapotar.
El sol de invierno se había llevado de golpe las noticias más crudas de la guerra. Los frentes encarnizados, las represiones, los encarcelamientos. Diego Martín evitaba mirar hacia la derecha para que la sombra del
Alfonso Pérez
no le amargara aquella mañana luminosa. El barco de la vergüenza encerraba a algunos conocidos suyos. Como partidario de la República y de la legitimidad incuestionable de la democracia, no se sentía orgulloso. Nadie se atrevía a contar cómo resistían allí dentro, hacinados, mal alimentados, maltratados, sujetos a un destino incierto, sin garantías. Era todo un misterio amplificado en las habladurías y el miedo reinante con historias espantosas.
No quiso ver Diego Martín la silueta de esa cárcel flotante y sí la aguerrida presencia de Peña Cabarga enfrente, los picos de los montes de la cordillera detrás y a los lados. Alisas, el entorno de Liérganes, más a la izquierda los alrededores de Soba y la Junta de Voto. Todos aquellos parajes por donde había paseado, los lugares adonde su padre le llevaba de niño a ver los trabajos en las ferrerías de la familia, que eran lo más parecido al infierno en vida. Unos pobres desgraciados trabajaban día y noche para fundir metal. Lo hacían encerrados entre paredes de piedra con el único objeto de mantener el molino de agua que avivaba el fuego a cambio de jornal, catre y una comida que no lograba despojarse del aroma chamuscado por todo el ambiente.
Cuando acudía con su padre a ver aquellos negocios que hicieron florecer a su familia desde tiempos inmemoriales juraba intentar ser algo en la vida para no acabar atado a un trabajo similar. Luego, los monstruos de los grandes hornos acabaron con aquella manera de tratar el hierro que durante siglos forjó los cañones de la Armada Invencible y las necesidades del ejército. Lo que las industrias de finales del XIX producían en una mañana equivalía a lo que sus ferrerías sacaban en un mes. Al menos, su padre tuvo buena vista y supo reinvertir todo el dinero en esas nuevas industrias. Dispuso de ojo para adivinar que se avecinaba un cambio de época. La muerte de la artesanía, de todo un oficio al que sustituirían máquinas. Así salvó la fortuna familiar, cosa que su único hijo administró bien después. Hasta ese momento.
Desde el balcón, Diego Martín también veía pasearse por los diques a Pombito II. Como había animación y la gente parecía con ganas de reírse, aquel hombre no dejaba de poner en práctica todo su repertorio antes de pasar la gorra. No se había quitado el chaquetón, aunque lo llevaba desabrochado y dejaba traslucir los lamparones de la camisa de grumete a rayas horizontales que vestía debajo.
Pombito rompía alegremente bombillas dando cabezazos al aire y acto seguido trataba de mover unos centímetros, también con la cabeza, el barco que tenía atracado al lado. La gente aplaudía sus argucias de mimo aficionado, de payaso callejero incapaz de hacer daño a una mosca. Pero algunos veían en ese empeño de resolver las cosas a testarazos una patética metáfora de sus vidas y se entristecían. Antes de que le diera tiempo a pasar la gorra, cuando iba a dar la una de la tarde, justo después de la última de sus embestidas, Pombito vio a lo lejos una especie de moscones que se aproximaban por la bahía. Era un escuadrón de aviones, no distinguía cuántos: diez, doce. Cada vez parecían más. Hasta dieciocho llegó a contar en el momento que quienes se entretenían con sus gracias dejaron de reír y empezaron a retirarse.
No lo hacían apresurados. Las sirenas sonaban como un aviso de rigor poco amenazante para los habitantes de la ciudad. Era urgente acudir a los refugios, aunque nada podía pasar, creían. Los avisos anteriores habían sido en vano. Nunca caían las bombas. Los vuelos de los rebeldes eran siempre de reconocimiento, una especie de carta de presentación sin consecuencias. Un paseo. Hasta ese día…
Ese día, 27 de diciembre de 1936, aquellos pájaros llevaban en las entrañas una carga de muerte indiscriminada. Entraron por el Alta y comenzaron a disparar a discreción, sin distinguir enemigo pequeño. Mujeres, niños, ancianos, caían acribillados por las detonaciones. Venían a matar, a provocar el terror en la población, a asestar un golpe y un castigo que los habitantes de las ciudades leales a la República no debían olvidar.
Fue un barrido de sangre que destrozó la ciudad desde el oeste hasta los alrededores del centro. Pocos llegaron a tiempo a los refugios que las autoridades habían montado en los almacenes, las tiendas, en plena calle, en los soportales atrincherados de la Plaza de Pombo o en el arco de la calle del Martillo. Las bombas caían sobre las Alamedas, cerca de la estación y por el muelle de Maliaño. El vuelo asesino de los once aparatos bombarderos y los siete aviones de caza —trimotores Junkers Ju-52 y la otra mitad biplanos Heinkel He-51— machacó el barrio Obrero del Rey, la calle San Fernando, las de Antonio López, Castilla y Madrid. Resultó una masacre indiscriminada que duró al menos quince minutos, justo los que tardaron las baterías antiaéreas en reaccionar. La defensa se vio sorprendida y durante aquel cuarto de hora nadie se libró de una muerte caprichosa. No había objetivos señalados: todos eran blanco del ataque. Quienes no encontraron refugio ni resguardo quedaron a expensas de un escarnio sólo justificado por la lógica de la guerra cruda contra los inocentes.
Rafael Martín escuchaba desde su casa el zambombazo insoportable de los proyectiles a lo lejos. Los gritos ensordecedores de quienes corrían hacia los soportales, insultos de rabia y desesperación. La angustia contenida y lanzada al aire por madres descorazonadas que no encontraban a algunos de sus hijos. El aullido de una mañana que había empezado en paz y acabó entre los sollozos crudos de la muerte.
Poco después de la incursión, el azul del cielo quedó teñido por el negro de un humo bastardo, por la sangre vertida y los pedruscos de las nuevas ruinas salpicadas por las aceras. Por el mismo paisaje que Diego Martín había olvidado pero que se repetía aquel día con la saña de quien ha decidido infligir daño a conciencia. La visión idílica de la mañana se transformó en pesadilla, lo mismo que el lejano día de la catástrofe, que regresaba ahora de golpe como si hubiese sido ayer, devolviendo un paisaje de luto y angustia. La podrida ira de la desolación.
Cuando los aviones se perdieron más allá de la cordillera, los habitantes de la ciudad saltaron a la calle para buscar a los suyos y salvar a los heridos. Lo hacían aguantando la respiración y la rabia en igual medida, con la esperanza de no toparse de golpe con la muerte de cara. Diego Martín y Carmen Revuelta no salieron de casa. Las bombas no habían cruzado el muelle de Maliaño y si cada uno había permanecido a cubierto o por los alrededores del centro a partir de la catedral no podía haber ocurrido nada. Así fue. A Isabel de la Hoz no le había dado tiempo a bajar al refugio más cercano, en la plaza de Pombo, pero había quedado en su casa, aterrada, tratando de calmar los sollozos sin consuelo de Alfonso y el temor contenido de Isabelita, que cuando oyó alejarse a los aviones comenzó a gritar fuera de sí: