Ahogada en llamas (17 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Se fue casi sin despedirse de Serafina. Rafael salió de su encierro en el baño y regresó a la habitación.

—Vamos un poco tarde —dijo el menor de los Martín.

—¿Te has despedido de Diego? —preguntó Enrique.

—No. ¿Se ha ido ya?

—Creo que sí. Te andaba buscando.

De la habitación del fondo llegaban sonidos raros. Respiraciones entrecortadas pero acompasadas a un ritmo que mantenía su propia lógica, parecido a cuando uno se da una carrera con prisa. También se oían risas un tanto infantiles, todo tipo de reacciones que a los chavales les producían curiosidad. Los dos quedaron en silencio para escuchar. De repente, Enrique quiso apresurarse.

—Vámonos ya. No lo soporto.

—Deja que disfruten de la vida —respondió Rafael.

—¿Te hace gracia?

—Sí, no me importa. Veo que padre es feliz.

—Venga, vámonos. Llegamos tarde.

Bajaron al trote las escaleras. Salían con diez minutos más de retraso de lo normal. La sobremesa se había alargado y el letargo tonto te suele detener hasta que se echa todo el tiempo encima. Rafael iba esa tarde contento; apresurado, pero contento. Sabía que al regresar a casa, a eso de las seis, habría vuelto ya Marina o estaría a punto de hacerlo. La lluvia, entonces fina, no le molestaba. Antes de entrar en clase sorteaba el bullicio de la muchachada muy sonriente, saludando con una mecánica amabilidad a todos los que le hacían algún gesto. Enrique le miraba inquieto. Sabía que aquella cara de imbécil llevaba un nombre dentro de la frente. El mismo que a él, en cierto modo, le amargaba la vida.

Marina…

Cuando regresaron del colegio ella no había llegado todavía. Ninguno de los dos preguntó. Se esforzaron en dejarse llevar por la rutina de cada tarde a esa hora. Por dejar los bártulos en la habitación, entrar en la cocina a por algo de merienda, ponerse a hacer los deberes en el comedor, preguntarse dudas sesudas de últimos cursos bachilleres. Algo les faltó. Ninguno se puso a marear la perdiz, lo que sí resultaba un tanto sospechoso. Pero el hecho de que alguien confundiera esa pérdida de tiempo con la ansiedad de la espera les forzó a una inusual hiperactividad.

El sonido de la llegada irrumpió por sorpresa. Rafael levantó los ojos del cuaderno de cálculo, pero no hizo ni amago de ir a la entrada. Tampoco Enrique, que espiaba cada movimiento, cada reacción de su hermano como un guardia de asalto. Así como éste conocía perfectamente cuáles eran sus sentimientos, Rafael no podía ni imaginar que Enrique también experimentara lo mismo por ella. Fue Marina quien después de dejar las cosas en su cuarto apareció en el comedor a saludar.

—Hola —dijo.

Tan sólo eso. Los dos giraron la cabeza y respondieron fríamente.

—Hola.

—¿Muchos deberes?

—Bueno, más o menos como siempre —comentó Rafael.

No era el momento ni el lugar de las emociones, únicamente el protocolario primer contacto después de la separación. En el resquicio, en la mirada furtiva que se lanzaron, Rafael comprobó que había regresado mucho más bella. El pelo castaño mojado resaltaba otros rasgos; las pestañas le parecían más largas; los ojos oscuros, más acristalados; la piel blanca, limpia. Temía no poder controlar la ansiedad, los impulsos que se le agolpaban dentro en protesta violenta, el deseo de declararle su amor. A ella, en cambio, Rafael le pareció más pálido, más aturullado, más torpe. Adivinaba su nerviosismo. No era complicado. Aun así se alegró de comprobar que no perdía la alegría en la mirada al reencontrarla. Por mucho que disimulara la hallaba allí, intacta, imposible de esconder.

—Os dejo terminar —dijo Marina.

Y salió del comedor. Rafael no pudo contenerse y se levantó dos segundos después.

—Voy al baño —se excusó ante su hermano.

Enrique no dijo nada. Se tragó su propia falta de arrestos, su frialdad, su rabia. Lamentó y envidió súbitamente ese incipiente arrojo apasionado de su hermano, aquella valentía germinante que, de no controlar, le forzaría a tirarlo todo por el precipicio, a romper todas las barreras establecidas con tal de dejarse llevar por la emoción, por el deseo. Odiaba esa extroversión, cierto descaro, toda su naturalidad. No porque le parecieran defectos en sí, sino porque los encontraba virtudes ajenas a envidiar, encantos que él nunca contaría entre los suyos. Representaba todo aquello que sería incapaz de demostrar jamás porque le podía el decoro, la tristeza, la envidia, la falta de audacia.

Rafael llegó justo al pasillo para poder chistar a Marina y que la muchacha se diera la vuelta. No dijeron nada. Simplemente se sonrieron y ella le indicó con un gesto que fuera hacia su habitación. Comprobaron que no había ruidos en la casa. Todo andaba aparentemente en orden. Sus padres, seguramente fuera; Enrique, aplicado al trabajo; Serafina con recados y Puerto distraída. Quisieron convencerse de que era el mejor momento para encontrarse a solas y a escondidas.

Entraron en la habitación. No dijeron una palabra. Se sonreían entrecortadamente y se llevaban el dedo índice a la boca para indicar silencio, discreción. Habían jugueteado con los tabúes de su relación prohibida lo suficiente como para que fueran los demás, sin necesidad de que ellos se declararan nada entre sí, los que pusieran nombre a las cosas. Por eso ni siquiera hablaron. Se miraron como lo que eran, como lo que todo el mundo sospechaba o había decidido que eran: dos enamorados en el filo de una relación imposible, de un impulso innombrable; contra toda ley, contra toda razón, ajenos a la decencia, entregados a una pureza propia, a un deseo íntimo, transparente sólo para ellos dos e incomprensible para el resto. Se cogieron de la mano y al cabo de un rato Rafael preguntó:

—¿Qué tal?

—Bien… Ahora que estoy contigo, bien.

El mundo les era ajeno, los sonidos de la casa también. Si no, hubiesen reparado perfectamente en algunos tropezones y voces lejanas. Carmen Revuelta andaba por allí, merodeando sin querer. Se había encerrado en el despacho de su marido a escribir unas cartas después de haber recibido a Marina. Le había dicho a su hija que debía bajar a hacer unos recados, por eso la muchacha pensó que estaba fuera de peligro. Pero al terminar sus misivas, con los sobres en la mano, atravesó el comedor, que quedaba en una zona intermedia entre el despacho de Diego Martín y el resto de la casa, y encontró solo a Enrique haciendo los deberes.

—¿Dónde están tus hermanos? —preguntó.

—Deben de andar por sus habitaciones. Rafael salió nada más irse Marina. Vino a saludarnos y se fue.

Fue una delación ambigua la suya. Calculada y sutil. Rápidamente hizo efecto en la mirada de Carmen Revuelta. La mujer encaró el pasillo sin gritar el nombre de nadie. Sabía que de improviso, sin ruidos ni escándalos, encontraría la terrible verdad que su sexto sentido le hacía ver claramente al tiempo que la empujaba a borrar todo aquello de su mente. Con la frase de Enrique comprendió muchas cosas de golpe. Cosas terribles, que traerían consecuencias. Un puro instinto le condujo directamente a la habitación de Marina. Fue la primera puerta que abrió y por lo que encontró dentro, deseó no haberlo hecho.

Antes de ese instante Rafael había besado a Marina. Se habían acercado suavemente, tratando de encontrar sus labios de frente, amoldando los pliegues de sus caras tersas, pálidas, a aquel roce que tanto habían esperado cada uno por su parte en separaciones forzadas, entre dudas razonables que contaminaban la misma irracionalidad deseada de aquella relación. Nunca habían besado a nadie. Primero Rafael le tocó la frente, luego la cara, estiró sus pómulos y le alzó la barbilla. Después saborearon ese primer contacto de la saliva y la piel, esa primera caricia blanda de los labios. Esa primer mordisco del amor, la bendición de la carne y el tacto entregados a tantas palabras, a tantos sentimientos, a tantos desvelos ilusionados. Sólo podían escuchar el torbellino de aquel momento íntimo, nada más. Por eso les sobresaltó violentamente el ruido del picaporte y la entrada de Carmen Revuelta en la habitación.

—¡Niña! —dijo.

Allí estaba Marina, sobresaltada por el aquel golpe seco y por la voz de su madre. Apenas le había dado tiempo de alejarse del abrazo de Rafael. No podían negar la evidencia que cambiaría sus vidas.

—¡Tú! ¡Vete ahora mismo a tu cuarto!

El chico, tembloroso, sorprendido, no acertó a decir nada. Salió como una anguila. La mirada imperativa de Carmen Revuelta le perseguía violentamente con frases justas y amenazantes.

—¡Esta noche aclararemos todo con tu padre!

Esperó en silencio a que se cerrara la puerta y se despejara el pasillo para hablar con su hija. Cuando pasaron unos segundos prudenciales, la madre atacó.

—¿No te da vergüenza? Dime, ¿es que no te da vergüenza?

Marina miraba a su madre con unos ojos que apenas podían contener las lágrimas. Se mordía el labio. Aquél, que había sido el momento más feliz de su vida, de golpe se había convertido en el más desgraciado. Luchaba para que la reprimenda seria, grave, no borrara el recuerdo limpio de su primer beso. Ese acto le daba fuerza, le daba valor para enfrentarse a la autoridad amenazante de su madre, que trataba de contener la ira redoblaba, el asco y la consecuente vergüenza que le había producido el sorprendente encuentro.

—¡Recién llegada, recién llegada! ¿Es que no sabías acaso por qué te habíamos enviado a casa de tus abuelos?

Marina evitaba el enfrentamiento. No podía reaccionar, mientras Carmen Revuelta se mostraba cada vez más tajante.

—Esto no puede ser, ¿me entiendes? Esto no va a ir a ninguna parte. Tú te vas a volver hasta que termine el curso ya veremos adónde y Rafael se marcha directo a Villacarriedo. Interno. Y esto se ha terminado. Este despropósito del demonio se ha terminado, ¿estamos?

Marina no respondía, no veía, no soportaba la tensión. Tampoco Carmen Revuelta.

—Ni deshagas las maletas. Espera aquí dentro. Ni se te ocurra salir.

Para entonces había dejado de llover. Pablo Lefebre cruzaba por el muelle en el último trayecto del día. Diego Martín había terminado sus tertulias y regresaba un tanto inquieto a casa. No imaginaba el panorama, pero algo, no sabía qué, le llevaba la cabeza a alguna parte. El silbato del tren apenas le sobresaltó. Caminaba medio ensimismado al borde de las vías. Tan sólo un grito gutural le sirvió de aviso para no acabar bajo los carriles del tren.

—¡Ehhhhh, Ehhhhh! ¡Quite de en medio! ¡Por el amog de Dios! —gritó Pablo Lefebre.

El cagueta hizo un gesto de desaprobación ostentoso, como quien riñe a un niño por primera vez. Después se dijo a sí mismo: «Es que no sé en qué va la gente pensando.
Je ne sais pas, vraiment, je sais pas. Mon Dieu

VERANO
UNO

Nadie sabría decir cómo ni cuándo, pero el caso es que desde hacía tiempo la bahía había adquirido un extraño e intenso tinte de luz. No sólo trajo aquello el verano avanzado, con su adecuado tono de brillo azul, unas brisas dulces que barrían la humedad excesiva, sus días largos y el calor justo, no muy sofocante; vino también con los saludos efusivos, sentidos y risueños de los veraneantes, con esa baraja de tipos trashumantes que siempre traían consigo un humor grácil, renovado, conveniente para borrar la mueca antipática de la rutina, muy recomendable para contrarrestar la tibia desconfianza hacia los de fuera que se gastaban los paseantes habituales.

Quizás las velas de los balandros y las bandadas inquietas de gaviotas ayudaran a blanquear el aire y la bruma tantas veces ensombrecedora. Puede que un aspecto de fiesta, con guirnaldas, flores y trajes de domingo contribuyera a levantar un vistoso tejido en las calles cercanas al muelle. Las fachadas limpias y los negocios florecientes habían regateado hasta el derrumbe del imperio y muchos gastaban los cuartos alegremente para mantener dignas las apariencias y el teórico señorío que se suponía a los de siempre.

Pero no, no sólo era eso. Hacía tiempo que la ciudad sonreía. No se sabe bien por qué, pero lo hacía más de lo normal. Aquella tarde, sobre las siete, mientras los vecinos esperaban pacientemente en su comprensible excitación la entrada en el puerto de
La Giralda
, la ciudad parecía alegre, jovial, fiestera. Se había lavado bien la cara y vestía un ánimo jacarandoso para recibir como se merecía al rey en su yate.

Aquel verano inauguraban una nueva distinción, una grandeza estacional: la de acoger las vacaciones reales. Hacía casi un año que el alcalde Lloreda había entregado las despampanantes llaves del palacio de la Magdalena a los monarcas. Estaban forjadas de oro y platino, con incrustaciones de brillantes y rubíes para resaltar sus iniciales. Era el regalo del pueblo a su rey. Un regalo que se costeó por suscripción popular y en tiempo récord. Un regalo que debía atraer riqueza y alcurnia, nobleza e influencia a algunas de sus gentes.

Aunque todos se sentían importantes. Desde las autoridades hasta los hijos huérfanos del muelle y las dársenas. Desde los orgullosos empleados del banco hasta los comerciantes textiles y los dueños de las tabernas, de los marineros a los clérigos, las señoras distinguidas y esnobs pero también las beatas. Desde los encargados del puerto hasta las pescaderas, con María Casovalle, la Chata y su corte salida de la plaza de las Atarazanas, con Paulita a la cabeza, en primera fila, ante la comitiva popular. Bien guapas se habían puesto, bien limpias y perfumadas, como se suponía que debían presentarse quienes a partir de entonces iban a ser proveedoras de palacio.

No faltaban al borde del muelle todos aquellos que habían construido el sitio de la Magdalena: los carpinteros, los albañiles, fontaneros, los marmolistas, cristaleros, jardineros y los aparejadores encargados de acabar en poco más de tres años aquel lugar egregio, situado en el mejor paraje de la costa, asentado en la península que cortaba la vista del horizonte y saludaba a todos los barcos que entraban en la bahía. Allí fue donde levantaron su proyecto los dos jóvenes arquitectos elegidos para desarrollarlo: Gonzalo Bringas y Javier González de Riancho.

La ciudad se había paralizado para recibir al rey. Raro era el balcón que no había colgado en sus barandillas una bandera. Por toda la calle, por los cafés, por las plazas, se respiraba esa euforia monárquica que desanimaba a los menos adictos y atufaba a quienes no confiaban en la gracia divina de las dinastías. Aquel día no era suyo, aquel día mejor callarse y aguantar el chaparrón de un inmerecido baboseo general, de una sumisión no se sabe bien a qué tradiciones, creían muchos. Aunque con la certeza de estar en minoría.

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