Dirijo hacia ti mi rostro y mi pensamiento, consoladora posteridad. Te llevo la ofrenda de mi vida presente para que la guardes en el arca futura, donde renazca con toda la verdad que pongo en mis confesiones.
Quedó contento con aquel comienzo, más limpio de prosopopeya, más ajeno a la pomposidad, y prosiguió:
No escribo éstas para los vivos sino para los que han de nacer, me despojo de todo artificio, cierro los ojos a toda mentira, a las vanas imágenes del mundo que me rodea, y no veo ante mí más que el luminoso concierto de otras vidas mejores, aleccionadas por nuestra experiencia y sabiamente instruidas en la social doctrina que a nosotros nos falta, veo la regeneración humana levantada sobre las ruinas de nuestros engaños, construida con los dolores que al presente padecemos y con el material de tantos yerros y equivocaciones…
Justo en ese momento, el cagueta había llegado ya andando a la parada del tren en El Sardinero.
El tren reposaba tranquilamente en la parada de la Plazuela del Pañuelo. Ahogaba el soplido de los vapores mientras el maquinista fumaba su pipa con la mirada perdida. Pablo Lefebre llegó al destino meditando su primera conversación de la temporada con don Benito. Le había encontrado sereno, poco afectado por la tensión que debía de haber vivido durante el invierno con aquella desagradable polémica sobre
Electra
.
Con esas cosas en la cabeza, no había reparado el cagueta en la línea del horizonte, como solía hacer cada mañana. Reinaba una temperatura monótona, el mar abierto de El Sardinero bañaba las playas con poca fuerza y sus olas enanas. No se esperaban sobresaltos meteorológicos y los primeros visitantes comenzaban a bajar de sus habitaciones. El Gran Hotel era el centro neurálgico junto con el balneario de la primera playa y el casino. Pronto se pobló todo de sombrillas, casetas y un parsimonioso ritmo de paseos lentos y contemplación.
Algunos bañistas rompían el hielo de la voluntad y la tendencia friolera y mojaban los tobillos. Eran hombres a quienes sus esposas contemplaban sonrientes, aunque algunas lo hacían enfurruñadas y preocupadas ante la mala fama de las resacas y los resfriados inconvenientes. Los niños querían seguir el ejemplo de aquellos bañistas, pero el veto era inapelable por parte de la mayoría de las madres.
No había desembarcado todavía en la zona el verdadero ajetreo. Faltaba algo más de un mes para recibir a la mayoría de madrileños y castellanos, palentinos, vallisoletanos y burgaleses pudientes que eran los veraneantes fijos. Por ahora se daban cita sobre todo las gentes más desocupadas de la ciudad: rentistas ociosos, mujeres de buena posición con niños que todavía no habían comenzado la edad escolar y criadas con la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras sus señoritos se expandían.
El negocio de los baños que cuarenta años atrás había echado a andar la familia Pombo funcionaba. Aquella zona cercana a la ciudad, antaño poblada por pescadores medio furtivos y míseros que vivían de lo que les quería dar la mar día sí, día no, era en ese alegre comienzo de siglo una floreciente atracción. Nunca sabe uno en qué covachuela puede encontrar una mina. El caso es que de aquellos parajes salvajes salió un sano negocio, un buen cocido al que fueron a parar gentes de todo el país atraídas por la bondad de las aguas contra las enfermedades de la piel y la bonita y nada dañina moda de los baños de ola.
El lucimiento de prendas deportivas y el pase atrevido de trajes de baño de lana, aunque con colores discretos, animaban la moda local. La mayoría los elegían castaños, justo el tono recomendado para que no se los comiera el salitre. Resaltaban poco al lado de la arena fina. Pero la gama de sombrillas, gorros y cestas con sus picnics era lo que convertía aquello en un pequeño paraíso ajeno a los sufrimientos y los engorros de los trasiegos cotidianos.
Los días que amanecía sol se convertían en pura fiesta; los nublados tampoco impedían el movimiento. Lo malo era sortear las rachas de lluvia, a veces interminables, infernales, que podían llegar a arruinar el ánimo y el humor de los veraneantes, sobre todo cuando se prolongaban sin que nadie pudiera poner remedio a la a veces caprichosa y malintencionada voluntad de Dios.
Pablo Lefebre descansó un rato junto a Patricio, el maquinista. Un tipo poco hablador, más ensimismado que huraño. No se podía decir que fuese un hombre amargado. Le quedaban ganas de sonreír, pero había que ponerle en un aprieto de vida o muerte para que soltara palabra. Lefebre lo sabía y forzaba poco la conversación; más bien nada. Se limitaba a dar indicaciones de lo que debían ir haciendo, simplemente. Y con poco más de una palabra.
De seguro que el tren volvería vacío a la ciudad. Así que cuando llegó la hora en punto de partida, el cagueta dijo:
—¿Vamos?
Patricio, desperezándose de su reciente tiempo de descanso, se levantó de la silla y subió a su puesto. Su respuesta, sencillamente, fue ésa: la mera acción de volver a poner en marcha el tren. Sin darse cuenta, remoloneando, se habían acercado en un suspiro al túnel de Tetuán. Cuando salieron del agujero y se adentraron de lleno en la ciudad, el trasiego ya se dejaba notar.
El cagueta se ahorró la carrera en ese itinerario. No los hacía todos, sólo los que le apetecían y los que entrañaban más peligros por atravesar zonas muy abarrotadas. En ese momento la ciudad comenzaba a entrar en actividad. Pero eran peores las tardes, cuando los niños habían salido del colegio y el tren regresaba de vuelta lleno de pasajeros que en cada bajada atravesaban apresuradamente las vías.
Encaramaron de nuevo el muelle en sentido contrario. En casa de los Martín se dejaba notar más movimiento del normal. Generalmente, por las mañanas quedaban los sirvientes y la señora ordenando y limpiando la casa. Diego Martín solía atender cosas administrativas: letras, alquileres, pequeñas inversiones en su despacho y leer o escribir alguno de sus artículos. Luego salía de paseo. Conservaba el prestigio de la firma que había ganado en tiempos de la tragedia y sus comentarios sagaces, acertados e incómodos para las autoridades, le habían convertido en un personaje influyente.
Pero además de los habitantes matutinos habituales se encontraban dos más: Marina y Rafael no habían ido a clase aquella mañana. Se levantaron con fiebre y andaban convalecientes. Uno de los dos más grave que otro, con certeza, pero nadie podría saber a ciencia cierta cuál. Lo más seguro es que al enterarse Marina de la indisposición de Rafael fingiera su malestar para aprovechar una mañana a solas con él. O también lo contrario. El caso es que los dos reposaban en el salón leyendo a mitad de mañana, mientras la vida les resbalaba alrededor.
Ni siquiera el sonido del violín que subía desde la calle trasera les sobresaltaba. Era el pobre Adolfito, un músico enjuto, birria y ambulante al que no muchos hacían el caso que merecía su virtuosismo. Se paseaba por toda la cornisa cantábrica, de ciudad en ciudad, con su instrumento a cuestas. Por las mañanas bajaba de la pensión del señor Temiño, en la cuesta de Gibaja, se apostaba en la esquina de casa de los Martín y tocaba alguna serenata o aquellas canciones populares que le pidieran para ganar algunas perras. Después de guardarse lo justo para dormir y un par de comidas al día, repartía el resto entre los mendigos y los raqueros.
En la música de Adolfito se adivinaba el trasfondo de un espíritu noble, el curioso drama de un rapaz de buena familia que perdió la razón por un amor no correspondido y comenzó a errar. Pero a Marina y a Rafael poco les importaba aquella triste historia. Se conformaban con mirarse de página en página, sin reparar en las notas siempre bien afinadas de Adolfito, sólo cuando les servía para entablar conversaciones furtivas en las que fantaseaban sobre el personaje. Pero en este caso fue otro asunto el que les hizo entrar en conversación. Marina leía una novela romántica inglesa:
Sensatez y sentimientos
, de Jane Austen. Aquella historia de las hermanas a la intemperie, sin oficio ni beneficio más que la esperanza de que les salvara la ruleta de un buen matrimonio, no le resultó ajena a su destino. Rafael se encontraba completamente imbuido entre los arrebatos de un poeta que Juanito Cabanillas, su amigo de clase cómplice en lecturas arriesgadas, le había recomendado: Arturo Rimbaud se llamaba. Un libro que sólo circulaba en escasos cenáculos literarios.
El gesto de Rafael sobre las páginas mezclaba el terror y la compenetración absoluta. Marina, más atenta a sus reacciones que al capítulo que leía con las tribulaciones del joven Edward Ferrars, no dejaba de observarle. Cuanto más le miraba de reojo más aumentaba su curiosidad por lo que aquel libro contenía. Sobre todo con aquel título un tanto inquietante:
Una temporada en el infierno
.
Antes de que Rafael, quizás temeroso, se decidiera a utilizar de cebo algún verso o alguna de aquellas caóticas líneas ajenas al orden de las novelas de aventuras pero verdaderas como las convulsiones más dolorosas de su alma adolescente, Marina se acercó al sofá donde estaba sentado y le preguntó.
—¿Qué es eso que lees? Deberías verte la cara.
—Nada.
—¿Nada? ¿Qué son? ¿Poemas? ¿Qué son? Déjame ver.
—Espera.
—¿A qué?
—A que acabe la página.
—Léemelo.
—No.
—¿No? ¿Por qué no?
—Es complicado.
Marina sonrió.
—Podré soportarlo. Incluso podré entenderlo. Deja que te sorprenda, señorito engreído.
—A duras penas lo entiendo yo. Puede que sea demasiado para nuestra edad. Aunque lo escribió con diecinueve años. Poco más de lo que tenemos nosotros ahora.
—Quizás esté concebido para ciertas sensibilidades femeninas. Puede que por eso no lo entiendas. Léemelo y lo vemos.
—Escucha:
Que venga, que venga
El tiempo que apasiona
.He esperado tanto
Que nunca olvido.
Miedos y sufrimientos
Huyeron al cielo.
Y la sed malsana
Oscurece mis venas
.Que venga, que venga
El tiempo que apasiona
.Tal la pradera
Entregada al olvido.
Crecida y en flor
De incienso y abrojos.
Al zumbido huraño
De las sucias moscas
.Que venga, que venga
El tiempo que apasiona
.
—¿Qué son abrojos? —preguntó Marina.
En ese mismo instante la puerta se abrió. Era Serafina. Entraba a abrir las ventanas para crear esa corriente mañanera que trae aire fresco a las casas y espanta cada miasma del día y la noche anteriores. La mujer se sorprendió al verlos allí, medio susurrantes, uno al lado del otro. Ambos se sobresaltaron. Abandonaron bruscamente el extraño delirio de aquel Rimbaud e intentaron recuperar una cierta compostura, una forzada naturalidad que no diera lugar a confusiones.
—Así que por aquí andan los señoritos —comentó socarrona Serafina.
Ninguno de los dos dijo esta boca es mía. Marina volvió a centrarse en los conflictos del apuesto y tímido Ferrars, locamente enamorado de la sensatísima Elinor Dashwood, y Rafael intentó releer aquellos versos para desentrañar en qué medida le producían misterio y en qué medida se identificaba con ellos. Por lo pronto, decidió tomar notas para comentarlas con su amigo Juan. Era de esos libros que intuía le podían cambiar en cierta medida la vida, su visión de un mundo al que ya no miraba con los mismos ojos de un niño.
—¿No será mejor que doña Marina ayude a Puerto a ordenar un poco su cuarto? ¿O tiene fiebre? A ver.
La mujer se acercó a tocarle la frente. Era difícil engañar a Serafina. La actitud de ambos no dejaba lugar a dudas.
—No está muy caliente. Arree, señorita.
Marina abandonó el salón sin rechistar.
—¿Y el señor marqués? Tampoco le veo muy lívido. ¿No tiene tarea? ¿No hay nada que estudiar?
—Algo.
—Pues deje esos libracos que le meten pájaros en la cabeza y cumpla. Hala, cada uno a lo suyo. Yo voy a ventilar esto, que huele a tigre que apesta.
A Serafina le faltó tiempo para ir a comentar lo que había visto a don Diego, pero el hombre no estaba ya en casa. Salió a dar su paseo matutino por el muelle. No pensó ni por lo más sagrado decir nada a la señora; no había confianza para estas cosas ni la habría jamás. Así que a los primeros que decidió alertar fue a Toñín y a Puerto. El primero estaba en la cocina, sentado, pelando unas patatas. Puerto dejó lo que estaba haciendo y acudió a la llamada de Serafina.
—Como no se tomen cartas en el asunto, aquí va a presentarse un problema.
Puerto y Toñín apenas saben qué decir. Se miran, bajan la cabeza.
—¿Hemos hecho algo mal? —pregunta el mozo.
—Vosotros no, hijines.
—¿Quién?
—Esos dos. Los tortolucos.
Puerto acertó a la primera con el comentario y no sabía bien si sonreír o torcer el gesto. La situación no parecía grave, por el momento. Su limitado conocimiento de la vida burguesa le indicaba que no. Pero su agudo instinto para ciertas pasiones le alertó. En cambio, Toño no se acababa de situar.
—Serafina, lo tuyo con la señora pasa ya de la pelusa a la saña. No te hagas mala sangre, mujer. No te encabrones.
—Pero ¿tú te das cuenta de las chorradas que estás diciendo, mamón? No es la señora. Son los chavales.
—¿Qué les pasa ahora? —preguntó Toñín.
—Que te lo cuente Puerto. Ella bien que se entera de lo que digo.
—Ay, no, Serafina. A mí no me meta en esto —contestó la mujer.
—Pues vamos a tener que meternos todos, si no queremos que aquí haya un disgusto. Por lo pronto se lo voy a decir a don Diego. Que hable con Rafael. A la otra ni mu.
—Pero ¿qué hostias pasa? —preguntó Toño, angustiado por su propia inopia.
—Que Rafaeluco y la niña no están a lo que están.
—¿A qué?
—Pues a centrarse.
—¿En qué?
—¡¡¡¡¡Ay, señor!!!!! Nada, Antoñín, nada. Acaba de pelar las patatas que nos va a dar la hora de comer. Vigílales bien de cerca, Puerto, hija mía. No dejes que se junten porque en cualquier descuido se aparean. No les ha sentado nada bien la primavera.
Puerto volvió a sus labores con esa nueva misión entre policíaca y evangélica. Pero ella no juzgaba. Es más, no le parecía mal, ni antinatura aquella historia de amor incipiente entre los dos jovenzuelos. Sentía una sana envidia por ambos. Ya la hubiese querido para sí misma. Desde que salió de Santoña, casi niña, y se metió en aquella casa a servir no había tenido tiempo ni suerte para que alguien la cortejara. Tampoco en su pueblo es que hubiera muchos galanes. La vida en la mar es para gente más bien ruda, pero eso no quitaba para que a veces se sintiera un pobre fantasma. Lo mismo para los señores que para los mozos que subían a casa con los pedidos o a arreglar chapuzas. Cuando paseaba por el muelle o salía a hacer algún recado lanzaba miradas furtivas a los muchachos con los que se cruzaba, pero ninguno parecía detenerse en su gesto. Ninguno respondía quitándose el sombrero y seducido ante sus nada desdeñables encantos. Quizás les sacaba poco partido, con su pelo prematuramente recogido en un pañuelo y sus vestidos demasiado tristes. Tampoco nadie le había llamado especialmente la atención, cierto. Pero temía la soledad. Le empezaba a bullir dentro el miedo a la soltería, a la sequía de una vida sin hijos, volcada en el sacrificio de lo ajeno, en el sinsentido de hacer la vida fácil a aquella familia bien. Por muy decentemente que la trataran no eran su sangre, ni su piel. Menos su sueño, ni su felicidad. Eran la mera supervivencia, la obligación por la fuerza. Pero no el futuro.