Puerto entró en el cuarto de Marina y ella ni se inmutó. Daba los últimos retoques a la mesa, algo revuelta. Era una jovencita ordenada y con apenas unos cuantos meneos, todos los objetos y los muebles de su cuarto recuperaban una sutil disciplina lineal. No solía hablar mucho con el servicio. Desconfiaba de todos ellos como de las monjas de su colegio, aquellas arpías frustradas en su felicidad que hacían pagar a la humanidad que tenían más a mano, es decir a sus alumnas, con el resquemor de sus propias vidas. Nadie le inspiraba ninguna confianza. En la casa sabía que de la mano dura que impartía su madre a diario la harían pagar las consecuencias. Convivía con la seguridad de que la guardaban el mismo desprecio y el mismo rencor. Que tenía todas las de perder.
La reacción de Serafina había terminado por cerrarla en banda. No iba ni siquiera a desplegar sus encantos para fomentar una permisividad que sabía imposible. Rafael era el niño bonito de la casa. Ella, la lagarta arribista que sólo quería traer disgustos a la paz de aquel hogar. La advenediza, la impostora; justo lo mismo que su madre para todos ellos. Despreciaba la tonta sumisión de Toñín, odiaba la insoportable actitud de ama de llaves de Serafina, cuando reparaba en la absurda obediencia con la que Puerto trataba de defenderse en la vida le entraban arcadas. Aunque la chica era la que más confianza le podía inspirar. Siempre relativa, por supuesto.
La criada repasó las líneas de la cama, perfectamente hecha. Sacudió la almohada y los cojines, por hacer algo. Miró alrededor para comprobar que todo estaba en su sitio. Pasó algún dedo por la cómoda para cerciorarse de si era necesario limpiar el polvo y descubrió que lo único que desequilibraba la perfección del dormitorio era una ínfima mancha en el espejo del armario. La repasó discretamente con saliva. Marina la miró y no tardó en recriminárselo.
—¿No te importaría limpiar el espejo con un poco de agua? —le dijo amablemente, pero imponiendo en el tono esa distancia altiva que había aprendido de su madre.
—Ahora mismo —respondió Puerto.
En el otro extremo de la casa, al fondo del pasillo, Rafael se había encerrado a estudiar. O al menos a aparentar que estudiaba. Lo primero que hizo al entrar fue agarrar el diccionario para solventar la duda que les había quedado pendiente. Debía enterarse del significado de la palabra «abrojo». Tampoco él la había oído antes, como tampoco había leído nada más arrebatador que los versos y los desahogos de aquel poeta francés tan rabioso, tan violento, tan rebelde. Aquel libro, que difícilmente entendía al pie de la letra, le había revuelto una incómoda sensación dentro. Una marea atizante, un pequeño huracán interior. ¿Qué pensaría Marina? Pronto encontró aquel significado.
Abrojo: Planta de la familia de las Cigofiláceas. De tallos largos y rastreros, hojas compuestas y fruto casi esférico y armado de muchas y fuertes púas.
La descripción cuadraba perfectamente con el sonido, con la constitución de cada letra. Existen palabras que, en el momento de ser pronunciadas, estallan en la imaginación con una certera idea. Ése era el caso. Rafael apuntó la descripción en un papel. Se lo pasaría a Marina por debajo de la puerta en cualquier descuido. Se sabía controlado, se sentía observado. Debían ser cuidadosos con sus encuentros, con sus miradas a partir de ahora.
Acto seguido se concentró en terminar la caricatura de aquel hombre que corría delante del tren, el dibujo que le estaba haciendo al cagueta. Probablemente nunca se lo entregaría, lo más seguro es que nunca se lo enseñara a nadie. Ese personaje era una prueba para su talento. Lo dibujó transformando sus piernas en ruedas de movimiento veloz, con su gorra de cuadros y su nariz más esférica que respingona, más rojiza que blanquecina y su barba siempre incipiente. Con un gesto entre acelerado y amable, con una disposición de vocación entregada a los demás. Como ese pequeño héroe solitario al que pocos agradecen el trabajo que hace en su justo término porque la gente, a veces, es cruel, porque la gente es desagradecida y se inclina por los detalles miserables, por reírse de las desgracias ajenas. Demasiadas barbaridades depara la vida como para que tengamos que soportar escarnios gratuitos. Pero en el caso del cagueta así era. Por eso se merecía un pequeño homenaje artístico que dejara patente la dignidad y el provecho que la ciudad sacaba de su esfuerzo.
Probablemente Pablo Lefebre se cruzaría con Diego Martín mientras éste regresaba de su paseo matutino. Llegó a su casa media hora antes de comer. Era el momento que empleaba a diario para repasar parte de los periódicos. También lo había hecho, casi al tiempo, Carmen Revuelta, que nada más entrar fue a interesarse por su hija. Diego preguntó también, pero por los dos, y a Serafina. Temía irrumpir en los dormitorios, no fuera a despertarles de algún reposo robado a la actividad de la mañana.
—¿Qué tal los muchachos?
—Como nuevos —respondió la mujer. Tenía las cejas demasiado apretadas, arrugas preocupantes en la frente y el morro pequeño muy prieto. Un gesto que le agudizaba la sombra de su bigote más que incipiente, ya asentado.
—¿Tiene un momento para que le comente un asunto? —dijo con las manos cruzadas sobre el delantal de cuadros.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿Está la comida? Veo que la mesa anda puesta.
—En un rato. Hay tiempo, sólo serán cinco minutos.
—Bueno, pues dime, Serafina.
—Aquí, no. En el despacho.
—Así que la cosa es grave.
—No necesariamente y si no se pone remedio. Es más por no levantar revuelos.
—Bien, vamos.
Diego Martín no podía disimular su intriga sin que se le notara un atisbo de preocupación en el rostro. Lo más probable es que se tratara de una minucia del servicio. Pero eso bien podía resolverlo conversando con la señora. Sin duda debía tener que ver con alguno de sus hijos. Lo que no estaba dispuesto a tolerar es otro conflicto más entre Serafina y Carmen. La cosa por lo que se refiere a ellas empezaba a pasar de castaño a oscuro y a las malas estaba más que claro quién llevaba las de perder.
—A ver, ¿qué ocurre?
—Por Dios, procure plantearle con tacto a doña Carmen esto que voy a decirle.
—Serafina, no podéis estar así. Bien sabes lo que te apreciamos en esta casa. Que tras la muerte de Águeda no hubiésemos podido soportar el trago sin ti. Pero no me causes problemas absurdos ahora.
—No hay ningún problema entre la señora y yo.
—Entonces…
—Son los chavalucos.
—¿Quiénes?
Serafina empezaba a perder la paciencia. Con Toñín ya había saltado, pero no podía creer que don Diego tampoco se enterara de la fiesta.
—Rafael y Marina. Están en mala edad y se nota.
Diego Martín la miró fijamente y no supo qué decir. Antes de que le saliera de la boca algún balbuceo que diera a entender temor, prefería el silencio. Aquello que en su día había comentado en el secreto de su alcoba con su esposa había roto, se presentaba de sorpresa, sin el menor aviso, más allá de las pistas que pueda dar la pubertad. El tiempo siempre corre demasiado rápido.
Hasta ese momento, Diego Martín había permanecido de pie, pensando que la urgencia de Serafina no le llevaría más que una solución rápida, una orden precisa, pero aquello requería calma. Se sentó en la butaca de su escritorio. La mujer permaneció de pie al otro lado.
—Te agradezco que me avises de esto, Serafina. No puedo ocultarte que entre mis preocupaciones siempre ha estado la posibilidad de que algo así ocurriera. Pero, dime, ¿les has sorprendido en alguna actitud indecorosa?
—Indecorosa, indecorosa, no podríamos decir indecorosa. Pero el hecho es que saltan chispas cuando se quedan juntos. Se buscan. Esta mañana entré en el cuarto del mirador a ventilar y les cogí el uno al lado del otro, leyéndose cosas raras. Ver, no vi nada, pero un rato más y… quién sabe. Es una edad mala, don Diego. Son jóvenes, guapetones, bien plantaos. La niña es una lumia y conoce sus encantos; nuestro Rafael es inocente y bien majo. No sé. Yo me encuentro en la obligación de avisarle para que al menos hable con él. Le explique lo que podría comentar la gente por ahí, le haga ver su posición, su papel. Ella es a las luces de toda ley su hermana; aunque no lleven la misma sangre, es como si la llevarían, ¿me entiende?
—Perfectamente, Serafina.
—Luego está Dieguín, que como note algo nos excomulga. Ya sabe que se toma todo muy a la tremenda últimamente. Cuando le ordenen tengo miedo de que empiece a prender hogueras.
—Bien, bien. Me hago cargo. Gracias, hablaré con él.
—Pero no tarde.
—No, no, no tardo.
—Luego, después de comer mejor que mañana. No lo deje.
—Bueno, bien, Serafina, cuanto antes. Cuando vea el momento.
—Pues eso.
—¿Algo más?
—Nada más. La comida ya debe de estar lista. Pueden ir sentándose a la mesa.
—¿Qué habéis preparado?
—Patatas en salsa verde y bocartes rebozaos.
Diego Martín hizo un gesto que relajó por un instante su nueva preocupación.
—Ahora voy. Avisa al resto que yo no tardo.
Hasta aquel momento, Diego Martín no había caído en la gravedad que el roce podría acarrearle en su vida. Es cierto que la posibilidad siempre anduvo rondando su mente, que lo habían hablado marido y mujer sin querer tomar soluciones drásticas sobre algo que no parecía tener razón de ser.
Ahora, hasta hubiese preferido que los niños se dejasen llevar por el resquemor, por vigilar y respetar su propio territorio como hijos de distintos padres. Pero desde el principio congeniaron, lo que bien mirado, a priori y para evitar tensiones, resultaba una bendición. En cambio esa nueva situación, planteada con toda su franqueza por Serafina, podía tornarse en contratiempo, por no decir maldición.
Debía actuar discretamente. Arreglar el asunto a solas con su hijo. Siempre mostró buen juicio y entendería perfectamente la situación. Por supuesto, para empezar, ni una palabra a Carmen. Con lo que era ella, intentaría por todos los medios separarlos y esa solución sólo conllevaba una salida: que Rafael partiera a un internado. A Villacarriedo, con los Escolapios, el único lugar donde se le podía asegurar una educación decente, a la altura de la que recibía en la ciudad, relativamente cerca.
Separarse de su hija era algo que no entraba en los planes de Carmen Revuelta. Diego llevaba las de perder. Cedería, sin ninguna duda. Seguramente Rafael entraría en razón. No era ni mucho menos un loco. Tenía alma de artista, impulsos de extrema sensibilidad, esa habilidad para el dibujo, esos silencios, una alegría heredada de su madre y conservada a pesar de la pérdida tan temprana. Quizás fue el mejor regalo que podía hacerle a diario sobre la tierra: mostrar ese rasgo de su carácter. Pero sus dotes y sus veleidades artísticas no resultaban tan preocupantes como para perder el juicio. Si le dijeran Diego, tan temperamental; incluso Quique, sin duda el más débil de los tres, el más pusilánime para no evitar palabras incómodas, vería la cosa peor. Pero el bueno de Rafael entraría en razón cuando escuchara el mero y contundente deseo de su padre. Aquello resultaba tabú. Aquello, sencillamente no podía ser.
Cuando Diego Martín entró en el comedor, todos estaban ya sentados. Incluso Enrique, que había sido el último en llegar. Se acercó a dar un beso a su esposa y saludó con toda normalidad a sus tres hijos. Como el mayor faltaba, se evitaron las persignaciones y los rezos.
Las patatas, humeantes, presidían el centro de la mesa. Despedían ese olor a cocina de fundamento, a esa mezcla sencilla y contundente de la buena ligazón entre el perejil, el ajo y el pimiento verde que acostumbraba a meter Serafina. Buen plato para entonar, guiso sencillo, lo que más apreciaba Diego Martín, amante de salirse poco de las cosas tradicionales y las sibaritadas de alguno de sus amigos. Como por ejemplo Felipe Zúñiga, valedor en la tertulia y en su casa, a la menor de cambio, de la retorcida y emperifollada comida francesa.
Carmen Revuelta comenzó a servir. Primero Diego, después Enrique, luego Rafael, después Marina y finalmente ella, que sólo dejó caer un cazo sobre el plato. Los demás, probablemente, no quedarían satisfechos con los dos que llevaban en la ración. Diego Martín sopló la cuchara un par de veces y empezó a saborear la mantecosa esencia de las patatas. Rafael y Enrique seguían practicando la costumbre de aplastarlas e ir comiéndolas con el borde de la cuchara medio lleno, hasta conquistar todo el plato. A Marina le hacía gracia ese hábito un tanto infantil. Tampoco ella sabía muy bien cómo debía comerse aquello. Hasta que no llegó a su nuevo hogar no había probado el guiso que tanto apasionaba a los Martín.
—No os veo muy desganaos que se diga —apuntó enseguida el padre mirando alternativamente a los teóricamente convalecientes.
Marina notó cierto tono de reproche y ralentizó el paso. A Rafael no le dio tiempo de teatralizar cierta falta de apetito. Casi había terminado el plato.
—Tú, Rafaelín, te vas a atragantar.
El chico no dijo nada que le comprometiera.
—Es que están muy buenas. Ya sabes que hay pocas cosas que me gusten tanto. Como a ti.
Marina miraba a Rafael con la cabeza gacha. Rápidamente sospechó que Serafina se había ido de la lengua. Menos mal que su madre, completamente ajena a ese tenso lenguaje de sobreentendidos, empezó a comentar cómo le había ido el día.
—Ya han empezado a poner trajes de baño en los escaparates. Me gustaría llegarme un día de éstos con los chavales a comprarles algo. Tengo ganas de ir a la playa, aunque sea un domingo mientras todavía tienen colegio.
—Habrá que ver si nos respeta el tiempo —contestó Diego Martín.
—¿Qué tal en el colegio, Enrique, hijo?
—Bien, nada nuevo. El Pelanas se va a Madrid.
—¿Sí? —preguntó Rafael sin disimular entusiasmo.
No era mala noticia. El Pelanas era un cura que al parecer resultaba un hueso para las matemáticas. Así se libraría de él.
Carmen Revuelta y Marina no mostraban el más mínimo interés por aquella conversación entre los tres hombres de la casa. Procuró seguir con los planes preveraniegos.
—Este año, Piluca y yo estamos decididas a tomar los baños, queráis Blas y tú o no queráis.
—Me parece estupendo. Ya sabes que yo no tengo complejo de bocarte. Blas, con lo estirado que es, antes se tira por Cabo Mayor a que le vean medio desnudo en la playa. Por cierto, ¿te sirvo?