—Las dos cosas, Isabel, las dos cosas. ¿Ves como entiendes más que yo? —le animó Rafael.
—¡Qué dices!
—La ópera no es para esos expertos que todo lo embadurnan de emperifollamiento. Es para almas sensibles. Lo que sientes es lo que vale.
—También me lo has sabido explicar como nadie.
—Bueno, pero no tienes que hacerme caso. No es que sea así. Simplemente es como yo lo veo —aducía Rafael.
Su modestia impostada sonó a sincera. E Isabel sonrió. Era el momento de cambiar de conversación.
—¿A quién se te parece más Alfredo? ¿A tu hermano o a ti?
—Difícil me lo pones. De lo que no hay duda es de que tú no tienes nada que ver con Violeta.
—Hum, no estés tan seguro.
—Podría jugarme algo a que no encuentro nada que se parezca entre las dos. Ni te dedicas al negocio, ni te enamorarías de un lerdo, mucho menos sacrificarías nada por él y ni en sueños vas a coger una tisis.
—Visto así, vale.
Se hizo el silencio. Pero no fue Isabel quien lo rompió. Fue Rafael el que se tomó la libertad de sorprender a su cuñada.
—¿Sois felices?
Ella quedó completamente descolocada ante la pregunta. Su cara cambió el gesto. De pronto empezó a sentirse incómoda.
—Quiero decir, se nota que lo sois… —reculó Rafael.
—Por supuesto —admitió ella.
El silencio siguió explotando a borbotones, como un guiso, con la imprudencia. ¿O acaso no lo era? ¿Acaso era una provocación para que le abriera algo más que su sonrisa y su encanto permanente?
Isabel recondujo la ofensiva de las confianzas a su terreno.
—Pero seríamos más felices si…
—Si qué…
—Si entre Enrique y tú se restituyera una verdadera relación de hermanos.
—¿Quieres decir no una de padre e hijo desnaturalizado como la de ahora?
—Pensé que no le dabas tanta importancia.
—Y no se la doy. Es cosa suya. Yo estoy satisfecho con mi vida; si él se contentara con no entrometerse las cosas irían la mar de bien. A veces dudo de quién de mis dos hermanos es el cura.
—Intentaré suavizarle.
—Te lo agradezco. Probablemente antes de conocerme tuvieras una opinión deplorable de mí, pero espero que ya no sea así.
—Claro que no. No acostumbro a juzgar lo que desconozco —contestó Isabel de la Hoz.
—Me alegro.
—Lo he pasado estupendamente. Te agradezco en el alma la invitación. Buenas noches.
—No hay de qué. Soy yo el que debe agradecer la compañía.
Mientras Isabel subía las escaleras de su casa hasta el segundo piso, donde vivían, no dejaba de preguntarse todos los interrogantes que le colocó el destino ante sí aquella noche. Las preguntas de Rafael, ¿qué intención llevaban? ¿Qué había pasado con Marina? De aquello no sabía nada. Nunca jamás Enrique le había mencionado ese asunto. Y ahora que caía, por boca de Marina no había escuchado hasta la fecha ningún comentario sobre Rafael. Ni bueno ni malo. Silencio absoluto.
Entró sigilosamente. Eran más o menos las once y media de la noche. Pasadas. Más las doce, quizás. A esa hora Enrique solía estar dormido. Pero no le encontró en esa posición rígida en la que solía sobrevenirle el primer sueño, medio recostado sobre un almohadón y de frente, nunca de lado, como un muerto viviente, como una momia sin vendar. Estaba despierto, con la luz encendida, leyendo alguno de sus aburridos informes. Esos que según él, a la larga, eran los que llevaban las alubias a casa.
—¿Ahora llegas? —preguntó mirándola de arriba abajo.
—No esperaba encontrarte despierto.
—Pues mala suerte —contestó él con muy mal tono.
—Al contrario, me alegro de que me estés esperando. Así te puedo contar…
—No te estaba esperando. Trabajaba y prefiero que no me cuentes nada. Tengo sueño. Buenas noches. Enciende la luz de tu mesita. Yo voy a dormir.
Isabel no contestó. Le parecía inútil. Sabía que debería lidiar con su desprecio durante algunas semanas, hasta que se le pasara aquella epidemia de dignidad. No le importaba en absoluto. ¿Qué perdía? ¿Ese beso en la frente de buenas noches? ¿Alguna sonrisa forzada al levantar la vista del periódico? ¿Que le pidiera opinión sobre aspectos triviales de la educación de los niños? ¿Esas cosas que él había decidido ya a priori y sólo le faltaba anunciar para que se diera por enterada? Ya le podían dar viento fresco. Al silencio, más silencio. Y sin darse cuenta, Isabel de la Hoz rompió la cáscara de su matrimonio aquella noche. Había decidido convertirse en otra mujer.
No existe nada más igualitario que el frío. El azote del viento y la lluvia encoge todo en la misma medida. La ciudad lo sabía. De siempre. Desde que allí se establecieron los romanos hacía lo menos veinte siglos. Aquel puerto marítimo fue el germen de todas las estirpes y nació a expensas de los elementos: acurrucado, recogido en una bahía que poco podía hacer cuando el aire violento, las nubes y la sacudida de la mar descargaban encima. Los pescadores sufrían más las consecuencias, cierto. Eran la primera línea del frente. Pero no había hijo de aquel lugar sometido a todo tipo de fuerzas incontrolables que no se supiera frágil ante las leyes de la naturaleza.
Daba lo mismo que ahora salpicara el dinero y fuese creciendo una casta de comerciantes, profesionales y potentados que querían dar la espalda despreciando aquella otra ciudad volcada en lo que daba de comer la mar. Todos resultaban iguales ante un mal día. A todos se les colaba el frío por dentro y les desesperaba de la misma forma: a quien traía la merluza y el bocarte cada jornada y a quien pisaba las nuevas y relucientes baldosas blancas y grises de la recién inaugurada sede del banco.
Allí entraba Enrique Martín cada mañana, pronto, cuando todavía el ajetreo no atosigaba a quienes despachaban en las ventanillas; cuando nadie había llamado a la puerta en busca de algún crédito sustancioso o limitado; cuando los comerciantes o las tenderas no se habían acercado a ingresar las provechosas ganancias del día anterior.
A Enrique Martín le gustaban aquellas primeras horas plácidas, tranquilas, sosegadas. Horas de examinar en silencio algunos periódicos o retomar asuntos inconclusos. Tampoco estaba de más que el patriarca banquero le encontrara ya allí antes de llegar él con su serena parsimonia de hombre poderoso. Pocos mejor que él sabían lo aplicado, dispuesto y presto siempre a dar buenos consejos que era el amigo Martín, empleado ejemplar, todo un dechado de esas virtudes que necesitaba el banco en esos tiempos para dar confianza y sostener los embates de la obcecada competencia que mostraba el Mercantil.
Pero aquella mañana era mejor que al dueño no le diera por preguntar nada. Era mejor no ver a nadie, no recibir, no consultar. Había decidido pasar desapercibido, así que se encerró en su despacho a distraerse con los asuntos más peliagudos que tenía entre manos. Esos que se han ido amontonando sin respuesta, esos que requieren más reflexión, más estudio, más desconfianza ante quienes venían a plantear un crédito, una hipoteca, una inversión arriesgada.
No era el día ideal para resolver cuentas con tino. No estaba para cifras, balances, estudios de mercado y menos para otorgar dinero a largo plazo a nadie. Más bien desconfiaba de todo y de todos. Así que tampoco era cuestión de mostrarse injusto. No convenía que los clientes pagaran sus propias necesidades, sus ilusiones, sus desesperaciones particulares por culpa de aquel estado de ánimo. La exasperación, el resquemor que le producía la idílica relación entre su hermano y su mujer le impedían concentrarse debidamente.
Enrique sabía perfectamente que ante Rafael no tenía nada que hacer. Si se empeñaba en seducir a alguien, lo conseguía. Él debía de ser la única persona sobre la faz de la Tierra que le había visto el plumero. ¿Quién le mandaría haber vuelto? Era necesario urdir algo junto a Diego para quitárselo otra vez de en medio. Animarle a que desapareciera del mapa. Lejos, a ese extranjero que le había vuelto tan petulante. A París, a Alemania. Fuera del mapa. Prometerle dinero, que pudiera seguir holgazaneando con una renta. Daba igual el gasto fijo que aquello pudiera suponer; representaba una carga de todos modos. Pero una cosa era ser sencillamente eso y otra convertirse en una enfermedad dolorosa y mortífera para él, en un virus que destruyera ni más ni menos que a su familia. Tenía que irse. Mejor hoy que mañana. Debía hablar con él abiertamente y planteárselo.
Con Isabel, en cambio, debía cambiar de estrategia. Colmarla de atenciones, dedicarle más tiempo, mostrarse cariñoso, atento y no huidizo o suspicaz, como la recibió la noche antes. Eso era un error, eso no llevaba más que a arrojarla en brazos de su hermano. No debía continuar con aquel pésimo empecinamiento. Tampoco ella tenía la culpa de haber caído en los brazos de un libertino como Rafael.
Hasta que no solucionara el problema no podría volver a sus trece. Mejor no esperar ni a hablar con Diego; así también se ahorraría la vergüenza de admitir un fracaso. Además, temía que su hermano mayor no comprendiera debidamente la situación y acabara culpando a Isabel de lo ocurrido. Los curas tienden a simplificar demasiado este tipo de asuntos. Enseguida aparece Eva dando a probar la manzana.
No lo soportaba más. Vivía un mar de dudas. Dudas que la única manera de atajar era actuando. Decididamente. Aplicar el bisturí. Extirpar el mal. Saldría ahora mismo de la oficina y se iría a la plazuela para hablar con él. En la casa. A solas. Crudamente. Se levantó de su despacho y anunció que si preguntaban por él había ido a ver un cliente. Regresaría en una hora. Menos, incluso.
Se apresuró hacia la plaza, en menos de tres minutos llegó al portal. Subió las escaleras y llamó al timbre. Lo hizo una, dos, tres veces. Finalmente oyó los pasos lentos por el pasillo de su hermano.
—Ya voy. Calma. Un momento —avisaba desde dentro Rafael.
Abrió la puerta en bata, recién levantado, con los pelos de punta y alguna legaña. Entre las sombras de la mañana confusa se le apareció la figura de Enrique.
—Hombre, creí que era la policía. Por las horas —dijo Rafael.
—Son horas decentes para andar levantado —dijo Enrique.
—Muy bien. ¿Quieres algo? ¿Café? ¿Algo? Vente a la cocina mientras yo me hago uno.
Enrique pasó al fondo mientras Rafael bostezaba y arrastraba las zapatillas por el suelo. Llegó a la cocina y se sentó en una banqueta junto a la mesa colocada en el centro.
—¿Pasa algo? ¿A qué debo esta agradable visita? —preguntó el hermano menor.
—Será breve… —anunció Enrique.
—Pues dime.
—Creo que es mejor que vuelvas a marcharte.
Rafael le miró sorprendido y se giró mientras echaba las cucharadas de café en el embudo. No había nada que explicar. Desde que le vio en la puerta se imaginó todo. Iba a ser duro convencerle de su posición esta vez.
—Ya. ¿Se puede saber por qué? —preguntó para brindarle la incomodidad de explicarse a fondo.
—Sencillamente pienso que es mejor así.
—Vaya por Dios. ¿Y sencillamente porque a ti te da la gana crees que cuentas con autoridad y descaro para dirigirme la vida?
—Hazme caso. Será mejor para todos. No te faltará de nada.
—¿No me faltará de nada? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Rafael esperando ese soborno, esa compra de su libertad que sin duda se atrevería a hacerle.
—De nada. Estamos dispuestos a darte cuanto necesites.
—¿Tú y quién más?
—Yo y padre, estoy seguro de que te asignará una buena cantidad mensual.
—¿Ah sí? ¿Ya lo habéis hablado?
—No, todavía no. Lo hablaremos y punto. Le convenceré. Tú puedes irte a vivir a París, a Berlín, a Madrid, a donde te plazca.
—Bueno, hombre. Pues me temo que voy a tener que rechazar tu oferta. Esta vez no pienso largarme a ningún sitio. Por primera vez me encuentro bien aquí.
—Te lo pido por favor.
—¿Qué te pasa Enrique? ¿De qué tienes miedo? —preguntaba Rafael a su hermano al tiempo que bullía el café en el cazo.
—De nada. Sencillamente debemos sacarle partido a esta casa y veo que te será difícil adaptarte en otro lugar.
—Primero, esta casa es mía; padre me la acaba de asignar. Segundo, no temes nada por mí, temes por ti. Crees que empequeñeces a ojos de tu mujer cuando yo estoy delante.
—Retira eso. No voy a permitirte insolencias.
—¿Insolencias, dices? ¿Vienes aquí, a mi casa, intentas sobornarme, comprar mi futuro y me hablas de insolencias? Tendrás que aguantarte y soportar mi presencia hasta que a mí me dé la gana.
—Muy bien. Pero cuando decidas irte a tu antojo y conveniencia no esperes nada generoso.
—Nunca he esperado nada generoso ni de ti ni de Diego. Nunca he necesitado nada vuestro. Al contrario, sólo me habéis mostrado desprecios.
—Perfecto. ¿Te quedas entonces?
—Por supuesto.
—Pues entonces voy a pedirte algo.
—¿Qué?
—Aléjate de Isabel. No necesito que la lleves al teatro, ni a la ópera, ni a ningún lado.
—No lo necesitarás tú, pero ¿se lo has preguntado a ella? Ya es mayor. Te conviene dejarla decidir por sí misma con quién va y adónde.
—Esto último te lo ruego. Y perdóname si te he ofendido con lo de antes.
—Mientras tengas claro que no voy a hacer nada que te cause daño acepto las disculpas.
—Estoy seguro. Tampoco me gustaría que comentaras nada de lo hablado aquí con padre, ni con ella.
—Si tú no se lo dices a tu confesor…
—Prometido.
Rafael se sirvió el café hirviendo con algo de leche fría.
—Pero vamos a ver, ¿qué te ocurre? ¿Se puede saber?
—Nada que deba preocuparte.
—Ah, no. Llegas aquí, me pones un ultimátum al día siguiente de haber ido con tu mujer a la ópera y… ¿me vas a hacer creer que no padeces un ataque de celos?
—Vamos a olvidarlo.
—Muy bien. Sólo quiero que te quedes tranquilo, que se te quiten esas cosas de la cabeza.
—Bien, perfecto. Se me pasará. Ahora tengo que irme.
Enrique abandonó la casa de su hermano completamente derrotado. Había fracasado en su empeño y sabía perfectamente que desde ese día todo sería mucho más complicado. Muy bien, si no se iba Rafael, lo haría él. Pediría el traslado a alguna de esas oficinas que había abierto el banco por la provincia, en Torrelavega o fuera, más lejos aún, en Espinosa de los Monteros, en Osorno. Allí llevarían una vida tranquila.