Pocas sirvientas de palacio habían podido librarse de pasar por su alcoba. Toñina fue de las primeras en iniciar una cuenta que no cesaba y hacía sonrojar cada vez más a la reina. Le daba igual. Su matrimonio era como el solar de la monarquía, algo que podía vilipendiar a capricho. Mientras el trono le sirviera para sus partidas de polo, golf en Pedreña y tenis, sus borracheras a base de whisky con soda y sus juergas con coristas, daba lo mismo. Mientras los problemas le dejaran tiempo para cazar pichones, navegar y conducir coches último modelo como un loco de las carreras, todo le resultaba indiferente. Menos mal que con el otoño, la angustia de ver desmoronarse el reino ante los mismos ojos de aquellos vecinos, desaparecía y viajaba a Madrid, donde todo parecía más difuso, más lejano y tranquilizador.
Toñina, después de su mala fortuna, había vuelto a casa de los Martín. Carmen Revuelta la admitió tragándose un poco el orgullo por la insistencia de su marido. Lo hizo al final sin problemas, con la carga a cuestas, pero protegida por don Diego. Él, como muy pocos en aquella ciudad, disponía de una mentalidad capaz de comprender rápidamente la desgracia que le había llegado a aquella criatura por la malnacida senda de la impotencia desarmada. Así que nunca le negó cobijo. Es más, se ocupó personalmente de que al niño no le faltara de nada. Sabía que pese a su belleza, tronchada por la desfachatez del abuso, le sería difícil encontrar padre y un futuro seguro. Así que Manolín se había criado en aquella casa también. Con su madre, al cálido cobijo de las tardes en la cocina, protegido por Puerto y Serafina, con el inconveniente al principio de la constante mirada altiva de Carmen Revuelta. La señora había consentido con la boca pequeña hacerse cargo de la criatura, pero su rigidez inicial fue cediendo ante las muestras de cariño que el niño le profesaba desde que le reía su gesto torcido ya en la cuna. Aquella plácida y nada rencorosa alegría le fueron desarmando sus heladoras miradas, no exentas de curiosidad hacia el niño.
Fue una infancia discreta la de Manuel. Desde que nació llevó una vida callada, de puntillas, cumplidora y entregada en lealtad a su protector, Diego Martín. No representaba un problema ni un engorro para nadie. Aquel niño crecía en paz, al tiempo que las tres mujeres que le criaban veían volar su vida entregada al resto, sin pedir cuentas a nadie por la soledad en compañía que ellas mismas mataban cada tarde pendientes de las meriendas, de las cenas, de las camisas para planchar.
Ni Puerto, que se conformaba y satisfacía su instinto maternal con algún beso improvisado del niño. Ni Serafina, que hacía deambular su ya demasiado engorrosa decadencia entre carantoñas y juramentos. Ni su madre, la desventurada Toñina. Eso que ella, en su propia belleza, llevó una condena injusta y atroz sólo redimida por el premio de un hijo cariñoso y cumplidor que ya entraba en los recovecos de la adolescencia.
Manolín era obediente y entregado. Gracias a Dios parecía el vivo retrato de su madre, aunque una frente ancha y un cráneo larguirucho daban pistas sobre la paternidad del niño. Diego Martín y Carmen Revuelta siempre lo supieron. Toñina se lo contó desde el primer momento con absoluta franqueza, sin asomo de vergüenza, consciente de que ella quedaba libre de toda culpa. Se lo dijo al volver:
—Don Diego, llevo una criatura en las entrañas y no tengo adónde ir. ¿Habría sitio para mí en esta casa?
—Por supuesto, Antonia. Yo me ocuparé de todo. Pero creo que tengo derecho a saber algo. ¿Quién es el padre?
—El rey, don Diego. El padre de mi hijo, porque yo sé que es un niño, es el rey.
—Menuda tropa. Instálate y descuida. Esa criatura crecerá aquí como uno más.
Y así fue. Vino antes que los nietos y sirvió de avanzadilla para rejuvenecer la chispa de una casa que había ido vaciándose de juguetes. Pero a medida que crecía nadie había caído en algún detalle que con el tiempo podía ser engorroso. Acaso lo habían hecho sus compañeros de colegio, con los que congeniaba mal, aunque a nadie importara el asunto, empezando por él mismo. Manuel, siempre rodeado de personas mayores lució pronto una madurez precoz. Tendía a matar el tiempo entre faldas y no en la calle, a balonazos. No mostraba interés por el fútbol, ni por ni por los resultados del Racing, ni jugaba a indios y vaqueros —tan de moda por la llegada del cine a algunos lugares— o a la guerra. Prefería una muñeca a un coche. Sabía coser, cocinar y lavar la ropa. Prefería todo eso a correr por la machina para emular corsarios. Lo que de niño parecía a tantos una tendencia graciosa sobre todo a los ojos de sus protectoras, empezaba a preocuparles a medida que le veían crecer pelos en las piernas. Su dulzura enmascaraba bien una tendencia a la feminidad que al ir creciendo explotó en un amaneramiento evidente y ahora un tanto sonrojante para algunos como Enrique, que se lo consultó a su padre una de esas tardes tontas.
—Padre, este Manolín, ¿no se comporta a veces de manera extraña? ¿Tú crees que es normal que ayude a su madre a plancharte las camisas?
—¿Qué vas a esperar si está rodeado de mujeres todo el santo día? A lo mejor así monta una tintorería o un hotel. El chico es listo y trabajador. ¿Qué más quieres?
—Yo que tú lo vigilaría.
—Descuida… Por cierto. Ayer recibí carta de tu hermano Rafael.
—¿Sí? ¿Qué es de su vida?
—No entraba en detalles de muchas cosas. No sé si eso es buena señal.
—Querrá dinero…
—Efectivamente, quería dinero. Y por descontado, se lo daré.
—¿Se lo darás? ¿Es que no piensas enviárselo?
—Se lo daré en persona. La semana que viene regresa. Piensa pasar con nosotros una temporada.
—Estupendo…
—Y tanto. No hay cosa que me apetezca más que volver a ver a Rafael. Hace la pera que no vuelve. Está deseando conocer a sus sobrinos; no ha hecho más que escribirme preguntándome cosas sobre ellos. Yo le tengo puntualmente al tanto. Espero que no te importe, que no consideres que eso es cosa tuya.
—En absoluto. Me parece muy bien. Tengo que irme.
—Bien, hijo. Adiós.
Enrique recibió la noticia del regreso de su hermano con inquietud. Otra vez se vería obligado a soportar la escenificación del hijo pródigo. Aunque en aquella ocasión tenía la ligera certeza de que nada ni nadie podría apartarle de su lugar junto al padre, de la situación de control compartido que había logrado en la casa del muelle, esa seguridad de ser un auténtico pilar para la familia. Pero aun así vislumbraba un desastre. Le atemorizaba el momento en que su hermano cruzara la puerta y llenara toda la casa de aquel optimismo memo y absolutamente inconsciente que hacía las delicias de su padre y seguramente las llegaría a hacer de su mujer y sus hijos. No había dinero, ni poder, ni consistencia familiar basada en la rectitud y el orden que resistiera un vendaval como el de su hermano. ¿Habría cambiado? ¿Habría madurado? Enrique tenía serias razones para dudarlo.
Por ese cruce a la intemperie que hacía desembocar la bahía en plena mar abierta, el horizonte no era capaz de ponerse de acuerdo sobre nada. Los barcos deambulaban como hormigas laboriosas a lo lejos y las nubes bajas entrechocaban y ocultaban con frecuencia la voluntad de un sol inquieto y flojucho al que impedían lucir en plenitud. Tan sólo quedaba a expensas de un pulso ante el que se admitían apuestas. Bien podía desembocar en lluvia o claros. El poder de Helios quedaba una vez más en evidencia ante los hijos de la ciudad, demasiado acostumbrados a la negrura de su poco complaciente cielo.
Ni siquiera Manuel Rubín, curtido meteorólogo, era capaz de predecir el tiempo aquella mañana sin tonos fijos y a merced de las sombras inciertas que traía el otoño. El fiel jardinero y amigo de don Benito se afanaba en retirar las hojas de los árboles que cubrían la huerta, la entrada y las terrazas de San Quintín. Hojas caducas de las ramas propias y algunas que caían desde otras partes, de paso, llevadas por el viento abrupto e insistente que se había levantado aquellos días. Cada tarde, cada noche, se formaba una alfombra de tonos marrones, amarillos y pardos sobre el suelo de la finca medio abandonada. Por allí ya sólo acudía en verano María para rememorar los tiempos felices en que su padre y sus tías descansaban en la ciudad.
Pero don Benito había muerto hacía ya años, un tristísimo 3 de enero de 1920. Lo hizo, a buen seguro, con la imagen en su retina oscura del horizonte limpio recostado sobre el mar: la vista que contemplaba cada mañana y cada tarde desde aquella casona. Era una sensación agradable que llevarse fuera de este mundo. No las inquinas, los conchabeos, la violencia, la envidia y las disputas a las que no dejó de enfrentarse hasta el final de sus agitados días. Para él había comenzado hacía tiempo la posteridad, ese largo crucero donde sólo tienen plaza los grandes hombres y que muchas veces se preguntó en vida si atravesaría con viento favorable. Seguramente murió con el cielo azul y el agua reverdecida ante sus ojos cerrados, con el rumor de la mar brava de septiembre en su oído y con los perfumes de su huerto y su jardín en la pituitaria. Al menos así le gusta pensar a Manuel Rubín que el sabio les había dejado. En plena paz. Sonriente también, con la certeza del deber cumplido y consciente de haber exprimido la vida al máximo. Libre en los últimos días de los previos desvaríos de la hora final. Aliviado en los dolores que le produjo la uremia, las hemorragias gástricas y esa subida de tensión que paró finalmente su corazón de madrugada.
Lo último que algunos le escucharon decir antes de la larga agonía fue que le bajaran al despacho a escribir. «¡Qué cosas!», pensaba Rubín aquella mañana de aire un tanto aciago. Así se lo había contado el verano posterior María, que estuvo junto a su lecho en el último suspiro, lo mismo que el doctor Marañón, su sobrino Pepino y Francisco, el criado, aunque éste no estuvo después a la altura que el maestro hubiese esperado de él. Había más gente, pero ya no se acordaba Rubín de quién le dijo su hija. Sólo lamentaba el jardinero no haberle acompañado en esos últimos momentos. Pero le gusta pensar que nada más irse, nada más tragar ese último bocado de aire en su casa madrileña de Hilarión Eslava, el espíritu en paz de don Benito viajó hasta San Quintín. Por allí andaba, de alguna forma. Lo sabía. Lo sentía. No es que creyera en cosas raras, ni en herejías, maleficios ni retorcimientos de brujas, pero aquello era lo único que le consolaba de verdad: olerle allí a diario. No en vano, fue su paraíso.
Le costó al buen jardinero recuperarse de aquel golpe. Constantemente le venía a la memoria cómo conoció a su protector. Él había llegado a la ciudad como carabinero en el cuartelillo de la entrada del palacio y a menudo se acercaba a la finca a pedir agua. A cambio, cuando él partía a Madrid, le dejaba las llaves para que vigilara el sitio. Así hasta que un verano le propuso hacerse cargo de todo. Ni aquel percance con los ladronzuelos de guante blanco que visitaron la casa una vez en ausencia del escritor y se llevaron veinticinco cuartillas manuscritas de
El equipaje del rey José
hizo que perdiera su confianza en él. Le cayó la pertinente bronca, eso sí. Suave, eso también. Pero no se vio de la noche a la mañana en la calle. Se prohibieron las visitas y santas Pascuas.
Rubín se empeñaba a diario en limpiar cada mácula de la casa. También de librarla del pillaje, un riesgo muy presente e inquietante desde que muriera el escritor. En pocos lugares era tan fácil sentir su memoria, su alma medio fantasmal y palpitante en la penumbra, su socarronería silenciosa, discreta, su voluntad de hierro metida siempre en labores intelectuales, rodeado de visitantes de todo pelaje: desde pintores y toreros como Machaquito, hasta grandes actrices como la Xirgu, que representó muchas de sus obras. Desde escritores de paso, como Azorín y, claro, la Pardo Bazán, que jamás se resignó a perder su amor, hasta políticos o potentados de todas las ideologías que se llegaban hasta la finca a cualquier hora a pedirle pareceres y consejos. Pero sobre todo se echaba en falta a los amigos: al viejo Pereda, a Menéndez Pelayo, a Amos de Escalante o a los doctores, sobre todo Madrazo y Marañón, siempre atento a su salud, entregado en auténtica devoción de médico paciente a aliviarle los males. También al bueno de Estrañi, aunque ése era el único de los grandes compadres del escritor con quien Rubín conservaba algún contacto.
Estrañi apenas había regresado a San Quintín después de que don Benito dejara de visitar la ciudad. Había pasado demasiadas horas allí en buena compañía; había aprendido tanto de él… Y ahora, aquel templo sagrado de la ciudad, ese faro corría el riesgo de quedar perdido para la posteridad y la memoria de los suyos. Los intentos que desde
El Cantábrico
había lanzado para convertir el lugar en una casa-museo dormían en un limbo administrativo inaprensible, muy difícil de comprender para la lógica más elemental. Languidecía en el purgatorio de las burocracias, a expensas de las zancadillas que quisieran poner sus enemigos acérrimos hasta ver el lugar en ruinas. Tal era la inquebrantable y venenosa voluntad de todos aquellos que no le dejarían descansar en paz ni en la tumba.
En primer lugar, a juicio de Estrañi, debía ser el ayuntamiento quien se hiciera cargo. Pero las 400.000 pesetas en las que se valoró todo lo hacían imposible. Después algunos pasaron la pelota al Estado, pero la alergia del rey y de los políticos del directorio controlado por Primo de Rivera a todo aquello que tuviera que ver con intelectuales no le daban al asunto el valor merecido. Ni siquiera el monarca que le recibió en el palacio de la Magdalena allá por 1915, a petición suya, no del escritor, tenía la memoria fresca para recompensar eternamente a quien nunca quiso cebarse con él, pese a su republicanismo militante y al compromiso progresista de su pensamiento.
Motivos no le habrían faltado. Y eso que no vivió lo peor de su reinado. Si el viejo hubiese levantado la cabeza en aquellos decadentes años veinte y hubiese sido testigo de todo lo que había ocurrido después, empezando por el desastre de Annual, con el precio de 20.000 muertos para nada, a la dictadura de ese indocumentado ludópata de Primo de Rivera; si viese en manos de quién había quedado el país, constantemente condenado a no cumplir su soberana voluntad por capricho de reyes sin altura de miras que a la mínima se apartaban del juego y traspasaban el cotarro a militares obtusos e incapaces, regresaría de buen grado a la tumba.
Así que el futuro de San Quintín, bien por unos o por otros, sufría la pesadilla de la incertidumbre. Tanto para Estrañi como para Diego Martín y otros tantos admiradores de su genio era cuestión de dignidad moral que el lugar pasara a la posteridad intacto y encomendado por siempre a la memoria del escritor. Promovieron insistentemente que las autoridades compraran la propiedad. Parecían no rendirse incluso cuando comprobaban la falta de compromiso de sus herederos. María no podía hacerse cargo de su mantenimiento. A duras penas llegaba a pagar un salario no muy generoso a Rubín y siempre le quedaba la tentación de venderla a particulares. Al fin y al cabo el patrimonio era suyo y de algo le serviría. Si no lo había hecho ya era porque la hija del escritor esperaba que algunas de las promesas dadas en su día por los de aquí y allá se cumplieran. Pero todo se diluía en mitad de una espera infame, en medio de una sarta de mentiras y largas insoportables que a saber dónde acabarían.