No sólo la construcción y el espacio eran un tesoro digno de ser declarado monumento nacional. También tenía un valor incalculable lo que el escritor había dejado dentro. Sus pertenencias, los cuadros, los muebles, los manuscritos de los
Episodios nacionales
y de gran parte de aquellas obras que fue creando allí. Desde dramas como su polémica
Electra
o algunas de las últimas que creó allí, como
Sor Simona
, hasta novelas fundamentales como
Nazarín
, sus
Torquemadas
,
Casandra
… Un auténtico legado de altura que corría el riesgo de perderse o subastarse sin más, pero sobre todo de desgajarse de la memoria de aquella ciudad que fue suya y que ahora le daba la espalda casi mayoritariamente, bien por el odio de sus enemigos incondicionales o bien, y eso era lo peor, por el desprecio y la indiferencia de quienes jamás fueron capaces de comprender la verdadera dimensión de su presencia.
Quedaban algunos fieles. Demasiado pocos, pero con arrestos. Como Diego Martín, que no se cansaba de defender la necesidad de conservar la memoria del escritor en la ciudad. Ya había conseguido que le secundaran en eso Matallana y Zúñiga. Pero Carlos Fuentecilla seguía en sus trece. Se había radicalizado aún más si cabe en sus posiciones. Sobre todo desde que perdiera a su hijo en África hacía cuatro años. Fue un duro golpe para todos, es cierto también. Estuvieron a su lado al enterarse una fría mañana de la caída de Carlitos en el frente. La tragedia rememoraba en aquel círculo los días en que Diego perdió a Águeda. Fueron fechas tristes, angustiosas, de mal trago. Pero durante todos esos años en que Carlos Fuentecilla sintió la heladora ausencia de su hijo, rezó para que la suya no fuera una muerte en vano. Quizás por eso su padre había elevado un poco el ánimo cuando llegaron noticias de los recientes éxitos de Alhucemas. Una hazaña en África: increíble para un país que no había levantado cabeza desde que perdió Cuba. Algo que la ciudad sintió muy dentro.
El nuevo éxito también fue motivo de debates intensos en la tertulia del Suizo, que ahora cambiaban de vez en cuando al Ateneo. A juicio de Diego Martín suponía una ocasión que ni pintada para que Primo de Rivera abandonara el poder de una vez por todas:
—¿No había dicho el tío este al entrar que aquello era una letra a tres meses? —preguntaba el hombre a sus contertulios.
—Chist… Habla bajo —le advertía con prudencia Felipe Zúñiga.
—¡No me da la real gana! —respondía medio ofendido y retador Diego Martín.
—Ya, pero… Esto todavía no está bien apañado, querido Diego —le comentaba Matallana.
—¿A qué te refieres con apañado, Blas? ¿A que todo vuelva a la merienda anterior? ¿A esa sucesión bastarda de peloteo de poder que se inventó Cánovas? ¿A asegurar la agonía de un reinado como el de este personajillo sin arrojos para instaurar una verdadera monarquía parlamentaria, un sistema que nos modernice de una vez por todas y nos equipare a tu amada Gran Bretaña? Por allí no le tienen miedo a la democracia. No como aquí, siempre a expensas de lo que sermoneen los curas y de cómo se levanten según qué militares convencidos de su derecho divino a hacer y deshacer. ¡Que se vayan a paseo, hombre, por Dios!
—Por todo lo que más quieras, Diego. Que nos van a dar un disgusto como sigas por ahí —insistía Zúñiga.
—Descuida, que esto, ni por ser es una verdadera dictadura. No es más que una verbena de señoritos poco madrugadores.
—¿Qué quieres entonces? ¿Qué buscas? ¿La República? ¿El nuevo caos permanente? —le inquiría Fuentecilla.
—Sólo digo que si nos dejan elegir nuestro destino sabremos hacer los deberes como Dios manda. Y mejor republicanos que monárquicos. Me quedo antes con ellos que con este monigote al que sólo le va pimplar, jugarse los cuartos con los amigotes al póquer, correr en coches de lujo y acostarse con cupletistas.
—Bueno, hombre. Todos más o menos han hecho o hacen igual —terció Matallana.
—¿Ah sí? ¿Y por qué tiene que seguir siendo de esa manera? A expensas tuya y mía. ¿Te parece de recibo?
—Yo sólo digo que no está maduro el estado de las cosas para unas elecciones. No hay liderazgos claros. ¿A quién se lo vamos a dar? ¿A ese catallufo impresentable de Cambó por parte de los conservadores? Te aseguro que no le voto ni yo. ¿Y tú qué, Diego? ¿Te atreves a caer en manos de ese intrigante piquito de oro de Melquíades Álvarez o prefieres a esos agentes de la Rusia comunista que son Indalecio Prieto y Largo Caballero?
—Mal me lo pones, Carlines.
—¿Entonces?
—Entonces, queridos, me voy. Se me hace tarde.
—Piénsatelo bien, Dieguín.
—Lo mismo os digo… A todos. Mañana nos vemos.
Diego Martín salió hacia el muelle medianamente apresurado. Dejó las dudas de sus preferencias en el aire del coloquio intencionadamente. No había nada que tuviera claro, tan sólo los principios, pero no quién sería el más indicado para ponerlos en práctica. Dudaba, dudaba más que cualquiera de los cuatro. Bien sabía con quién no quería quedarse, pero poco a quién brindar en bandeja el futuro.
Había mucho en juego. El porvenir de sus nietos, ni más ni menos. El suyo ya había quedado de sobra resuelto. Lo que debía llegar, lo tomaría como testigo más que como protagonista. Se sentía de retirada. Pero le quedaba una labor que cumplir a conciencia: inculcar sus principios abiertos. Eran pocos, pero firmes. Fáciles de asimilar pero arduos de cumplir. Esenciales para labrar el futuro de su país como le gustaba soñarlo. Con ellos debía contribuir a edificarlo. Día a día, en su casa. Sobre aquellos preceptos básicos debían desarrollarse las vidas, las decisiones y las empresas de sus siguientes descendientes.
Sus hijos ya habían quedado más o menos encaminados en la senda de una cierta seguridad. La felicidad, por descontado, era otro cantar. Diego, cumpliendo su misión divina, parecía colmado. Pero hasta la fecha el patriarca de los Martín no había conocido sobre la Tierra a ningún cura feliz. Los había parlanchines, bondadosos, entregados, retorcidos, ambiciosos, turbios, pesados, borrachos y descarados. Pero felices… Ninguno. Enrique, quién lo iba a decir, en cuestiones de equilibrio vital, era el más afortunado de todos. En lo material sabía cómo enriquecerse sin tregua. Su mujer era una auténtica delicia que a veces dudaba fuese dichosa a su lado, con esa sosería imposible de arrancarle. Los niños, formidables. Enriquito, ya desde muy pequeño, resultaba alegre, despierto, curioso y noble. Isabelita era la muñeca del abuelo, tranquila y dulce. Salía a su madre, con esa luz que desprendía desde sus rizos, toda rubiuca pero con la piel tostada.
A Rafael habría que verle. Conversar con él, que le contara al detalle su vida. Diego Martín albergaba razonables temores respecto al menor de sus hijos. Le desazonaba que no le fueran bien las cosas y que por eso quisiera volver. Quizás tardaba demasiado en presentársele el éxito que buscaba y sin duda ya merecía. No acababa de despegar. Sobrevivía bien con sus caricaturas y sus cosas, pero no había noticia de más, salvo que se lo ocultara. Había viajado, había probado suerte en diversos lugares, pero quizás le faltaba paciencia para aguantar algo más, capacidad de sufrimiento. Quién sabe.
Marina había encontrado un gran partido para su vida, aunque muy dichosa no parecía que fuera. En sus últimas visitas tanto él como Carmen Revuelta le habían adivinado una preocupante y huidiza tristeza en los ojos. Trataba de disimularla, pero no podía. Le negaba a su madre que le pasara nada. Incluso cuando ella le llegó a preguntar un día de esos tontos con lluvia veraniega si le preocupaba algo. Pero mentía. Aquella melancolía, no saben de qué, resultaba clarividente. Se le escapaba en algunas ausencias llamativas. Su cuerpo quedaba en la habitación, pero su pensamiento despegaba hacia lugares que sólo ella conocía. De golpe dejaba de prestar atención a las conversaciones y su madre tenía que chasquear los dedos para hacerla volver.
—Marina, hija, que te nos vas. ¿En qué demonios estás pensando?
—En nada, mamá. Es que me canso.
—¿Quieres que te lleve al médico?
—No, mujer. Es sueño. Sólo eso. El niño ha dormido muy mal, estaba inquieto. Me ha dado mala noche.
Los niños eran un escudo perfecto, diana de excusas permanentes. Pero también tabla de salvación en su vida. Lo malo iba a ser cuando crecieran. Ahora conseguían prenderle más de una sonrisa en la cara. Aunque en su fuero interno, Diego Martín y Carmen Revuelta sospechaban que eran más los disgustos que al cabo del día le traía a aquella casa demasiado grande, demasiado suntuosa, su marido. Más que de disgustos, debía hablar de desatenciones, desprecios, ninguneos, para ser crudos. Los ricos de cuna, ya se sabe, creen que no hay cosa que no puedan resolver convenientemente el dinero y las comodidades. No les faltaba a los tres de nada. Los mejores vestidos a la moda, viajes, veraneo donde se le antojase —que no era costoso, porque no quería otra cosa que pasar más de dos meses en casa de su madre—, buenos juguetes para los niños, educación esmerada y servicio suficiente como para no tener que preocuparse de ninguna minucia. Pero cariño, ternura, compañía, ay, esas niñerías por las que suspira cualquier alma cándida, de eso no adivinaba Diego Martín más que una entrega poco generosa, tiñosa que diría Serafina, agarrada. Pura avaricia sentimental. Le daba en la nariz al viejo Martín que aquel vasco galante y potentado, una vez conquistó a la mujer que consideró debía ser el florero de su vida, se olvidó de todo lo demás. Todo era belleza, amabilidad, discreción y conversación amena en Marina. Una joya de exposición, más para esos ricachones de la alta sociedad bilbaína. Además, cuando nacieron sus dos primeros hijos, para Íñigo de Zubieta quedó colmada la obligación de la descendencia.
Los niños eran auténticos soles. Sanos, graciosos, abiertos. Más el menor que el primogénito. Quizás Íñigo, a sus cinco años, andaba demasiado imbuido en la responsabilidad de sentirse ya heredero de toda una estirpe vasca de posibles. Bosco, con tres, era en cambio demasiado pequeño como para sentirse nada más que pirata en juegos, futbolista de buena raza o protagonista de los cuentos que cada noche les leía su madre.
Aquellas cuatro criaturas y la quinta que estaba ahora por llegar eran en ese momento la auténtica preocupación y alegría del abuelo Martín. ¿Cómo no iba a romperse la cabeza ante el futuro que fuera capaz de dejarles?
Esa lluvia que cala los huesos hasta hacer que los sienta uno como un caucho tronchado por dentro, como algo que se retuerce y remueve los cimientos del cuerpo… Esa agua que se cuela por todo el tuétano, sin ningún permiso, pero que antes ha caído sobre la cabeza a veces como un martillo pesado y ha meneado la cara y ha dejado helado el cuello filtrándose desde el pelo empapado hasta los tejidos después de penetrar y agarrar de improviso atrás, por la nuca, y plantar ahí un frío tiránico y pegajoso que no se va… Ese diluvio que sorprende a traición en la acera, sin forma de cobijarse, por la prisa que impide resguardarse a nadie o porque cae en tromba, forma de inmediato a los pies de la ciudad multitud de charcos. Los pisa cada cual sin darse cuenta porque van mirando la calle, a los lados, para cruzar por si llega el tranvía o algún carromato con las ruedas espoleando el agua o fijándose, arriba, con la mirada puesta en el cielo, a ver si ya deja de arreciar. Mete uno el zapato, lo cala, después nota cómo traspasa a los calcetines y más tarde entumece los dedos y la planta y el tobillo con ese frío insistente, constante, ese frío que no se rinde porque la irremediable caladura lo ha rodeado todo por fuera, pero también por dentro; porque la humedad, esa carcoma del infierno que no hace más que multiplicar la tisis y llenar los hospitales de pobres tuberculosos al amparo de Dios y del maldito bacilo de Koch, la humedad, sí, devora a todo hijo de vecino sin ningún asomo de piedad. Esa lluvia precisamente es la que caía a cántaros el día que Rafael Martín volvió a la ciudad. Era una lluvia que todo lo detenía, que todo lo ralentizaba. Como había ocurrido con su propio regreso.
Habían pasado cinco años y cambiado muchas cosas. El tiempo podrá ser inaprensible, etéreo, relativo, pero el tiempo lo que no resulta nunca es inocente y, además, le cuesta ser justo. Tardó un buen puñado de años, Rafael, en volver a casa y la verdad es que no sabía muy bien por qué. Quizás fueran las pocas ganas de ver a sus hermanos. Quizás para ahuyentar y curarse de una vez por todas esa pasión que sentía por Marina. Puede que para regresar triunfante. O simplemente porque la vida le había llevado de una ciudad a otra con constante parada en Madrid, a quemar y a aprovechar intensamente etapas en las que no era necesario replantearse cada paso, ni dar marcha atrás, ni sentir la llamada de todas esas coartadas que te arraigan a la tierra.
No se lo planteó hasta que volvió a pisar el suelo húmedo, empapado y resquebrajado de la ciudad. Es muy posible que Marina fuese una razón poderosa. Seguía pensando en ella muy a menudo, albergando la esperanza de reencontrarla. Puede que de huir algún día juntos. A más distancia, mayor era la idealización. Tampoco quiso saber de su boda, ni de sus hijos, ni de su marido, ni de qué absurdas razones la llevaron a casarse y cambiar de vida tan rápido. Se las podía imaginar. Seguramente la suya también fuera una huida.
En cuanto a lo de volver triunfante… Primero: ¿qué demonios es el triunfo? Puede que no contara con fama, ni demasiado dinero; sencillamente era bien conocido en los círculos. No le faltaba trabajo, ni se había plegado a las exigencias de gustos ajenos y aun así había vendido su puñado de cuadros, suficientes para que no se le quitaran las ganas de seguir pintando lo que le salía del alma. Todo eso no era para Rafael el éxito. Sus razones se justificaban por otros cauces. El éxito para el menor de los Martín consistía más bien en conservar una integridad y una inclinación radical e intacta hacia la libertad y la alegría. El triunfo era no haber perdido la luz, el encanto, seguir siendo el Rafael que fascinaba a su padre, que hacía sentirse bien a cualquiera de sus amigos en su compañía. Ser, en buena medida, feliz. Sentirse contento, razonablemente satisfecho consigo mismo.
Ésa era su bendición y su condena. Más en un mundo como el del arte. La felicidad representaba toda una desventaja en una guarida destinada a seres atormentados, con propensión a los bajos instintos, al arrebato, a la complicación y el conflicto permanente entre ellos y el resto de la humanidad. Todo eso resultaba la mar de creativo, pero el martirio interior jamás le sirvió a Rafael de fuente de inspiración. Más bien se empeñaba en retratar lo contrario. Una dicha terrenal, el escurridizo misterio del carpe diem, una esperanza, un brillo. De ahí, en buena parte, la incomprensión que sufría en los ambientes artísticos, salvo en algunos círculos de Madrid. Aquellos más modernos, con poetas y pintores jóvenes arrebatados por la vanguardia como esa curiosa panda de la Residencia de Estudiantes con los que solía tomar cócteles en el nuevo hotel Palace o irse a comer conejo cerca de la sierra madrileña. Pero, salvo aquellos, había un gran número de colegas, que si bien le adoraban —¿quién en este mundo no lo hacía?—, en cierta medida despreciaban al mismo tiempo ese optimismo invencible que destilaba sin cesar. Pocos se lo explicaban. ¿De dónde le salía? Tan sólo su obra parecía entusiasmar a aquel poeta granadino tan deslumbrante en el trato y el don de gentes como él que se llamaba Federico García Lorca. Quizás eran almas gemelas, pese a la diferencia de edad, con algo más de diez años por medio.