Algo de eso, aunque bien guardado en la seguridad de su porte, tenía Íñigo de Zubieta, moreno y apuesto joven de una de las mejores familias de Bilbao. La futura cabeza visible de todo un emporio metalúrgico del que empezaba a tomar las riendas tutelado por su padre. Tenía una mirada intensa, buena altura de mozo criado entre algodones, a pedir de boca, como heredero único de un negocio boyante y poderoso, sin hermanos. Llevaba el pelo peinado hacia atrás en ondas perfectamente curvadas. Con todo, ni el sinuoso trazado de su cabeza lograba hacer pasar desapercibido el llamativo lunar que le adornaba la cara izquierda junto a la nariz. Aquel punto negro daba pistas sobre los claroscuros de una férrea e inquietante personalidad.
Aquella noche, Íñigo de Zubieta no le quitó ojo a Marina. Los presentó el mismo marqués de Viana y congeniaron sin apenas esfuerzo. Lo suyo fue una alianza natural en mitad de aquel laberinto protocolario. Sencillamente, la joven soportó con más paciencia a su lado el paripé constante y las delicadas composturas requeridas en presencia del monarca. Íñigo de Zubieta era todo un experto en esas lides y se prestó a guiar con eficacia el debut de las dos jóvenes, con nada disimuladas atenciones especiales a Marina.
El rey apareció casi de improviso. Se abrieron las puertas del salón y entró como una galerna. Los saludos se le salían mecánicamente de la boca, como una máquina protocolaria al vapor.
—¿Qué tal, qué tal, cómo andamos, qué tal? Bien, bien, muy bien.
Cada uno se plantaba ante él para darle la mano o hacerle la reverencia correspondiente. No se le podía tocar y sólo estaba permitido responder a las preguntas que hiciera. Había que saber muy bien en presencia de quién andaban para no meter la pata ni ser previamente despedidos con el riesgo de no volver jamás a ser invitados ante su presencia. La situación era, a lo tonto, tensa e incómoda. Pero él, consciente de la dificultad de trato, intentaba a la mínima relajar las circunstancias.
Enseguida pasaron al comedor y se sentaron en la imponente mesa alargada de madera noble, donde comenzaron a servir la cena. Empezaron con salmorejo bien fresco. El líquido rojo de los platos soperos teñía en pequeñas circunferencias la claridad de los manteles. Siguió una selección de pudines de verdura, unas gambas jugosas y después besugo asado con limón, perejil y un poco de pan rallado por encima. Todo delicioso.
Las conversaciones las marcaba el rey y sobre todo intervenían Maura y Romanones. Los dos mantuvieron la constante delicadeza de no esgrimir sus conocidas diferencias en público a lo largo de la velada. La cada vez más preocupante tensión entre las potencias, agravada por los repartos coloniales en los que España ya apenas tenía nada que decir, llenó buena parte del tiempo. Ante el poco descartable despropósito de un conflicto gordo, ambos se inclinaban por la neutralidad, igual que el rey, pese a que no le disgustaba la preponderancia germana en un futuro equilibrio mundial. Pero era mejor no perder los nervios. Cualquiera podía prender la mecha, pero ellos debían mantener la calma. No había discusión posible en eso pese a que unos se consideraran germanófilos y otros no vieran más que una amenaza preocupante en la actitud fanfarrona de los alemanes.
El marqués de Viana apenas abrió la boca. Tan sólo atendía de vez en cuando y sin separarse de su lado indicaciones y confidencias del rey por lo bajinis. Mientras los políticos guiaban las conversaciones que él proponía, el anfitrión se fijaba intermitentemente en los escotes de las invitadas. Lo hacía con un descaro que en su caso debía de ser real pero en otros lugares podría resultar barriobajero.
Las más tímidas bajaban la cabeza y soportaban como podían esa humillación de sentirse objetos decorativos para regocijo de la corona. Muy pocas le aguantaban la mirada con una sonrisa, como Marina Hermida, que lo hizo de tal manera que en la reacción del monarca, cuando retiró sus ojos incisivos de la totalidad de su figura, de arriba abajo, algunos pudieron intuir incluso sofoco. La joya de la casa Martín le miraba sonriente y medio incitadora, en ese punto complicadísimo donde se dirimía la fortaleza psicológica de cada cual. Mantuvo un duelo que la mayoría debió de considerar soberbio e insolente y que desarmó absolutamente a Íñigo de Zubieta, su más reciente admirador.
El rey debió de quedar tan impresionado que no volvió a dirigirle la palabra, aunque sí la vista. Era mujeriego desaforado, pero tremendamente inseguro. Ante tal fuerza no quería jugársela. Una mujer así podría ser su perdición. Sin embargo, era justo lo que buscaba Zubieta. Así que, a los postres, una fastuosa leche frita con mantecado, cuando el rey la había intentado doblegar con la mirada al menos tres veces y tres veces había caído derrotado, el joven vasco se lanzó al ataque.
—Voy a quedarme por la ciudad unos días. ¿Podríamos vernos?
—Por supuesto, cuando usted quiera.
—¿Mañana?
—Muy bien, mañana —contestó sonriente Marina Hermida.
Llegó la hora más relajada de las copitas, el café para quien lo quisiera, los puros y la última conversación. Pasaron al salón, donde Íñigo de Zubieta no se separó un instante de aquella mujer esplendorosa que acababa de conocer. Nadie podía irse hasta que no lo hiciera el rey. Pero éste no aguantó mucho. Su amabilidad de entrada se fue transformando en una indisimulada impaciencia. Parecía anquilosado por alguna prisa extraña. Se levantó bruscamente y comenzó a despedirse de los invitados. Después se retiró.
La mayoría fue haciéndolo nada más salir el rey. Quedaron unos pocos en palacio, todos hombres. Marina y María Teresa los dejaron allí, todavía enfrascados en disquisiciones políticas que las aburrían mortalmente. Íñigo de Zubieta también se quedó, no sin antes fijar la cita del día siguiente con Marina.
—¿Por la tarde le parece bien?
—Estupendo.
—La recojo a las cinco en su casa y me enseña la ciudad.
—Encantada. Es en el Muelle, el segundo portal según llega de Puerto Chico, en mitad de la manzana. Le espero abajo. Hasta mañana entonces.
—Hasta mañana.
Cuando el palacio quedó despejado de las visitas más incómodas y un puñado de potentados agasajados por el marqués de Viana y Romanones apuraban su última copa en el salón del piano, volvió a aparecer el rey.
—Muy bien, caballeros. ¿Está todo preparado, querido Pepe? —preguntó al marqués de Viana.
—Todo preparado, majestad.
—Adelante, pues. Traigan lo que estén tomando y que alguien tenga la amabilidad de servirme un whisky —dijo el rey.
Salió raudo hacia una habitación contigua que daba directamente a la isla de Mouro. Allí había instalada una pantalla y un proyector de películas.
—¿Empezamos? —preguntó su jefe de camarilla.
—Ya mismo —indicó el rey, acomodado frente a la pantalla, en el mejor sillón de la sala.
Cuando las imágenes en movimiento comenzaron a pasar delante de los ojos de aquellos caballeros, muchos no pudieron reprimir las risas nerviosas y cómplices. Mujeres entradas en carnes se desnudaban y parpadeaban a velocidades de vértigo. Posaban en posturas incitantes y rápidamente complacían a los hombres que entraban por la puerta en todo tipo de posiciones y posturas.
—¿A que vuestras mujeres son incapaces de hacer esas cosas? —preguntaba el rey ante las carcajadas generales. Íñigo de Zubieta contemplaba aquella escena infantil sin dejarse llevar por un sentimiento extraño. Había que estar. Eso sí que era el círculo íntimo.
Pasaron una, incluso dos horas. Fue largo y resultaba repetitivo, pero el rey no parecía cansarse. Miraba, reía y se cachondeaba como en la primera parte.
—Válgame Dios, qué garbo —exclamaba a veces, al tiempo que cada uno mostraba su predilección por las actrices que les pasaban delante de los ojos.
Todos cayeron rendidos ante una china zumbona que les pareció el colmo del exotismo con sus acrobacias atléticas encima de varios hombres.
—Menuda maña, la china.
—¡Vive Dios!
Acabó la sesión. Los invitados se fueron poco a poco y bien contentos después de despedir al rey. A él se le notaba algo impaciente, así que nadie se demoró mucho en la retirada. El resto del palacio respiraba un silencio que sólo había sido enturbiado por las carcajadas y las voces de la reunión. Los sirvientes, mientras, aguardaban cualquier necesidad sin poder acostarse. Entre ellos Toñina y otras tantas doncellas esperaban la orden de retirarse con cierta tensión en el rostro.
A eso de las tres de la madrugada, uno de los mayordomos bajó a la cocina y dijo:
—Antonia, acompáñame, por favor. Los demás pueden ir a acostarse.
Sus compañeras la miraron como quien parte a una trinchera al tiempo que se relajaban de golpe. Toñina sabía para qué había sido llamada. Subió las escaleras con parsimonia, trasladando su cabeza a las obligaciones que debía atender la mañana siguiente para no enfrentarse a lo que le esperaba de inmediato. Entró sola en el gabinete real. Allí la aguardaba él, sentado cómodamente sobre una nada suntuosa chaise longue, en pijama. Nada más entrar, el monarca sonrió.
—Mi encantadora Antonia, ¿a qué esperas para desnudarte?
La muchacha fue quitándose los delantales y después el resto del uniforme. Depósito la cofia en una mesa próxima y se acercó. No tardó mucho en complacer el primer deseo del rey.
—Ahora dame un beso —dijo el monarca con ese gracioso trabalenguas que a veces proporciona el licor.
Antonia atendía todas las peticiones en silencio. Le besó en la frente y después en los labios. El monarca fue indicándole otras partes del cuerpo hasta que lentamente la condujo hacia su sexo. Parecía tranquilo. Ella se mostraba más relajada que de costumbre. Le había desaparecido a esas alturas aquella insoportable tensión del principio, cuando perdió la virginidad en esa misma habitación durante otra de las ausencias de la reina. No sabe todavía cómo pudo fingir esa noche una dulzura antinatural que sin embargo sedujo al rey. Aquel verano, el hombre le aplicó un curso acelerado de depravación al que ella respondió con una pasividad de la que se las arreglaba para extraer algún signo ficticio de agradecimiento. Durante más de un mes fue la favorita del harén. Sus gozos, sus orgasmos dentro de ella no podían compararse con el resto de las que probó a lo largo de todo el verano. Las súbditas de esa ciudad encantadora le resultaban frías y bruscas; valían más para amas de cría que para el putiferio. Salvo Toñina, a la que fue tomando un frío pero sincero afecto.
—Hoy por atrás, Antonia. Date la vuelta —le indicó.
Ella prefería aquella postura. Así no tenía que disimular la cara de asco que le producía el roce del pene regio sobre la piel fina aunque ya nada exclusiva de su cuerpo. En ninguno de aquellos encuentros secretos y realmente desagradables experimentó esa sensación que muchos pudieran equiparar con el placer. Más bien era un suplicio. De lo otro, no hubo rastro. No supo lo que suponía. O quizás sí. Quizás se pareciera al grito apenas perceptible que soltaba aquel hombre cuando se deshacía en un líquido maloliente dentro de ella: en su vagina, contra su delicado ano, sobre sus pechos melosos, en su boca. Era exactamente igual al de los demás miembros de su especie, sin diferencia. El líquido de un animal en celo constante pero con prebendas.
Aquella noche lo hizo rápidamente, una y otra vez. Entre compulsión y compulsión, dormía. Pero ella no podía retirarse hasta que él se lo indicara. Una, dos, tres veces quedaba dormido mientras ella debía repasarle con caricias la espalda. En un momento raro, difuso, después de hacerle descargar tras una de aquellas arrebatidas, Toñina se armó de valor y le dijo:
—Majestad, debo advertirle algo.
—Tú dirás, cariño.
—He notado dos faltas y algún mareo.
El rey despertó de golpe y torció el gesto. No es que se sorprendiera de la noticia. Ya le había pasado unas cuantas veces. Pero nunca se lo habían dicho así, directamente. Menos una sirvienta ocasional; menos, una niñata de tres al cuarto como aquélla. Ni siquiera la ristra de artistas con las que se había acostado habían resultado tan descaradas.
—Vaya por Dios. ¿Estás segura? —preguntó.
—Muy segura —respondió Toñina.
—Bien. ¡Mira que todas sois iguales! ¿No podrías haber puesto un poco más de cuidado, niña? En fin, habla mañana con Viana. Ya sabes que no puedes volver por aquí…
—Como usted diga, señor.
—Una pena, hombre. Una pena. Te había cogido aprecio. Puedes retirarte ya.
Toñina recogió sus ropas y salió de la habitación con la debida reverencia.
—Buenas noches, majestad —dijo sin obtener una última respuesta.
Y cerró la puerta.
Un penetrante viento nordeste helaba las caras y los huesos de los paseantes aquella tarde de otoño prematuro. Cortaba las mejillas de las señoras, endurecía los rostros sin afeitar de los marineros, se colaba entre los delantales de las pescadoras que zurcían redes en Puerto Chico y machacaba con una premonición extraña los cogotes de los ancianos. Nadie esperaba que se torcieran los tiempos más de lo acostumbrado. Todo continuaba igual en el ritmo difícilmente alterable de la ciudad, entregado ahora a la repentina rutina que trajo de golpe el fin brusco de los calores.
Entraban los barcos al puerto, con las sirenas flojas, el vapor perezoso y el metal desconchado. Llegaban muchos del norte para cargar metal y carbón a buen precio. Algunos de África, con gentes que abandonaban los protectorados ya dejados de la mano de Dios tras la inútil guerra con Marruecos y salían con lo puesto. Pero también seguían entrando de Méjico y Cuba, con noticias de parientes y saludos tranquilizadores por parte de hijos y sobrinos allá perdidos. El puerto se había convertido en una especie de desembarcadero para todas las derrotas: las recientes y las que estaban todavía por venir.
Los estorninos saludaban la entrada de los buques que atracaban a media tarde. Aquellos pájaros revoltosos y alterados se reunían en las copas de los árboles cercanos a la estatua de Velarde para iniciar su puntual desbandada. Volverían. Todos en algún momento regresan: las aves y los hombres. Añoran aquel útero formado por el mar y vertebrado por las montañas. La bahía, la fuerza hipnótica de la bahía les devuelve a su seno, con el poder de una mantis religiosa que hace olvidar los traumas, los inconvenientes, los desdoros y el hartazgo.
El viento azotaba las puertas, las ventanas y las ramas de los plátanos. La ciudad sucumbía a los persistentes meneos de las corrientes. Al doblar la esquina, el nordeste hacía volar los sombreros y violaba a traición los tejidos de entretiempo. También solía evaporar de golpe el sudor de los niños que se retiraban a casa para cenar después de haber perseguido demasiadas veces la desbocada velocidad sin rumbo fijo de sus balones. No eran pocos los que a lo tonto cogían de esa forma una pulmonía. Pero cualquier excusa servía para emular a la delantera del Racing, a ese Óscar que acabó en la selección, o a defensas como Santiuste y Naveda, tan obedientes ante las tácticas de Mr. O’Connell.