Ahogada en llamas (22 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

La madame, a la que Solana había conocido ejerciendo de muy joven, les recibió encantadora, con su cigarrito liado en la mano, el generoso escote rebosante, un brazo largo posado rígidamente sobre el costado y el otro, en ele, sujetando el oloroso tabaco en su boca. La Claudia sonrió sinceramente al verles y les invitó a una copita. Solana aceptó. Pidió un orujo fuerte, de los que bajaban a veces a la plaza desde Liébana. Rafael tomaría lo mismo.

Las chicas aguardaban quejumbrosas, alguna con la piel un tanto húmeda por el sudor que producía la quietud de la noche, otras apáticas ante la falta de clientela. O quizás perdidas en el propio abismo de su tristeza, sin esperar nada más que otra noche eterna en la que soportar babas e impertinencias hasta que apareciera un caballero que las rescatara de aquello, un hombre hecho y derecho que cumpliera de verdad las promesas que casi siempre quedaban en el aire.

No iba a ser aquella noche. Tampoco la liberación vendría de la mano de esos dos artistas hambrientos de sexo o inspiración a partes iguales. Solana no quiso quedarse con ninguna de las jóvenes meritorias. Le propuso directamente a la Claudia ganarse unos duros y recordar viejos tiempos. Aunque ella ya se había retirado de la acción, no le hizo ascos a su propuesta. Seguía sintiendo cariño por aquel ser de otro mundo, atormentado, incluso violento cuando llevaba mal vino, atosigado por turbulencias extrañas que sólo ella era capaz de apaciguar. Accedió a cambio de que Rafael entrara con alguna de las chicas. El negocio era el negocio. El pequeño de los Martín se mostraba remolón, pero Solana insistió:

—Muchacho: pago yo.

A Rafael, entonces, no le quedó más remedio que echarse en brazos de la bella Paquita. Era la joya más tierna del burdel, apenas, quién sabe, catorce, quince, dieciséis años: los que ella se había olvidado de contar. Nunca fue consciente del día negro en que su madre la expulsó con rabia y envuelta en una placenta a este vertedero. Debió de ser en un lugar muy similar al que ahora le daba para ganarse la vida. Fue un descuido de su progenitora, un mal desvío, algo no deseado. Así que ella tan sólo le regaló un destino idéntico al suyo. La misma rueda, la misma maldición. Un camino de esclava a la intemperie entre las rejas de la pobreza de donde sólo podría salir con su cuerpo protuberante, con sus pechos de miel y sus nalgas enrojecidas por el roce de las pieles ásperas que a menudo lamían sus secretos entre la mugre.

Solana se retiró con la Claudia a su habitación. Rafael y la bella Paquita entraron en su guarida recargada de papeles pintados, lamparitas doradas y colchas bordadas con ganchillo. El muchacho, medio dormido, apenas lograba espabilarse ante la tímida pero decidida capacidad de encanto de la chica.

Ella le dijo:

—¿Para qué me quieres?

Él respondió:

—Para soñar…

Y recostado, perdido entre las delicadas caricias que le regaló la bella Paquita, un poco antes de que la niña comenzara a quitarle su ropa cuidadosamente y a besarle sin los esfuerzos que le requerían otros clientes, Rafael Martín se durmió.

CUATRO

Era imprescindible resguardar el pescado de los calores. Si no quedaba bien metido en hielo, en esas cajas de madera dorada por un líquido que brotaba permanente y resultaba vistoso, se echaba a perder. Las más esmeradas en no dejar que aquel ambiente lo pudriera y lo convirtiera en desecho para los gatos eran la Chata y la Paulita, auténticas reinas del vibrante y bullicioso mercado de las Atarazanas.

Por algo más que su gracia marinera y su descaro natural las habían elegido aquellos caballeros remilgados que se encargaban de las provisiones de palacio. La calidad, la garantía eran importantes para agradar en la corte veraniega de la ciudad. Pero de todo eso, la Chata no sacaba mucho. Si tenías la suerte de que te señalaran con el dedo para alimentar al rey, debías mostrarte generoso. Por una buena merluza, un rape de aquí te espero o un imponente surtido de salmonetes de roca había que regalar algún centollo o, si se terciaban, sus percebes, sus almejas. Si querían langosta, pues dar por la cara una de cada tres o cuatro que encargaran. Tener un detalle.

Al rey, en concreto, le volvía loco el marisco. ¿Llegaría a sus oídos el recado de lo espléndidas que aquellas mujeres se mostraban con él? Si no lo hacían esos súbditos altivos y estirados que se pasaban por la plaza a diario ya se encargaría la Paulita de dejárselo claro. Le asaltaría cualquier día en plena comitiva y le preguntaría de buenas a primeras:

—¿Te gustaron aquellas cigalucas que te mandamos por la Virgen, hijo mío?

La ventaja era lo que entraba alrededor del cartel. Con esa etiqueta de proveedoras de palacio, la Chata y la Paulita aseguraban el negocio todo el año. No existía casa de alcurnia, ni ninguna de esas nuevas aspirantes a señoronas que habían prosperado en los últimos años a base de los comercios y los negocios levantados con la esplendorosa mina del puerto y el buen tino del banco que no comprara en su puesto a lo largo del año. De ahí era de donde la Chata sacaba provecho. No en vano por eso también la conocían como la Alcaldesa de la plaza.

Aquella mujer oronda, de carácter y mando en todo su entorno, temida y envidiada por las pescaderas que le bailaban el agua, tenía buen ojo para no subirse a la parra con los precios. Con Paulita atendiendo, además, el negocio marchaba como no se podía creer después de haberse instalado en el nuevo puesto de las Atarazanas. Chaparrilla, marcada por unos coloretes en rama que le brotaban de los papos, Paulita era dueña de un encanto circular. Gastaba un garbo asombroso y buena maña para los piropos justos a las clientas, más fieles a esta mujer que a la propia Chata.

—¡Qué guapa vas, hija mía! ¿Qué te has hecho en esos pelos? —le soltaba a alguna compradora bien arreglada—. Los niñucos, bien, ¿no cariño? Mira qué ojitos frescos nos han entrau esta mañana. Éstos los metes bien en aceite caliente y se van a rechupetear hasta con las espinas, ya lo verás, hija mía. Llévate tres o cuatro.

Cada mañana, nada más recibir el género de la lonja, con el segundo madrugón, la rubia Raquel se pasaba por el puesto a echar una mano a cambio de unas perras. Aquella muchacha dorada de los pómulos salidos albergaba una exótica belleza en su silencio y en su rostro triangular. Ni el delantal con escamas, ni las camisas ligeramente estampadas en sangre y vísceras del mar la desposeían de su encanto callado.

La rubia Raquel precisamente se encargaba de preparar las cajas de lo que pidieran en palacio. La Chata lo supervisaba. Por mero trámite, con el tiempo. Al principio tuvo que esmerarse más en enseñarla. Pero la muchacha aprendió rápido. Le cogió el truco a la cosa en un pispás. En nada podría probar a atender al público. Limpiaba el pescado delicadamente y al detalle. Se notaba que ponía empeño en salir del arroyo y los muelles, de donde la rescataron a partes iguales la Chata y el padre Martín.

Cuando la rubia Raquel dejaba a media mañana sus labores en el puesto del mercado se llegaba hasta la parroquia de Tetuán. Allí vivía Diego Martín, encomendado a esos pobres despojos de la mar que tuvo al borde de su portal desde la infancia y adolescencia. La rubia Raquel, con ese remango silencioso y sonriente, mostraba agradecimiento eterno a su rescatador limpiando casi a diario su chamizo, pegado a la sacristía. Lo hacía discretamente, para no dar lugar a malas habladurías, a cambio de algún plato y buenos trapos usados, vestidos pasados de moda que el cura recogía en casa de su padre para repartir entre los feligreses. No era nada raro verla con la ropa de Marina Hermida Revuelta, paseándose como una princesa de segunda mano por todo el barrio marinero. A muchos se les caía la baba y después las manos al poco rato de verla. Pero la rubia Raquel no atendía pretendientes y mucho menos piropos y miradas salidas de tono. Nada que viniera de aquel barrio pestilente y mal encarado, de aquel barrio sumido en la sarna, los piojos y a merced de las ratas. Nada de aquel ejército de marineros y pescadores sin más vistas en el futuro que el cargamento del día para gastárselo en la taberna.

De entre todo el plantel de constantes conquistadores, a la rubia Raquel nadie lograba hacerle tilín. Sólo prestaba atención a las necesidades del padre Martín, aquel hombre que cuando todavía era una niña la libró de un buen puñado de pulmonías cuando la dejaba dormir en los bancos de la parroquia con algunos otros más. Allí quedaban a resguardo de la humedad y del viento. A salvo también de las intenciones torcidas de cualquier bestia recién salida de las tascas que cargara en el mismo aliento del alcohol sus propias frustraciones a merced de quién sabe qué impulsos.

En el momento en que la rubia Raquel terminó de ordenar el pedido de palacio, el carromato que lo transportaba arrancó mecánicamente. Lo conducía sudando a chorros en mitad de la mañana calurosa el Cacahuesero. A veces, cuando la Chata se lo pedía, tenía que dejar su puesto de frutos secos y porquerías para ponerse en esas cosas. Ese día llevaba a resguardo de todo riesgo, protegidas por su buena cama de hielo, una suculenta partida de lubinas de cinco y seis kilos para agasajar a los compromisos. Al pasar por el muelle, el cargamento llamó la atención de Diego Martín. El hombre quedó atrapado desde el mirador por el destello de plata que despedían los lomos de aquellos peces portentosos.

No era un día normal. Comería con todos sus hijos. Hacía tiempo que no coincidían en la mesa juntos y quiso celebrarlo. El guiño de las lubinas le produjo un sincio saludable, así que encargó a Serafina que bien ella o Puerto se acercaran a la plaza para comprar un par de piezas. Generosas. A esa hora se levantaba Rafael, algo perezoso. Su padre le contó el plan, pero a duras penas logró espabilarle de la resaca.

—Hoy comemos todos aquí. He encargado unas buenas lubinas.

—No está mal —aseguró Rafael.

Diego Martín quiso indagar en las salidas de su hijo. No temía nada; le presumía gran juicio. Era una mezcla de curiosidad, envidia sana y algún deseo de revivir sus días algo locos de juventud, cuando estudiaba derecho en Oviedo, lo que le movía a enterarse de sus correrías.

—¿Dónde anduviste anoche?

—Por ahí —contestó Rafael, concentrado en que aquel tazón de café le devolviera de golpe a la vida. Tenía la mirada perdida y apenas prestaba atención a los intereses de su padre. Por su cabeza atravesaba una nebulosa en la que distinguía una copa detrás de otra y un brusco despertar en el lecho de la bella Paquita. Sólo sabe que la tapó y la dejó allí, recostada, a salvo de su frágil intemperie.

—¿Por ahí con quién? —insistía en preguntar Diego Martín, alejado de un tono inquisitorial, enfrascado en un papel de compadreo que no interpretaba mal. De hecho, fue así como logró romper las razonables reservas de su hijo.

—Con Solana y otros amigos. Lo pasamos bien.

—Hombre, supongo. Llegaríais a las tantas, me imagino.

—Sobre las…

—No, no. No me lo digas, no lo quiero saber. Quién pudiera…

—Te aseguro que me hubiese encantado volver antes y un poco menos cargado. No tengo ni ganas de pintar.

—Pues no pintes hoy. Tómate un descanso —le invitó su padre.

—El artista que descansa no es artista —respondió Rafael.

La frase tranquilizó bastante a Diego Martín. Sobre todo la falta de impostura con la que salió de su boca: le brotó, no la pensó un segundo y eso le hizo confiar en que la voluntad de su hijo lo llevaría hacia algún lugar grande. El viejo Martín quiso saber más. Le atraían los planteamientos de su hijo. Se identificaba con esa juventud de espíritu. Como él, creía no ser nada propenso a las derrotas fáciles y se mostraba rebelde ante los achaques de su ya bien estrenada madurez. Aunque la edad le delatara con sus canas peinadas y sus dolores de espalda persistentes. Siguió indagando.

—Y cuando salís los artistas por ahí, de parranda, ¿de qué habláis?

—De todo un poco. De los lugares donde ha estado cada uno, de trabajo, de marchantes, de coleccionistas estrambóticos, de otros artistas a los que nos gusta copiar con descaro…

—Vaya. Tú, ¿a quién copias?

—Pues pese a que he vivido una temporada en Francia, prefiero los movimientos que vienen de Alemania. Uno en concreto: expresionismo, lo llaman. Y otra panda que han dado en nombrar El jinete azul, algo que en el equivalente francés puede parecerse a Tolouse-Lautrec, a quien conocerás mejor. También por hablar de lo que me ha servido París. Me inspiran mucho para mis retratos y para las caricaturas. Pero yo trato de iluminarlo todo con más color, con mucho más color, como hace otro pintor que me encanta. Matisse, se llama. Busco una especie de deformidad luminosa y no tétrica, como la que practica Solana.

—Lo vas consiguiendo, por lo que he visto en esos cuadros que has traído. No están mal, hijo. Me dicen algo, incluso hasta al anticuado de tu padre le dicen algo.

—Tú podrás ser de todo, pero anticuado, no. Estás muy al día. Al menos preguntas.

—Aquí cuesta ponerse al día. Pero hay que mantener la curiosidad. Si no, esta ciudad nos come. Por cierto, de Solana se dicen barbaridades por ahí.

—La gente habla sin saber. Es un buen tipo. Raro, pero buen tipo.

—Si es amigo tuyo, no lo dudo. ¿Y de qué más habláis?

—Pues de política, de conquistas. De mujeres…

—¡Qué bribón!

Diego Martín quedó contento. Rafael era el niño de sus ojos. Con aquello venía a demostrarle que los errores pasados propios de chiquillo habían quedado atrás. Se confundía. Pero estaba tranquilo. No hay jarabe mejor que vivir en la ignorancia.

Rafael se había levantado más cerca de la hora de la comida que de la del desayuno, pero a su padre no le importó el detalle. Ni encontrarle ahí, en bata, con ojeras hasta las rodillas, voz de cazalla y un evidente dolor de cabeza. Lo bueno era tenerle en casa.

Enrique llegó mientras ambos soltaban una estruendosa carcajada al unísono. Cuando entró en el salón, el segundo de los Martín quedó algo sorprendido por el ambiente.

—¿Interrumpo algo? —preguntó.

—Nada, hijo, nada. Siéntate aquí, con tu hermano y conmigo. Mira cómo se ha levantado: hecho un asco, todo resacoso —comentó el padre, alejado de la conveniente disciplina que se le suponía a un estricto cabeza de familia en aquella ciudad de rígidas costumbres y marcadas apariencias.

Enrique, en su autoinfligida seriedad, apenas lograba entender esa actitud. La situación de Rafael era, cuando menos, preocupante. Su futuro, difuso. Más pronto que tarde debía salir de aquella demasiado larga estancia en la bohemia y buscarse un trabajo serio, aunque fuera algo fijo y de subsistencia en un periódico, por ejemplo. Ofertas no le faltaban; lo que no tenía eran ganas. Demasiados pájaros en la cabeza que le nublaban el entendimiento con el sueño de vivir del arte. Eso es imposible, todo el mundo lo sabe. Ha sido así siempre. La pintura no es más que una máquina de frustración, una locomotora del fracaso. Resultaba incomprensible a su concepción medida, formal, funcionarial y obsesionada por la seguridad aquella vida a expensas de lo que venga. Y aún más que su padre no lo metiera en vereda. Y mucho peor que le riera las gracias, que disfrutara de su desastrosa existencia condescendiente, absolutamente cómplice. Alguien tendría que decírselo. Quizás fuera él, pero no en ese momento.

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