Ahogada en llamas (34 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Llegó al banco y no tuvo que esperar. Enrique pudo atenderle inmediatamente.

—¿Qué pasa, Diego? —le preguntó.

Llegaba un tanto sofocado. Necesitó sentarse y respirar hondo. El encuentro con Arcilla le había impactado hasta el punto de producirle mareos y náuseas.

—¿Puedes darme un vaso de agua?

—Claro. Espera un momento, ahora mando que te la traigan. Tranquilo, hombre.

Diego absorbía el aire y cerraba los ojos. Resoplaba y apretaba los labios. Necesitaba ahuyentar los nervios para hablar claramente con su hermano.

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?

—Ya me he calmado. No hay problema. No te preocupes. Enrique… A ver cómo te lo digo.

—¿Qué?

—Voy a necesitar tu ayuda y, por Dios, que nadie sepa de esto que te voy a contar.

Diego le planteó con franqueza su situación a su hermano y éste no le hizo reproches. Sencillamente se mostró práctico. Era justo lo que el cura necesitaba.

—Para eso te van a hacer falta algo más de 2.000 duros. Unos 2.500. ¿Será suficiente?

—Espero.

—Bien. Mañana los tendrás. No hay problema. No te angusties más. Lo importante es que no trascienda el asunto, que acaben las habladurías. No te creas, que algo me había llegado, pero no sabía cómo planteártelo. Así va a ser mejor para todos. Cortar de raíz el problema es lo más conveniente. Imagínate que se entera padre, o Carmen. Te brearían.

—Sí, tienes razón —respondía Diego.

Para él resultaba una situación incómoda. Hasta ese momento, desde que eran niños, la autoridad moral entre los hermanos estaba claro a quién pertenecía. Pero esa mañana sentía que la había perdido de golpe. Se había producido un relevo. Ellos dos lo sabían y era suficiente. El secreto sellaba aquel cambio de papeles entre los dos para siempre.

—Lo mejor es darle el dinero y olvidarse. No te preocupes. Por ahora, para estas cosas, nos sobra. Hoy nos vamos a comer a casa de padre y nos olvidamos. Creo que Serafina iba a hacer cocido.

—Antes debo ir a la parroquia un momento. Pero me acercaré a comer, díselo.

Por la casa paterna no andaban tampoco las cosas tranquilas. Otros secretos, otros pecados inconfesables se encerraban en las habitaciones como baúles rebosantes de ropajes viejos a los que era necesario dar salida. Uno tenía atormentado al más joven de la casa. Manolín sentía una cada vez más aterradora atracción hacia los hombres. Rafael le volvía loco, hasta el punto de que cuando sentía que el señorito iba al baño se colaba en el trastero de al lado para espiarle discretamente desde un estrecho ventanuco. Allí, alzado encima de un taburete, no perdía detalle. Desde que se bajaba los pantalones hasta que se los subía. La baza quedaba casi enfrente y muchas veces pudo verle con los atributos fuera. Aquello le hacía contener la respiración al tiempo que su cabeza le explotaba con una imagen tan obsesiva como descomunal.

No fallaba el día en que, después de verle, se revolviera por dentro y al llegar la noche le sorprendía esa mancha viscosa salida del cuerpo misteriosamente y a presión después de que su sexo pareciera reventar. Desde que Rafael había vuelto lo sentía una y otra vez, de una forma mucho más clara y alarmante que cuando subía el mozo de la panadería con las barras cada mañana.

Aquello no podía ser normal y no debía esperar a dejarse llevar por el instinto torcido de su propia maldición. Pensó seriamente en hablar con Diego y pedirle el ingreso en el seminario. Allí, con toda seguridad y con la ayuda de Dios, lograría vencer esa inclinación contraria a la naturaleza y las leyes de los hombres que le corroía hasta arrancarle el alma a tiras. Su madre lo entendería, Serafina también. Don Diego se llevaría un disgusto, sin duda, pero era la decisión correcta. Esa misma mañana, sin tardar y antes de que se sentara a comer, se lo plantearía al primogénito.

Pero lo de Manolín no era nada comparado con las cosas que le quitaban el sueño al patriarca en esos días. Desde que había regresado Rafael, notó que la distancia entre él y sus hermanos parecía insalvable. Quizás menor con Diego, que se mostraba con la cabeza en otros asuntos. Pero con respecto a Enrique sentía un recelo y un odio creciente que no se le ocurría cómo atajar.

Sabía que los tres habían entrado en una edad peligrosa: la de la madurez. Ésa en la que todas las certezas se van desmoronando. La edad de los desencantos, los vaivenes y las inseguridades. La edad de las frustraciones y los arrepentimientos, de los hartazgos y los deseos de venganza. La edad en la que todos nos sentimos más niños y más vulnerables. En la que no hay marcha atrás y apenas quedan metros adelante para cambiar nada, para variar nada, para virar hacia ningún lado. La edad de las cargas y los desvelos. De los naufragios y los alejamientos.

Así que cuando supo que aquel día los tres se sentarían a la mesa, se alegró. No provocaría discusiones estériles. Harían planes conjuntos al calor del cocido montañés que les había preparado esa mañana Serafina para comer. Plato único. Con su berza, sus alubias blancas, el tocino, el chorizo y la morcilla. Todo bien reposado, un puro guiso de hermandad al que había que unir la ausencia de Carmen Revuelta. Había tenido que acudir a una llamada un tanto extraña de Marina. En fin, más problemas encima de la mesa. Se lo olía. Aquel matrimonio estaba llamado al fracaso.

Fue la primera pregunta que hizo Rafael al sentarse.

—¿Y Carmen?

—En Bilbao. Marina llamó ayer y estuvieron un buen rato hablando. Se quedará algunos días con ella.

—¿Pasa algo? —preguntó el hermano menor.

—No sé, no sé. Este Íñigo es demasiado despegado.

—A mí no me digas. Yo ni le conozco —aseguró Rafael.

Éste guardó silencio mientras Enrique y Diego le miraban. Podían adivinar alguna argucia en esa discreción fingida. Aquella historia entre él y Marina siempre quedó dentro de ellos. Latente. Pero no era el asunto que más les llamaba la atención aquel día y eso que Enrique ahora daría una mano porque él y Marina se escaparan al fin del mundo y les dejaran en paz.

—Bueno, bueno. ¿Y esas caras? —preguntó el padre.

—¿Cuáles? —quiso saber Enrique.

—La tuya y la de Diego. Da pena veros.

—Nada. Cansancio, padre. No tienes por qué preocuparte.

—Ya… Por cierto, Diego, ¿de qué hablabas con Manolín?

—Pues ya que me lo preguntas…

—¿Qué ocurre? —inquirió Enrique.

—Me ha dicho que quiere entrar en el seminario.

—¿Cómo? —saltó el patriarca.

—Lo que oyes.

—Alma de Dios. ¡Me cago en sus muertos!

—¡Padre! ¡Haz el favor! ¡Te van a oír!

—Me importa un comino. ¡Manolín!

—No, por favor, no le hagas venir —le suplicó Diego.

—¡¡¡¡Manolín!!!!

—Esto tiene gracia —saltó Rafael.

Manolín llegó apurado. Detrás llevaba a todo el ejército de sus criadoras, alarmadas ante los gritos. El chaval entró, un tanto aturdido.

—¿Qué es eso de que quieres hacerte cura, niño?

—Es mi decisión. Creo que podría formarme bien en el seminario.

—Tranquilo, Manuel, deja que me ocupe yo —terció Diego.

—¿Es que no vamos a tener bastante con uno en esta familia del demonio?

—Padre, modérate.

—No me da la gana.

Rafael y Enrique miraban a sus platos y trataban de contener la risa que se les colaba desde dentro.

—¿Lo has pensado bien o te ha enredado este santurrón?

—Es cosa mía. Con él jamás había hablado de este asunto.

—¿Es eso cierto? —preguntó Diego Martín a su hijo mayor.

—Completamente.

—Piénsatelo dos veces, hijo, por Dios te lo pido.

—Está muy decidido, don Diego.

El revuelo del comedor no fue nada comparado con lo que ocurría en el pasillo. Toñina se llevó las manos a la cara y salió corriendo a la cocina. Serafina y Puerto fueron detrás.

—¡Mi niño! ¡Mi hijo! ¡Cura! ¡Qué desgracia! ¡Virgen del Carmen, qué desgracia! —sollozaba entrecortadamente Antonia.

—Cosas peores se han visto —trataba de calmarla Serafina.

—Pero no me han pasado a mí —replicaba la madre del mozo.

Aquello era demasiado confuso para todos. Pero ya estaba decidido. Lo mismo que el futuro de la rubia Raquel. La mujer esperaba en casa la respuesta de Diego Martín. Lo había recogido todo y no le quedaba más que una última conversación con el sacerdote. Sobre dinero… Acaso lo menos importante de todo. Porque lo que realmente le preocupaba desde hacía días no era eso sino otra angustia. Más después de aquella reacción cruel que tuvo Diego con ella. Abandonarla por el miedo a las habladurías. Echarla de casa por evitar tropiezos en su ascenso a los altares. Cobarde, mierda de hombre. Por eso no quiso seguir adelante con lo que llevaba dentro: el hijo de aquel individuo miserable. Esperaba que fuera generoso. Lo primero que iba a hacer con sus cuartos estaba muy claro. Iría allí, al fondo del Río de la Pila, donde Casilda, la Hechicera, para cortar por lo sano con aquel castigo de Dios. Debía arrancarse ese fruto podrido de las entrañas. El hijo que nunca debía nacer. De ser así acabaría odiándolo, como una maldición. Le había vencido la rabia.

Con los primeros duros subiría por esas cuestas angostas de alrededor de San Celedonio, donde le habían dicho que aquella mujer se lo sacaría de dentro. Era arriesgado y muchas niñas, infelices, desesperadas, habían caído por el camino. Pero prefería morir antes que llevar esa carga. Prefería desaparecer de este mundo antes que condenar más su vida con un hijo de Diego a cuestas. Había llegado el momento de sentirse libre. De valerse por sí misma. De cortar todos los hilos, incluso los que le ataran por dentro al pasado que desde ese instante, sentada ya en una silla, con la pequeña maleta cerrada al lado, quedó atrás.

INVIERNO
UNO

El silbido agudo de aire que se colaba por las rendijas de las ventanas y los balcones pitaba aquellos días en los oídos y las cabezas con otros rumores. No como siempre, como ese preludio de lluvia y corrientes anteriores a los resfriados, a los catarros o al frío intenso, sino como el anuncio de un temporal más duradero. Un escalofrío mucho más grave, una sacudida que atemorizaba a todos los hijos de la ciudad por igual.

Lejos quedaban los añorados días de esplendor, de fiesta, casino, helados, deportes al aire libre y baños de ola. Los días de comercio floreciente con telas, ropas, joyas y adornos de importación, las entradas constantes de barcos en las dársenas. Las tardes de títeres, teatros de postín o variedades, cine con galanes en la sala Narbón, fiestas con barracas en las Alamedas, fútbol embarrado y bronco o romerías.

Apenas lucían velas blancas en la bahía, ni esas sonrisas despreocupadas de los paseantes por el muelle, tan habituales en otras épocas. Los gestos de autocomplacencia se habían convertido en muecas angustiadas, por no hablar de muestras de incertidumbre y desconfianza hacia el vecino. Costaba ver jugar a los chavales en las plazas y entrar a husmear en las tertulias de los ancianos, aunque sólo fuera para hablar del tiempo, si no eras de los de siempre. La lógica había quedado descuartizada, lo mismo que el sosiego, la razón y el compadreo.

Había estallado la guerra.

Fue en verano. Pero aquellas noticias lo helaron todo. Los sueños quedaron en suspenso. A los ideales de muchos les sustituyeron la lógica militar y el estado de excepción. El discurso de la defensa. Todo estaba en juego. Para unos, el futuro. Para otros, el orden. La ciudad resistía oficialmente a quienes se habían levantado en armas el 18 de julio, pero la calle dudaba. De su autoridad, de su fuerza para imponer una legitimidad cuestionada en muchos ámbitos afines a la rebelión militar. Los mayores temblaban por dentro, los niños no conseguían tranquilizarse por el disimulo forzado de sus protectores. Se respiraba demasiado odio acumulado, demasiada inquina creciente y enquistada difícil de controlar.

La necesidad era lo único que en cierta medida convertía la atmósfera en algo por momentos respirable. Cuando cada cual buscaba su pan, se dejaba de agravios. En el puerto se comprobaba bien el percal. Un ejército de raqueros desarrapados y chavalines en los huesos disputaban las migajas y los restos de basura de los pocos barcos que entraban. Si no conseguían nada que echarse a la boca, Pombito II, digno heredero del auténtico Pombito, regalaba lo que le había caído encima.

Prefería alimentarse de líquido; de lo sólido podía pasar. No era hijo, ni pariente del primero: sólo descendiente en planta desgarbada, desgracias y filosofía vital. De ahí que heredara con toda justicia el apodo y ese palacio de cartones con catre y mantas agujereadas que le dejó en las escolleras. Con el tiempo había acabado tan desgañitado y entumecido por la vida como el primero, el famoso Ángel Calero, rey de las machinas.

Angelín se llamaba también Pombito II. Hasta en eso quiso la casualidad que se hermanaran. Como aquél, gozó pronto de salvoconducto para husmear en las cocinas y los ranchos, pero jamás metió mano donde no le dieran cuartel. Como bien decían las gentes que les conocieron a ambos: «Eran estatuas de honradez, cubiertas de harapos.» Por aquello de que nunca se sabía cómo podían venir dadas, Pombito I inculcó al II una enseñanza bien útil: que su mayor capital había sido la limpieza de alma. «Hazte de fiar y no te faltará nunca de nada», le aconsejó. Su fama de buena pieza fue tal que jamás pasó un día asomo de lo que pudiera conocerse por hambre.

Eso que, por aquellos tiempos, el mando de la ciudad había impuesto el racionamiento. Los mercados negros se dispararon con lo que algunos paisanos de la provincia conseguían introducir a cambio de sobornos en los controles: alubias, leche, verduras, hortalizas, carne, embutidos. Todos los productos que en meses anteriores corrían como el maná se habían convertido en lujo.

Cosas que siempre sobraron y ahora comenzaban a faltar en casa de los Martín. La Nochebuena fue todo un ejemplo de escasez salvada por un suspiro. Como Serafina ya no estaba para nada porque una embolia la había dejado postrada en una silla como un vegetal al cuidado de Toñina y de la familia, nadie se preocupaba de salir a la calle a buscar chollos. Tampoco Puerto hubiese dado mucho de sí en ese aspecto. Cuando estalló la guerra, marchó para Santoña. Tenía pensado regresar cuando todo anduviera más calmado. Si no hubiese aparecido el cuñado de Toñina, que consiguió pasarles un pavo al que engordaron con algo de orujo, aquello se habría convertido en un funeral con sopa de fideos sin sustancia, alguna verdura para ir tirando y unas torrijas. El pan duro, unos huevos y un cacillo de leche donde remojarlo parecía lo menos complicado de conseguir. Pero iba a ser lo único que endulzara la noche. Ni turrones, ni mazapán, ni mariscos, ni merluza fresca, ni champán, como en otras épocas.

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