Ahogada en llamas (10 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

—Muchas veces me da la impresión de que sé yo mejor que tú lo que conviene a mis hermanos.

—Pues quítate eso de la cabeza, andan mucho mejor de lo que crees o de lo que a ti te gusta creer.

—¿Ah, sí? ¿Quién se ocupa de que recen cada noche? ¿Quién les lleva a misa por lo menos dos o tres veces por semana? ¿Tú o tu viuda alegre?

Don Diego suspiraba, tragaba aire y trataba de despejar las afrentas.

—Ya van siendo mayores para guardar sus propias obligaciones sin que los demás tengamos que llevarles a ningún sitio de la oreja. Tampoco yo pienso ocuparme, menos inculcarles ese fervor que a ti te ha arrastrado a la ceguera.

—Me arrastra a entregar mi vida por Dios y por los pobres.

—Por los pobres, claro, por los pobres. Ese idealismo te honra ahora, pero la verdad es que al final, acabarás como todos: comiendo chocolate con picatostes en casa de algún beato forrado y sin herederos para sacarle la herencia. En eso acaban los curas, en recaudar para la Iglesia y cubrirse el riñón. Lee a don Benito, que os pinta la mar de bien en sus novelas. O te recomiendo una lectura más atrevida:
La regenta
, de Clarín. Ahí sí que puedes verte bien retratado dentro de no muchos años.

—Prefiero a Pereda.

—Tú mismo. Pero que sepas que el padre Apolinar es un personaje de cuento de hadas y que no tiene nada que ver con la realidad.

—Me das cada día más pena, padre. Seguiré rezando por ti para que recuperes el juicio.

—Reza, reza y déjame tranquilo. ¿Te quedas a comer?

—No, tengo mucho que hacer.

Si a alguien perturbaba la presencia ocasional pero periódica de Diego era a Marina. En los dos años que la muchacha había convivido en aquella casa tuvo que superar muchas barreras. No era fácil para una niña de trece años entrar en un mundo cerrado de cuatro hombres; bien es cierto que la presencia y la vigilancia de su madre le dieron toda la tranquilidad que los desprecios de Diego quebraban.

Diego Martín Solórzano siempre la trató con cariño. Encontraba en ella la dulzura que no hallaba en sus hijos. Enrique y Rafael la dejaban entrar ocasionalmente en algunos de sus juegos, aunque no a conciencia y sin barreras. Entre ambos padres también existía un pacto secreto: no convenía mezclarlos mucho a los tres para evitar situaciones incómodas. Más con esas edades, en plena explosión de los sentidos, en plena mutación de los cuerpos, de las sensibilidades, de los deseos y los sentimientos. Aquello, a la larga, fue contraproducente, porque cuanto más se reservaba a Marina de la compañía de sus nuevos hermanos, más se acentuaba la curiosidad de ambos por ella, aunque ninguno de los dos lo quisiera admitir. Sí es algo que Diego Martín sospechó y así se lo dijo a Carmen, partidaria de construir una barrera si cabe más fuerte.

—Lo más oportuno, sin duda, es que no alentemos demasiadas intimidades. Están los tres en mala edad. Pero de ahí a que se conviertan unos y otros en extraños dentro de la misma casa va un trecho —exponía Diego Martín.

—No podemos estimular confianzas. Con que se vean a la hora de desayunar, de comer y de cenar, vale. Además tienen muchas tareas entre semana como para andar perdiendo el tiempo en ñoñerías —aducía Carmen Revuelta.

—Tú verás. Pero cuanto más andemos separándoles, si notan directamente que lo hacemos, más ganas les entrarán de buscarse. Es impepinable. A su edad llevan la contraria consciente e inconscientemente. Y eso que bastante suerte tenemos con los tres. Son santos.

—Pues la verdad es que sí. Que todos nuestros problemas sean ésos.

—Y tanto. Más vale que nos tranquilicemos en este sentido. No hay para tanto.

—No hay pero puede haberlo.

—Ya está. Ya salió: vosotras y vuestro sexto sentido. Vuestra guardia permanente, vuestro celo, vuestro vilo. ¡Señor, qué cruz! Me voy a la tertulia.

—Muy bien. Yo me quiero llegar a merendar a casa de mi madre con Marina, que hace lo menos dos días que no sabemos nada de ella.

Marina era una buena moza, con catorce años cumplidos pero más cerca de los quince, aunque en aspecto bien podría aparentar diecisiete o dieciocho; toda una señorita que en otros ámbitos y en otras familias más ansiosas ya contaría con pretendientes. Estudiaba en las monjas, sacaba excelentes notas y mostraba iguales dotes para la música que las que llegó a desarrollar en su última niñez para jugar a los piratas. Pudo practicar a gusto, con todas sus dotes de buena actriz, el papel de ser la niña raptada por los salvajes nada más trasladarse al nuevo hogar. Lo suficiente para crear una complicidad con Enrique y Rafael, que ya entonces comenzaron a competir por sus gracias antes de que se enfrentaran al calculado alejamiento que llegó después.

El pequeño de los hermanos llevaba todas las de ganar en ese ámbito. Enrique no pasaba de ser un jovenzuelo soso y previsible mientras que Rafael, un día sí y otro también, daba rienda suelta a su extroversión artística y la regalaba un buen dibujo de un barco, un jardín o una vista de la bahía con una frase tentadora y sugerente. Algo que la invitara a soñar y le dejara a él hacerse ilusiones.

«Algún día nos echaremos a la mar», se leía en la última acuarela que le dejó escondida en el cajón de su mesita de noche.

—¿Qué es eso de que algún día vamos a echarnos a la mar? —le preguntó Marina al artista en ciernes.

—Pues eso. Ya sabes que yo te hablo mejor por escrito y pintándote. Eso es exactamente eso, que un día nos vamos a echar a la mar, si tú me dejas, claro.

—¿Para las Indias o hacia Levante? —quiso saber su hermanastra, probablemente con la intención de alentar en él un chispazo poético.

—A donde tú prefieras… Con tal de escapar.

—No lo verán bien. Nadie lo verá bien y mucho menos nuestros padres —advertía Marina.

Rafael se quedaba entonces en silencio, un silencio algo frustrante que le hacía entrar en un océano de dudas. Dudas sobre lo que realmente sentía ella. Porque no le cabían interrogantes sobre lo que pensaba, pero sí de lo que sentía. Pensar, lógicamente debía pensar que aquellos impulsos suyos eran toda una locura, un sueño imposible. Pero sentir… ¿Sentía ella aquel mismo empuje, el mismo deseo de escaparse con él, el mismo arrebato, la misma disposición a romper lazos, ese arrojo que llevaría sin remedio al disgusto para sus padres y a la rabia y la ira divina de su hermano mayor? ¿Sentía ella ese remoloneo y esa coquetería con el escándalo que aquello supondría? ¿Le daban igual los celos que sin duda prenderían en Enrique, quien con toda seguridad la quería igual, aunque no para escapar sino para enclaustrarla en una vida aburrida de señora prematura en aquella ciudad previsible, propensa a los destinos ya sellados, a la seguridad de un futuro a resguardo y plagado de misas y comercio, de horarios fijos y paseo por el muelle prescrito a diario?

Cuanto más duraba el silencio balbuceante de Rafael, más disfrutaba Marina con aquella pequeña tortura. Tenía que ser ella siempre la que acabara sacándole del atolladero. La que le tranquilizara con una salida a punto.

—Cuando nos echemos al mar, yo prefiero tirar a Poniente…

Rafael, simplemente, sonreía aliviado. No tardó mucho Marina en elegir a su favorito. A los pocos días de instalarse en su nueva casa comprendió cuál era su alma gemela. Rafael conectaba con esa alegría que a menudo sentía ella, sin darse cuenta, por las cosas sencillas de la vida. A veces se quedaban embobados contemplando un atardecer en la bahía, con la silueta de la cordillera, sin casi dirigirse la palabra. Entendían también la belleza de las tormentas detrás del mirador, la tristeza plúmbea de los chirimiris y la alegría de la calle. No le hacían ascos a la ruleta del barquillero que vendía ambulante por el muelle, a la entrada de un barco. Marina cada vez más admiraba los dibujos y las pinturas que el pequeño de los Martín comenzaba a crear obsesivamente encerrado en su habitación o abajo, junto al puerto, al aire y al natural.

Pero tampoco era cuestión de romper equilibrios que no la favorecieran. Por eso sabía cómo contentar con una sonrisa o algún afecto a Enrique. El segundo de la familia no le interesaba lo más mínimo. Le aburría con una abulia de números que no obstante le venían bien para superar sus problemas de matemáticas. Le horrorizaba su escandalosa falta de ambición y su declarada intención de acabar pronto los estudios para encontrar una buena colocación en el banco. No aspiraba a más. No era en absoluto aficionado a soñar y contemplaba la manía esa de su hermano por la pintura como una preocupante excentricidad que a saber dónde acabaría; seguramente en una peligrosa frustración. Por eso se empezaba a plantear estrangularle los pájaros de la cabeza, algo que irritaba, sin que nadie lo notara, a Marina.

A ella le espantaba sin embargo aquella condescendencia de Enrique con el mundo, ese no preguntarse qué está bien y qué mal. En la misma medida que le atraía la rebeldía perfeccionista de Rafael. Pero resultaba muy difícil que ambos adivinasen sus verdaderos afectos. Era bella y diplomática. Cálida y castaña. Vivaz y de mirada oscura, la que le proporcionaban unos ojos heredados solamente en el color a su madre y en la expresión a su padre.

También supo rápidamente conquistar el cariño de su nuevo protector, aunque nunca pudo olvidar al suyo natural, aquel Matías Hermida que aunque resultó un regular marido, como padre jamás faltó a sus obligaciones ni escamoteó una gota de cariño hacia su única hija. Tampoco ninguno hablaba de las cosas que no se tenían que hablar. Pensarlas, allá cada cual. Si alguno quería dejarse arrastrar por la estéril melancolía, nadie iba a detenerle, pero enrarecer el ambiente con los fantasmas no convenía.

Poco después de que sonara el silbato del cagueta aparecieron los tres en el comedor a mesa puesta. Serafina había organizado el desayuno a las ocho, como todos los días de labor, con los tazones de leche llenos, las tostadas de pan sobrante preparadas y alguna barra del día, las galletas, mantequilla del pueblo y mermelada de fresa y melocotón. No siempre se encontraba en la plaza aquella de naranja que tanto le gustaba a don Diego y sus hijos ni probaban.

El olor era intenso pero no llegaba a la calle, donde Pablo Lefebre anunció al maquinista que él llegaría al Sardinero por San Martín a través del nuevo ensanche. Pretendía comprobar las obras mientras el tren se adentraba por el túnel de Tetuán, que le producía cierta claustrofobia. En el camino, tranquilamente, ralentizando su paso, el cagueta no dejaba de asombrarse por el paisaje de la bahía, con sus colores cambiantes y su estado de ánimo caprichoso. A tenor de las nubes, del viento y de la siempre desconcertante fuerza voluble de la mar.

DOS

Mientras recorría el nuevo ensanche, Pablo Lefebre no se tropezaba con muchos sobresaltos en aquellas horas de la mañana. Apenas se cruzaba con nadie y relajaba la atención observando ambos lados del paseo. A la izquierda, llevaba la cuenta de cómo marchaban los trabajos en las nuevas casonas que la gente pudiente se hacía para las temporadas de recreo, con esos muros de contención que parecían pensados para catedrales o acueductos romanos. A la derecha, se perdía a menudo en las siempre sorprendentes mutaciones de la bahía.

En primavera, la luz suave de la mañana acariciaba los lomos de las cordilleras y resaltaba ciertos tonos verdes: los que brotaban después de las lluvias, electrizantes, recargados, muchas veces iluminados por un arco iris. Pero en aquellas primeras horas gobernaba la bruma y todos los colores de los montes se mostraban uniformes. Se habían detenido en formación, como dormidos, mientras que en días de viento sur parece a menudo que se mueven hacia la ciudad con una violencia callada precedida por las olas que forma el agua. Después solía llegar la lluvia, pero no iba a ser el caso.

La playa descansaba abajo, en medio sobresalía el puntal, algún barco entraba con parsimonia hacia el puerto con la mar en calma, al frente se alcanzaba a ver la península de la Magdalena y a Pablo Lefebre le empezaban a pesar las piernas. Como era un día tranquilo, un día de esos en los que no tiene aspecto de que vaya a cambiarle la vida a nadie y una hora de poco pasaje en el tren que debía retomar en El Sardinero, el cagueta decidió parar en la curva para entrar a San Quintín a pedirle un vaso de agua a don Benito. Quizás éste terminaría ofreciéndole un café y así podría echar un rato de cháchara con el sabio medio retirado. Sería su primera visita del año a aquella casa.

Justo a esa hora saludaba la finca del escritor con la bocina uno de tantos barcos obligados a ello por orden del capitán o por mandato del armador. Todos los de don Antonio López, marqués de Comillas, debían hacerlo. Admiraba tanto este comerciante investido aristócrata al autor de los
Episodios nacionales
que le nombró consejero de su naviera. Muchos eran los que veneraban el trabajo del novelista, tantos como le denostaban, más en aquella ciudad. A él le entretenían esos reconocimientos, incluso contaba medio sonriente las veces que los buques le rendían homenaje al avistar la casona. Le complacía especialmente el cariño de los viejos lobos de mar, porque el buen hombre tenía arrojo viajero y alma de corsario.

Antes de tomar la curva, Pablo Lefebre aparcó un momento su curiosidad por fijarse cómo pintaba aquel día el horizonte y tocó la puerta en cuyo letrero se leía «San Quintín». Don Benito, que había escuchado casi al unísono el saludo del último barco, tuvo curiosidad por ver quién le visitaba tan temprano.

Él mismo bajó a abrir. Todavía no se había puesto a escribir, andaba perezoso, aunque se había levantado a las cinco, como todos los días, y había dado la pitanza a los conejos, las palomas y las gallinas con una visera cubriéndole la cabeza. Además, sus hermanas Concha, Carmen y su hija María, de once años, andaban con labores porque, como quien dice, se acababan de trasladar desde Madrid a pasar la temporada. Esos cuatro o cinco meses que se mudaban año tras año a la ciudad.

—¡Hombre! —exclamó don Benito.

—¿Se puede? —preguntó entre tímido y cortés el cagueta.

—Claro, claro, pase. Ya le echábamos de menos por aquí.

Pablo Lefebre subió las escaleras del palacete. Observó los miradores abiertos ya para ventilar, las celosías imponentes, algo afectadas por la humedad del invierno, y se fijó en una parte de la huerta trasera medio levantada en la que ya había empezado a plantar don Benito sus patatas, sus coles y sus pimientos.

—Venía a saludagle y si de paso me puede dag un vasito de agua…

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