La grisura de la tarde se hacía más patente a medida que uno penetraba por los alrededores de la parte vieja. Había días que el propio Pablo Lefebre no dejaba de sorprenderse por el contraste de la luz del muelle. Era pasar el puente de las Atarazanas hacia la catedral y las calles ennegrecían el aire con su piedra sucia y sus fachadas oscurecidas por la lluvia turbia.
Algunos comerciantes se empeñaban en quitarles la mugre, pero resultaba una labor desesperante. El ayuntamiento y los vecinos tampoco contribuían a ello. Más por Santa Clara, por San Francisco o la calle de la Blanca, por la Plaza Nueva y por los mercados del Este y la Esperanza, donde reinaban las tabernas y las malas costumbres. Por no hablar de La Arrabal o al otro lado, junto a la catedral, por Rúa Mayor, refugio de clérigos pero no por eso lugar santo, y por Rúa Menor antes de subir al Alta, donde imperaba la ley de aquellos que se echaban a la mar.
El cagueta vivía por allí, en esa zona donde el prestigio no se ganaba en los despachos, los comercios ni en los negocios de guante blanco de los señoritos que arreglaban sus luchas de poder y dominio en las tertulias o los clubes sociales en torno al centro neurálgico y económico del banco. El prestigio de la calle Alta o de la cuesta de Gibaja, lejos de todo aquello, se decidía en la propia supervivencia, en el arrojo de los hombres tras haber vencido mil tempestades, meteorológicas o no, en la mar. También en la resistencia de las mujeres con carácter que a menudo se quedaban solas en la vida y tenían que dar de comer a sus proles. La camaradería se palpaba en la calle en la misma medida que los malos humos, los chismes y la vigilancia por ciertas costumbres que siempre se podían romper si apretaba el hambre. Esa selva era la guarida de Pablo Lefebre, el hombre que perdió vida, negocio y familia en el desastre. El hombre que había salido adelante con arrestos, reinventándose, corriendo, huyendo.
Primero anduvo de pensión en pensión, a expensas de una caridad y algunas perras que ganaba reparando chapuzas. Luego se las arregló para alquilar un cuartucho en una bocacalle sin nombre del Alta. Accedía por una escalera angosta y una puerta apolillada que nada debía temer a los ladrones porque nada guardaba dentro salvo algún retrato de su vida anterior, unos cazos, ropas que él mismo lavaba y tendía junto al fogón y un catre de colchón blando que hacía y deshacía como le venía en gana.
Los libros eran lo más valioso. Libros que le iba regalando su señorito Pombo o el mismo don Benito. A menudo le obsequiaban con alguna novela de Balzac, de Zola y de Flaubert para poderlas comentar después con un francés autoexiliado que tenía su juicio y su buen olfato literario. Esos libros le hacían feliz mientras le trasladaban hacia aquellos lugares perdidos, añorados, lejanos y desconocidos ya para él.
Pero su mundo real era aquél. El de la ciudad que recorría a diario, el que impregnaba ese aire que bajaba a chorros en cada carrera a sus pulmones. La brisa que le llenaba en sus profundas bocanadas con el espíritu evaporado de quienes se diluyeron en él una mala tarde de noviembre. Cuando explotó la desgracia que le dejó amputado de los suyos para siempre.
Rompió a llover. Con rabia. El cagueta lo había visto venir y por eso se ahorró la carrera. Subió a la cabina del maquinista y así hizo el trayecto hasta El Sardinero, protegido. Al fin y al cabo, el tren iba vacío y apenas cogería pasajeros por el camino. Los primeros gotarrones gordos fueron tímidos. Marcaban la acera y los cristales antes de caer en tromba y confundirse en un río sobre el suelo. Fue una lluvia violenta, el cielo líquido cayó encima de las cabezas sin cubrir y produjo sus resbalones. No es que lo hiciera por sorpresa; se intuía: primero por el olor de la humedad entrecortada, después por el color enlutado del cielo. Lo que nunca se llega a predecir es la fuerza.
La gente se resguardaba en los portales. Esperaban a que escampara. Pero caía y caía agua sin fin hasta el punto de convertir la intemperie en un peligro. Cuando la intensidad bajó, algunos se animaron a retomar las calles apresuradamente, conscientes de que algo podrían avanzar allá adonde fueran. Aunque otro chaparrón les obligara a resguardarse en poco tiempo.
Nació el barro, se empezaron a ensuciar los trajes de faena y los pantalones elegantes de los señoritos. Los harapos de los pescadores se embadurnaban y alguno sin nada de repuesto se las tendría que ver con un seguro resfriado, quizás con pulmonía. Los periódicos sirvieron de sombrero a quien por despiste había salido de su casa sin paraguas. Como Diego Martín hijo, que después de casi tres semanas de no haber pisado la casa paterna decidió acercarse a comer aquel día de callada pero aparatosa tormenta.
El agua picaba como una turba de abejas rabiosas las hojas de los árboles, la piedra de las casas, el metal y la madera de los carromatos. Empapaba los tejidos y callaba los ladridos de los perros, el relinche de los caballos y casi todos los rebuznos de los burros atemorizados.
El tren de Pombo pasó con algo de retraso por el muelle. Ralentizó la marcha por precaución y seguro de que nadie lo cogería. Cuando cruzó por casa de los Martín, antes de dar la curva que le subía hasta el túnel, Serafina y Puerto ya habían puesto la mesa, pero sin el plato de Dieguito.
El seminarista entró y olió el aroma del guiso que más gustaba a su padre: una marmita que había preparado con esmero Puerto. Era la especialidad de la santoñesa, el manjar que secaba la humedad de los huesos a los pescadores en alta mar. Patata, pimiento, cebolla, guindilla y bonito. Así de simple, a fuego lento y con buen reposo, por lo que había que cocinarlo temprano. Pero la intendencia para los días de la marmita funcionaba perfectamente. Por la mañana, con la luz del día casi recién estrenada, Toñuco se acercaba a la lonja y conseguía el bonito antes de que se vendiera en los puestos de la plaza. Aquél era el primer día del año que lo iba a comprar y demasiado temprano habían llegado esta temporada, pero estaba seguro de que don Diego se entusiasmaría con la sorpresa. Con las patatas a punto y el pescado en la encimera, la marmita se cocía a primera hora para dejarla reposar hasta que tocara comer. Marmita y escalopes con algo de ensalada: ése era el menú que encontró Diego en casa de su padre.
Nada más llegar saludó a Serafina que, al verle, gritó:
—¡Puerto! ¡Lleva un plato más a la mesa!
Don Diego se sobresaltó con el aviso. Rápidamente comprendió que su hijo mayor les acompañaría. Se encontraron en el despacho. El padre se mostró amable, un tanto inquieto por el humor que gastaría el cura en ciernes. Le sorprendió un primer saludo sonriente. Incluso el beso cálido y filial que le plantó en la cara.
—¿Cómo estás, padre?
—Bien, hijo, bien. ¿Y tú?
—En paz, en paz —respondió Diego.
Enrique y Rafael acudieron a saludar a su hermano y recibieron dos caricias extrañas, dos gestos alejados de la aspereza que el primogénito había mostrado en las últimas visitas. Le dejaron a solas con el padre. Seguramente tenían algo que tratar. Al salir del despacho cerraron la puerta.
—Venía a decirte que me ordeno en dos meses —anunció.
Diego Martín quedó en silencio. Siempre había mantenido la esperanza de que abandonaría el seminario. Pero jamás se le ocurriría interferir en las decisiones vitales de importancia que tomaran sus hijos. El futuro era de ellos y de nadie más que de ellos. Quisieran arruinarlo o no.
—Me alegro por ti, hijo.
—Yo me entregaría más a gusto en brazos de la Iglesia si también te alegraras por ti, padre.
—Sabes que eso es difícil, pero también es lo que menos importa.
—No a mí.
A Diego Martín le enterneció el gesto de su hijo. Le cogió del hombro y sonrió como quien arregla de repente un largo y engorroso malentendido.
—Me alegro también por mí, si eso te hace feliz. Vamos a comer. Hoy tenemos marmita. Sacaré un buen vino para celebrarlo. De vez en cuando, un pecado no viene mal. Al fin y al cabo es la sangre de Cristo.
Era extraño que Diego soportara hasta las ironías un tanto irrespetuosas del padre. Parecía dispuesto a no arruinar la fiesta, a cerrar heridas. Cuando apareciera su esposa llegaría la prueba de fuego. Así fue. Su reacción sorprendió a todos. Aquel encuentro siempre resultaba tenso.
Antes de sentarse a la mesa, Carmen Revuelta entró en el comedor. Diego miraba por el cristal del mirador cómo caía la lluvia. Al notar su presencia, se dio la vuelta y la saludó sonriente. Don Diego no salía de su asombro.
—¿Y Marina? ¿Dónde está Marina? —preguntó Diego mientras ocupaba su sitio.
—Pasando unos días en casa de sus abuelos… Llega esta tarde.
Se sentaron los demás. Hubo un silencio que hizo reflexionar al mayor de los Martín. Miraba a sus hermanos. Rafael evitaba el cruce con sus ojos; Enrique sonrió. Era todo un lenguaje gestual, plagado de signos y sobreentendidos entre los tres. Diego evitó insistir sobre la ausencia de la muchacha, pero no se iría de allí sin preguntar a ambos la verdadera razón. Que él recordara, Marina jamás se había separado de las faldas de su madre. Menos aún para pasar una temporada en casa de unos abuelos con los que apenas guardaba relación.
La conversación se centró en la lluvia y en cómo cada cual había conseguido sortearla. Ya todos estaban más que acostumbrados a la machacona rutina del chaparrón, a su constante y ahora cadencioso ritmo, a su previsible continuidad de uno, dos días, si no eran semanas…
La marmita parecía en su punto, con la patata bien tierna y el bonito nada seco. Humeaban los platos y más o menos todos se concentraban en el aroma y el sabor intenso de ese guiso marinero, tan corriente entre los manteles de la burguesía, por otra parte.
—Hoy tenemos algo que celebrar —anunció Diego Martín—. Nuestro hijo se ordena.
El futuro sacerdote sonrió plácidamente mientras su padre descorchaba el vino. Nadie se atrevía a dar enhorabuenas. Finalmente Carmen Revuelta, acaso aliviada porque la noticia alejara durante temporadas muy largas al primogénito de su casa, fue la primera en felicitarle.
—Me alegro mucho —dijo.
No mentía. La mujer le quería fuera del círculo. A kilómetros de distancia, con el océano por medio a ser posible. No tuvo ningún disimulo en ocultar la ansiedad de enterarse de sus planes inmediatos.
—Y una vez te conviertas en el padre Martín, ¿qué harás? —preguntó.
—Lo que Dios disponga.
—Pero ¿qué suele disponer Dios en estos casos? ¿Una parroquia? ¿Las misiones?
—Demos tiempo al tiempo. Probablemente tenga que recorrer mundo una temporada. Hay lugares donde la gente precisa más ayuda que aquí. Países donde no cunden vocaciones y necesitan escuchar la voz de Dios.
Don Diego torció el gesto. Pese a las tensiones, las discusiones, los traumas, no quería separarse de su hijo. No todavía. Enrique y Rafael escuchaban con atención, bebían y comían en mitad de conversaciones entrecortadas. La serenidad de Diego sorprendió a todos: parecía con el alma en calma y expectante. Más deseoso de ayudar al prójimo que de dar misa de doce en Santa Lucía para las beatas y los empleados del banco. Más dispuesto a transformar algo las cosas que a predicar por predicar.
—Hay mucho por hacer. Voy a consagrarme a cambiar en lo que pueda las cosas, a acudir en ayuda de quien más lo necesita, de quien tiene hambre, de quien padece, de quien sufre. Tienes razón, padre, cuando clamas al cielo por todas las cosas que parecen no tener remedio, pero yo cuento con una ventaja sobre ti: Dios me acompaña.
—Es una ventaja lo mires como lo mires —contestó su padre.
Aunque Diego Martín se riera por dentro de aquel comentario, no quiso entrar a discutir. No era el momento de ponerse a disputar razones teológicas. Cada uno vivía con sus creencias. Pero al menos, a Diego Martín Solórzano le agradó comprobar que su hijo colocaba las prioridades en otro sitio. No en la cruzada, sino en la justicia. Brindaron moderadamente, comieron con placer y disfrutaron por un momento, desde hacía mucho tiempo, de una agradable tregua familiar. Sin rencores, sin cuentas.
Cuando terminaron, antes de volver al seminario, Diego se acercó a la habitación de sus hermanos. Rafael no estaba; Enrique sí.
—¿Por qué se ha ido Marina? —preguntó Diego en voz baja.
—No sé. Lo decidieron de un día para otro. No se iba muy contenta —respondió Enrique.
—¿Ha pasado algo entre vosotros?
—No, nada.
—¿Algo entre Rafael y Marina?
—Que yo sepa, tampoco. Aunque Rafael no está de buen humor. Le veo algo distraído y, además, mira… He encontrado esto entre sus cosas.
Enrique fisgó en los cajones y mostró a su hermano mayor los dibujos que Rafael le había hecho a Marina. Diego los miró con saña. Aquella serenidad demostrada en la mesa se iba transformando en ira contenida.
—Esa niña es el mismo diablo —farfulló.
—Son dibujos de Rafael, te recuerdo…
—Son obra del demonio, Enrique. No seas inocente. El día que entró en esta casa nos cogió desprevenidos y ahora anda por todas partes. Esto es pecado mortal, ¿te enteras? Pecado mortal.
Enrique bajó la cabeza. El objetivo estaba cumplido. Había comenzado a poner en marcha esa venganza de los celos. Le asustaban un poco las consecuencias, pero se mostraba dispuesto a que Rafael y Marina fueran separados definitivamente. Sabía perfectamente que de seguir con su estrategia, el menor de los Martín acabaría en Villacarriedo el poco tiempo que le quedaba antes de estudiar una carrera. Entonces vivirían ellos dos solos bajo el mismo techo. Él y Marina, su musa adorada en silencio. Se la arrebataría, la conquistaría entonces. También lo verían como un pecado, pero él no iba a cometer el error de la indiscreción. Basaría su ataque en el cálculo.
—¿Padre sabe esto?
—Algo habrá notado. Por eso se ha ido. Estoy seguro de que Serafina sí. Y si Serafina se huele algo, padre lo sabe.
—No digas nada. No hables con nadie. Déjame resolver todo a mí. Volveré a comer un día de esta semana y hablaré con él.
Diego salió de la habitación pero no encontró rastro de Rafael. Su padre y Carmen Revuelta se habían retirado a dormir la siesta. Era el momento ideal para cruzar unas palabras con su hermano menor, pero tenía prisa y no iba a poder hacerlo. Mejor, casi. Él mismo temía no controlarse. Debía alejarse y rezar, encerrarse junto a un altar silencioso y pedir socorro al Cristo humano, al Cristo de carne, al Cristo que alguna vez, quién sabe, pudo haber caído en brazos de María Magdalena, como sostenían algunos apócrifos. Ése era el Dios que le comprendería, el Dios que le enseñaría el camino a seguir.