Los voluntarios seguían llegando, entre asustados y decididos, con buena disposición todos pero sin gobierno. Su prioridad era extinguir las llamas, aunque muchos dudaban si atender antes a los heridos con los que se tropezaban y pedían desesperadamente un último auxilio.
Junto al otro muelle, Diego y Felipe Zúñiga seguían preguntando a los vecinos y conocidos que encontraban a cada paso. Muchos llevaban el mismo ánimo que ellos: buscaban también desesperadamente a los suyos. Cada negativa les iba dejando sin aliento. Los pocos datos prácticos que podían ayudarles a obtener alguna pista se iban desvaneciendo de la memoria consciente de Diego Martín. Aunque hacía lo posible por no dejarse llevar al barranco de la desesperanza, le resultaba cada vez más difícil recordar cosas aparentemente poco vitales en ese momento. El rostro de Águeda se le confundía. No quería imaginárselo muerto, mucho menos descuartizado, desfigurado por algún agujero de metralla, por algún golpe de piedra desbocada. Pero tampoco podía evitarlo. De repente, le nublaba el sentido su cara sin vida, su cuerpo inerte, la premonición. Entonces sacudía la cabeza y se la imaginaba corriendo en su busca, tan desesperada como él por no encontrarse.
Zúñiga apenas acertaba a sacarle de aquella pesadumbre. Sólo podía intentarlo dirigiendo sus pasos, comandándole, como si le obligara a seguir una instrucción militar. «Vamos por esta calle», «acerquémonos de nuevo a El Suizo, parece que finalmente han improvisado allí un cuartel», «subamos a Peña Herbosa», «miremos por Puerto Chico»… Pero a cada paso que daban, que Diego seguía ciegamente, las esperanzas se iban hundiendo. No encontraban rastro, nadie sabía, nadie conocía, nadie había oído ni visto nada sobre Águeda.
Llegaron a preguntar a los raqueros que se tiraban a la bahía para rescatar cuerpos. Alguno se guardaba unos reales y billetes sueltos atados a la cintura y empapados; pero lo cierto es que, en ese día, conseguir unas perras dejó de ser su prioridad para dedicarse a salvar más de una vida. Aquellos resquicios de la sociedad pudiente, hijos huérfanos de la miseria que traen las desgracias de la mar, habían cambiado sus planes cotidianos. Generalmente echaban el día mendigando alguna perra gorda que les tiraba cualquier señorito al agua para que se la sacaran con el culo. O quedaban pendientes de las cargas que les sobraban a los barcos para el pillaje con el fin de robarlas, sencillamente. Y si no, pescaban. Aunque fueran mules carajoneros con la mano. Pero ese día no. Ese día, los que habían sobrevivido a su propia curiosidad y no perecieron junto al muelle de Maliaño vivían en el transcurso de aquella maldita noche sus desgraciadas horas heroicas.
Diego Martín conocía bien a muchos de ellos. Desde las ventanas de su casa les veía las tardes de buen tiempo echarse coles al agua, zambullirse como criaturas casi de circo. Lo mismo bordaban el trapecio y la payasada, con esa sorna callejera y esa gracia contraída como una enfermedad benévola en la calle, que acababan a tortas entre bandas opuestas por invadirse los territorios. Encarnaban la gracia y la rivalidad picaresca de la mar.
—¡Pito! ¡Pito! —gritó Diego Martín Solórzano al reconocer al más avispado de todos. Era el que llevaba siempre la voz cantante, el que dirigía las operaciones.
—Don Diego, ¿qué pasa?
—Pito, tienes que ayudarme. No encuentro a mi mujer.
—Por aquí no la hemos visto. ¡Rano! ¡Ranuco! ¿Has visto tú a la mujer de don Diego?
Rano se sorbía los mocos con la muñeca y pasaba los ojos de un lado a otro con una velocidad de bocarte en desbandada.
—Yo no —respondió quejumbroso, consciente de que su noticia no era ni buena ni mala.
—Si sabéis algo, por favor, subid a mi casa y contadlo. Alguien habrá. Ya sabes dónde es. Ahí, en ese portal del muelle. Os caerán algunas perras. Por favor, Pito.
—Descuide, don Diego, que si nos enteramos de algo para allá que vamos.
Poco más les quedaba por rastrear. Decidieron volver a su casa para recabar nuevas noticias, las que fueran, las que el destino hubiese querido fijar. Apenas una acera, unos árboles pelados, el ancho de un camino cuyo polvo amarillento había quedado teñido de negro les separaban de su casa. Pero cruzar era todo un peligro. Debían sortear animales sin dueño, caballos a la carrera, ganado suelto, perros deambulantes, gente desesperada; el ritmo que marca esa zigzagueante violencia del apremio y la incertidumbre.
Al llegar a su portal del muelle, Carlos Fuentecilla y Blas Matallana les esperaban. «Demasiado pronto han regresado», pensó con fundada fatalidad Diego Martín. El simple hecho de verles le hizo acelerar el paso. Y el gesto de circunstancias que ya adivinó en la cara de Matallana, aunque apenas pudiera discernir con claridad las facciones de su rostro, comenzó a hundirle.
Ni Blas ni Diego quisieron ni pudieron hablar. Fue Carlos Fuentecilla quien expuso las noticias a Felipe Zúñiga.
—Nos dicen que las han visto justo antes de Calderón de la Barca.
—¿Están vivas o muertas? —preguntó con toda la crudeza Diego Martín.
Fuentecilla calló.
—¡Vamos para allá! —apremió Martín.
Los cuatro salieron sin apenas dirigirse la palabra, corriendo. Por el camino, Zúñiga entrecortaba preguntas.
—Pero ¿quién? ¿Quién os lo ha dicho?
—Manolín el de Queca, que andaba rescatando heridos. Nos dijo que la vio con la criada justo antes de empezar la calle.
Por los alrededores de Calderón de la Barca un puñado de muchachos se arremolinaban y hacían lo que podían. Los voluntarios se habían erigido en dueños de la situación. Poco a poco comenzaban a dominar el caos y las víctimas recuperaban su rostro, su identidad. Quizás por eso, Manolín el de Queca había reconocido a Águeda San Emeterio de Martín. Pero, ¿la había visto viva o muerta? ¿Herida? ¿Inconsciente? ¿En qué estado? Quedaba por allí y había que encontrarla. Los cuatro empezaron a rastrear. Los voluntarios no les decían nada. Se cruzaban con ellos sin pedirles razón. Sabían que buscaban algo suyo y respetaban esa ansia predecesora del dolor, la nerviosa aniquilación del último aliento de esperanza.
Miraban y miraban. Cada metro, cada cuerpo tendido, los objetos que pudieran ofrecer un atisbo. En mitad de ese marasmo, fue Zúñiga quien la descubrió.
—Diego…
Avisó a su amigo con un suspiro medio ahogado. Lo tenía cerca. Fuentecilla y Matallana apenas lo escucharon y continuaron la búsqueda. Cuando observaron a Diego Martín de rodillas, entregado a un llanto confuso y ahogado, supieron que debían dejar lo que estaban haciendo.
Águeda reposaba en el suelo con su rostro limpio de heridas. No así el cuerpo: una estaca le había atravesado el estómago y una sierra de metralla le segó una pierna. Probablemente expiró en el acto. Su cara muerta conservaba esa bondad limpia, aunque un repentino espanto se le adivinaba en el iris de los ojos verdes, más oscuros que nunca, todavía abiertos. Yacía con los carrillos y la frente apenas tiznados por la ceniza que todo lo amenazaba, resguardada de la sangre y el barro que le salpicaron alrededor. Como una santa. Una santa que retó aquella tarde el temor de Dios. Por eso quizás el Altísimo le cobró su cuenta.
Debió de morir sin apenas tiempo para aterrarse, probablemente sorda y con los tímpanos reventados, pero sin espacio para alarmarse, sin oportunidad de salir corriendo. O sí. Ocurriera lo que ocurriese, lo hizo en la dirección equivocada: la dirección en la que es imposible sortear la muerte. Igual que Juanita, quien por seguirla, pagó con la vida su propia partida en aquella ruleta de los inocentes. Las dos reposaban a escasos centímetros; la chiquilla con el rostro enrojecido por algún fogonazo próximo y los brazos abiertos, como reclamando la última protección de su señora. Pero no existía poder capaz de traspasar aquella tarde la ira del cielo ni el ensañamiento del infierno.
Diego Martín Solórzano la estrechó entre sus brazos. Con el último resquicio de fuerza que le quedaba, la apretó contra el pecho. No dijo nada. Centró su mirada a la vez resignada y furiosa en ese palmo de terreno que había acogido el último suspiro de su mujer. Lo grabó en la memoria como fijado por las brasas de un hierro incandescente y después cerró los ojos.
Igual que nadie se hizo idea de cómo tras aquella tarde asesina llegó de improviso la noche, al día siguiente costó que amaneciera. La luz se abrió paso a empujones, en mitad de la terca oscuridad implantada con el velo de la muerte. Lo hizo como pudo: discretamente, sin que nadie reparara siquiera en la salida del sol, ni tampoco en aquella temprana helada propia de noviembre.
Se calaban los vestidos y los huesos de los vivos sin abrigo. Las mantas, los ropajes sobrantes debían antes proteger el miedo y los temblores de los heridos, por no hablar de tapar también la ahogada y solitaria dignidad de los muertos. Quienes quedaron a salvo no reclamaron nada excepto voluntad y fuerzas con las que mitigar tanto sufrimiento; remedio y razón para afrontar lo que aún quedaba por delante mientras llegaba toda la ayuda necesaria.
El ritmo de la ciudad sostenía de milagro y tozudamente la implacable losa del cansancio. Muchos reposaban contra los muros y las fachadas de las casas, en mitad de alguna hoguera improvisada que les repusiera para seguir. Continuaban, eso sí, los llantos y los gritos: el soniquete del sufrimiento impotente. Los alaridos se sucedían sin tregua, lo mismo que el fuego, contra el que luchaban desesperadamente todos los retenes de voluntarios ocasionales.
Sin embargo, aunque el alma de la ciudad se hundía en un precipicio desesperado, no había llegado la hora de la indignación. Sólo urgía concentrarse en atajar la posible escalada de mayores desgracias, entregados como estaban a los escasos márgenes que deja a veces la lucha por la supervivencia. Salvar cualquier vida in extremis se imponía a otras menudencias. Eso, y evitar que el incendio agrandara la catástrofe.
Debió de clarear el alba, aunque nadie podría asegurarlo. Lo más probable es que el sol apareciera por el Oriente, pero aquélla fue la última preocupación de una ciudad que siempre quedaba a expensas del designio meteorológico. En los días apacibles, la neblina solía frenar muchos excesos de viento y lluvias. Pero la bruma de aquella mañana no era una bruma discreta, inodora ni amable; la bruma de aquella mañana despedía un olor incómodo a salitre putrefacto. A llanto y a fuego, a escarcha viscosa, a leña del juicio y a carne de hoguera.
Quien quedaba con vida debía seguir. La desdicha no espera; el miedo no avisa: nos penetra, nos somete, pero también se convierte en el mejor motor contra la posibilidad de mayores tragedias. Las llamas seguían vivas, los cadáveres desparramados. Miles de vecinos habían salido huyendo, desnudos o con lo puesto, lanzados por el pavor del estruendo hacia la nada. Luego había que volver; cada uno debía regresar para buscar a los suyos.
Los sanatorios entonaban un grito de dolor sin anestesia y resistían un guirigay desesperado de operaciones rápidas en mínimas condiciones higiénicas. La Casa de Socorro y el hospital de San Rafael, sobre todo, eran despojos de sufrimiento, con filas de carne amontonada. Pero también los asilos, los conventos, las boticas y las propias casas de los médicos, que en sus consultas, con lo que allí podían aportar, atendían a los enfermos más graves. El reto de lo inmediato. Después vendrían más muertes como consecuencias inevitables: las gangrenas, las infecciones, los traumas, los suicidios tras horribles pesadillas, el agotamiento…
La ciudad se había convertido también en un orfanato. Casi todas sus autoridades habían desaparecido, amputadas o arrojadas al forzoso anonimato de la mar, salvo el alcalde, señor Lavín Casalís, un hombre tan afortunado como tozudo que, herido, tardó poco en ponerse al frente de aquel caos. Era preciso mantener la cabeza fría. Antes de que él resurgiera de las cenizas y comenzara a dictar bandos en los que prohibía a los vecinos derribar escombros sin antes apartar los restos humanos, sus colegas de Torrelavega, Piélagos, Bárcena de Pie de Concha y Reinosa seguían en la arena sin pensarlo para atajar el fuego y doblegarlo. Pero las llamas, cuando prenden, difícilmente atienden razones y no dejaron de juguetear con sus enemigos avivándose donde les venía en gana, generalmente en aquellos lugares que se creían dominadas.
Entre todos acordaron decisiones prácticas: desde romper las tuberías del gas que comunicaban la ciudad con pueblos vecinos como Maliaño a cortar el avance del fuego más hacia el centro; desde restablecer comunicaciones para pedir ayudas, refuerzos, medicinas, a estar pendientes de la intendencia básica en los hospitales.
Los carros con cadáveres comenzaban a circular en una especie de procesión anárquica que iba del depósito al cementerio, sin remisión, con el rumbo fijo y la brújula firme. Algunos eran rápidamente identificados, otros fueron a parar a aquellos agujeros sin nombre que son pasto más fácil de los gusanos.
Al día siguiente tampoco tardó en anochecer. Ni al otro, ni al otro, ni al otro… También llegó la lluvia de noviembre, que cala más hondo si cabe que cualquier otra lluvia. Pero en aquellas condiciones la ciudad no sentía esa humedad que perfora, porque ya una sima había penetrado los cuerpos y las almas. Era una lluvia de anestesia ensimismada en el dolor la que robaba todos los ánimos. Algo innombrable, que difícilmente responde a los temblores del frío.
Lo mismo sentían quienes llegaban de cualquier parte del país para prestar auxilio a los bomberos, desde los guardias civiles y los soldados hasta los marineros y los pescadores que se acercaban en sus barcas para recoger los cuerpos flotantes. Los raqueros los dirigían. Héroes de diez, doce y catorce años, hombres a la fuerza a los que nadie había prestado jamás un harapo que ponerse. Todo se lo habían ganado en la vida trapicheando, pero no pidieron cuentas a nadie por lo que había que hacer. Ni aquel a quien llamaban el Muchacho de la Trainera, ni el Berzas, ni el Rano, ni Pito. Tocaba salvar y salvaron. Sin preguntar, sin exigir nada a cambio.
La noticia corría por los cables a la velocidad del vértigo altivo y al tiempo llegaba el ejército, los cuerpos de ingenieros, más bomberos de Bilbao y de San Sebastián. Más médicos, más enfermeras, enfermeros, boticarios, practicantes. Periodistas de todas partes dieron cuenta de aquello como la mayor catástrofe civil del siglo. La alerta y el espanto corrieron por todo el país, luego saltaron a Europa, después a América… La tinta se fundió con la sangre en una alianza que multiplicaba las ayudas: 25.000 pesetas del gobierno, 40.000 de la reina regente, 20.000 del marqués de Comillas. El continente tampoco permaneció impasible: 20.000 pesetas aportó el Comité de Españoles en París y 10.000 de la Casa Rothschild. De Londres llegaron 33.630. Después, todo el mundo aportó su suma: Buenos Aires, México, Manila, Cuba.