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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (72 page)

De esto que él dijo no pesó a Madasima y rióse ya cuanto, y también sus doncellas, mas Ardán se ensañó tanto que tremía con gran ira que en sí tomó y paraba un semblante tan bravo y tan espantoso que aquéllos que tanto no alcanzaban del hecho de las armas que lo miraban no tenían en nada la fuerza ni valentía de Amadís en comparación de la suya de él, y, sin duda, creían que aquélla sería la postrimera batalla y postrimero día de su vida.

Y así como oís fueron hasta llegar delante del rey, y Ardán Canileo dijo:

—Rey, ved aquí los caballeros que entrarán en vuestra prisión por hacer firme lo que la mi doncella prometió, si Amadís osare tener lo que puso.

Amadís salió delante y dijo:

—Señor, veisme aquí, que quiero luego la batalla sin más tardar y dígoos que aunque la no hubiese prometido, yo la tomaría solamente por desviar a Madasima de tan descomunal casamiento, mas yo quiero que venga el rey Arbán de Norgales y Angriote de Estravaus y que estén en parte que los haya yo, si la batalla venciere.

Ardán Canileo dijo:

—Yo les haré venir donde será la batalla, y si llevare vuestra cabeza, que lleve los presos, y también llevaré a Madasima y sus doncellas que sean guarda de la reina, que con ella se cumpla lo que está pleiteado, mas convendrá que la haga estar donde vea la batalla y la venganza que le yo haré haber.

Pues así como oís fue en poder de la reina aquella hermosa Madasima y sus doncellas y en poder del rey gigante viejo y sus hijos y los nueve caballeros, pero Madasima os digo que apareció ante la reina con tanta humildad y discreción, que comoquiera que de su venida tanto peligro a Amadís ocurría, de que todas habían gran pesar, mucho fueron de ella contentas y mucha honra le hicieron. Mas Oriana y Mabilia, viendo el bravo continente de Ardán Canileo, mucho fueron espantadas y en gran cuidado y dolor puestas y muchas lágrimas retraídas en su cámara derramaron, creyendo que el gran esfuerzo de Amadís no era bastante contra aquel diablo, y si alguna esperanza tenían no era sino en la su buena ventura, que de grandes peligros muchas veces le había sacado en tan graves cosas, que muy poca esperanza se tenía de ser por él ni por otro alguno vencido, aunque Mabilia, siempre con grandes consuelos, a Oriana en buena esperanza ponía.

Esto así hecho y aplazada la batalla para otro día, el rey mandó a sus monteros y ballesteros que cercasen de cadenas y palos un campo que delante su palacio era, porque por culpa de los caballos, los caballeros no perdiesen algo de su honra, lo cual visto por una finiestra por Oriana, considerando el peligro que allí a su amado amigo se le aparejaba, fue tan desmayada, que casi sin sentido en los brazos de Mabilia cayó.

El rey se fue a la posada de Amadís, donde muchos caballeros estaban, y díjoles que pues la reina y su hija y la reina Briolanja y todas las otras dueñas y doncellas aquella noche iban a su capilla porque Dios guardase su caballero, que lo querría llevar consigo a su palacio, y con él a Florestán y Agrajes, y don Galvanes y Guilán y Enil, y que ellos holgasen así como estaban, y dijo a Amadís que mandase llevar sus armas a la capilla porque lo quería otro día armar ante la Virgen María, porque con su glorioso Hijo abogada le fuese.

Pues ellos, yéndose con el rey, Amadís mandó a Gandalín que las armas le llevase a donde el rey mandaba; mas él tomándolas para cumplir su mandado y no hallando en la vaina la espada, fue tan espantado y tan triste que más quisiera la muerte, así por acaecer aquello en tiempo de tan gran peligro como por lo tener por señal que la muerte de su señor le era cercana, y buscóla por todas partes, preguntando a aquéllos que algo de ella podrían saber; mas cuando ninguno recaudo halló, estuvo en punto de se derribar de una finiestra abajo en la mar, si a la memoria no le viniese con ella perder el ánima y fuese al palacio del rey con gran angustia de su corazón, y apartando a Amadís, le dijo:

—Señor, cortadme la cabeza, que os soy traidor, y si no lo hacéis matarme he yo.

Amadís le dijo:

—¿Dónde enloqueciste o qué mala ventura es ésta?.

—Señor —dijo él—, más valdría que ya fuese loco o muerto que no a tal tiempo hubiese venido tal desdicha, que saber que he perdido vuestra espada, que de la vaina la hurtaron.

Amadís le dijo:

—¿Y por eso te quejas? Pensé que otra cosa peor te aconteciera. Ahora te deja de ello, que no faltará otra con que Dios me ayude, si le pluguiere.

Y comoquiera que por le consolar esto le dijo, mucho le pesó la pérdida de la espada, así por ser una de las mejores del mundo y que tanto en aquella sazón la había, como por la haber ganado con la fuerza de los amores que tenía a su señora, porque viéndola y de esto se le acordando era muy gran remedio a los sus mortales deseos, cuando ausente de ella se hallaba, y dijo a Gandalín que lo no dijese a ninguno y que la vaina le trajese y que supiese de la reina si la espada suya que don Guilán con las otras armas le había traído, si se podía haber, y que procurase de traerla, y que si pudiese ver a su señora Oriana que de su parte le pidiese que cuando él y Ardán en el campo entrasen se pusiese en tal parte que la pudiese ver, porque su vista le haría vencedor en aquello y en otra cosa que más grave fuese.

Gandalín fue a recabar esto que su señor le mandó, y la reina le mandó dar la espada; mas la reina Briolanja y Olinda le dijeron:

—¡Ay, Gandalín!, ¿qué piensas que podrá tu señor hacer contra aquel diablo?.

Él les dijo riendo:

—Señoras, no es éste el primer hecho peligroso que mi señor ha cometido, y así como Dios le guardó hasta aquí, así le guardará ahora, que a otros más espantosos de gran peligro acabó a su honra, y así lo hará éste.

—Así plega a Dios, dijeron ellas. Entonces se fue para Mabilia, y díjole que dijese a Oriana lo que su señor le enviaba a pedir, y con esto se tornó a la capilla donde sus armas tenía, y dijo a su señor cómo le dejaba todo a su voluntad, de que hubo mucho placer y gran esfuerzo en saber que su señora estaría en parte donde en el campo la pudiese ver. Entonces, apartando al rey de los otros caballeros, le dijo:

—Sabed, señor, que he perdido la mi espada y nunca hasta ahora lo supe y dejáronme la vaina.

Al rey pesó de ello, y díjole:

—Comoquiera que yo haya puesto y prometido de nunca dar mi espada a ningún caballero que uno por uno en mi corte se combatiesen, darla he ahora a vos acordándoseme de aquellas grandes afrentas que la vuestra en mi servicio puesta fue.

—Señor —dijo Amadís—, a Dios no plega que yo, que tengo de adelantar y hacer firme vuestra palabra, sea causa de la quebrar habiéndolo prometido ante tantos hombres buenos.

Al rey le vinieron las lágrimas a los ojos, dijo:

—Tal sois vos para mantener todo derecho y lealtad, mas, ¿qué haréis que aquella tan buena espada haber no se puede?.

—Aquí tengo —dijo él— aquella con que fui echado en la mar, que Guilán aquí me trajo y la reina la mandó guardar. Con ésta y con vuestro ruego a Nuestro Señor, que ante el mundo valdrá, podré ser ayudado.

Entonces la puso en la vaina de la otra, y vínole bien, aunque algo era menor. Al rey le plugo de ello, porque llevando la vaina consigo, por la virtud de ella le quitaría del calor y frío, que tal constelación tenían aquellos huesos de las serpientes de que era hecha, pero muy alongada estaba esta espada de la bondad de la otra.

Así pasaron aquel día hasta que fue hora de dormir, que todos aquellos caballeros que oísteis tenían sus armas alrededor de la cama del rey, mas de Ardán os digo que aquella noche toda hizo en sus tiendas a toda su gente hacer grandes alegrías y danzar y bailar, tañendo instrumentos de diversas maneras, y en cabo de sus cánticas decían todos en voz alta:

—Llega, mañana, llega y trae el día claro, porque Ardán cumpla lo que prometido tiene a aquella muy hermosa Madasima.

Mas la fortuna en esto les fue contraria de ser en otra manera que ellos pensado tenían.

Amadís durmió aquella noche en la cámara del rey, mas el sueño que él hizo no le entró en pro, que luego a la medianoche se levantó sin decir ninguna cosa y fue a la capilla, y despertando al capellán se confesó con él de todos sus pecados y estuvieron entrambos haciendo oración ante el altar de la Virgen María, rogándole que fuese su abogada en aquella batalla, y el alba venida, levantóse el rey y aquellos caballeros que oísteis, y oyeron misa y armaron a Amadís tales caballeros que muy bien lo sabían hacer, mas antes que la loriga vistiese llegó Mabilia y echóle al cuello unas reliquias guarnidas en oro, diciendo que la reina, su madre de ella, se las había enviado con la doncella de Dinamarca; mas no era así, que la reina Elisena las dio a Amadís cuando por su hijo lo conoció, y él las dio a Oriana al tiempo que la quitó a Arcalaus y a los que la llevaban.

Desde que fue armado trajéronle un hermoso caballo, y Clorisanda, con otros dones, había a don Florestán su amigo enviado, y don Florestán le llevaba la lanza, y don Guilán el escudo, y don Bruneo el yelmo, y el rey iba en un gran caballo y un bastón en la mano, y saber que toda la gente de la corté y de la villa estaban por ver la batalla en derredor del campo, y las dueñas y doncellas a las fenestras, y la hermosa Oriana y Mabilia a una ventana de su cámara, y con la reina estaban Briolanja y Madasima y otras infantas.

Llegando Amadís al campo alzaron una cadena, y entró dentro y tomó sus armas, y cuando hubo de poner el yelmo miró a su señora Oriana y vínole tan gran esfuerzo que le semejó que en el mundo no había cosa tan fuerte que se le pudiese amparar. Entonces entraron en el campo los jueces que a cada uno su derecho habían de dar, y eran tres, el uno aquel buen viejo don Grumedán, que de esto mucho sabía, y don Cuadragante, que vasallo del rey era, y Brandoibas. Entonces llegó Ardán Canileo, bien armado y encima de un gran caballo, y su loriga de muy gruesa malla, y traía un escudo y yelmo de un acero tan limpio y tan claro como un claro espejo, y ceñida la muy buena espada de Amadís que la doncella le hurtara y una gruesa lanza doblegándola tan recio que parecía que la quería quebrar, y así entró en el campo. Cuando así lo vio Oriana, dijo con gran cuita:

—¡Ay, mis amigas, qué airada y temerosa viene la mi muerte si Dios por la su gran piedad no lo remedia.

—Señora —dijo Mabilia—, dejaos de eso y haced buen semblante, porque con él debéis esfuerzo a vuestro amigo.

Entonces don Grumedán tomó a Amadís y púsolo a un cabo del campo, y Brandoibas puso al otro a Ardán Canileo, puestos los rostros de los caballos uno contra otro, y don Cuadragante en medio, que tenía en su mano una trompa que al tañer de ella habían los caballos de mover. Amadís, que a su señora miraba, dijo en voz alta:

—¿Qué hace Cuadragante que no toca la trompa?.

Cuadragante la tañó luego, y los caballeros movieron a gran correr de los caballos e hiriéronse de las lanzas en sus escudos , tan bravamente que ligeramente fueron quebradas, y topáronse uno con otro, así que el caballo de Ardán Canileo cayó sobre el pescuezo y fue luego muerto, y el de Amadís hubo la una espalda quebrada y no se pudo levantar; mas Amadís, con la su gran viveza de corazón, se levantó luego, empero a gran afán, que un trozo de lanza tenía metido por el escudo y por la manga de la loriga sin le tocar en la carne, y sacándolo de él, metió mano a su espada y fue contra Ardán Canileo, que se había levantado con gran trabajo y estaba enderezando su yelmo, y cuando así lo vio puso mano a su espada y fuéronse a herir tan bravamente que no hay hombre que los viese que se mucho no espantase, que sus golpes eran tan fuertes y tan aprisa que las llamas del fuego de los yelmos y de las espadas hacían salir que parecía que ardían, pero mucho más esto parecía en el escudo de Ardán Canileo, que como de acero fuese y los golpes de Amadís tan pesados, no parecía sino que el escudo ,y brazo en vivas llamas se quemaba; mas la su gran fortaleza defendía las carnes que cortadas no fuesen, lo cual era mortal daño de Amadís, que como sus armas tan recias no fuesen y Ardán tenía una de las mejores espadas del mundo, nunca golpe le alcanzaba que las armas y la carne no le cortase, así que en muchas partes andaba teñido de la su sangre y todo el escudo casi deshecho y la espada de Amadís no cortaba nada en las armas de Ardán Canileo, que eran muy fuertes, más aún que la loriga de gruesa y fuerte malla era, ya estaba rota por más de diez lugares, que por todos ellos le salía mucha sangre, y lo que aquella hora a Amadís más aprovechaba era su gran ligereza, que con ella todos los más golpes le hacía perder, aunque Ardán había mucho usado de aquel menester y su gran sabedor de herir de espada fuese.

En tal prisa como oís anduvieron dándose muy grandes y esquivos golpes hasta hora de tercia, trabándose a manos y brazos tan duramente que Ardán Canileo era metido en gran espanto, que nunca él hallara tan fuerte caballero ni tan valiente gigante que tanto a la su valentía resistiese, y lo que más su batalla le hacía dudar era que siempre a su enemigo hallaba más ligero y con mayor fuerza que al comienzo, siendo él cansado y laso y todo lleno de sangre.

Entonces conoció bien Madasima que fallecía de lo que prometiera que había de vencer a Amadís en menos que media legua se anduviese, de lo cual a ella no pesaba, ni aunque allí Ardán Canileo la cabeza perdiese, porque su pensamiento tan alto era, que más quería perder toda su tierra que se ver junta al casamiento de tal hombre.

Los caballeros se herían de muy grandes y fuertes golpes por todas las partes donde más mal se podían hacer, y cada uno de ellos pugnaba de llegar al otro a la muerte, y si Amadís tan fuertes armas trajera, según su gran viveza y lo que el aliento le duraba no le pudiera el otro tener campo, pero todo lo que él hacía y trabajaba le era bien menester, que lo había con muy fuerte y esquivo caballero en armas. Mas como ya él todas sus armas trajese rotas y el escudo deshecho y la carne por muchos lugares cortada donde mucha sangre le salía. Cuando Oriana así lo vio, no se lo pudiendo sufrir el corazón, quitóse con gran angustia de la ventana, y sentada en el suelo se hirió con sus manos en el rostro, pensando que a su amigo Amadís se le acercaba la muerte. Mabilia, que así la vio herir, de corazón le pesó e hízola tornar allí mostrándole gran saña, diciéndole que a tal hora y a tal peligro no debía desamparar a su amigo, y porque no podía sufrir de lo ver tan maltrecho púsose de espaldas, porque viese los sus muy hermosos cabellos, porque más esfuerzo y ardimiento su amigo tomase.

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