Amor y anarquía (19 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

—No sé, ni idea. Parece que está en coma.

"Después nos dijeron que cuando fue el accidente apareció la policía", dirá Silvia Gramático. "Soledad cuando lo escuchó le dio un ataque, que era la policía la que le había hecho eso, un ataque, pateaba las paredes, gritaba contra la autoridad. Pero después nos enteramos que era una historia más tipo Icaro, ¿no?".

Dos días antes, el 22 de agosto, Dennis se había ido a dormir tarde y solo. En mitad de la noche se cayó de su cama en las alturas: se golpeó la cabeza pero no le salía sangre ni parecía grave; se volvió a trepar a su cama y se durmió hasta la mañana. Cuando se despertó la cabeza le dolía demasiado; un par de compañeros le recomendaron que fuera al hospital y, al rato de llegar, cayó en coma. Esa tarde la policía fue al Asilo: so pretexto de estudiar el asunto revisaron casi todo el edificio, sin mayores hallazgos. Dennis se murió el lunes 25, temprano a la mañana.

Soledad estaba desconsolada: quería volver a Turín, aunque fuera estar allí para el entierro, hacer algo donde ya no se podía hacer nada. Silvano y Edoardo también decidieron volver y tenían un coche: les ofrecieron llevarlas. El viaje duró menos de dos horas: los dos italianos y las dos argentinas charlaron con intermitencias, en medio del dolor por la muerte del amigo. Fue el primer rato que Soledad pasó con Edoardo Massari: el tipo le pareció un poco brusco, entre ensimismado y enfático, tímido y presuntuoso. Incluso pensó que si lo hubiera encontrado en otra situación quizás le habría gustado, pero seguramente no ese día, cuando su primer italiano acababa de morirse.

Pocos días más tarde, Soledad se había instalado en el Asilo.

La imagino —la sospecho, la esbozo— como una adolescente buscando algún sentido de la vida: alguien que supone todavía que hay algo más que lo que el plan vulgar ofrece. La adolescencia —la juventud— es la época en que se supone que la vida debe —puede— tener un sentido. La vida no está hecha todavía, parece como si fuera necesario —fuera posible— hacerla. La imagino como una adolescente tardía esperanzada que se encuentra por fin con un mundo que trata de seguir adolescente —en el mejor sentido de la palabra: un grupo de gente que ha decidido rechazar ciertas convenciones que conforman lo que llamamos adultez.

(Adultez suele ser el nombre de la resignación: así es la vida, esto es lo que hay, dejate de soñar con pajaritos, ocupate del presente, nena. O, a lo sumo, el nombre de una pelea presupuesta: algo hay que desear, así que te definen qué —criar una familia, avanzar en el trabajo, engrosar una cuenta, creerse algún modo del éxito.)

La Argentina cada vez más estrecha impone, entre tantas otras cosas, la adultez inmediata para todos: la noción de que el único tiempo es el presente. Antes la Argentina estaba llena de futuros: estaba, incluso, plagada de futuros. Pero cuando María Soledad Rosas los empezó a buscar ya no quedaban. En esa Argentina no había caminos que llevaran a ninguna parte.

Queda dicho: en la Argentina —entre tantos caminos que no hay— no hay caminos para la diferencia, para la rebeldía. No hay —no había, al menos, en 1997— opciones orgánicas para la diferencia, políticas de la diferencia, ideologías que la sostuvieran con cierta convicción. Y, apartada la posibilidad de diferencia, lo igual es igual al desastre: con suerte, la menguada supervivencia individual —que tampoco resulta, muchas veces. Por eso, entre otras cosas, tantos que marchan hacia Ezeiza: el futuro, en la patria, fue reemplazado por el aeropuerto. Ahora empiezan a aparecer otras maneras —tímidas, vacilantes, otras. Aunque todavía —como en la Argentina de 1997— para muchos, la única salida es la salida: Soledad decidió lo que miles y miles. Ahora, quién sabe, habría sido distinto. O no.

"Eze, cómo te explico", le escribió a Ezequiel Gramático, el hijo de Silvia. "Acá todo es tan diferente en realidad. Supongo que tiene mucho que ver que acá no hay tantas necesidades y conseguir las cosas es más fácil. y esto te permite gastar energía sólo en lo que quieras y en lo que te interesa". Toda una teoría de la marginalidad en las sociedades opulentas: lo que permite su existencia es la satisfacción de las necesidades básicas, el aprovechamiento de la amplitud de un espacio social agrandado por la riqueza, cargado de excedentes. Y el deslumbramiento de ver que la diferencia podía ser otra cosa, un proyecto, una manera de vivir.

"Yo estoy aprendiendo cosas nuevas todo el tiempo", escribía. "Yo sentía de una forma y en Buenos Aires no encontraba el canal, no entendía bien lo que era, y ahora estoy viviendo eso que allá sentía. Pero no sabés todo lo que me falta, no te digo que allá vivía en un termo (o frasco) porque siempre fui sensible a lo que pasa. Pero siempre estuve en una posición pasiva, desde otro lado lo vivía. Pero no más pasiva, ahora quiero formar parte de todo esto y aportar lo que tenga y de mí lo mejor".

Ella buscaba —hacía años, buscaba— una razón, una causa, y la topó de pronto, donde quizás no la esperaba. Pero estaba preparada —por sus años de búsqueda— para reconocerla donde la encontrara y no dudó. No hay nada más excitante, más cómodo e incómodo que tener una causa: un paquete que justifica, ordena todo, un paquete que impone reglas sin excepción posible. Soledad había dado, de golpe, con esa causa que la explicaría.

"No, si alguien quiere quedarse acá no tiene que hacer ningún pedido formal", dirá Ita, ocupante del Asilo. "Es algo que va sucediendo poco a poco, casi sin que se note. Alguien se siente bien, los ocupantes también, y se va dando. Sole había entendido cómo funcionaba la casa sin que nadie tuviera que explicárselo. Si venís y la ves de afuera te puede parecer un quilombo, pero tiene su orden, que nadie explica pero que funciona. Y ella era como uno de nosotros, como si siempre hubiera estado acá. Sole aprendió el italiano muy rápido, muy bien. Quizás porque había decidido quedarse acá, entonces se esforzó, no sé. Es lindo cuando a alguien le gusta la casa, la aprecia. La casa es algo que hicimos nosotros, le pusimos un toco de amor, de todo. A ella le gustaba la casa, le gustábamos nosotros, ella nos gustaba... La verdad que nos entendimos bien desde el principio".

—Ti piace lavorare l'orto?

Le preguntó el grandote y Soledad soltó la carcajada. Empezaba a entenderlo cada vez mejor, pero había veces en que el italiano le hacía mucha gracia. Sobre todo cuando alguna palabra resultaba demasiado próxima al castellano pero significaba algo tan diferente. Como la palabra anarchico, por ejemplo, que en italiano es tanto más rotunda que el anarquista castellano: los italianos no son anarquistas —los que están a favor del anarquismo—; son anárquicos —los que lo son y lo ponen en acto.

—Sí, certo, me piace.

Sí, le gustaba lavorare l'orto: siempre le habían gustado los trabajos de la tierra y el pequeño huerto en el jardín del Asilo estaba bien cuidado. Se notaba que el grandote lo trataba con cariño.

—Sí, me piace tanto.

El grandote era un habitante del Barocchio —un caserón en el límite del campo que sus ocupantes habían arreglado con gusto notable y muchísimo trabajo—, pero a veces trabajaba el huerto del Asilo. Todos lo llamaban Tarzán: Andrea tenía 30 años, era alto, forzudo, serio, el pelo largo desatado sobre los hombros anchos. Aquella tarde trabajaron juntos en el huerto; aquella noche Andrea la invitó a acompañarlo a su refugio de los Alpes, en un valle lejano de la Val Chiusella, a casi 2.000 metros.

"Hoy es martes, son las cinco o cuatro, no sé", escribió Soledad en su cuaderno, para nadie, para sí misma. "Afuera está gris pero en este sitio hay luz y música. Nosotros limpiamos todo con Andrea. Ayer volvimos del refugio y el domingo me llevó a la punta de una montaña. Estábamos entre el cielo y la tierra, en el medio, suspendidos en la nada o en todo. Cuando volvimos de esa punta bajamos por una ladera muy empinada, muy verde. Yo me tiré en culopatín y me deslizaba suave. Qué azul estaba el cielo esa tarde, limpio, grande, todo nuestro y de nadie. Lo pienso y lo siento, la piel se me eriza. Ahora no escribo más, Andrea está en el huerto trabajando y quiero ir con él, quiero ver sus manos y sus brazos. Es tan bello y no puedo dejar de mirarlo, me impresiona".

Pocos días después se lo contó a su amigo Fabián en una carta: "Ahora tuve una semana de amor con un ragazzo que cómo te explico... Mucha montaña, ríos, agua, sol, naturaleza... y locura. Pero vos sabés que cuando uno viaja todo dura como un rayo. Poco pero como un rayo, fuerte y luminoso".

Soledad todavía no sabía que rayo, en italiano, se dice baleno.

Soledad se había instalado en una habitación del primer piso del viejo jardín de infantes ocupado. Su ventana daba al huerto; su cama seguía siendo un colchón en el suelo y había pegado en las paredes algunos afiches de los okupas de Turín; alguien le había prestado un pequeño radiograbador para sus cassettes argentinos: tenía, por primera vez en mucho tiempo, una casa que casi consideraba propia —si la palabra propia no hubiera tenido aquel viejo sentido que la molestaba, la idea de ajena a todos los demás: alguna vez Soledad dijo que su pieza era su pieza propia pero era también de todos, de cualquiera. A veces Andrea dormía con ella allí; otras, ella se iba a dormir al Barocchio.

"Yo me acuerdo de una chica jovencita jovencita, jovencita e ingenua", dirá Ita. "Era alegre, íbamos juntas a bailar a las fiestas del Barocchio, le gustaba divertirse, tomar, como a todos. Era entusiasta, toda energía, y decía que este lugar le daba buena energía. Muy dulce, pero también muy severa —sobre todo con ella, un poco rígida".

"Soledad era muy sociable, simpática, muy buena para hacer masajes de relajación: te daban una energía muy positiva", dirá Ibrahim, ex ocupante del Asilo. "Ella cantaba tanto, muchas veces con Maurizio, el brasilero; hacían unas caipirinhas con la licuadora y cantaban
Aguas de março
, era su hit".

"Ella llegó ahí y se sintió bien con la gente, se sintió lejos de su familia, libre", dirá Silvia Gramático. "Y empezó a leer cosas, libros, revistas, y fue adhiriendo. Estaba como sobresaltada, muy atenta a todo. Pero al principio la historia no era política, o no tan política. Le importaba más todo eso de la vida con ellos. Aunque a veces se ponía en una situación peligrosa. Por los curros en los supermercados, en cualquier momento los podía agarrar la policía. En un supermercado hay tantas cosas que es justo llevarse algunas, pero a mí me parece que era más bien cosa de chicos. Lo hacían más por hacerlo que por necesidad. Porque además ella era muy activa, si se ponía a trabajar lo hacía, no era una lumpen".

El espectro de sus actividades se había ampliado tanto: "Si estoy contra la cárcel no puedo quedarme en casa, entonces organizamos manifestaciones y escribimos manifiestos y gritamos ante la policía", le escribió en esos días a Ezequiel Gramático. "Si estoy en contra del capitalismo no puedo vivir de cierta forma que lo alimente, no quiero trabajar para nadie que se llene los bolsillos con mi sacrificio, entonces no trabajo y en la medida que más puedo les saco a ellos la parte que me hace falta, no es robar, es tomar aquello que me corresponde, más roban ellos a la gente con su sistema mentiroso. El problema es que la gente se deja explotar y sigue el rebaño. Al menos conmigo que no cuenten, prefiero ser una oveja negra. Así me siento mejor. Te cuento que esta ciudad es muy decadente, tantas fábricas abandonadas, tan gris. Pero me gusta, también me gusta entrar a esas fábricas abandonadas donde se encuentra mucho material que nosotros 'reciclamos', sobre todo los cables, que dentro tienen cobre y eso se vende bien, y en casa todo lo que tengo también es encontrado, no compro nada. Y lo que no se encuentra se autoproduce".

"Me parece que su presencia acá fue decisiva para su interés por la política", dirá Stefano, ex ocupante del Asilo. "Acá se encontró con un grupo de personas que teníamos cierta actividad política pero la vivíamos también en nuestras vidas cotidianas, nos dábamos la posibilidad de experimentar de inmediato en el terreno un cierto tipo de vida y, al mismo tiempo, de anudar relaciones humanas verdaderas. Acá, me parece, se encontró con gente que tenía, en las grandes líneas, ideas parecidas a las suyas pero, a diferencia de lo que debía pasar en la Argentina, acá esas ideas se podían poner en práctica: ocuparse de la casa, autogestionarse...".

La diferencia con la Argentina era central: probablemente no porque Soledad haya tenido, en su país, esas ideas y no haya sabido cómo ponerlas en práctica; parece, más bien, que lo poco que intentaba poner en práctica no encontraba las ideas que lo organizaran. La gran novedad de Turín fue, más que el encuentro de una práctica, el descubrimiento de que todo eso podía corresponder a unas ideas. Y que podía inscribirse en un marco que superara lo estrecho de la búsqueda individual: que le diera un sentido general a su insatisfacción, una compañía a su aislamiento.

"Acá Sole encontró un ambiente de gente con la que compartía ideas, pero también una práctica", dirá Stefano. "Pero no una práctica en el sentido de la célula clásica. Esto es una vida, no un discurso. Entre nosotros la idea es que no haya relaciones de dinero —por lo menos con tus compañeros—, que te autoorganices para hacer todo tipo de trabajos de manutención o mejoramiento de la casa, que tomes iniciativas con respecto a presos o perseguidos, conseguir plata para ellos con fiestas o cenas o imprimir un volante o un folleto o reunirse para discutir y tratar de entender por ejemplo el tema del tren de alta velocidad o cualquier otro que se plantee. Así cada boludez toma un sentido: si tenés que ponerte a cocinar pero esa cena la estás preparando para todos, es otra cosa. Y si encima de pronto a esa cena vienen de otras casas ocupadas para ver cómo hacen para organizar la ayuda a los presos, digamos, por ejemplo, entonces todo toma un sentido distinto. Es la vida autogestionaria típica de las casas ocupadas. Pero no con la mentalidad de los militantes clásicos: no se trata de reunirse en un cuarto, hacer el volante y tomárselas. Se trata de vivir de acuerdo con lo que estás planteando: ahí está toda la diferencia".

También descubría otras cosas: músicas, grupos, estilos que no sospechaba: "es bueno ver que acá la gente no se agrupa según el palo. Hay SXE, punks, posmos, etcétera. Todos juntos, se comunican y se defienden entre ellos. Los ambientes son diversos y eso lo hace interesante porque escuchás muchas cosas diferentes", le escribió a Ezequiel. Como el Drum & Bass, que era "fuerte muy fuerte y si te entrá en el cuerpo vibrás hasta el último pelo" o el Tecno Trance, "una música muy loca que cuando la escuchaba sentía que estaba como en un ritual, entrando en trance". Soledad se había entusiasmado con la posibilidad de aprender a tocar un instrumento: si puedo aprender el italiano, decía, por qué no el bajo.

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