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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Bitterblue (60 page)

—Sí, majestad…

—Pero no la han encontrado.

—No, majestad.

—Ni la encontrarán —manifestó Bitterblue—, porque se encuentra en mi sala de estar. Debe de haber tirado alguna otra cosa al río. Sabes perfectamente bien que es amigo mío y del príncipe Po y, como tal, jamás arrojaría mi corona al río.

Thiel nunca había parecido sentirse tan perplejo como en ese momento. A su lado, Darby tenía los ojos, uno amarillo y otro verde, entrecerrados, con expresión calculadora.

—Si la hubiese robado, majestad, sería un delito penado con la horca —dijo después.

—¿Y eso te complacería, Darby? —preguntó Bitterblue—. ¿Resolvería eso alguno de tus problemas?

—¿Perdón, majestad? —dijo él, malhumorado.

—No, estoy seguro de que la reina tiene razón —intervino Thiel, buscando con torpeza un terreno firme que pisar—. Su amigo no haría tal cosa. Es evidente que alguien ha cometido un error.

—Alguien ha cometido muchos y crasos errores —dijo Bitterblue—. Creo que volveré a mis aposentos.

En las oficinas de abajo hizo un alto para mirar las caras de sus hombres. Rood. Los escribientes, los soldados. Holt. Pensó en Teddy tendido en el suelo de un callejón con un cuchillo clavado en el vientre; Teddy, cuyo único deseo era que la gente supiera leer. Zaf huyendo de asesinos; Zaf imputado de asesinato con falsos testimonios; Zaf tiritando y empapado por zambullirse en busca de los huesos y un hombre yendo hacia él con un cuchillo; Bren luchando contra las llamas para salvar la imprenta del fuego.

Su administración con visión de futuro.

«Pero Thiel me salvó la vida. Holt me salvó la vida. No es posible. Debo de haber entendido algo mal. Hava miente sobre lo que vio».

Sentado a su escritorio, Rood alzó los ojos hacia ella. Bitterblue recordó entonces el molde de tipo que aún llevaba en el puño apretado. Lo sujetó entre el pulgar y el índice y lo sostuvo en alto para que Rood lo viera.

Rood estrechó los ojos, desconcertado. Entonces, al comprender, se echó bruscamente hacia atrás en la silla. Y rompió a llorar.

Bitterblue dio media vuelta y echó a correr.

Necesitaba a Helda, necesitaba a Giddon y a Bann, pero cuando llegó a la sala de estar ellos ya no se encontraban allí. En la mesa vio un informe y las nuevas traducciones escritas en la letra pulcra de Deceso. En ese momento era lo que menos quería ver.

Corrió hacia el recibidor y por el pasillo hasta llegar a la habitación de Helda, pero el ama de llaves tampoco estaba allí. En el pasillo, de vuelta a sus aposentes, se paró un momento y después irrumpió en su dormitorio y corrió hacia el baúl de su madre. Se arrodilló delante, se agarró a los bordes y obligó al corazón a guardar la palabra que definía lo que Thiel había hecho. «Traición».

«Mamá —pensó—. No lo entiendo. ¿Cómo ha podido Thiel ser tan mentiroso si tú lo querías y confiabas en él? ¿Si nos ayudó a escapar? ¿Si ha sido tan amable y afectuoso conmigo, y me prometió que nunca volvería a mentirme? No entiendo lo que está pasando. ¿Cómo es posible?».

Se oyó un suave chirrido al abrirse las puertas de fuera.

—¿Helda? —susurró—. ¿Helda? —repitió en voz más alta.

No hubo respuesta. Se levantó e iba hacia la puerta del dormitorio cuando le llegó un ruido extraño procedente de la sala de estar. Un golpe de metal en la alfombra. Bitterblue entró corriendo al recibidor y se paró cuando Thiel salió con precipitación de la sala de estar. Él también se quedó parado al verla. Llevaba los brazos llenos de documentos y en sus ojos había una expresión frenética, desconsolada y rebosante de vergüenza. Clavó esos ojos en los de ella. Bitterblue aguantó firme, sin moverse.

—¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome? —preguntó.

—Desde que la coronaron reina —respondió en un susurro.

—¡No eres mejor que mi padre! —gritó—. Te odio. Me has roto el corazón.

—Bitterblue —dijo él entonces—, perdóneme por lo que he hecho y por lo que debo hacer.

Entonces se abrió paso entre las puertas y se marchó.

Capítulo 38

E
ntró corriendo a la sala de estar. La corona falsa estaba tirada en la alfombra y las páginas de Deceso habían desaparecido.

Corrió de vuelta al recibidor y abrió de un empellón las puertas que daban al pasillo. Casi había llegado al final del corredor cuando dio media vuelta, pasó corriendo por delante del estupefacto guardia lenita y llamó a la puerta de Giddon. Golpeó con fuerza una y otra vez. Por fin Giddon abrió la puerta; estaba despeinado, descalzo y medio dormido.

—¿Querrá ir a la biblioteca y asegurarse de que Deceso está sano y salvo? —le pidió Bitterblue.

—De acuerdo —contestó él, desconcertado y soñoliento.

—Si ve a Thiel, deténgalo y no lo deje marchar. Se ha enterado de que tenemos los diarios, han ocurrido un montón de cosas y creo que se propone hacer algo horrible, Giddon, pero no sé qué es.

Sin más, echó a correr otra vez.

Irrumpió como un vendaval en las oficinas de abajo.

—¿Dónde está Thiel? —gritó.

Todos los rostros de la sala se volvieron hacia ella. Rood se puso de pie y habló en voz queda:

—Creíamos que estaba con usted, majestad. Nos dijo que iba a buscarla para hablar con usted.

—Vino y se marchó —aclaró Bitterblue—. No sé adónde ha ido o lo que se propone hacer. Si viene por aquí, no dejéis que se marche, por favor.

»Por favor —repitió, volviéndose hacia Holt, que estaba sentado en una silla, junto a la puerta, mirándola con aire aturdido. Bitterblue lo asió del brazo—. Por favor, Holt, no dejes que se vaya —suplicó.

—Así lo haré, majestad —contestó el guardia graceling.

Bitterblue se alejó de las oficinas a toda carrera, sin haber hallado sosiego.

Lo siguiente que hizo fue ir a la habitación de Thiel, pero tampoco lo encontró allí.

Al salir al patio mayor, el helor del aire la traspasó como una puñalada. Los hombres del retén contra incendios entraban y salían de la biblioteca.

Bitterblue entró a toda prisa detrás de ellos, avanzó a través del humo y vio a Giddon arrodillado en el suelo e inclinado sobre el cuerpo del bibliotecario.

—¡Deceso! —gritó Bitterblue mientras corría hacia ellos; se arrodilló y la espada tintineó en el suelo—. ¡Deceso!

—Está vivo —dijo Giddon.

Temblando de alivio, Bitterblue abrazó al inconsciente bibliotecario y le besó la mejilla.

—¿Se pondrá bien? —preguntó.

—Lo han golpeado en la cabeza y tiene las manos arañadas, pero parece que eso es todo. ¿Está usted bien? Ya han apagado el incendio, pero el humo es espeso todavía.

—¿Dónde está Thiel?

—Ya se había ido cuando llegué, majestad —explicó Giddon—. El escritorio estaba ardiendo y Deceso yacía en el suelo, detrás de él, así que lo arrastré para sacarlo de ahí. Luego salí al patio y llamé a gritos al retén contra incendios, y le quité la chaqueta a un pobre tipo para intentar apagar el fuego dando golpes con la prenda. Majestad… —vaciló antes de continuar—. Lo siento, pero la mayoría de los diarios se han quemado.

—No importa. Ha salvado a Deceso. —Y entonces, al mirar a Giddon por primera vez desde que había llegado, gritó porque tenía un pómulo surcado por grandes arañazos irregulares.

—Fue el gato, majestad —la tranquilizó él—. Lo encontré escondido debajo del escritorio en llamas. Estúpido animal…

Bitterblue lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Ha salvado a
Amoroso
.

—Sí, supongo que sí —dijo Giddon, tiznado de hollín, con sangre en la cara y una reina llorosa entre los brazos—. Venga, venga, tranquilícese. Todo el mundo está a salvo.

—¿Querrá quedarse con Deceso y vigilarlo?

—¿Adónde va usted?

—A buscar a Thiel.

—Majestad, Thiel es peligroso —le advirtió Giddon—. Envíe a la guardia monmarda.

—No me fío de la guardia monmarda. No confío en nadie excepto en nosotros. No me hará daño, Giddon.

—Eso no lo sabe usted.

—Sí lo sé.

—Pues que la acompañe su guardia lenita —sugirió Giddon, mirándola a los ojos con seriedad—. ¿Me promete que llevará a su guardia lenita?

—No, pero le prometo que Thiel no me hará daño. —Le bajó la cabeza y lo besó en la frente, como había hecho con Deceso. Luego se marchó a todo correr.

Ignoraba cómo, pero lo sabía. Algo en el corazón, un sentimiento más primordial debajo del dolor por la traición se lo advirtió. El miedo le dijo dónde había ido Thiel.

Tuvo la previsión, cuando salía por debajo del rastrillo al puente levadizo, de pararse delante de uno de los estupefactos guardias lenitas que no era tan enorme como los otros, y le pidió su abrigo.

—Majestad —dijo el hombre mientras se quitaba la prenda y la ayudaba a ponérsela—, será mejor que no salga. La nevada está dando paso a una ventisca.

—Siendo así, más vale que me des también el gorro y los guantes —le contestó—. Y luego ve dentro, a calentarte. ¿Thiel ha salido por aquí?

—No, majestad —respondió el guardia.

Entonces es que había ido por el túnel. Poniéndose los guantes y el gorro, Bitterblue echó a correr hacia el este.

La escalera que conducía a los transeúntes hacia el Puente Alígero estaba construida a un lado de una de las grandes cimentaciones de piedra. Escalones sin barandilla, con un viento que no acababa de decidir en qué dirección soplar, y una zona sombría que cada vez estaba más oscura conforme las nubes se volvían más compactas.

Unas huellas grandes se marcaban en la nieve recién caída en los escalones.

Rebuscando entre el abrigo que le quedaba grande por todas partes, desenvainó la espada y se sintió más segura con el arma en la mano. Después alzó el pie y lo puso en la primera huella de Thiel, y luego en la siguiente, y en la siguiente…

En lo alto de la escalera, la superficie del puente brillaba azul y blanca y el viento aullaba.

—¡No tengo miedo a las alturas! —le chilló al viento.

Gritar esa mentira la conectó con un flujo de valor que alentaba en lo más hondo de su ser, así que volvió a gritar lo mismo. El viento aulló con más fuerza para ahogar su voz.

A través de la nieve que caía logró distinguir a una persona que estaba de pie en el puente, bastante más adelante. El puente era una pendiente estrecha y resbaladiza de mármol que Bitterblue debía remontar para llegar adonde estaba Thiel.

El consejero se erguía al mismo borde del puente y asía el antepecho con las dos manos. Bitterblue corrió, espada en mano, y gritó palabras que Thiel no podía oír. La superficie debajo del golpeteo de los pies de Bitterblue sonó a madera, se volvió más flexible, más adherente con la nieve; él subió la rodilla al parapeto y Bitterblue apretó el paso aunque las piernas le pesaban, llegó a su lado, chilló, lo asió del brazo y tiró de él. Con un grito de sorpresa, perdido el equilibrio, Thiel trastabilló hacia atrás en el puente.

Interponiéndose entre el consejero y el parapeto, Bitterblue le puso la punta de la espada en el cuello, sin importarle que fuera un sinsentido amenazar con un arma a alguien que intentaba suicidarse.

—¡No! ¡Thiel, no! —gritó.

—¿Por qué está aquí? —espetó él mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Iba sin abrigo y temblaba de frío. La nieve húmeda le apelmazaba el cabello de forma que resaltaba los rasgos afilados de la cara, como los de un esqueleto—. ¿Tampoco voy a poder ahorrarle esto? ¡Se suponía que no tenía que verlo!

—Ya basta, Thiel. ¿Qué haces? ¡Thiel! ¡No lo dije en serio! ¡Te perdono!

El consejero retrocedió por el ancho del puente mientras ella lo seguía con la espada, hasta que estuvo con la espalda pegada al parapeto opuesto.

—No puede perdonarme —dijo—. No hay perdón para lo que he hecho. Ha leído lo que escribía él, ¿no? Sabe lo que nos obligaba a hacer, ¿verdad?

—Os obligaba a sanarlos para así seguir torturándolos —contestó—. Os forzaba a mirar mientras él los cortaba o las violaba a ellas. ¡No era culpa vuestra, Thiel!

—No —dijo él, con los ojos desorbitados—. No, él era el que observaba. Nosotros éramos los que los cortábamos y las violábamos. ¡Chiquillas! —gritó—. ¡Niñas pequeñas! ¡Veo sus caras!

Bitterblue se había quedado petrificada, asaltada por el vértigo.

—¿Qué? —musitó mientras la verdad, la última y total verdad, se abría paso en su mente—. ¡Thiel! ¿Leck os obligó a hacerles daño?

—Yo era su favorito —continuo él, frenético—. Su predilecto. Yo sentía placer cuando me decía que lo sintiera. ¡Lo sentía cuando los miraba a la cara!

—Thiel, te obligaba. ¡Eras su herramienta!

—Era un cobarde. ¡Un cobarde! —le gritó al viento con desesperación.

—¡Pero no fue culpa tuya, Thiel! ¡Te arrebató al hombre que eras!

—Maté a Runnemood… Lo comprende, ¿verdad? Lo arrojé por este puente para que dejara de hacerle daño a usted. He matado a tantos… He intentado poner fin a los recuerdos, necesitaba borrarlos de mi memoria, pero, en lugar de eso, resulta que cada vez todo adquiere más relevancia y es más difícil de controlar. Nunca fue mi intención que esto se nos escapara de las manos. Nunca quise decirle tantas mentiras. Se suponía que iba a acabar. ¡Pero nunca acaba!

—¡No hay nada que no pueda perdonarse, Thiel!

—No. —Thiel meneó la cabeza en un gesto de negación, sacudiéndose las lágrimas de la cara—. Lo he intentado, majestad. Lo he intentado y no sana.

—Thiel —dijo ella, ahora sollozando—. Por favor, déjame que te ayude. Por favor, por favor, apártate del borde.

—Usted es fuerte —afirmó el consejero—. Arreglará las cosas y todo irá mejor. Es una verdadera reina, como su madre. Me encontraba aquí mientras el cuerpo de Cinérea se quemaba. Cuando él incineró su cadáver en el Puente del Monstruo, yo me hallaba justo aquí y observaba. No estuve allí para honrar su muerte. Es justo que nadie honre la mía —manifestó mientras se volvía hacia el parapeto.

—No. ¡Thiel, no! —gritó. Tirando la inútil espada, lo agarró deseando que alguna parte de sí misma, alguna prolongación de su alma, se tendiera desde dentro de su ser hacia él, que lo detuviera, que lo mantuviera en el puente. Que lo sujetara allí, a salvo, con su amor.

«Deja de oponer resistencia, Thiel. Deja de enfrentarte a mí. ¡No, quédate, quédate aquí! No quiero que mueras».

Soltándose de sus dedos a la fuerza, el hombre la empujó con tal ímpetu que ella cayó al suelo.

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