Blonde (60 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Norma Jeane escribía con frenesí. ¿Qué significaban esos versos? No habría podido asegurar si se refería a Cass Chaplin y a Eddy G. o a Gladys, o a su padre ausente. Ahora que por primera vez en su vida estaba lejos de California, veía las cosas con claridad y dolor.
Necesito que me quieras. No puedo soportar el hecho de que no me quieras
.

Se le retrasó la regla y durante dos o tres días se convenció de que estaba embarazada. ¡Embarazada! Le dolían los pezones y sentía los pechos hinchados; creía verse el abdomen abultado, la piel luminosamente blanca y los pelos del pubis, decolorados y en parte afeitados, erizados como si estuvieran cargados de electricidad estática. Esto no tenía nada que ver con Rose, que había dejado morir a un bebé indefenso en un cajón y que habría abortado para impedir que el embarazo interfiriera con sus deseos. Era fácil imaginar a Rose tendida en una camilla, abriendo las piernas y diciendo al médico: «Haga su trabajo con rapidez. No soy una sentimental».

Los imprudentes Cass Chaplin y Eddy G. nunca usaban condón, a menos que estuvieran seguros, según decían, de que el compañero de cama estaba «enfermo».

Acurrucada entre los brazos suaves y fuertes de los jóvenes, aletargada por el placer sexual como un bebé saciado por el pecho materno y tan indiferente al futuro como si en efecto fuera un bebé, Norma Jeane se quedaba dormida y soñaba que estaba en la gloria, abrazada a sus amantes.
Si ocurre, será porque estaba escrito
. Una parte de su ser quería tener un hijo —sería el hijo de Cass y de Eddy G.—, mientras que otra parte, más sensata, sabía que sería un error.

Un error como el que había cometido Gladys al tener otra hija.

Ensayó mentalmente una llamada telefónica a sus amantes:

—Cass, Eddy, tengo una buena noticia: vais a ser padres.

¡Silencio! ¡La expresión de sus caras! Norma Jeane los vio con tanta claridad como si estuvieran con ella en la habitación y rió.

Naturalmente, no estaba embarazada.

Igual que en un perverso cuento de hadas en el que los únicos deseos que se cumplen son los falsos, nunca los verdaderos, no es fácil quedarte embarazada si eso es lo que quieres.

Así, en medio de la escena en la que Rose Loomis acude al depósito de cadáveres para identificar a su marido ahogado, descubre que quien se ha ahogado en realidad es su amante y se desmaya, Norma Jeane empezó a sangrar. ¡Una trampa cruel! Porque Rose Loomis lleva un cinturón que oprime su estrecha cintura y una falda tan ceñida que apenas puede andar sobre sus altos tacones. Porque usa unas diminutas bragas de encaje que rápidamente se empapan de sangre. Norma Jeane prácticamente se desmaya de verdad y tienen que ayudarla a llegar a un coche que la espera.

Después pasaría tres angustiosos días en la cama, expulsando coágulos de sangre de color óxido y olor repugnante y atormentada por una fuerte migraña. ¡Era el castigo de Rose! El médico de La Productora le prescribió una generosa dosis de analgésicos con codeína.

—Pero no debe beber, ¿entendido?

Los médicos contratados por los estudios de Hollywood eran poco estrictos y no se preocupaban por lo que pudiera ocurrirle al paciente una vez finalizado el rodaje. Mientras Norma Jeane estaba en cama, filmaron las escenas de
Niágara
en las que ella no aparecía. La joven actriz oyó comentarios de que sin Rose, las proyecciones diarias eran poco interesantes, aburridas y decepcionantes. Entonces se dio cuenta de que su presencia en la película era crucial, más importante que la de Joseph Cotten y, desde luego, que la de Jean Peters. Y por primera vez se preguntó cuánto les pagaban a los otros dos protagonistas.

Durante su estancia en el motel Starlite, además de a Nijinsky, Norma Jeane leyó
Mi vida en el arte
, de Konstantin Stanislavski, un libro que Cass Chaplin le había regalado la víspera de su partida. Era un precioso volumen en cartoné, lleno de anotaciones de Cass. También estaba leyendo
El manual del actor y la vida del actor
y
La interpretación de los sueños
, de Freud, una obra tan dogmática y monótona, como una voz recitando al ritmo de un metrónomo, que la adormecía. Pero ¿acaso Freud no era un genio? ¿No estaba a la altura de Einstein o Darwin? Otto Öse e I. E. Shinn le habían hablado bien de él. Además, la mitad de los miembros de la flor y nata de Hollywood se «psicoanalizaban». Freud creía que los sueños eran el «camino real hacia el inconsciente» y a Norma Jeane le habría gustado viajar por ese camino con el fin de aprender a dominar sus rebeldes emociones.
No pretendo liberarme del amor, sino de la necesidad de amar. Porque entonces dejaré de desear la muerte cuando no me sienta querida
. Al mismo tiempo leía
La muerte de Ivan Ilich
, de Tolstoi, una obra que Rose Loomis jamás habría leído, pues carecía de la paciencia necesaria y no encajaba con su carácter.
Quería prepararme para la muerte. No Rose, sino yo
.

Más tarde se comentaría que en cierta ocasión Marilyn Monroe no se presentó en el plató después de varias llamadas y que el propio H en persona, impaciente y nervioso, tuvo que ir a buscarla. La encontró con el ceñido vestido y el llamativo maquillaje que usaba Rose en la dramática escena en la que su vengativo marido intentaba estrangularla. La joven vio a H a través del espejo y por un momento no lo reconoció. Como si en ese instante, H fuera la encarnación de la muerte. ¡Esa sonrisa torcida y enajenada! ¡Esa risita entrecortada! Porque ella estaba llorando la terrible muerte de Ivan Ilich, ¿no? Llorando la muerte de un funcionario ruso del siglo
XIX
que ni siquiera había sido un hombre particularmente noble o respetable. Un reguero de rímel surcaba su mejilla pintada con colorete.

—¡Ya voy! —se apresuró a decir con tono culpable—. Rose está preparada para mo-morir.

9

Sin embargo, murió aterrorizada. Un castigo merecido. Aunque esa puta debería haber sufrido un poco más. Y tendrían que habernos dado la oportunidad de verla morir en primer plano, con la cámara enfocando directamente su cara, en lugar de hacerlo desde arriba. Sin ese juego de luces y sombras que embellece su muerte como si se tratara de un cuadro. Rose caída y muerta. Un cuerpo inerte, despatarrado. De súbito, Rose no es Rose, sino el cuerpo femenino muerto
.

10

—¿Por qué no contestáis? ¿Adónde habéis ido?

Sola en el motel Starlite, en las cataratas del Niágara, Norma Jeane echaba desesperadamente de menos a Cass Chaplin y Eddy G., a quienes rara vez localizaba en los números que le habían dado, en esas casas misteriosas donde el teléfono sonaba sin cesar o donde respondían criadas hispanas o filipinas que no entendían inglés. Los echaba tanto de menos que por fin «hizo el amor consigo misma», como le habían enseñado ellos, imaginando a Cass y a Eddy G., sus dos amantes, unidos en una única, acelerada y asustadiza caricia que la condujo a un clímax tan explosivo y aterrador que pareció perder el conocimiento y despertó segundos después, todavía aturdida, con un hilo de saliva en la barbilla y el corazón palpitando a un ritmo peligroso.
Si yo fuera Rose, me encantaría esta sensación. Pero supongo que no soy Rose
. Empezó a derramar lágrimas de vergüenza y desesperación. La añoranza por sus amantes era tan grande, que casi dudaba de que existieran. O, si existían, desconfiaba de que la quisieran como decían.

Norma Jeane se dijo que no le importaría descubrir que Cass y Eddy G. estaban liados, juntos o por separado, con otros hombres. (Suponía que las relaciones sexuales esporádicas eran lo natural entre los hombres homosexuales, aunque procuraba no pensar en ello.) Pero sí, sí, se quedaría devastada si se enterara de que en su ausencia habían tomado como amante a otra mujer.

Su poder residía en que era la Mujer. Ellos eran los Hombres y ella, la Mujer. «Un triunvirato mágico e indisoluble», como decía pomposamente Cass. ¡Ah, la adoraban! La querían. Estaba segura. Cuando se exhibían con ella en público, estaban radiantes de orgullo y posesión. Marilyn Monroe, la invención de La Productora, estaba en las puertas de la fama y los astutos nativos de Hollywood Cass y Eddy G. sabían lo que esto podía significar, aunque la chica lo ignorara. («¡Venga ya! No seáis tontos, eso no ocurrirá. ¿Como Jean Harlow? ¿O Joan Crawford? Yo no soy tan importante. Sé quién soy, lo mucho que tengo que esforzarme, el miedo que tengo. El hecho de que a veces parezca otra no es más que un truco de la cámara.») Incluso cuando Cass y Eddy G. se reían de ella, Norma Jeane sabía que la querían. Porque lo hacían como quien ríe de una hermana más joven e inexperta.

Sin embargo, bueno…, en ocasiones sus risas eran crueles. Norma Jeane trató de recordar esos momentos en los que los muchachos parecían confabularse contra ella. Cuando la lastimaban al hacer el amor. Cuando lo hacían de
aquella manera
que a ella no le gustaba, que dolía y seguía doliendo mucho después, tanto que casi no podía sentarse, que tenía que dormir boca abajo y tomar analgésicos o las píldoras mágicas de Cass. No entendía por qué a ellos les gustaba hacerlo de
aquella manera
.

—No es natural, ¿no? Quiero decir que… no puede ser normal.

Risas y más risas mientras la pequeña Norma parpadeaba para contener las lágrimas que brotaban de sus brillantes ojos azul celeste.

A veces herían sus sentimientos refiriéndose a ella como si no estuviera presente. Diciendo: «¡Ella, ella, ella!». Otras veces la llamaban con malicia, misteriosamente, «Pescado». Como en:

—Eh, Pescado, ¿nos dejas veinte pavos?

O:

—Eh, Pescadito, ¿me dejas cincuenta pavos?

Norma Jeane recordó que en un par de ocasiones había oído a Otto Öse al teléfono refiriéndose a ella, o a alguna de las otras modelos, como «pescado». Pero cuando le preguntó a Cass qué significaba el término, él se encogió de hombros y salió de la habitación. Después se lo preguntó a Eddy G., que le respondió con brutal franqueza, porque en el triunvirato de personalidades, Eddy G. adoptaba el papel del insolente hermano menor de Cass.

—¿Por qué? Bueno, tú eres «pescado», Norma. No puedes evitarlo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué significa «pescado»? —insistió ella, sonriendo.

Eddy G. también sonrió y respondió con cordialidad:

—«Pescado» significa mujer. Las escamas pegajosas, el clásico y apestoso olor. Un pescado es un ser viscoso, ¿no? Es una especie de mujer aunque sea macho, sobre todo si lo ves abierto en canal y destripado, ¿lo pillas? No es nada personal.

Sin embargo, el poder de Norma Jeane residía en su condición femenina. Igual que Marilyn Monroe, Rose Loomis era una Mujer.

No pueden tener niños sin nosotras. No pueden tener hijos
.

Sin nosotras las mujeres, ¡el mundo se acabaría!

Otra vez marcaba uno de los números de teléfono de Hollywood.

¿Cuántas veces había llamado esa tarde, esa noche? ¿Y qué hora era en Los Ángeles? ¿Tres horas más o tres horas menos? Nunca se acordaba.

—Si aquí es la una de la mañana, ¿allí son las diez de la noche? ¿Las once?

Ahora marcó con nerviosismo el número del apartamento nuevo, que todavía no había terminado de amueblar. Esta vez le respondieron.

—¿Diga? —era una voz femenina y juvenil.

Los Dióscuros

El recibimiento
. Allí estaban, esperando a su amada en la terminal. Continental Airlines, Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Con elegante ropa nueva —americana, chaleco, camisa de seda con grandes puños, chalina— y sombreros a juego. Un joven de brillantes ojos oscuros, espesa melena negra, bigote y la chaplinesca mirada de amante acongojado. Junto a él, ligeramente más alto, un robusto joven con los mismos rasgos agresivos de Edward G. Robinson pero más afeminados, prominentes labios carnosos y ojos llenos de pasión. El que se parecía a Chaplin llevaba media docena de rosas blancas y el que se parecía a Robinson, media docena de rosas rojas. Cuando en la cola de pasajeros que desembarcaban del avión apareció una joven rubia con gafas de sol, un arrugado traje blanco de falsa piel de tiburón y el cabello de algodón de azúcar prácticamente oculto bajo el ala inclinada de un sombrero de paja, los atildados jóvenes la miraron con expresión ausente.

—¿Qué pasa? ¿No me re-reconocéis?

Norma Jeane suavizó la tensión del momento dándole una nota de comedia musical. Ése era su don: su habilidad para improvisar en situaciones desesperadas. Rió con alegría y esbozó esa sonrisa suya que valía un millón de dólares. Agitó una mano en la cara de los hombres, como si quisiera despertarlos.

—¡Norma!

Los demás pasajeros miraron con asombro cómo corrían los jóvenes para abrazar a Norma Jeane. Eddy G. la levantó con el brazo derecho y la estrechó con tanta fuerza que poco faltó para que le rompiera las costillas. A continuación, con la furtiva gracia de un bailarín, Cass la abrazó y le dio un húmedo y apasionado beso en la boca.

¿Quiénes eran? ¿Actores? ¿Modelos? Los tres tenían un intrigante aire familiar, como si se parecieran a otras personas.

—Oh, Cass.

Norma Jeane prorrumpió en sollozos y ocultó la cara entre las rosas blancas.

Pero Eddy G. se interpuso entre los dos.

—Me toca a mí —dijo y la besó también en la boca.

Norma Jeane estaba demasiado sorprendida para devolverle el beso o cerrar los ojos. Le costaba respirar. Había tantas rosas. Algunas cayeron al suelo. El aterrizaje, un traqueteante descenso entre un remolino de niebla con olor a azufre, la había asustado y este recibimiento la asustaba aún más. Cass, profundamente conmovido, la miraba a los ojos.

—Norma, eres tan… hermosa. Supongo…

Eddy G. esbozó una fugaz sonrisa aniñada. Él, que hacía desternillarse de risa a sus amigos imitando a su célebre padre en
Hampa dorada
, ahora lo imitaba también sin saberlo, sonriendo, hablando por la comisura de la boca. Era muy propio de él reaccionar atropelladamente para evitar situaciones embarazosas.

—¡Sí! Aunque es fácil olvidar lo hermosa que es Marilyn.

Los hombres rieron. Tras un pequeño titubeo, Norma Jeane los imitó.

¡Qué cambiados estaban! Norma Jeane casi no los había reconocido.

La ropa elegante no era el único motivo (¿tenían un nuevo amigo, un generoso «benefactor»?, ¿uno de esos enamorados maduros que les resultaban irresistibles?). Cass llevaba el pelo más largo y rizado y se estaba dejando crecer un sedoso bigote negro tan parecido al de Charlot que había que mirarlo con atención para distinguirlo del original. Eddy G. estaba inquieto y eufórico (su última droga era Dexamyl, un estimulante que superaba a la Benzedrina en todos los aspectos y no causaba adicción); sus oscuros ojos resplandecían, pese a que tenía los párpados hinchados y los capilares de su globo ocular izquierdo se habían roto formando un delicado encaje de sangre.

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