Ella era la Bella Princesa que volvía al reino cruel que la había desterrado. Sin embargo, como Bella Princesa, perdonaba, lógicamente.
—Muy contenta. Muy agradecida. ¡Ya es hora de que Marilyn vuelva al trabajo!
»¿Qué conflicto? Oh, no hay ningún conflicto. Me gusta Hollywood y espero que a Hollywood le guste yo.
»Un individuo, igual que una especie, debe adaptarse o perecer. En un medio hostil. ¡Y el medio está siempre cambiando! En una democracia como la nuestra…, tantos descubrimientos sólo en la ciencia. El hombre no tardará en llegar a la Luna —reía sin aliento, porque todas las cosas se le revelaban, con los micrófonos adelantados hacia su cara—. Algún día, el misterio de los misterios, el origen de la vida. Bueno, yo soy optimista por naturaleza.
»Ah, sí, como Cherie, el personaje que hago en la película. Una inocente cantante barata, estancada en el Salvaje Oeste. Pero una optimista nata. Una estadounidense nata. ¡Me encanta!
¡Ah, desembarcar en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles! Puede que sintiera un poco de miedo y se negara a bajar del avión. Los emisarios de La Productora subieron a bordo. Muchísima gente esperaba la llegada de Marilyn Monroe: fotógrafos, periodistas, equipos de televisión, fans. Un rugido de catarata atronaba sus oídos. Estaba en Honolulú, estaba en Tokio. Pasarían dos horas y cuarenta minutos hasta que acompañaran a la Actriz Rubia hasta la limusina, que partió inmediatamente. Al fondo, las caras asustadas de los viajeros normales atrapados entre las inquietas multitudes y los cordones de la policía. ¿Un terremoto? ¿Un accidente aéreo? ¿Una bomba atómica que caía sobre Los Ángeles? «Es en broma», pensaba ella. En los periódicos de la mañana salieron fotos y artículos en primera plana.
M
ARILYN
M
ONROE VUELVE A HOLLYWOOD
.
MULTITUDES EN EL AEROPUERTO
.
M
ARILYN
M
ONROE VUELVE AL CINE
.
M
ARILYN
«
OTRA VEZ EN CASA
,
FELIZ
».
En las fotos aparecía la Actriz Rubia reproducida como una imagen reflejada en múltiples espejos. De frente, de perfil, por la izquierda, por la derecha, sonriendo, con sonrisa más radiante, lanzando besos, con boca de besar. Un ramo enorme en los brazos. En la primera página de
Los Angeles Times
había también artículos que informaban del encuentro entre el primer ministro británico Anthony Eden y el primer ministro soviético Nikolái Bulganin, y del encuentro entre el presidente Eisenhower y representantes de la recién fundada República Federal de Alemania. Había un reportaje de interés humano sobre las familias de los científicos «más secretos» implicados en la reciente prueba de la bomba de hidrógeno (¡equivalente a diez millones de toneladas de trinitrotolueno!) en el atolón Bikini, en el Pacífico Sur. Las inundaciones de Malibú se «cobraban» tres vidas. Una manifestación «pacífica» en Pasadena, encabezada por el reverendo Martin Luther King.
Para burlarse de mí
, se dijo.
De lo que soy
.
Marilyn Monroe tenía otro agente, Bix Holyrod, de la agencia Swanson. Tenía un equipo de abogados. Tenía un «capitalista». Con el anticipo cobrado al firmar el contrato de
Bus Stop
hizo el primer ingreso de lo que con el tiempo sería un fideicomiso de cien mil dólares para su madre, Gladys Mortensen. Tenía una secretaria de prensa proporcionada por La Productora. Tenía un maquillador, una peluquera, una manicura, un experto en piel y vello que había estudiado en la Universidad de Los Ángeles, un masajista, un sastre, un chófer y una «ayudante general». Se alojaba provisionalmente en las lujosas Bel-Air Towers, cerca de Beverly Boulevard, por donde vagaría con frecuencia perdida y desorientada, sin poder encontrar la entrada del Edificio B. Tenía problemas con las llaves, ya que solía olvidar dónde las había puesto. En el piso amueblado que le habían cedido había una gobernanta y una cocinera a tiempo parcial que se dirigía a ella llamándola «señorita Monroe» entre susurros reverentes. Por debajo del perfume de las flores (pues el piso estaba siempre lleno de ramos), un lejano olor a fungicida. No metía flores en el dormitorio, ya que sabía que consumirían su oxígeno. Había media docena de enchufes telefónicos en todo el piso, pero el aparato raras veces sonaba. Todas las llamadas para Marilyn se filtraban antes. Cuando descolgaba para hacer una llamada de cortesía, o no había línea u oía crujidos que (según le había dicho el Dramaturgo) indicaban que le habían pinchado el teléfono. Se cuidaba de tener echadas las persianas de todas las ventanas. El piso estaba en la segunda planta del edificio y expuesto a cualquier cosa. Dijo a la gobernanta que pusiera etiquetas en todas sus prendas e hiciera una lista exacta de la colada, ya que alguien le había dicho (Bix Holyrod, que pensaba que la cosa tenía gracia) que había un lucrativo mercado negro con la ropa interior de Marilyn Monroe. Asistía a comidas y cenas que se celebraban en su honor. En medio de estos acontecimientos se excusaba para llamar por teléfono al Dramaturgo, a su nuevo domicilio neoyorquino, un pequeño piso de un inmueble sin ascensor en Spring Street. Una de las fiestas más espléndidas en honor de Marilyn la organizó el señor Z, que desde hacía poco tenía una finca de estilo mediterráneo en Bel Air y una nueva esposa, de pelo broncíneo y pechos que parecían una armadura. El señor Z había envejecido muy bien. Parecía más joven de lo que ella recordaba. Aunque unos centímetros más bajo que ella («mi principal atractivo, Marilyn») y algo jorobado, el señor Z tenía una flamante cabellera blanca de las que llaman leoninas y ojos de viejo sabio. El señor Z era un pionero de Hollywood, un «fragmento de historia» vivo.
Como siempre, el señor Z y Marilyn Monroe interpretaron un diálogo cómico que los demás escucharon con envidia.
—¿Todavía tiene usted el aviario, señor Z? ¡Aquellos pobres pájaros muertos!
—Yo colecciono antigüedades, querida. Creo que me confundes con otro maestro.
—Usted era taxidermista, señor Z. Todos admirábamos sus manos.
—Tengo la mejor colección privada del país de bustos romanos. ¿Quieres verla?
A estas fiestas nocturnas en ricas residencias de las colinas de Los Ángeles, y a las citas diurnas, la llevaba una limusina. Entrevistas, sesiones fotográficas, encuentros de preproducción en La Productora. Comprobó con estupor que su chófer era el Chófer Sapo.
Así que no lo había imaginado después de todo. Nada de eso lo había imaginado
. El Chófer Sapo tampoco parecía haber envejecido. La postura rígida, perfecta, la piel blanda, arrugada, manchada y oscura, y los ojos brillantes y saltones. Ojos velados, no obstante. Gorra de visera, uniforme verde oscuro con botones dorados, como el Johnny de Philip Morris, pero a diferencia de aquel granuja de Johnny, cuya voz de falsete emplazó a miles de millones de estadounidenses nicotinómanos durante buena parte del siglo
XX
, el Chófer Sapo guardaba silencio. La Actriz Rubia le sonrió sin reservas.
—¡Ah, hola! ¿Me recuerda? —temblaba, pero estaba decidida a ser simpática y directa, pues todos deseamos que hablen bien de nosotros después de muertos, en particular las personas como el Chófer Sapo—. Una vez me llevó usted a la Casa de Expósitos de Los Ángeles. ¡Cómo lo pasamos! Y a otros sitios.
En el asiento trasero de la limusina, la Actriz Rubia, rodeada de vidrios oscuros, recorría la Ciudad de Arena
mientras mi corazón estaba en Nueva York, con el amante que pronto sería mi marido y que escribiría la verdadera historia de mi vida, en la que yo sería una estadounidense del pueblo, una heroína
. Al mismo tiempo, agotada y mareada (Marilyn Monroe sólo bebía champán, sólo Dom Pérignon), sonreía y pensaba:
Érase una vez un príncipe joven y apuesto al que una cruel maldición había convertido en sapo. Sólo si lo besaba una princesa joven y bella se rompería el hechizo y el príncipe joven y apuesto y la princesa joven y bella se casarían y vivirían felices para siempre
.
En mitad de este cuento se quedó dormida. Al llegar al punto de destino, el Chófer Sapo daría para despertarla unos golpecitos en el vidrio de separación, reacio incluso entonces a abrir la boca.
—¿Señorita Monroe? Hemos llegado.
Por lo general la llevaban a La Productora. El inmenso imperio que había tras aquellas murallas, al otro lado de la puerta y la garita de control. Donde hacía apenas una década había nacido Marilyn Monroe. Donde se había forjado el destino de Marilyn Monroe. Donde, décadas antes, se habían conocido sin duda los predestinados amantes que fueron los padres de Marilyn Monroe. Ella era Gladys Mortensen, montadora de cine, pero también muy atractiva. Él era… (con toda sinceridad, la Actriz Rubia decía a los entrevistadores que no dejaban de preguntarle por su misterioso padre que éste aún vivía, sí; estaba en contacto con ella, sí; ella lo conocía, sí; pero no quería que el mundo lo conociese «y yo respeto sus deseos»).
Su antiguo camerino, antaño de Marlene Dietrich, estaba preparado. Ramos y cestas de flores esperaban. Montañas de correspondencia, telegramas, regalitos conmovedoramente envueltos. Abrió la puerta y la cerró, vencida por las náuseas.
Doc Bob se había ido de La Productora, había desaparecido como si nunca hubiera estado allí. Corría el rumor de que estaba cumpliendo condena por homicidio en San Quintín. («Se le murió una muchacha y se negó a deshacerse del cadáver.») Otro médico, el doctor Fell, se había hecho cargo de la enfermería. El doctor Fell era alto y de frente arrugada, con el buen aspecto de Cary Grant y una forma algo forzada de tratar a los pacientes. Los apabullaba con sus conocimientos freudianos; hablaba con naturalidad de la libido, la agresividad infantil reprimida y el malestar en la cultura, «al que todos contribuimos y que sufrimos todos». El doctor Fell estuvo de servicio en el plató de
Bus Stop
y luego voló a los exteriores de Arizona. A menudo, durante las noches insomnes de brillante luna, Cherie llamaba al doctor Fell, en pijama y bata de Cary Grant, a su habitación del motel, desesperada por dormir. «Sólo esta vez. Otra vez y la última. No me habituaré, ¡lo prometo!» El doctor Fell era un sacerdote que, en caso de urgencia, tenía autoridad para administrar Nembutal líquido por vía intravenosa; el simple roce de su mano, el tacto de su pulgar buscando una vena en la tierna cara interior del antebrazo de Cherie, era ya un alivio. «Oh, Señor. Gracias, gracias.»
En el plató de
Bus Stop
había habido al principio un clima de magia y buena voluntad. Ella era Norma Jeane, que era Marilyn, que era Cherie de memoria. Era una actriz que había estudiado el Método en el New York Ensemble; era la personificación del saber y el arte escénicos de Stanislavski.
El intérprete debe interpretarse siempre a sí mismo. Un sí mismo fundido en los hornos de la memoria
. Conocía a Cherie hasta los más pequeños remiendos y jirones de su patético y grandioso vestido de cantante de cabaret. Conocía a Cherie tan íntimamente como había conocido a la Norma Jeane Baker de la agencia Preene, Miss Productos de Aluminio 1945, Miss Productos Lácteos del Sur de California 1945, Miss Hospitalidad por diez dólares al día, sonriendo con avidez, sonriendo para ser amada. ¡Oh, miradme! Contratadme. Era más feliz que con ningún otro papel cinematográfico. Pues hasta entonces nunca había elegido un papel. Al igual que una pupila de prostíbulo que o acepta al cliente que le imponen o recibe una tunda, había tenido que aceptar los papeles que La Productora le había impuesto. Hasta entonces. «Yo haré que améis a Cherie. Cherie os partirá el duro corazón.» Podía creer en sí misma y concentrarse como nunca. Las advertencias de Pearlman sonaban en sus oídos como los mandamientos de Yahvé.
¡Más al fondo! ¡Ve más al fondo! A la raíz misma de la motivación. Hasta los recuerdos que yacen enterrados como tesoros
. La voz paternal y amablemente imperiosa sonaba en sus oídos:
No dudes de tu talento, querida. De tu don incandescente. No dudes de mi amor por ti
. ¡Oh, no dudaba!
El director era un hombre distinguido al que La Productora había contratado a petición suya. No era un empleado de los estudios. Era un hombre de teatro al que el Dramaturgo valoraba mucho, un hombre independiente y muy suyo. Escuchaba con atención las sugerencias de la protagonista y supo reconocer su inteligencia, su perspicacia y su experiencia interpretativa mientras hablaban del personaje de Cherie; cómo tenía que vestirse, iluminarse, maquillarse, peinarse, incluso colorearse la piel. («Quiero un aspecto como de pelagra, de verde luna. Nada más que un asomo, quiero decir. Ha de ser sutil como un poema.») Por supuesto, el director debía el empleo a la protagonista y esto sin duda moderó su actitud; no desviaba la mirada con una sonrisa ni le seguía la corriente con exageración, como otros directores. Sin embargo, en su misma cortesía había algo turbador. Parecía demasiado educado con ella; demasiado reverente; incluso cauteloso. Su forma de mirarla cuando salía ella al plató con la indumentaria de corista de Cherie, descubriendo el nacimiento de los pechos y con las piernas enfundadas en medias de malla negras, como un hombre en un sueño. Esperaba que aquel hombre no se hubiera enamorado de ella.
¡Y llegó un poco de buena suerte! Puede que más de la que merecía. El reportaje anunciado en la portada de
Time
era Marilyn en estado puro, no ella.
Bueno, yo no sabía que Marilyn fuese… tan carismática. Aquella mujer hechizaba como el bailoteo del fuego. En el plató y fuera del plató. A veces me quedaba mirándola y me olvidaba de dónde me encontraba. Tenía una larga experiencia como director y era inmune a la belleza femenina y desde luego también al atractivo sexual, pero la Monroe estaba más allá de la belleza femenina y mucho más lejos del sexo. Había días en los que ardía de talento puro. Había en su interior una fiebre que pugnaba por expresarse. Estaba claro que era el genio y puede que el genio se vuelva enfermizo si no consigue expresarse, que es lo que creo que al final le ocurrió a ella, por la forma en que se hizo pedazos durante los últimos años. Pero yo tuve a la Monroe en su mejor momento. No había nadie como ella. Todo lo que hacía en su papel estaba inspirado. Estaba tan insegura que quería hacerlo otra vez, y otra, y otra, y así lo bordaba. Cuando una escena le salía perfecta, lo sabía. Me sonreía y yo también me daba cuenta. Sin embargo, había días en los que estaba tan asustada que llegaba al plató con varias horas de retraso. O era incapaz de hacer nada en absoluto. Tenía toda clase de enfermedades: indigestión, inflamación de garganta, migraña, laringitis, bronquitis. Acabamos muy por encima del presupuesto. En mi opinión, valió la pena hasta el último céntimo. Cuando Monroe estaba en su elemento era como un buceador sumergiéndose en aguas profundas; si dejaba de respirar, se ahogaba. Creo que estaba enamorado de ella. La verdad es que estaba loco por ella. No deja de asombrarme, porque pensaba en ella como aquella tía palurda e imbécil, toda tetas y culo bamboleantes, y aquel ángel Marilyn Monroe entra graciosamente, me coge las manos y me dice: El guión es poca cosa, es facilón, superficial y cursi, pero ella quiere reivindicarlo, quiere partirme el corazón con él, y bueno, el caso es que lo hizo
.