El Dramaturgo ya no escuchaba. Estaba en su estudio del tercer piso, mirando por la ventana el nublado cielo de invierno. Era un día laborable. Un día de indecisión. Sin embargo, estaba decidido, ¿o no? No podía hacer daño a su mujer, ni humillarla. Su familia. No podía caer en el adulterio. Aunque le costase la felicidad, la suya y la de ella. Cinco años antes, el Dramaturgo había sido de los que se habían negado sin alharacas a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas en la persecución de comunistas, simpatizantes del comunismo y disidentes políticos. No podía pasar informes sobre conocidos a los que en realidad descalificaba en privado, hombres irresponsables y autodestructivos, proestalinistas que fanfarroneaban sobre el diluvio de sangre que se avecinaba. No podía pasar informes sobre conocidos que a lo mejor lo habrían traicionado (¡ah, pero no quería pensar en eso!) si hubieran estado en su lugar. Pues la suya era la intolerancia del asceta, del monje, del rebelde, del mártir.
También Pearlman había tenido roces con el comité. También Pearlman se había comportado con integridad. Eso no podía negarse.
¿Te la has tirado, Max? ¿O estás en ello? ¿Es eso lo que he de leer entre líneas?
—Si montáramos la obra, Marilyn estaría sensacional. Yo podría darle clases particulares durante unos meses. En la clase de interpretación ya reacciona. Tiene un caparazón exterior, como todos, que ha de atravesarse: por dentro es lava hirviendo. En la ciudad todos dirán que nuestro teatro está en peligro, que la reputación de Pearlman está en peligro, y Pearlman les demostrará, Marilyn les demostrará que puede ser el debut teatral del siglo.
—Un golpe maestro —dijo el Dramaturgo con ironía.
—Claro que —comentó Pearlman con pesar— podría volver a Hollywood. La han demandado. La Productora. Ella se niega a hablar del asunto, pero llamé a su agente de allí y el hombre me habló con franqueza; me explicó la situación: Marilyn ha incumplido el contrato, debe a La Productora cuatro o cinco películas, la han suspendido de sueldo, no tiene ahorros, y dije: «Pero ¿es libre de trabajar para mí?», se echó a reír y dijo: «Es libre si quiere pagar el precio, a no ser que quiera pagarlo usted», y yo le dije: «¿De cuánto dinero hablamos? ¿De cien mil? ¿De doscientos?», y él dijo: «De la friolera de un millón. Esto es Hollywood, no Broadway», añadió el soplapollas, parecía un tipo joven, más joven que yo, y se reía de mí. Entonces le colgué.
El Dramaturgo volvió a guardar silencio. El desprecio que sentía le produjo un ligero escalofrío.
Se había visto dos veces con la Actriz Rubia después de aquella primera noche. Habían hablado con seriedad. Sí, se habían cogido las manos. El Dramaturgo aún tenía que decir
Te quiero, te adoro
. Aún tenía que decir
No podemos seguir viéndonos
. La Actriz Rubia había hablado por los codos, pero no de su pasado hollywoodiense ni de sus dificultades económicas. Sin embargo, el Dramaturgo sabía, por lo que había oído o leído, que La Productora había demandado a Marilyn Monroe.
Qué poco tiene que ver con ella esa persona, esa presencia. Y con nosotros
.
Max Pearlman habló otros diez minutos, pasando del éxtasis y la convicción a la agitación y la duda. El Dramaturgo lo imaginó retrepándose en su viejo sillón giratorio, estirando los robustos brazos, rascándose el peludo fragmento de barriga que quedaba al descubierto cuando se le subía el manchado jersey, y en las paredes del abarrotado y hediondo despacho, las fotos de actores vinculados al Ensemble, como Marlon Brando, Rod Steiger, Geraldine Page, Kim Stanley, Julie Harris, Montgomery Clift, James Dean, Paul Newman, Shelley Winters, Viveca Lindfords y Eli Wallach, sonriendo con afecto a su Max Pearlman; no tardaría en llegar el día en el que el hermoso rostro de Marilyn Monroe fuera adjuntado a aquellos preciadísimos trofeos.
—¿Has hablado de tu obra con otro teatro? —preguntó Pearlman por fin—. ¿Es eso?
Y el Dramaturgo contestó:
—No, Max. No he hablado. Lo que pasa es que no creo que esté terminada y lista para representarse, eso es todo.
A lo que Pearlman, explotando, replicó:
—¡Mierda! Pues terminémosla juntos, por el amor de Dios, trabajemos en eso, tú y yo, y la tendremos lista la temporada que viene. Para ella.
Y el Dramaturgo dijo con dulzura:
—Max…, buenas noches.
Colgó con rapidez. Y luego descolgó.
Pearlman era de los que volvían a llamar y dejaban que el teléfono sonara hasta el infinito.
17
Engaño
. También ella lo había llamado. La insistencia del teléfono semejante a un cuchillo en el corazón.
Hola, soy yo, tu Magda
.
Como si hiciera falta que se identificase.
Una tarde, al contestar, se oyó la encantadora, la débil y cálida voz, canturreando sin previo aviso:
You ain’t been blue
No, no, no
You ain’t been blue
Till you’ve had that mood indigo.
Esther, su esposa, había vuelto de donde hubiera estado. Miami.
En la cara de él, en sus ojos tristemente culpables, lo comprendió todo.
Esta incómoda escena improvisada: las palabras de la Actriz Rubia resonando en sus oídos, en sus entrañas, en su alma, el recuerdo de su aroma, la promesa de tenerla, su misterio, en cómica colisión con las cejas arqueadas de Esther, sus maletas acumulándose en el vestíbulo, en el vestíbulo de aquel comprimido y viejo domicilio de clase media, estrecho hasta lo inverosímil porque los libros del Dramaturgo desbordaban las inestables estanterías de madera que llenaban toda la casa, sin excluir los cuartos de baño, y allí estaba el Dramaturgo, doblándose para levantar las maletas, y un bolso de Neiman-Marcus que sin saber cómo cayó a sus pies.
—¡Qué torpe eres! Mira lo que has hecho.
¡Cierto! Era un hombre torpe. No tenía gracia. No era romántico. No era amante.
Había empezado por llamarla querida. Cariño todavía no. ¡Ay, cariño todavía no!
Cogerse las manos, apretarse las manos. En su jazzístico y oscuro refugio clandestino. Donde nadie los reconocía. (¿De verdad no los reconoció nadie? ¿Un cuarentón acigüeñado y con gafas y una joven esplendorosa que se lo comía con los ojos?) Algunos besos. Pero ninguno de pasión todavía. Ninguno que fuera preludio del acto amoroso.
Compréndelo, por favor: mi vida no me pertenece. Tengo mujer, hijos, familia. Amándote hago daño a otros. ¡Y no quiero hacerles daño! Prefiero hacerme daño a mí mismo
.
Y la Actriz Rubia sonreía y suspiraba, y así de bonitamente improvisó su parte de la escena.
Ay, Señor. Lo comprendo, ¡eso creo!
Su mujer le dijo con animación:
—¿Me has echado de menos?
—Claro.
—Sí —dijo ella riendo—. Ya veo.
Desde la noche del ensayo, y con todo lo que ésta le había revelado sobre su propia audacia y la inutilidad de su arte, el Dramaturgo había sido incapaz de concentrarse en el trabajo. Apenas había podido estarse quieto. Por la mañana daba un largo paseo hasta el otro extremo del parque; el frío era un bálsamo para su estado febril. Vagaba por los ventosos pasillos del Museo de Historia Natural, donde, de niño, y a semejanza de Isaac, había fantaseado y meditado, y se había perdido en la austera impersonalidad del pasado. Qué misterio: el mundo que nos precede nos da a luz, parece tratarnos con afecto al principio y luego se deshace de nosotros como un reptil que muda el pellejo. ¡Adiós! Pensó con furia: quiero que se recuerde mi paso por el mundo. Merecer el recuerdo. El Dramaturgo comprendía que la Actriz Rubia no quisiera tratarlo como a un igual. Advertía con astucia que estaba repitiendo un papel que ya había representado, quizá más de una vez, y por el que le habían dado un premio: era la mujer niña; él era el mentor adulto. Pero ¿qué quería ser? ¿El mentor paternal de aquella mujer o su amante? Seguramente los dos eran lo mismo para la Actriz Rubia. Para el Dramaturgo había algo morboso en ser ambas cosas, o en parecerlo.
Sólo puede amar a un hombre al que crea superior a ella. ¿Soy yo ese hombre?
¡Conocía sus propios defectos! Era el más despiadado de sus críticos. Sabía lo dolorosamente inseguro que era al escribir; carecía de ese genio poético que es alquimia, magia, espontaneidad. Ese instante chejoviano que destella entre lo aparentemente vulgar, como en un cielo despejado. Un repentino asomo de carcajada, el ronquido de un viejo, el hedor de las manos de Solioni.
El sonido de una cuerda al romperse, que se apaga con tristeza
.
Él no habría podido crear a la Natalia de Chéjov. Ni siquiera habría comprendido que su «muchacha del pueblo» era demasiado buena y por tanto inverosímil, pero la Actriz Rubia lo había advertido por instinto. En sus obras puntillosamente forjadas no había tales destellos chejovianos, porque la imaginación del Dramaturgo era literal, a veces torpe; sí, admitía su torpeza, lo cual era una forma de sinceridad. ¡El Dramaturgo no habría traicionado a la verdad ni siquiera al servicio del arte! No obstante, lo habían recompensado por su labor; le habían dado el premio Pulitzer (que había surtido el inesperado efecto de que su mujer se sintiera al mismo tiempo orgullosa y celosa de él) y otros galardones; acabaría siendo un dramaturgo de primera fila. Porque sus obras estremecían el corazón, al igual que las de Chéjov. Y que las de Ibsen, las de O’Neill, las de Williams. Quizá por su misma sencillez estremecía con más fuerza el corazón de Estados Unidos. Cuando se sentía optimista se decía a sí mismo que era un honrado artesano que construía barcos capaces y resistentes. Las rápidas y estilizadas naves de los dramaturgos poetas pasaban volando, pero la suya llegaba al mismo puerto que ellas.
Lo creía. ¡Quería creerlo!
Tus maravillosas obras. Tus preciosas obras. ¡Te admiro tanto…!
Y estas cosas se las decía una joven hermosa. Y hablaba con sinceridad. Con el aire de quien enuncia una verdad evidente. Había ido a la librería Strand en busca de aquellas obras suyas descatalogadas que no había leído aún, allá en su antigua vida.
Vivía en el Village, en un piso de la calle 11 Este que le había realquilado una amiga teatral de Max Pearlman. Nunca hablaba de su «antigua vida». Al Dramaturgo le habría gustado preguntarle: ¿te dolió la ruptura de tu matrimonio? ¿El hundimiento del amor? ¿O el amor no se «hunde», sino que se desvanece poco a poco?
Respeto el matrimonio. El vínculo entre un hombre y una mujer. Creo que debe ser sagrado. Nunca rompería un vínculo así
.
Cómo lo miraba con aquellos ojos sonrientes y enamorados.
La Actriz Rubia lo conmovía profundamente, como una criatura perdida. Una criatura abandonada. Con aquel cuerpo voluptuoso. ¡Ah, su cuerpo! Cuando se llegaba a conocer a Norma Jeane (así pensaba el Dramaturgo en ella, aunque raras veces la llamaba; no era su privilegio, en cualquier caso) se veía que, para ella, su cuerpo era objeto de curiosidad. A veces parecía tener el extraño deseo de que el Dramaturgo entrase en colisión con ella, en un conocimiento común. Otros hombres la deseaban sexualmente, porque su cuerpo era lo único que podían ver; él, el Dramaturgo, era un hombre superior, la conocía de otro modo y por tanto nunca podría sentirse decepcionado.
¿Hablaba en serio? El Dramaturgo rió de lo que decía, con amabilidad.
—Sin duda sabes que eres encantadora. Y eso no es un debe.
—¿Un qué?
—Un debe. Una desventaja, un defecto.
La Actriz Rubia le dio un golpe en el brazo.
—Oye, no tienes por qué adularme.
—¿Te adulo diciéndote con toda franqueza que eres una mujer hermosa? ¿Y que eso no representa ninguna desventaja? —el Dramaturgo se echó a reír, con ganas de apretarle el brazo, la muñeca; con ganas de impresionarla aunque fuera un poco, de que reconociera la sencilla verdad de lo que le estaba diciendo. ¡No podía desear que él no fuera un hombre! Aunque al presentarse como lo hacía, infantil, anhelante, nostálgica, seductora, estaba claramente despertándole el deseo sexual.
A no ser que él lo estuviera imaginando. Lo del afán de la mujer por hacer que se enamorase de ella. Que dejara a su esposa, que la amase a ella. Que se casase con ella.
La Actriz Rubia había dicho que vivía para su trabajo y vivía para el amor. Y no tenía trabajo en el presente. Y no estaba enamorada en el presente. (Bajando los ojos, los trémulos párpados. ¡Pero quería estar enamorada!)
—El sentido de la vida —dijo al Dramaturgo con seriedad conmovedora— es ser a-algo más que nosotros mismos, ¿no? En la propia cabeza. En el propio esqueleto. En la propia historia. Por ejemplo, en el trabajo, nos dejamos algo nuestro en él; y en el amor, nos elevamos a un plano de existencia superior, no somos solamente nosotros —hablaba con tanta vehemencia que el Dramaturgo se preguntó si habría memorizado aquellas frases. La ingenuidad, el idealismo…, ¿imitaba a las jóvenes de Chéjov, inteligentísimas pero fatalmente engañadas? ¿La Nina de
La gaviota
, la Irina de
Las tres hermanas
? ¿O citaba alguna fuente más próxima, algún diálogo que el mismo Dramaturgo hubiera escrito años antes? Sin embargo, no podía dudarse de su sinceridad. Estaban en un oscuro reservado de un club de
jazz
de la Sexta Avenida, en el West Village, se cogían las manos y el Dramaturgo estaba algo borracho, y la Actriz Rubia había tomado dos vasos de vino tinto, ella, que raras veces bebía, y se le saltaban las lágrimas a causa de una crisis inminente, ya que al día siguiente la esposa del Dramaturgo volvía a casa—. Si fueras una mujer y amaras a un hombre, querrías tener un hijo de ese hombre. Un hijo significa…, bueno, tú eres padre, ya sabes lo que un hijo significa. Dejas de ser solamente tú.
—Sí. Pero un hijo tampoco eres tú.
La Actriz Rubia parecía tan desconcertada, tan inusualmente dolida (como si hubiera sufrido un rechazo), que el Dramaturgo le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí, ya que estaban en el mismo lado del reservado; ya no se veían con una mesa castamente puesta entre ellos. El Dramaturgo quería estrecharla entre sus brazos y que ella le apoyara la cabeza en el pecho, o que enterrase su rostro cálido y lloriqueante entre su cuello y su hombro, para consolarla y protegerla. La protegería de sus engaños. Pues ¿qué es el engaño sino el preludio del dolor? ¿Y qué, el dolor sino el preludio de la ira? Sabía, como padre, que un hijo puede entrar en nuestra vida para dividirla, no para darle sentido de totalidad; sabía, como hombre, que un hijo podía entrometerse en un matrimonio en apariencia feliz, que un hijo podía alterar, cuando no destruir irrevocablemente, el amor entre un hombre y una mujer; sabía, como ciudadano maduro durante décadas, que no hay ningún idilio en la paternidad, ni siquiera en la maternidad, sólo una simple intensificación de la vida. Cuando somos padres, seguimos siendo nosotros a pesar de todo, pero ahora con la desconocida y aterradora carga de ser padres. Quiso besar los párpados aleteantes de aquella hermosa joven que tan mágica le resultaba, tan evanescente, y decirle: «Naturalmente que te quiero. Mi Magda. Mi Norma Jeane. ¿Como podría no amarte un hombre? Pero no puedo…».