—Lo de
Las tres hermanas
y mi obra.
—Nadie.
—¿Pearlman? ¿Que me había influido?
—No, no, es que he leído la obra de Chéjov. Hace años. Al principio quería ser actriz de teatro, pero necesitaba dinero, por eso me metí en el cine. Siempre pensé que podría interpretar el papel de Natalia. Quiero decir que cualquiera como yo podría interpretarlo. Porque no es de buena familia y la gente se ríe de ella.
El Dramaturgo guardó silencio. Su ofendido corazón latía con fuerza.
Al ver la irritación del Dramaturgo, la Actriz Rubia quiso deshacer el malentendido inmediatamente, añadiendo con entusiasmo de colegiala:
—Estaba pensando en lo que hace Chéjov con Natalia, sorprende al espectador porque resulta que Natalia es fuerte y astuta. Y cruel. Y Magda, bueno, ya sabes, Magda es siempre muy buena. ¿Lo sería en la vida real? Quiero decir todo el tiempo. Quiero decir —el Dramaturgo podía ver a la Actriz Rubia iluminada por las candilejas, la cara animada, los ojos entornados— que si fuera yo una chica de la limpieza (he hecho trabajos así, lavar ropa, fregar platos, fregar suelos, frotar retretes, en un orfanato en el que estuve y luego en una casa de Los Ángeles donde me acogieron), me sentiría dolida, estaría irritada por vivir unos de un modo y otros de otro. Pero tu Magda… cambia muy poco. Es buena.
—Sí. Magda es buena. Era buena. La primera Magda. No se me había ocurrido que tuviera que estar irritada —¿era verdad aquello? El Dramaturgo se expresaba con laconismo, pero tuvo que preguntárselo—. Ella y su familia daban gracias por el empleo que tenía. Aunque no era mucho, era algo.
Amonestada, la Actriz Rubia tuvo que estar de acuerdo. ¡Claro, ahora lo entendía! Magda era superior a ella, una forma más elevada de sí misma. Desde luego.
El Dramaturgo hizo una seña a un camarero y le pidió más bebida. Whisky para él, un refresco con soda para ella. ¿No bebía alcohol?, se preguntó. ¿O no se atrevía? Había oído decir… En medio de aquel turbador silencio, el Dramaturgo, procurando que no hubiera ironía en su voz, dijo:
—¿Y qué más cosas se te han ocurrido sobre Magda?
La Actriz Rubia se rozaba los labios con timidez. Parecía que iba a hablar, pero luego se contenía. Sabía que el Dramaturgo estaba enfadado con ella y en un segundo había llegado a la conclusión de que la detestaba. La atracción sexual que tal vez había sentido por ella se estaba desbordando ahora en forma de cólera. ¡Lo sabía! Como hembra (intuía el Dramaturgo) tenía tanta experiencia como una puta a la que hubieran arrojado a la calle de niña, era igual de sensible a los cambios bruscos de la atención y el deseo de los hombres.
Porque su vida depende de ello. Su vida de hembra
.
—Me parece… que he dicho algo que no debía, ¿verdad? Sobre Natalia.
—De ningún modo. Tiene su mérito.
—Tu obra no es como… como la otra.
—No. Chéjov no me ha atraído nunca.
El Dramaturgo hablaba con cautela. Sonreía forzadamente. Sonreía. Enfrentado a la terquedad de una mujer, como la de su esposa y, muchos años antes, la de su madre. Las mujeres a las que había conocido eran capaces de tener un par de ideas sencillas alojadas en el cerebro como perdigones de un escopetazo, y ni la argumentación ni el sentido común ni la lógica podían sacarlas de allí.
Yo no me parezco al poeta Chéjov. Yo soy un artesano de la escuela de Ibsen. Con los pies pegados al suelo. Y con el suelo pegado a los pies
.
La Actriz Rubia tenía algo más que decir. ¿Se atrevería? Rió con nerviosismo y se acercó al Dramaturgo como para contarle un secreto. Él le miró la boca. Preguntándose por las suciedades desesperadas que habría hecho aquella boca.
—Estaba pensando en una cosa. ¿Magda sabría leer? Isaac podría enseñarle el poema, el que le ha escrito, y ella fingir que lo lee.
Las sienes del Dramaturgo latían con fuerza.
¡Ya estaba! Magda era analfabeta.
La primera Magda había sido seguramente analfabeta. Claro que sí.
El Dramaturgo se apresuró a responder, sonriendo:
—No es necesario que sigamos hablando de mi obra, Marilyn. Cuéntame algo de ti, por favor.
La Actriz Rubia sonrió con desconcierto. Como pensando:
¿De qué mí?
—¿Puedo llamarte Marilyn? —añadió el Dramaturgo—. ¿O es sólo un nombre artístico?
—Puedes llamarme Norma. Es mi verdadero nombre.
El Dramaturgo meditó aquello.
—No sé por qué, pero Norma no te sienta bien.
La Actriz Rubia pareció dolida.
—¿No?
—Norma. Es nombre de anciana, de una época pasada. Norma Talmadge. Norma Shearer.
La Actriz Rubia se animó.
—¡Norma Shearer fue mi madrina! Mi madre y ella eran buenas amigas. Mi padre era amigo del señor Thalberg. Yo era muy pequeña cuando murió, pero me acuerdo del entierro. Fuimos en una limusina, con la familia. Fue el entierro más concurrido de la historia de Hollywood.
El Dramaturgo sabía poco del pasado de la Actriz Rubia, pero aquello no tenía buen aspecto. ¿No acababa de decirle que era huérfana y que la habían acogido en una casa?
Optó por no hacerle preguntas. La Actriz Rubia sonreía muy orgullosa.
—¡Irving Thalberg! El judío prodigio de Nueva York.
La Actriz Rubia sonrió con inseguridad. ¿Era una broma? ¿Una libertad que se tomaban los judíos cuando hablaban de otros judíos, con familiaridad, con confianza, incluso con desprecio, y que los no judíos no se atrevían a tomarse?
El Dramaturgo, al ver el desconcierto de la Actriz Rubia, añadió:
—Thalberg era una leyenda. Un milagro. Joven hasta en la muerte.
—¿De verdad era joven? ¿Al m-morir?
—A un niño no le habría parecido joven. Pero lo era a los ojos del mundo.
—El oficio fúnebre —dijo la Actriz Rubia con vehemencia— fue en un lugar precioso, una sinagoga o un templo, de Wilshire Boulevard. Yo era demasiado joven para entenderlo todo. Creo que se habló en hebreo…, era muy raro y maravilloso. Creo que pensé que era la voz de Dios. Pero no he vuelto desde entonces. Me refiero a las sinagogas.
El Dramaturgo movió los hombros con incomodidad. La religión no significaba para él más que una modalidad de respeto ancestral y no se la tomaba al pie de la letra. No era de los judíos que creían que el Holocausto había sido el fin de la historia, o el principio de la historia, ni siquiera que el Holocausto «definiera» a los judíos. Era liberal, socialista, racionalista. No era sionista. En privado creía que los judíos eran la más culta, más dotada, mejor educada y mejor intencionada de todas las pendencieras multitudes del mundo, pero no asociaba ningún sentimiento o simpatía especial a esta convicción; era de sentido común.
—No me tienta el misticismo. El hebreo no me suena en los oídos como la voz de Dios.
—¿No?
—El trueno quizá. El terremoto, el maremoto. Una voz divina sin los estorbos de la sintaxis.
La Actriz Rubia lo miró con los ojos como platos.
Ojos de hermosas pestañas largas en los que podía caer sin parar.
El Dramaturgo pidió más bebida por señas, para él. Pensaba en que, al igual que casi todos los actores y actrices, la Actriz Rubia parecía más joven que en las fotos. Y más baja. Y su cabeza, su bella y proporcionada cabeza, demasiado grande. Las fotos embellecían a aquellos monstruos; a veces parecían dioses en la pantalla, quién sabe por qué.
La belleza es una cuestión de perspectiva. Todo lo que vemos es ilusorio
. No quería amar a aquella mujer. Se dijo que no podía liarse con una actriz. ¡Una actriz! ¡Una actriz de Hollywood! A diferencia de los actores de teatro, que aprenden su oficio puntillosamente y deben memorizar sus intervenciones, los de cine, sin trabajar apenas —ensayos breves y con directores tolerantes que les enseñan a murmurar unas cuantas frases y que los filman una y otra vez—, fingen actuar del modo más necio, leyendo sus frases en rótulos que les ponen detrás de la cámara. Y algunos de estos «actores» reciben Oscars. ¡Qué forma de burlarse del teatro! Y encima, la vida privada de los actores. El Dramaturgo recordaba los rumores que había oído sobre la Actriz Rubia: su promiscuidad antes de (¿y durante?) su conflictivo matrimonio, su consumo de drogas, su intento (o intentos) de suicidio, su vinculación con una serie de personajes salvajes y decadentes de la periferia hollywoodiense, entre ellos el heroinómano y alcohólico hijo del fichado Charlie Chaplin.
Ahora que había conocido a la Actriz Rubia, no podía creer nada de aquello, ni por un instante.
Ahora que había conocido a su Magda, no creería nada sobre ella que no hubiera descubierto él mismo.
—Lo que me produce mucho respeto en Magda es que tiene al niño porque lo quiere —dijo la Actriz Rubia con timidez, como una colegiala que transmite un secreto—. ¡Lo quiere, antes de que nazca! Es una escena breve, cuando habla al niño, un monólogo…, e Isaac no lo sabe, nadie lo sabe. Busca un hombre con el que casarse para que el niño pueda venir al mundo y… no lo rechacen ni lo desprecien. Puede que otra chica diera a luz en secreto y matara al niño. Bueno, es lo que hacían antes, las chicas pobres y solteras. Mi mejor amiga en el orfanato…, su madre quiso matarla…, ahogarla. En agua hirviendo. Tenía cicatrices por los brazos, como escamas de encaje.
Los ojos de la Actriz Rubia se anegaron en lágrimas. El Dramaturgo, instintivamente, hizo ademán de tocarle la mano, el dorso de la mano.
Reescribiría la historia. Estaba capacitado para ello
.
La Actriz Rubia se secó los ojos, se sonó la nariz y dijo:
—Mi madre me puso Norma Jeane. Bueno, mi madre y mi padre. ¿Te gusta más que Norma?
—Un poco más —dijo el Dramaturgo con una sonrisa.
Le había soltado la mano. Con ganas de cogérsela otra vez, de inclinarse por encima de la mesa, de besarla.
Era una escena de película: no original, pero sí absorbente. Si se inclinaba por encima de la mesa, la joven rubia alzaría la cabeza, a la expectativa, y él, el enamorado, encerraría su cara entre las manos y pegaría su boca a la de ella.
El principio de todo. El fin de su largo matrimonio.
La Actriz Rubia, para disculparse, dijo:
—No me gusta mucho M-marilyn. Pero puedo llevarlo. Así me llaman ahora casi todos. Los que no me conocen.
—Puedo llamarte Norma Jeane, si lo prefieres. Puedo llamarte —y aquí su voz onduló con audacia— mi Magda.
—Ah. Eso me gusta.
—Mi Magda Secreta.
—¡Sí!
—Pero quizá Marilyn cuando haya otros cerca. Así no habría malentendidos.
—No me importa cómo me llames cuando haya otros cerca. Silba si quieres. Puedes llamarme diciendo: «Oye, tú» —la Actriz Rubia reía enseñando su preciosa dentadura blanca.
El Dramaturgo estaba profundamente conmovido, la había hecho feliz con rapidez.
También al Dramaturgo lo habían hecho feliz con rapidez.
—Oye, tú.
—Oye, tú.
Se echaron a reír como niños embriagados de entusiasmo. Repentinamente recelosos y asustados. Porque no se habían tocado aún. Sólo aquel roce de las manos. No se habían besado todavía. Saldrían del establecimiento a medianoche, el Dramaturgo le buscaría un taxi y entonces se besarían, con rapidez, con deseo pero con castidad, y se estrecharían la mano, se mirarían con anhelo y nada más. Aquella noche.
Delirante de emoción, el Dramaturgo recorrería andando las escasas manzanas que había hasta su piso a oscuras. Feliz por estar enamorado, feliz por estar solo.
15
Como mi Magda, una muchacha del pueblo
.
Sin cicatrices en los brazos. Sin cicatrices en el cuerpo
.
Mi vida volvió a comenzar con ella. ¡Como Isaac! Un hombre para quien el mundo es joven otra vez. Antes de la historia y del Holocausto, recién nacido
.
La verdad es que antes de ser amantes, el Dramaturgo, en público, raras veces llamó Marilyn a la Actriz Rubia, ya que era el nombre por el que el mundo la conocía familiarmente; y él, su amante, su protector, no era el mundo. Tampoco la llamó Magda o mi Magda en privado. Por el contrario, y sin darse cuenta, la llamaba querida, cariño, cielo, tesoro. Pues el mundo no tenía derecho a llamarla por estos nombres tiernos.
Sólo él lo tenía.
Cuando estaban solos, ella lo llamaba papá. Al principio jugando, para pincharle (bueno, le llevaba casi veinte años, ¿por qué no bromear con eso?), luego en serio y con los ojos destellando de amor y respeto. Cuando había otros delante, ella lo llamaba querido y a veces cielo. Raras veces se dirigía a él por su nombre de pila y nunca con diminutivos de ese nombre. Pues también éste era, en su caso, el nombre por el que el mundo lo conocía a él.
Inventar un lenguaje privado cada vez que amamos. El idioma de los amantes
.
Vamos, papá…, tú nunca hablarás de mí, ¿verdad? A nadie más
.
Nunca
.
Ni escribirás sobre mí. ¿Papá?
Nunca, cariño. ¿No te lo he dicho ya?
16
Una epopeya estadounidense
. Pearlman llamó por fin. Sabiendo que pasaba algo (pues su viejo amigo el Dramaturgo lo evitaba desde el ensayo), pero resuelto a no dar ningún indicio. Habló durante una hora seguida elogiando y analizando
La muchacha del pelo de oro
, y dijo que esperaba que el Ensemble pudiera montarla la temporada siguiente, punto en el que bajó la voz (tal como había previsto el Dramaturgo en esta escena) y añadió:
—A propósito de mi Magda…, ¿qué piensas? No está mal, ¿verdad?
El Dramaturgo temblaba de ira. Al final consiguió murmurar sólo unas palabras de educada conformidad.
—Pese a ser una actriz de Hollywood —dijo Pearlman con nerviosismo—. La clásica rubia idiota sin experiencia teatral. Notable, me parece a mí.
—Sí. Notable.
Pausa. Era una escena improvisada, pero el Dramaturgo no se esforzaba.
—Podría ser tu obra maestra, amigo mío —dijo Pearlman como si estuvieran discutiendo—. Si la trabajamos juntos —otra pausa. Silencio embarazoso—. Si… Marilyn hiciera el papel de Magda —pronunció Marilyn con voz tierna e indecisa—. Ya viste lo asustada que estaba. De «actuar en vivo», como dice ella. La aterroriza la posibilidad de olvidar alguna frase, por lo que dice. Quedarse «desnuda» en el escenario. Para ella todo es cuestión de vida o muerte. No puede fallar. Si falla, es la muerte. Respeto eso, es exactamente lo que yo pienso, o lo que debería pensar si no fuera la persona más cuerda que conozco. Le dije: «Sabes aprender de tus errores, Marilyn». «Pero la gente espera que cometa errores. Espera que fracase, para reírse de mí», dijo ella. Tenía tanto miedo durante el ensayo de la otra tarde que no hacía más que ir al lavabo. Le dije: «Marilyn, vamos a tener que ponerte un orinal debajo de la silla», y se partió de risa. Estuvo más relajada desde entonces. Ensayamos dos veces, ¡dos! Para nosotros no es nada, pero para ella tuvo que ser mucho. Me decía: «Debo mejorar. Mi voz debería ser más fuerte». Sí, cierto, tiene una voz débil. No la oirían desde las filas traseras de ningún teatro de más de ciento cincuenta localidades. Pero podemos desarrollar esa voz. Podemos desarrollarla a ella. «Ése es mi cometido», le dije. «Dadme talento y seré Hércules. Dadme talento inusual y seré Yahvé.» «Pero el autor estará allí, el autor me oirá», repetía ella. Le dije: «Ésa es la idea, Marilyn. Es la intención del teatro contemporáneo: que el autor trabaje contigo». Con nosotros, esta mujer podría comprender su verdadero talento. En tu obra, en ese papel. Está hecho para ella. Es «una mujer del pueblo», como Magda. En serio, es más que una estrella de cine. Es una actriz teatral nata. No se parece a nadie con quien haya trabajado, salvo tal vez a Marlon Brando, los dos se parecen en espíritu. Nuestra Magda, ¿eh? Qué casualidad, ¿no? ¿Qué dices?