Blonde (87 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

2

Había escrito una escena y la escena era su vida.

No era muy buena. El Dramaturgo lo sabía. Una obra hecha con palabras, un bajel de simple lenguaje, envuelto hasta cierto punto en sus entrañas, enredado en las arterias de su cuerpo vivo. Con voz neutral, dijo de su última obra, la primera después de varios años:

—Aún tengo esperanzas. No está terminada.

Esperanzas. No está terminada
.

¡Lo sabía! Ninguna obra es la vida del dramaturgo, como ninguna novela es la vida de un novelista. No son más que intermedios en la vida, como vibraciones, ondas y sacudidas violentas que pasan por un elemento como el agua, agitándolo pero sin capacidad para alterarlo. Lo sabía. Sin embargo, llevaba trabajando mucho tiempo en
La muchacha del pelo de oro
. La versión «épica» más primitiva y desnuda la había comenzado en la universidad. La había arrinconado con la desesperación y el éxtasis del primer amor, había escrito otras obras (¡en los años cuarenta, después de la guerra, se había convertido en el Dramaturgo!) y había vuelto a ella durante la juvenil madurez, después de llevar
La muchacha del pelo de oro
(las notas manuscritas, los borradores mal mecanografiados, las escenas frustradas, las escenas alargadas, las profusas descripciones de los personajes y fotos de los años veinte, con las puntas dobladas y cada vez más amarillas; por encima de todo paseaba las esperanzas) de vida en vida, desde las habitaciones individuales y las viviendas estrechas de New Brunswick, Nueva Jersey, Brooklyn y Nueva York hasta el presente piso de seis habitaciones de la calle 72 Oeste, cerca de Central Park, y hasta los hoteles turísticos de los montes Adirondacks y de la costa de Maine, incluso hasta Roma, París, Ámsterdam y Marrakech. La había llevado desde la soltería hasta una vida inesperadamente complicada por una esposa y unos hijos, por una vida familiar de la que al principio había disfrutado, como un antídoto contra el mundo obsesivo que tenía en la cabeza; la había llevado en su seno desde la impaciente y asombrada sexualidad de la juventud hasta la sexualidad menguante e insegura de los cuarenta. La muchacha de
La muchacha del pelo de oro
había sido un primer amor, nunca consumado. Ni siquiera declarado.

Tenía ya cuarenta y ocho años. La muchacha, si aún vivía, estaría por los cincuenta y cinco. ¡La hermosa Magda, madura! No la veía desde hacía más de veinte años.

Había escrito una escena y la escena era su vida.

3

¡Desaparecida! Sacó el dinero que tenía en tres cuentas en sendos bancos de Los Ángeles. Cerró la casa que tenía alquilada y dejó avisos para unos cuantos, explicando que desaparecía de Hollywood y que no la echaran de menos, por favor. Y que no la buscaran. No dio ninguna dirección ni siquiera a su consternado agente porque en el momento de la huida no tenía ninguna. Ni ningún teléfono, porque tampoco podía darlo. Los libros, los papeles y los cuatro vestidos los metió a toda prisa en cajas y los envió a: Norma Jeane Baker, lista de correos, Ciudad de Nueva York, Nueva York.

La abuela Della decía que tomara una decisión si detestaba la vida que llevaba. Pero no era la vida lo que yo detestaba
.

4

Un sueño de Entonces
. Una noche antes de que el Dramaturgo y la Actriz Rubia se conozcan en Nueva York, a comienzos del invierno de 1955, el Dramaturgo tiene otro de sus habituales sueños de humillación.

Sueños de los que, desde la temprana adolescencia, no ha hablado con nadie. Sueños que procura olvidar en cuanto despierta.

En el arte, piensa el Dramaturgo, los sueños son profundos, cambian la vida y a menudo son hermosos. En la vida no tienen más significado que las casas de Rahway, Nueva Jersey, vistas un día de lluvia a través de la ventanilla mojada de un autobús que corre por la Ruta 1 entre nubes de monóxido de carbono.

La verdad es que el Dramaturgo nació en Rahway, una ciudad obrera del noreste de Nueva Jersey. En diciembre de 1908. Sus padres eran judíos de Berlín que salieron de Alemania a fines del siglo
XIX
con la esperanza de integrarse en Estados Unidos, americanizar su característico apellido judío y arrancarse las nudosas raíces judías. Eran judíos que ya no toleraban ser judíos, aunque eran judíos resentidamente conscientes de ser objeto del desprecio de muchos no judíos que se sabían inferiores a ellos. En Estados Unidos, el padre del Dramaturgo encontró trabajo en un establecimiento de maquinaria del este de Nueva York, con otros inmigrantes, encontró trabajo en una carnicería de Hoboken y de vendedor de zapatos en Rahway, y por fin, en la que fue la aventura más arriesgada de su madurez, obtuvo una franquicia para vender lavadoras y secadoras Kelvinator en un establecimiento de Main Street, Rahway; el comercio quedó en sus manos en 1925 y produjo beneficios crecientes hasta que se hundió a principios de 1931, mientras el Dramaturgo cursaba el último año en la Universidad Rutgers de la cercana New Brunswick. ¡Quiebra! ¡Ruina! La familia del Dramaturgo perdió la casa victoriana con gabletes que tenía en una arbolada calle residencial y se fue a vivir encima de los locales donde habían vendido las lavadoras y las secadoras, un edificio situado en una zona pobre de Rahway y que nadie quería comprar. El padre del Dramaturgo tuvo hipertensión arterial, colitis, problemas de corazón y «nervios» durante el resto de su larga y amargada vida (moriría en 1961); la madre del Dramaturgo se puso a trabajar en una casa de comidas y al final fue encargada de alimentación de las escuelas públicas de Rahway, hasta el año milagroso de 1949, en el que el Dramaturgo obtuvo el primer éxito en Broadway, ganó el premio Pulitzer y sacó a sus padres de Rahway para siempre. Un cuento de hadas con final feliz.

El sueño de Entonces que tiene el Dramaturgo transcurre en Rahway, durante aquellos años. Abre los ojos y se queda horrorizado al verse en la cocina del estrecho piso que hay encima de la tienda de Main Street. Sin que se sepa cómo, la cocina y la tienda se han fundido. La cocina está llena de lavadoras. El tiempo está dislocado. No está claro si el Dramaturgo es un muchacho capaz de percibir la vergüenza familiar o si es un estudiante de Rutgers que sueña con ser otro Eugene O’Neill, o si tiene cuarenta y ocho años, sin rastro de juventud pero con temor de llegar a los cincuenta sin haber escrito nada firme ni electrizante en la última década. En la cocina del sueño está mirando una fila de lavadoras, todas funcionan ruidosamente. El agua sucia y jabonosa sufre sacudidas en los tambores. El inconfundible olor de los tubos de desagüe, de las cañerías. El Dramaturgo tiene ganas de vomitar. Es un sueño que cree identificar como sueño, pero al mismo tiempo es tan dolorosamente real que acabará convencido, conmocionado, de que ha ocurrido en la vida. Sin que se sepa por qué, los libros de contabilidad de su padre y su propio material literario se han mezclado y puesto imprudentemente en el suelo, debajo de las lavadoras, y el agua ha goteado sobre los papeles. El Dramaturgo debe recuperarlos. Es una misión sencilla que afronta con temor y asco. Y no obstante hay un orgullo morboso en ello, pues es deber del hijo socorrer al débil y achacoso padre. Se dobla por la cintura, esforzándose por no vomitar. Esforzándose por no respirar. Ve su mano palpar y coger un fajo de papeles, una carpeta de cartulina marrón. Incluso antes de que les dé la luz se da cuenta de que los papeles están empapados, la tinta, corrida y los textos, inservibles. ¿Está allí
La muchacha del pelo de oro
? «Ayúdanos, Señor.» No es una plegaria (el Dramaturgo no es hombre religioso), sino un taco.

El Dramaturgo se despierta con brusquedad. Es su propia respiración ronca lo que oye. Tiene la boca seca y con sabor agrio, los dientes le han rechinado de dolor y frustración. Aliviado por dormir solo en su cama de la casa de la calle 72 Oeste y lejos de Rahway, Nueva Jersey, para siempre.

Su mujer ha ido a Miami, a visitar a unos parientes ancianos.

El sueño de Entonces obsesionará al Dramaturgo durante todo el día. Como una indigestión.

5

¡Conocí a aquella muchacha! A Magda. No era yo, pero estaba dentro de mí. Como Nell, pero más fuerte que Nell. Mucho más fuerte que Nell. Tendría el niño; nadie podría impedírselo. Daría a luz en el suelo de tablas desnudas de una habitación fría, y ahogaría su llanto con un trapo.

Se limpiaría la sangre con trapos.

Luego alimentaría al niño. Sus pechos, grandes e hinchados, como los de una vaca, calientes y rezumando leche.

6

El Dramaturgo fue a mirar los papeles de la mesa. Como es lógico,
La muchacha del pelo de oro
estaba donde debía estar. Más de trescientas páginas entre bocetos, revisiones y notas. La cogió y cayó una foto amarillenta. Magda, junio de 1930. Era en blanco y negro, una joven rubia y atractiva, con ojos separados que parpadeaban al sol y la densa cabellera recogida en una trenza que le rodeaba la cabeza.

Magda había tenido un hijo, pero no de él. Aunque en la obra era suyo.

7

Impaciente como un joven enamorado, aunque ya no joven, el Dramaturgo subió corriendo los cuatro tramos de escaleras metálicas y manchadas de pintura que había hasta el ventoso desván de los ensayos en el cruce de la Undécima Avenida con la calle 51. ¡Muy emocionado! ¡Sin aliento! Nerviosísimo. Cuando entró y se topó con la confusión de voces y de caras tuvo que detenerse, para calmar su corazón. Para recuperarse.

Ya no estaba para subir corriendo aquellas escaleras, como antes.

8

Estaba muerta de miedo. No estaba preparada. Había estado en pie casi toda la noche. ¡Sólo tenía ganas de mear! No tomaba ninguna droga, sólo aspirinas. Y un antihistamínico que me dio el ayudante del señor Pearlman, para el escozor de garganta. Creía que el Dramaturgo me miraría, hablaría con el señor Pearlman y se acabaría, me echarían del reparto. Porque yo no merecía estar allí, y lo sabía. Me parecía saber aquello de antemano. Ya me veía bajando por aquellas escaleras. Tenía el texto en la mano, trataba de leer las frases que había señalado en rojo y era como si no las hubiera visto en mi vida. Lo único que pensaba con claridad era: Si fracaso ahora, estamos en invierno, hace frío. Sería fácil morir, ¿verdad?

9

El Dramaturgo se sintió molesto, todo el mundo se dio cuenta. Menos él. Por la identidad de la actriz rubia que habían elegido para interpretar a su Magda en el ensayo.

Sí, le habían murmurado un nombre. Un nombre confuso. Por teléfono. El director de la compañía, Max Pearlman, le había dicho con la voz rápida y agobiada de siempre que el Dramaturgo conocía a todos los miembros del reparto, «salvo, quizá, a la actriz que ensaya el papel de Magda. Es nueva en el Ensemble. Es nueva en Nueva York. No la había visto hasta hace unas semanas, cuando entró en mi despacho. Ha hecho unas cuantas películas, está harta de la basura de Hollywood y deseosa de aprender auténtica interpretación, y ha venido a estudiar con nosotros». Pearlman hizo una pausa. Era un rasgo aprendido en el teatro, donde las pausas son tan importantes como la puntuación para un escritor. «Hablando con franqueza, no está mal.»

El Dramaturgo, absorto en sus pensamientos, con el envilecedor sueño de Entonces aún en el estómago, no le había pedido a Pearlman que le repitiera el nombre de aquella mujer ni que le contara más detalles sobre ella. Sólo iba a ser un ensayo privado del New York Ensemble of Theatre Artists, la compañía a la que el Dramaturgo estaba vinculado desde hacía veinte años; no era un ensayo público ni escénico. Sólo se había invitado a los miembros del Ensemble. No se permitirían los aplausos. ¿Por qué iba el Dramaturgo a detenerse a preguntar a su antiguo amigo Pearlman, por el que sentía poco afecto pero en el que confiaba ciegamente en todo lo relacionado con el teatro, que le repitiera el nombre de una actriz poco conocida? Especialmente, tratándose de una actriz que no era de Nueva York. El Dramaturgo sólo conocía Nueva York.

¡Absorto en sus pensamientos! Un enjambre de mosquitos, de pensamientos mosquito, zumbaba continuamente en la cabeza del Dramaturgo, durante las horas de vigilia y con frecuencia también mientras dormía. En muchos sueños continuaba trabajando. ¡Trabajo, trabajo! Ninguna mujer habría podido competir. Unas cuantas mujeres habían conquistado su cuerpo, pero jamás su alma. Su esposa, celosa durante mucho tiempo, ya no sentía celos. Él apenas se había dado cuenta de su retirada sentimental, pues sólo se había fijado superficialmente en que casi siempre estaba fuera, visitando familiares. En sus obsesivos sueños de trabajo, el Dramaturgo tiraba con los dedos de palabras no escritas todavía con la Olivetti portátil; se esforzaba por oír diálogos de belleza y emoción desbordantes no articulados todavía en sonidos reales. Su vida era el trabajo, pues sólo el trabajo justificaba su existencia; y cada hora contribuía, aunque lo normal era que dejase de contribuir, a la culminación de su obra.

La conciencia culpable de Estados Unidos a mediados del siglo
XX
. La Norteamérica mercantil y consumidora. La Norteamérica trágica. Porque las contraminas de la tragedia llegan a más profundidad que los rápidos y baratos apaños de la comedia
.

10

En el ventoso desván comenzó el ensayo. Seis actores en sillas plegables, sobre una tarima, en semicírculo y alumbrados por bombillas desnudas. Un goteo continuo en un lavabo próximo. El creciente humo de tabaco, porque algunos actores fumaban y muchos entre el público formado por unas cuarenta personas.

De los seis actores, todos menos los dos mayores, veteranos del Ensemble y de las obras del Dramaturgo, estaban claramente nerviosos. El Dramaturgo, pese a toda su reserva rabínico-académica, tenía fama de ser muy crítico con los actores, intransigente con sus limitaciones. «No queráis entenderme demasiado deprisa», decían que había dicho más de una vez.

El Dramaturgo estaba sentado en la primera fila, a unos metros de los actores. Inmediatamente se puso a mirar a la Actriz Rubia. Durante toda la larga escena primera, en la que Magda no hablaba, la estuvo mirando, reconociéndola por fin, con un rubor sanguíneo oscureciéndole el rostro. ¿Marilyn Monroe? ¿Allí, en el New York Ensemble? ¿Bajo la protección de Pearlman, el astuto autopromotor? Aquello explicaba los rumores del público antes de que comenzara el ensayo; un clima de expectación que el Dramaturgo no había osado imaginar que tuviera que ver con él. Lo cierto era que el Dramaturgo recordaba ahora haber visto, no hacía mucho, en la columna de Walter Winchell, que se hablaba de la «misteriosa desaparición» de Hollywood de la Actriz Rubia, contraviniendo un contrato con una productora que la obligaba a ponerse a trabajar en una nueva película. El pie de foto que acompañaba la imagen de Monroe decía: ¿S
E HA MUDADO A NUEVA YORK
? La foto tenía trazas de ser un logotipo publicitario, una cara humana reducida a sus rasgos descollantes, los grandes párpados y el voluptuoso tajo bucal que parecía una caricatura de la solicitud erótica.

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