12
Esta obra que era su vida
. Sin embargo, la Actriz Rubia, al prestar a Magda su vocecita cálida y apasionada, estaba entrando en la obra y en su vida. La Actriz Rubia había transferido su terror a Magda y la había vivificado.
Cuando Magda habló con los padres de Isaac, estuvo nerviosa y titubeante, y su voz tenue era casi inaudible, y cundió la embarazosa sensación de que la Actriz Rubia no iba a dar la talla y renunciaría en cualquier momento; luego, en la escena siguiente, cuando Magda habla con más seguridad, se cayó en la cuenta de que la Actriz Rubia había estado actuando, de que aquello era la «actuación» inspirada, una imitación de la vida tan intensa que se experimentaba visceralmente, como la vida. En sus escenas con Isaac, Magda estaba animada, incluso vivaz; era inusual en aquel soso espacio del ensayo, y en los montajes del Ensemble en términos generales, pero la Actriz Rubia emanaba una súbita energía sexual que cogió por sorpresa tanto al público como a los demás actores. El joven actor, el que caía en gracia al Dramaturgo, capacitado, despierto, un guapo muchacho de piel aceitunada y gafas de intelectual judío, estuvo en desventaja al principio para corresponder a la Magda de la Actriz Rubia; poco después empezó a reaccionar, con torpeza, como le habría sucedido a Isaac, y tan nervioso como un adolescente cualquiera en sus circunstancias. Se percibía la electricidad que corría entre los dos: la franca campesina húngara casi sin estudios y el joven judío de urbanización periférica que no tardará en ir becado a la universidad.
El público se relajó y se puso a reír, pues la escena era tiernamente cómica, nada que ver con lo que el Dramaturgo, respetado por su seriedad, había hecho hasta entonces. La escena terminó con la «dorada risa» de Magda.
El Dramaturgo también rió, con la risa sorprendida del reconocimiento. Había dejado de hacer anotaciones en su texto. Era como si le estuvieran arrebatando la obra, su obra. Aquella Magda, la Magda de la Actriz Rubia, la estaba llevando en una dirección que no era la suya. ¿O sí?
El ensayo prosiguió hasta el tercer acto y pudo verse a Isaac y a Magda, mediante rápidos saltos escénicos, ya de adultos y llevando vidas totalmente separadas. El Dramaturgo pensaba qué paradójico y qué adecuado, la tosca y memorable húngara de pelo de oro sustituida por la Magda emocionalmente frágil de trenza platino y ojos sombreados de azul. Era una Magda tan vulnerable, tan desnuda que se temía que le hicieran daño. Se temía que la explotasen. Isaac y sus padres, judíos de Nueva Jersey, privilegiados y acomodados para que contrastara con el pasado mísero de Magda, no resultaban tan conmovedores como había deseado el Dramaturgo. Y la trama de cuento de hadas que el Dramaturgo había ideado para representar la distancia entre el mundo de Isaac y el de Magda —ésta queda embarazada de aquél pero no se lo dice ni a él ni a sus padres, Isaac estudia brillantemente en la universidad, Magda se casa con un campesino y tiene el hijo de Isaac y después otros, Isaac se dedica a escribir y triunfa con sus veintitantos años, Isaac y Magda se ven de tarde en tarde, la última vez en el entierro del padre de Isaac; éste, a pesar de toda su brillantez, no sabe nunca lo que sabe el público, lo que Magda no ha querido que supiera—, esta trama le parecía ahora insatisfactoria, incompleta.
Las últimas frases de la obra las pronuncia Isaac, de pie en el cementerio, con Magda al otro lado de la tumba del padre. «Te recordaré siempre, Magda.» Las figuras quedan congeladas, las luces se apagan poco a poco. El final que tan justo le había parecido antes se le antojaba ahora inadecuado, incompleto, pues ¿a quién le importa que Isaac recuerde a Magda? ¿Y Magda? ¿Cuáles son sus últimas palabras?
El ensayo terminó. Para todos había sido una experiencia emocionalmente agotadora. En contra de las costumbres del Ensemble en aquellas ocasiones informales, en la platea hubo muchos que aplaudieron. Algunos se pusieron en pie. El Dramaturgo recibía felicitaciones. ¡Qué locura! Se había quitado las gafas y se enjugaba los ojos con la manga, pálido, mareado, sonriendo con turbación, presa del pánico.
Es un desastre. ¿Por qué aplauden? ¿Se están burlando?
El fondo de la estancia, sin las gafas, lo veía como un remolino pulsátil de luces de supernova, movimiento borroso y oscuridad. No veía caras, no distinguía ninguna.
Oyó que la voz de Pearlman pronunciaba su nombre. Se dio la vuelta. ¡Tenía que escapar! Murmuró unas palabras de agradecimiento, o de disculpa. Era incapaz de hablar con nadie. Ni siquiera con los actores, para darles las gracias. Ni siquiera para darle las gracias a ella.
Huyó. Del desván del ensayo, por la empinada escalera de metal. En la calle 51 tropezó con un muro de frío que machacaba la cabeza. Huyó por la Undécima Avenida en busca del metro. ¡Tenía que escapar! Tenía que llegar a su casa. O a cualquier parte en donde nadie conociera su nombre.
—Pero la amaba. Su recuerdo. ¡Mi Magda!
13
¡Huiste de mí! Cuando ya me querías.
Cuando vi que había llegado tan lejos, por ti.
Cuando mi vida ya era tuya. En el caso de que la quisieras.
¿Cómo, pues, podía confiar en ti? Y sin embargo, te quería.
Ya por entonces empecé a odiarte.
14
Quedaron en verse a la noche siguiente. En un restaurante del cruce de Broadway con la 70 Oeste. Era la Actriz Rubia quien tenía ganas.
¡Él se dio cuenta! Un hombre casado. Pero desdichado en su matrimonio durante años. Y ya (le avergonzaba pensarlo, pero era así) había empezado a enamorarse de ella. Mi Magda.
Se había recuperado de la conmoción de la noche anterior.
—Esta obra —dijo con voz neutral—. Se ha vuelto demasiado importante para mí. Es mi vida. Para un artista eso es fatal.
La Actriz Rubia escuchaba atentamente. Tenía la expresión sombría. ¿Sonreía de aquel modo encantador por precaución? Había ido para consolar al meditabundo Dramaturgo. He allí la rubia promesa de consuelo infinito. Pero era un hombre casado, un hombre maduro y casado. ¡Estaba hecho una ruina! Poco pelo, un aire en los ojos como de calcetines rotos y aquellas arrugas en las mejillas que parecían cuchilladas. Su vergonzoso secreto era que Magda nunca había acariciado aquellas mejillas. Magda nunca lo había besado. Magda no lo había tocado nunca. Menos aún que Magda lo hubiera seducido. Tenía doce años cuando Magda, con diecisiete y bullendo de vigor y salud rubios, había entrado a servir en casa de sus padres; cuando él fue a Rutgers, Magda ya se había marchado, casado y mudado. Todo había sido una fantasía adolescente del Dramaturgo con una joven de pelo de oro, tan diferente de él y de los suyos como si fuera de otra especie. Magda, en el papel de la Actriz Rubia, estaba ahora dignamente sentada enfrente de él, en un reservado de un restaurante de Manhattan, más de treinta años después, y le replicaba con seriedad:
—¡No deberías decir esas cosas! Sobre tu preciosa obra. ¿No lo viste? La gente lloraba. Debe de ser verdad que es tu vida, porque de lo contrario no la querrías tanto. Aunque acabe contigo… —la Actriz Rubia se detuvo. ¡Había dicho demasiado! El Dramaturgo percibía el activo trabajo de su cerebro. ¿Sería de aquellos hombres que no soportaban que una mujer les hablase con inteligencia? ¿Que hablase mucho, en cualquier caso?
—Es que no creo que pueda terminarla ya —dijo—. Algunas escenas las escribí hace un cuarto de siglo. Casi antes de que tú nacieras —lo dijo con desenfado y desde luego sin ánimo de reprochar nada. Pero la Actriz Rubia parecía desconcertantemente joven. Y su sentimiento, su forma de estar, su conciencia de sí misma eran jóvenes, incluso infantiles.
Así el mundo le hará menos daño
. El Dramaturgo calculó con rapidez que tenía veinte años más que ella y que lo aparentaba—. Magda es un personaje vivo para mí, pero creo que resulta incoherente para el público. Isaac tiene mucho de mí, está claro. Pero sólo una parte de mí. El material es demasiado autobiográfico. Y los padres… —el Dramaturgo se frotó los ojos, que le picaban. Había dormido poco la noche anterior. Había hecho mella en él la locura de su largo esfuerzo y, con más dolor aún, de su reciente triunfo.
No tengo capacidad, ningún don. Tengo el ardor jadeante de un animal de carga. Pero con el tiempo hasta los animales de carga se agotan
.
Había visto, durante el ensayo, cuando se había levantado para huir, que los anhelantes ojos de la Actriz Rubia habían corrido en su busca. Había querido gritar: dejadme todos en paz, es demasiado tarde.
La Actriz Rubia le dijo titubeante:
—Tengo algunas ideas sobre… sobre Magda. Por si te interesan.
¿Ideas? ¿De una actriz?
El Dramaturgo se echó a reír. Fue una risa sorprendida, de agradecimiento.
—Claro que me interesan. Eres muy amable por preocuparte.
El Dramaturgo no habría concertado aquella cita. Y una cita romántica fue, con emoción, tensión y un poco de miedo por ambas partes, en un bar restaurante con mucho humo y poca luz, en un solitario reservado del fondo. Un conjunto negro de
jazz
tocaba
Mood Indigo
, ánimo añil, y así tenía el ánimo el Dramaturgo: añil. Su mujer lo había llamado desde Miami poco antes de salir para reunirse con la Actriz Rubia, con el pelo mojado tras la ducha y las mandíbulas agradablemente irritadas tras el afeitado, y había descolgado el auricular con un sobresalto, previendo… ¿qué? ¿Que la Actriz Rubia cancelaba la cita? ¿Tras haberla concertado ella misma hacía sólo unas horas? La mujer del Dramaturgo estaba muy lejos, su voz se mezclaba con las interferencias. Casi no la reconoció. ¿Y qué tenía que ver con él aquella voz y su perpetuo retintín de reproche?
La Actriz Rubia llevaba todavía el pelo recogido en una breve trenza que le caía por la nuca. Nunca la había visto, en ninguna foto, con aquella trenza. ¡Así pues, era Magda! La Magda de ella. La de él tenía el pelo mucho más largo y se rodeaba la cabeza con la trenza de un modo anticuado que la envejecía y la hacía parecer más recatada. El pelo de la Magda de él había sido áspero, como la crin de un caballo. El de la Magda que tenía delante era fino, sintético, de un cremoso rubio de fantasía, como el pelo de una muñeca; un hombre querría enterrar la cara en él de manera natural, enterrar la cara en el cuello de la mujer, abrazar a la mujer con fuerza y… ¿protegerla? ¿De qué? ¿De él mismo? Parecía muy vulnerable, sensible al sufrimiento. Arriesgándose a que el Dramaturgo la rechazase. Como se había arriesgado la noche anterior a sufrir un doloroso revés público de Pearlman. El Dramaturgo había oído decir que la Actriz Rubia «iba sola a todas partes» y que esto se consideraba una excentricidad, si no un riesgo. Sin embargo, con el pelo cubierto, con gafas oscuras y vestida con discreción, no era probable que la reconociesen. Aquella noche llevaba un jersey de lana holgado, pantalón hecho a medida y zapatos de medio tacón; un flexible masculino con el ala caída ocultaba buena parte de su cara a la mirada de los desconocidos curiosos. El Dramaturgo, al entrar en el abarrotado establecimiento, la había visto al mismo tiempo que ella a él desde el fondo, sonriendo, quitándose las gafas negras de montura de pasta y guardándoselas en el bolso. No se quitó el flexible hasta que el camarero tomó nota de los pedidos. Tenía una expresión traviesa y esperanzada. ¿Aquella joven rubia era Marilyn Monroe? ¿O simplemente se parecía a la famosa e infame actriz de Hollywood, como una hermana menor e inexperta?
El Dramaturgo, cuando llegase a conocerla mejor, se quedaría pasmado al saber que cuando la Actriz Rubia no quería que la reconocieran, raras veces la reconocían, ya que Marilyn Monroe no era más que uno de sus papeles y no el que más la acaparaba.
En cambio, el Dramaturgo era él mismo, siempre y por los siglos de los siglos.
No, él no habría concertado aquella cita. No habría buscado el teléfono de la Actriz Rubia, como ella había buscado el suyo, y lo había llamado. Él sabía lo de su boda con el Ex Deportista. Todo el mundo lo sabía, por lo menos a grandes rasgos. Un matrimonio de cuento que había durado menos de un año, y el fracaso se había recogido con avidez en la prensa. El Dramaturgo recordaba haber visto una foto sorprendente en una revista, una foto tomada desde la azotea de un edificio y en la que había una multitud, miles de «fans» atestando una plaza pública de Tokio con la esperanza de entrever a la Actriz Rubia. No habría imaginado que los japoneses supieran tanto de Marilyn Monroe ni que pudieran interesarse por ella. ¿Se trataba de otro episodio morboso de la historia de la humanidad? ¿Histeria colectiva en presencia de alguien que se sabe que es famoso? Marx, en una frase célebre, había dicho que la religión era el opio del pueblo, y ahora lo era la fama; pero la Iglesia de la fama no traía ni siquiera la promesa de la salvación, el paraíso de los charlatanes. El panteón de sus dioses era una galería de espejos deformantes.
La Actriz Rubia sonrió con timidez. ¡Qué guapa era! Una belleza de niña estadounidense que provocaba un vuelco en el corazón. Y qué educada al decir al Dramaturgo lo mucho que «admiraba» su obra. Qué honor representaba conocerlo y hacer el papel de Magda. Las obras del Dramaturgo que había visto en Los Ángeles. Las obras que había leído. El Dramaturgo se sentía halagado, pero estaba intranquilo. Pero halagado. Mientras bebía whisky escocés y escuchaba. Había pasado por los alegres espejos del bar como un fantasma alto. Una figura digna con algo herido o devastado en la cara. De hombros caídos, desgarbado. Natural de Nueva Jersey, y tras pasar casi toda la vida en Nueva York, el Dramaturgo tenía sin embargo un aire propio del Oeste. Parecía un hombre sin familia, un hombre sin parientes de ninguna clase. Un hombre maduro de cara afilada, con surcos en las mejillas, calvicie en curso y actitud vigilante. Cuando sonreía se producía una ocasión inesperada. ¡Se volvía juvenil! Amablemente. Un hombre de imaginación meditabunda, pero un hombre en el que se podía confiar.
Tal vez.
La Actriz Rubia sacó del gigantesco bolso un ejemplar de
La muchacha del pelo de oro
y lo puso en la mesa, entre ambos, como un talismán.
—Magda. Es como la muchacha de
Las tres hermanas
, ¿verdad? La que se casa con el hermano —cuando el Dramaturgo la miró, añadió con inseguridad—: Se ríen de ella. El color de la faja de su vestido desentona. Con Magda, es su forma de hablar.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿El qué?