—Una entrada.
La taquillera del cine Sepulveda de Van Nuys, una gorda con el pelo rubio oxigenado, bizca como una muñeca a la que le hubieran torcido la cabeza, masticaba un chicle de menta y alargó una entrada a Norma Jeane sin mirarla dos veces.
—Viene mucha gente a ver la película, ¿no?
La taquillera, masticando el chicle de menta, asintió con la cabeza.
—No sé quién me ha dicho —prosiguió ella— que Marilyn Monroe es de Van Nuys. Que fue al Instituto de Van Nuys.
La taquillera, masticando el chicle de menta, se encogió de hombros. Dijo con voz aburrida:
—Sí, eso creo. Yo terminé el bachillerato en 1953. Ella es mucho mayor.
Una noche de julio de 1955. En el cine de barrio al que catorce años antes, en su infancia perdida, había ido con un chico llamado Bucky Glazer la primera vez que «salieron» juntos. Para cogerse las manos sudadas y «darse el lote» en la parte trasera del cine, entre olores grasientos de palomitas, brillantina y laca. Donde Norma Jeane y Elsie Pirig ganaron una docena de platos grandes de plástico verde claro, exquisitamente decorados con flores de lis. ¡La emoción de tener la entrada ganadora! ¡Que las llamaran al escenario y todos aplaudieran!
¿Qué te había dicho, cariño? ¡Es nuestra noche de suerte!
Tía Elsie estaba tan emocionada que abrazó a Norma Jeane y le dejó en la mejilla una mancha de lápiz de labios, pero sería la última vez que fuera con tía Elsie al cine Sepulveda.
Me has partido el alma. Ningún marido me ha hecho tanto daño
.
Y cuántas veces, en aquel cine, sola o acompañada, años antes, había caído en trance pensando en la Bella Princesa y el Príncipe Encantado. Su corazón suspiraba por el destino de aquella hermosa pareja. Ansiaba ser ellos. Pero también, en cierto modo, ser amada por ellos. Ser transportada a su mundo perfecto, gozar de su belleza y su amor, y nunca habría silencio en aquel mundo, sino siempre música, música ambiental; nunca estaría en peligro de luchar y debatirse, como quien teme ahogarse en un mar picado.
En la marquesina del cine se alzaba un cartel de tres metros con Marilyn Monroe en la famosa escena de
La tentación vive arriba
. La rubia y alegre Marilyn con las piernas abiertas, la plisada falda marfil ondeando en el aire y dejando al descubierto pantorrillas, muslos y bragas de algodón blancas y ceñidas.
¡Mírate! Zorra. Tetas y coño en la cara de todo el mundo
.
Hasta Norma Jeane levantó la mirada hacia la marquesina. Viendo y no viendo a la vez.
Mi mujer no. ¿Entendido?
Lo había entendido. Los oídos le pitaban a causa de los golpes recibidos y aún oía aquel pitido, a lo lejos. Mezclado con los rápidos latidos del pulso.
Pero no volverá a pegarme. Nadie lo hará
.
Era un buen momento para ella. Aquel mes. El anterior no había sido tan bueno, ni los previos. Desde la separación y el divorcio, en octubre. Se había mudado de casa varias veces. Había cambiado de número de teléfono más veces aún. Su ex marido la había amenazado. Su ex marido la seguía. La llamaba. Ella no se lo dijo a nadie. No podía traicionarlo más. Q
UIEBRA DE UN MATRIMONIO DE NUEVE MESES
. L
A VERDADERA HISTORIA DE
M
ARILYN
. No había contado a nadie la verdadera historia. No conocía la verdadera historia. M
ARILYN VISTA EN EL HOSPITAL CON CONTUSIONES GRAVES
. No la había visto nadie. Ni siquiera la pareja predestinada. No la habían llevado al hospital ni a ningún otro sitio. La había atendido el médico del hotel. Hora y media después, a las cinco de la madrugada, Whitey entró discretamente en las lujosas habitaciones de las que se había ido el Ex Deportista y con sus manos mágicas camufló rasguños, incluso una moradura en el ojo izquierdo. Llena de gratitud, había cubierto de besos las manos de Whitey. Al ver en el espejo su rubia belleza restaurada.
Ya que no en el corazón, en el espejo. Y allí estaba su Amiga Mágica, rubia y triunfante, encaramada en lo alto de la marquesina del cine Sepulveda, riendo como si nunca le hubiera ocurrido nada desagradable y nunca le fuera a ocurrir.
—… fue al Instituto de Van Nuys. Curso del cuarenta y siete.
—¿Está segura? Creía que fue más tarde.
Pero no terminé los estudios. En cambio, me casé
.
Avanzando por el vestíbulo, y quizá la mirasen algunos (era una forastera al fin y al cabo, y Van Nuys era una población pequeña), pero nadie la reconoció ni la reconocería. Nadie reconocía a Norma Jeane si ella no quería que la reconociesen, en ocasiones no tenía empacho en ponerse una peluca, porque cuando no era Marilyn no era Marilyn. No aquella noche, con su rizada y morena peluca de perrito de aguas, con gafas negras de montura de plástico rojo, sin maquillaje, sin ni siquiera lápiz de labios, con un vestido de ama de casa, de rayón azul oscuro, con cinturón y botones forrados de tela, y calzada con unas zapatillas de bailarina baratas. Andando con el culo apretado, como si le hubieran puesto una inyección de novocaína en la nalga. Inadvertida para los mismos cinéfilos que veían a Marilyn Monroe en los carteles y fotos del vestíbulo, y hablaban de ella, de la chica que había ido al Instituto de Van Nuys a mediados de los años cuarenta, sí, pero entonces no se llamaba Marilyn Monroe, ¿cómo se llamaba?
—La adoptó un matrimonio de aquí. El tipo ese del almacén de chatarra de Reseda. Pisig, ¿no? Pues ella se fugó de casa. Parece que Pisig la violó, aunque se ocultó todo.
Norma Jeane deseó volverse para quejarse ante aquellos desconocidos: «No sabéis nada de mí ni del señor Pirig. ¡Dejadnos en paz!».
La verdad es que lo que dijeran aquellos desconocidos le traía sin cuidado. Lo que dijeran de ella y de cualquier otra persona o cosa.
El vestíbulo del Sepulveda no había cambiado apenas. Con qué claridad recordaba las paredes rojas de falso terciopelo, los espejos de marco dorado y la moqueta de pelo rojo, una sucia esterilla de plástico desde la taquilla hasta la puerta. Las fotos de las películas en cartel y de los «próximos estrenos» estaban en los mismos lugares de las paredes. Norma Jeane se había metido a veces en el vestíbulo para ver las fotos y los próximos estrenos. ¡El mundo estaba lleno de promesas! Siempre películas nuevas, siempre programas dobles. Salvo cuando una película era un éxito colosal (como
La tentación vive arriba
), todos los jueves cambiaban el programa.
Algo que esperar con impaciencia. Nunca habría deseos de suicidarse, ¿verdad?
El portero era un adolescente con uniforme de acomodador, ojos acongojados y mejillas cubiertas de granos. Norma Jeane sintió pena por él, ninguna chica querría besarlo.
—Hay mucha gente esta noche. Y eso que estamos entre semana, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
El portero se encogió de hombros, rasgó la entrada y le devolvió el resguardo. Murmuró algo que sonó como:
—Sí, eso parece.
Era un acomodador, trabajaba en el cine. Había visto muchas veces
La tentación vive arriba
. La película estaba en cartel desde mediados de junio. Al mirar a Norma Jeane había visto a una mujer con edad para ser su madre. ¿Por qué iba a ofenderle su indiferencia? No estaba ofendida.
¡Estaba contenta! Aliviada. Porque nadie la reconocía. Porque podía pasear sola por el mundo, de aquella manera. Una mujer soltera. Una mujer sola. Sin anillos en la mano izquierda. Las huellas del anillo de compromiso y de la alianza le habían desaparecido del dedo. Se los había quitado aquella noche en el Waldorf-Astoria, con crema facial. Girándolos y tirando de ellos hasta que pasaron por el nudillo. Le extrañó tener los dedos hinchados, como la cara. Como si hubiera sufrido una reacción alérgica.
El médico del hotel le había puesto una inyección de Seconal para «calmarle los nervios», porque estaba histérica y hablaba de lesionarse ella misma. Al día siguiente, a primera hora de la tarde, el solícito Doc Bob le puso otra inyección.
Aquello había sucedido hacía meses. No le administraban Seconal por vía intravenosa desde noviembre.
¡No necesitaba medicamentos! A veces, sólo para dormir. Pero ahora estaba en un buen momento. Había acabado por comprender que en la vida siempre debe haber buenos momentos para compensar los malos. Y aquél era un buen momento, porque se había instalado por fin en una casa alquilada al sureste de Westwood y tenía amistades (no relacionadas con el cine) que se preocupaban por ella y en las que podía confiar. ¡Sí, lo creía! Y los ejecutivos de La Productora volvían a quererla. Y la habían perdonado. Porque la última película les estaba dando más dinero que
Los caballeros las prefieren rubias
. Y le pagaban un salario de mil quinientos dólares. Pero lo aceptaba, por el momento. Se sentía dichosa de estar viva, por el momento.
Tal vez te mate y luego me mate yo. Estaríamos mejor muertos
. Pero él no la había matado ni iba a matarla. Se había librado de él. Lo amaba, pero se había librado de él. No la había dejado embarazada ni sabía nada del niño. Ni siquiera cuando ella lloraba en sueños lo había sabido. Él la estrechaba entre sus brazos, ella lo llamaba papá y él la consolaba, pero no lo había sabido en ningún momento. Por fin, en octubre, él había aceptado las condiciones del divorcio y prometido no molestarla, pero ella tenía razones para creer que a veces la seguía. Vigilaba la casa de Westwood. O había contratado a alguien que lo hiciera. O había más de un espía. ¡Salvo que fueran imaginaciones suyas! Sin embargo, no había imaginado al hombre sin cara que la había seguido con un Chevrolet gris por la calle residencial de Westwood donde vivía y que luego, en Wilshire, había acelerado para no perderla de vista, y ella había procurado mantener la calma, respirando profundamente y contando las respiraciones mientras conducía entre el tráfico, y al ver una oportunidad dobló rápidamente hacia el aparcamiento de un banco y segundos después dio media vuelta en una travesía y apretó el acelerador, sin ver en el retrovisor el Chevrolet gris pero cruzando un semáforo en el momento en el que pasaba del ámbar al rojo, riendo, entusiasmada como una niña, corriendo hacia el norte por la autovía de San Diego, rumbo a Van Nuys. «¡No me alcanzaréis! Nadie me alcanzará!»
Llegó a Van Nuys eufórica. Salió de la autovía y pasó por delante del instituto, que había sido ampliado después de la guerra, y no sintió nada, ninguna emoción, salvo un ligero pinchazo de contrariedad porque el señor Haring no se había acercado a ella después de irse del instituto, y eso que en un sueño que solía tener imaginaba que su profesor de lengua y literatura se presentaba en casa de Pirig, llamaba al timbre y preguntaba a la atónita Elsie Pirig si podía hablar con Norma Jeane, y luego la reprendía con seriedad y le preguntaba por qué había dejado los estudios sin decírselo a él, una muchacha tan joven y que tanto prometía… «Una de mis mejores alumnas desde que me dedico a la enseñanza.» Pero el señor Haring no había ido a salvarla. No le había escrito cuando ella había pasado a ser Marilyn Monroe. ¿No estaba orgulloso de ella? ¿O estaba avergonzado, como su ex marido? «Estaba enamorada de usted, señor Haring. Pero creo que usted de mí no.» Era una escena de película, pero no original ni convincente, porque no había palabras apropiadas y en su desesperación adolescente Norma Jeane no había sido capaz de descubrirlas.
Siguió conduciendo. Derramando lágrimas y con el corazón latiéndole con fuerza. Por el municipio de Van Nuys, que parecía más próspero que durante la guerra, más viviendas residenciales, más comercios, Van Nuys Boulevard, y Burbank, y allí estaba la farmacia Mayer’s, con una nueva fachada de bonitas baldosas blancas (¿seguiría estando en el interior aquel precioso espejo de esquinas biseladas?), y entre la euforia y el miedo recorrió Reseda y pasó por delante de la casa de los Pirig, ¡la casa!, adornada ahora con un revestimiento de asfalto que quería recordar al ladrillo rojo, pero por lo demás igual que siempre. ¡Allí estaba la ventana del desván de Norma Jeane! Se preguntó si los Pirig seguirían aceptando niños sin hogar. Frunció la nariz; olía a caucho quemado. Y el aire parecía ligeramente borroso. Sonrió al ver que Warren Pirig había ampliado la empresa y ahora tenía también un solar adjunto. Coches desguazados, una furgoneta y tres motos
EN VENTA
. Había estado repitiéndose que los Pirig también la habían abandonado, aunque la verdad es que Elsie Pirig le había escrito a La Productora y ella, dolida y furiosa, había roto las cartas. ¡Qué venganza más dulce! «Paso en coche por delante de vuestra horrible casa. Ahora soy “Marilyn Monroe”. Estáis dentro, es hora de cenar, y no pienso detenerme para saludaros. Os gustaría verme ahora, ¿eh? Ahora sí me mirarías, ¿verdad, Warren? Me invitarías a una cerveza fría, como a una adulta. Me tendrías respeto. Me pedirías por favor que me sentara, y me mirarías sin parar, y yo diría: “Warren, ¿no me quisiste ni siquiera un poco? Debiste de darte cuenta de lo mucho que yo te amaba”. Y yo sería educada con Elsie. Ah, sería generosa. Simpática como la Vecina de Arriba de
La tentación vive arriba
. Como si nada hubiera sucedido entre nosotros. No me quedaría mucho porque explicaría que tenía otro compromiso en Van Nuys; me iría tras prometeros que os enviaría entradas de prensa para mi próximo estreno hollywoodiense y nunca más sabríais de mí. ¡Mi venganza!»
Pero se había echado a llorar. Humedeciendo la pechera del vestido de rayón azul oscuro, de ama de casa.
Una actriz se inspira en todo lo que ha vivido. En toda su vida. En su infancia sobre todo. Aunque no recuerdes la infancia. Crees que sí, pero no es cierto. Ni siquiera el período en que fuiste mayor, la adolescencia. Creo que buena parte del recuerdo es sueño. Improvisar. Volver al pasado para cambiarlo
.
¡Pues sí! Estaba contenta. La gente era buena conmigo. Incluso mi madre, que cayó enferma y no podía ser mi madre, y mi madre adoptiva de Van Nuys. Un día, cuando sea una actriz seria e interprete obras de Clifford Odets, Tennessee Williams y Arthur Miller, rendiré homenaje a estas personas. A su humanidad
.
—Vaya. ¿Ésa soy yo?
La sorpresa era que
La tentación vive arriba
era muy divertida. La Vecina de Arriba, el objeto de las fantasías estivales de Tom Ewell, estaba graciosa. Norma Jeane empezó a relajarse. Se pegaba los nudillos a la boca, se echaba a reír. Bueno, había tenido mucho miedo de aquello, miedo de verse, y fue una revelación: lo que la gente de Hollywood y los críticos habían dicho era verdad.