Blonde (80 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—¿Qué diablos te pasa, cariño? No lo entiendo.

Ella le leyó un pasaje de la Biblia. Con voz ansiosa y vehemente. Él supuso que era su voz de niña, una voz que habían oído muy pocos.

—«Jesús escupió en tierra, hizo barro con la saliva, aplicó el barro a los ojos del ciego, y los ojos del ciego se abrieron» —alzó la vista y sus propios ojos tenían un brillo extraño.

¿Qué podía decir él? ¿Qué coño podía decir?

Le leyó los poemas que había escrito. Para él, según dijo.

Con su ansiosa y vehemente voz de niña. Su nariz estaba enrojecida a causa de un resfriado persistente y se sorbía los mocos como una criatura; con una infantil desinhibición, se limpiaba la nariz con los dedos, curiosamente agitada, como si estuviera al borde de un precipicio.

Contigo,

el mundo vuelve a nacer.

Como dos.

Antes de ti…

nada existía.

¿Qué podía decir él? ¿Qué coño podía decir?

Estaba aprendiendo a hacer salsas. ¡Salsas!
Puttanesca
(con anchoas), carbonara (con beicon, huevos y nata), boloñesa (con carne de buey y cerdo picadas, champiñones y nata), gorgonzola (con queso, clavo de olor y nata). Estaba aprendiendo a cocinar distintas clases de pasta, con nombres poéticos que la hacían sonreír:
ravioli, penne, fettuccine, linguine, fusilli, conchigli, bucatini, tagliatelle
. ¡Ah, qué feliz era! ¿Aquello era un sueño? Y si era un sueño, ¿era un buen sueño o uno no tan bueno? ¿La clase de sueño que sutilmente se convierte en pesadilla? ¿Como cuando una abre una puerta sin llave y se encuentra con el hueco de un ascensor?

Despertar en una cocina desconocida donde hace demasiado calor. Gotas de pegajoso sudor en la cara, entre los pechos. Ella picaba cebolla con torpeza mientras alguien le hablaba exaltadamente. La cebolla le hacía llorar los ojos. Sacó una sartén de hierro grande de un armario. Unos niños entraban y salían corriendo de la cocina. Eran los sobrinos de su marido. No recordaba sus caras y mucho menos sus nombres. ¡Ajo picado y aceite de oliva humeando en la sartén! Había puesto el fuego demasiado alto. O bien, abstraída en pensamientos que salían por la ventana y volaban hacia el cielo, no había vigilado el fogón.

¡Ajo! ¡Cuánto ajo! La comida de esas personas estaba saturada de ajo. Podía olerlo en el aliento de sus parientes políticos. En el de su suegra. Con sus dientes cariados.
Mamá
se acercaba. No había que rehuir a
mamá
. Ganchuda nariz de bruja y barbilla prominente. Las tetas caídas sobre el abdomen. Sin embargo, se ponía vestidos negros con grandes cuellos. Tenía los lóbulos de las orejas perforados y siempre llevaba pendientes. Alrededor de su gordo cuello, una cadena de oro de la que pendía una cruz. Siempre usaba medias de algodón, igual que la abuela Della. La Actriz Rubia había visto fotografías de los tiempos en los que su suegra era joven y vivía en Italia, cuando no era guapa pero sí atractiva,
sexy
como una gitana. Incluso de joven había sido robusta. ¿Cuántos hijos había engendrado ese pequeño y rechoncho cuerpo? Ahora era comida. Todo era comida. Para que la devoraran los hombres. ¡Y vaya si la devoraban! La mujer se había convertido en alimento, y a ella también le encantaba comer.

Hacía años, en la cocina de la señora Glazer, ella había sido feliz. Norma Jeane Glazer. La señora de Bucky Glazer. La familia la trataba como a una hija. Ella adoraba a la madre de Bucky y se había casado con él porque deseaba tanto un marido como una madre. ¡Ah, habían pasado muchos años! Su corazón se había roto, pero había sobrevivido. Y ahora era una adulta y no necesitaba una madre. ¡Esta madre no! Iba a cumplir los veintiocho y ya no era una huérfana. Su marido quería que fuese una esposa y una buena nuera. También quería que fuera una mujer despampanante en público, pero sólo cuando él la acompañaba; exclusivamente bajo su atenta supervisión. Sin embargo, ella era una adulta; tenía una profesión, si no una identidad. A menos que su única profesión fuese ser Marilyn Monroe. Una profesión que con toda probabilidad no duraría mucho. Ciertos días transcurrían con desesperante lentitud (los que pasaba en San Francisco con su familia política, por ejemplo), pero los años volaban, igual que un paisaje vislumbrado desde un vehículo conducido a toda velocidad. ¡Ningún hombre tenía derecho a casarse con ella y luego obligarla a cambiar! Como si decir
Te quiero
equivaliera a decir
Tengo derecho a transformarte
. «¿En qué me diferencio de lo que era él en la flor de su vida? Un deportista. Los años de profesión son limitados.» Vio que el cuchillo resbalaba de entre sus dedos húmedos y rebotaba en el suelo.

—Ay, lo siento,
mamá
.

Las mujeres que estaban en la cocina la miraron con furia. ¿Qué pensaban? ¿Que pretendía clavarles el cuchillo en los pies? Se apresuró a lavarlo en el fregadero, lo secó con una toalla y regresó a la tarea de picar cebolla. ¡Ay, pero se aburría! Su corazón de Grushenka se moría de aburrimiento.

Era hora de freír los higadillos de pollo. El penetrante y ácido olor le daba náuseas. ¡Todas las mujeres y jovencitas de Estados Unidos la envidiaban! Y todos los hombres envidiaban al Bateador de los Yanquis.

En el Teatro Pasadena se había dado cuenta de que estaba ante un gran talento: el dramaturgo cuya poesía había calado hondo en su corazón. Ese hombre sabía detectar el sufrimiento trágico en la vida cotidiana. En la vida del «ciudadano de a pie». «Entregas tu corazón al mundo, pero es lo único que tienes. Y entonces desaparece.» Estas palabras pronunciadas junto a la tumba de un hombre, al final de la obra, bajo una espectral luz azul que se desvanece lentamente, habían obsesionado a la Actriz Rubia durante semanas.

—Podría actuar en sus obras. El problema es que no hay ningún papel para Marilyn —ella sonrió. Rió—. Está bien. Entonces seré otra para él.

Estaban mirando cómo freía los higadillos de pollo. La última vez había estado a punto de incendiar la cocina. ¿Hablaba sola? ¿Sonreía? Igual que una cría de tres años inventando historias. Daba miedo interrumpirla. Si la asustabas, corrías el riesgo de que dejara caer sobre tus pies el tenedor con el que estaba friendo.

Desde que había dejado de tomar las pastillas recetadas por Doc Bob, se sentía afiebrada y con las extremidades entumecidas. Había jurado que no volvería a tomar nada más fuerte que una aspirina después de pasar quince horas profundamente dormida, incapaz de despertar; su desesperado marido había estado a punto de llamar a una ambulancia y después la había obligado a prometer que
¡nunca más!
, ella se lo había prometido y estaba decidida a cumplir su promesa. El Ex Deportista descubriría que era seria. Que además de negarse a hacer más películas obscenas para La Productora, era una esposa leal y una buena mujer. El Ex Deportista sabría que durante ese fin de semana se había portado de maravilla. Hasta había ido a misa con la familia. Con las mujeres. ¡Ah, el Sagrado Corazón de Jesús! Allí, en un altar lateral de la cavernosa iglesia con olor a incienso. Aquel tétrico corazón expuesto como una parte del cuerpo que una no debería ver.
Toma mi corazón y come de él
.

El Ex Deportista, el célebre jugador de béisbol, había sido excomulgado por casarse con la Actriz Rubia, pero el arzobispo de San Francisco era amigo de la familia y un forofo del béisbol y, «quizá, de alguna manera» pudiera arreglar las cosas. (¿Cómo? ¿Anulando el matrimonio?) Ella había ido a misa con las mujeres. Parecían encantadas de llevar consigo a la bonita Marilyn. La única rubia entre varias morenas de piel aceitunada. A
mamá
le sacaba casi una cabeza. No había llevado un sombrero apropiado, de modo que
mamá
le dio una mantilla de encaje negro para que se cubriera el pelo. Innumerables ojos oscuros, feroces, italianos, fijos en ella, traspasándola, a pesar de que no llevaba ropa provocativa, de que iba vestida tan discretamente como una monja. ¡Ah, cuánto se había aburrido en la iglesia! La misa en latín, la monocorde y sonora voz del cura interrumpida de vez en cuando por unas campanillas (¿para despertarte?), y todo tan largo. Pero se había portado bien, y su marido se lo agradecería. En la cocina, preparando grandes comilonas y fregando después, mientras él iba a pasear en barca con sus hermanos, o a jugar al béisbol en el patio de su antigua escuela con muchachos del barrio a quienes necesitaba ver como amigos. Firmando autógrafos para los críos, o para sus padres, con esa sonrisa tímida que lo hacía adorable, aunque se estaba convirtiendo en una sonrisa familiar y ya no parecía tan espontánea. En una película o una obra de teatro, él podría decir:
Sé que es difícil para ti, cariño. Sé que mi familia puede resultar agobiante. Sobre todo mi madre
. O diría simplemente:
Gracias. ¡Te quiero!
Pero no era realista esperar semejante discurso del hombre que era su marido, porque no sabía expresarse, nunca sabría expresarse, y ella no se atrevía a enseñarle.

¡No me trates con condescendencia!
En una ocasión la había mirado con gesto fiero y ella se había acobardado. Pero qué atractivo estaba con la cara encendida.

¡Ah, lo quería! Estaba locamente enamorada de él. Quería tener hijos suyos, quería ser feliz con él y… por él. Él había prometido hacerla feliz. Necesitaba confiar en él. Su felicidad no dependía de ella misma, sino de él. Porque ¿qué pasaría si él dejaba de amarla? La cabeza empezaba a darle vueltas a causa del olor y el vapor de los higadillos fritos. Se había recogido el pelo para que no cayera sobre su sudorosa cara. Observó que su suegra y otra pariente mayor la miraban con aprobación.
¡Está aprendiendo!
, decían en italiano.
Es una buena chica y una buena esposa
. Era una escena cinematográfica de la clase de película que invariablemente termina bien. Ella había visto esa película muchas veces. En esta casa, en medio de la prolífica y bulliciosa familia de su marido, ella no era la Actriz Rubia, y mucho menos Marilyn Monroe, porque era imposible ser Marilyn sin una cámara delante, filmando. Tampoco era Norma Jeane. Sencillamente, era la esposa del Ex Deportista.

No era ningún secreto que había empacado el vestido de lentejuelas púrpura para llevarlo a Tokio, aunque él la había acusado de hacerlo a sus espaldas. ¡Ay, se lo juraba! Y si había sido así, si se lo había ocultado adrede, lo había hecho con la única intención de darle una sorpresa. Igual que las sandalias plateadas de tacón de aguja. Y que ciertas prendas de lencería de encaje negro que él había comprado para ella. También llevaría la peluca rubia, una réplica casi exacta de su platina melena de algodón de azúcar, pero había tenido que deshacerse de ella el mismo día de su llegada a Tokio.

¿Cómo iba a saber que un coronel del ejército norteamericano le pediría que acudiera a «levantar la moral» de las tropas estacionadas en Corea? En su momento, juró que ni siquiera sabía dónde estaba «ubicado» ese trágico país.

En su ejemplar en rústica del clásico
La paradoja de la interpretación
, que alguien le había regalado, subrayó con tinta roja:

Así como la eternidad es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia, en ninguna, el verdadero actor descubre que el escenario está en todas partes y en ninguna.

Esto en la tarde de su partida a Japón.

El Ex Deportista era un hombre de tan pocas palabras que, en cierto sentido, también era un mimo.

En su última clase de pantomima (que nadie, salvo la Actriz Rubia sabía que sería la última), representó a una anciana en el lecho de muerte. Los demás alumnos se quedaron fascinados por su representación dolorosamente realista, tan diferente de sus sutiles y estilizados ejercicios de mimo. La Actriz Rubia se tendió de espaldas, cubierta hasta los tobillos por una túnica negra, descalza, y se fue incorporando poco a poco; interpretando sucesivamente angustia, duda, desesperación y por fin resignación ante su destino y un alegre despertar a… ¿la muerte? Se incorporó de manera gradual hasta que, igual que una bailarina, se tambaleó sobre sus temblorosos pies, con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Durante un largo momento de éxtasis mantuvo esta postura, temblando.

Podías ver cómo temblaba su corazón contra su esternón. Podías ver la vida vibrando en su interior, a punto de consumirse. Algunos habríamos jurado que su piel estaba translúcida
.

No se debió únicamente a que yo estuviese enamorado de esa mujer, porque ni siquiera estoy seguro de haberlo estado alguna vez
.

Lo que no decía era que no podía perdonarle que se aburriese con su familia. ¡Su familia!

Esas palabras se le atragantaban. Las callaría. Y nunca se lo perdonaría.
Su mujer se aburría con su familia y con él
.

¿Acaso se creía superior? ¿Ella?

En Navidad habían ido a la casa familiar en coche y ella había estado callada, atenta, sonriente, amable. Prácticamente no había hablado. Reía cuando los demás reían. Era la clase de mujer con carita de niña a quien tanto las mujeres como los hombres hacen confidencias, y ella parecía escucharlos con los ojos muy abiertos, asombrada, pero él, el marido, el único que la conocía bien, notaba que su atención era forzada, que su sonrisa se desvanecía, dejando sólo finas arrugas alrededor de la boca. Sabía demostrar respeto al padre y a los parientes masculinos mayores. Sabía demostrar respeto a la madre y a las parientes femeninas mayores. Sabía hacer fiestas a los bebés y a los niños pequeños y halagar a sus madres. «¡Debes de ser tan feliz! ¡Te sentirás tan orgulloso!» Su representación era intachable, pero él sabía que era una representación y eso lo enfurecía. Como cuando comía un par de bocados de higadillos de pollo, mollejas, salmón marinado y pasta de anchoas y, prácticamente con lágrimas en los ojos, decía: es delicioso, pero no tengo mucho apetito. En su cara se reflejaba pánico ante los gritos, las risas, el alboroto, los empujones, los niños entrando y saliendo a toda carrera de la habitación mientras en la tele el partido de fútbol sonaba a todo volumen para que pudieran oírlo los hombres más duros de oído. Y más tarde ella le pedía disculpas, acercándose con su característica actitud de mosquita muerta culpable, apretando su mejilla contra la de él, diciendo que nunca había asistido a una verdadera fiesta de Navidad en su infancia. Como si el problema fuera ése.

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