Blonde (78 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Norma Jeane no lo permitiría.

Gladys se puso unos pantalones y una camisa y Norma Jeane la llevó a dar un paseo. Era un día algo fresco y brumoso. La clase de día que el Ex Deportista calificaba de «ajeno al espacio y al tiempo». En días semejantes no había nada programado. Ningún partido de béisbol, nada en lo cual concentrar la atención. Cuando uno está retirado, suspendido, desempleado o mentalmente enfermo, gran parte de la vida transcurre ajena al espacio y al tiempo.

—Puede que abandone el cine. Aunque estoy en «la cumbre de la fama». Mi marido quiere que lo deje. Quiere una esposa y una madre. Una madre para sus hijos, desde luego. Y yo deseo lo mismo.

Tal vez Gladys estuviera escuchando, pero no respondió. Se soltó del brazo de Norma Jeane, como una niña impaciente que prefiere andar sola.

—Por aquí. Éste es mi atajo.

Condujo a Norma Jeane, con su traje de gabardina gris malva y sus elegantes zapatos nuevos, por un pasaje lleno de trozos de ladrillo, demasiado estrecho para ser una calle, situado entre los edificios del hospital. Por encima de sus cabezas rugían los ventiladores. Un penetrante olor a grasa acometió a Norma Jeane con la fuerza de una bofetada. Madre e hija emergieron en una zona cubierta de hierba, al pie de una cuesta en lo alto de la cual discurría un ancho camino de grava. Norma Jeane rió con timidez, preguntándose si las estarían mirando. A veces temía que los miembros del personal, incluidos los médicos, le hicieran fotos sin su consentimiento; para complacerlos, había posado en el despacho del director, junto a él y otros empleados, con su sonrisa de Marilyn.
¿Es suficiente? Por favor
. Sin embargo, cuando no había nadie con una cámara a la vista, cuando nadie parecía estar mirándola, cuando el vasto cielo vacío se alzaba sobre ella sin siquiera la concentración del sol, ¿no eran momentos perdidos? ¿No desaprovechaba entonces los preciosos latidos de la vida? ¿No era la mayor parte de la vida ajena al espacio y al tiempo y se perdía irrevocablemente cuando no había una cámara que la grabara y la preservara?

—La Productora sólo me ofrece películas eróticas. ¡Francamente! No hay más que ver el título:
La tentación vive arriba
. Mi marido dice que es asqueroso y degradante. Pretenden que Marilyn Monroe sea una muñeca sexual de gomaespuma, quieren usarla hasta que se gaste; después la arrojarán a la basura. Pero él los ve venir. Mucha gente ha intentado explotarlo. Dice que ha cometido errores y que yo debo aprender de ellos. Según él, en Hollywood no hay más que chacales. Incluidos mi agente y las personas que fingen estar de mi parte y en contra de La Productora. «Todos quieren explotarte», dice. «Yo sólo quiero amarte.»

Estas palabras vibraron extrañamente en el aire, como campanas abolladas. Norma Jeane se oyó continuar, como si Gladys la hubiera contradicho:

—Estoy estudiando pantomima. Quiero empezar de cero. Puede que me vaya a Nueva York a estudiar interpretación. Clases serias. Para hacer teatro en lugar de cine. Creo que mi marido no se opondría. Quiero vivir en otro mundo. No en Hollywood. Quiero vivir en…, ¡oh, Chéjov! O’Neill.
Anna Christie
. Podría interpretar a Nora en
Casa de muñecas
. ¿No crees que Marilyn es perfecta para el papel de Nora? La única interpretación verdadera es la del teatro. En las películas, se limitan a empalmar centenares de escenas inconexas. Es como un rompecabezas, pero no eres tú quien coloca las piezas.

—Ese banco —dijo Gladys de repente—. Yo solía sentarme ahí. Hasta que asesinaron a una persona que estaba sentada ahí.

—¿La asesinaron?

—Te hacen daño si no los obedeces. Si no tragas su veneno. Si lo dejas a un lado de la boca y te niegas a tragarlo. Eso está prohibido.

La voz de Gladys sonó aguda e histérica.
Ay, no
, pensó Norma Jeane.
Por favor, no
.

Gladys pasó rápidamente junto al banco, cubriéndose los ojos y sollozando. Era el mismo banco donde madre e hija se habían sentado varias veces y desde él se veía un arroyuelo. Ahora Gladys hablaba de terremotos. Recientemente había habido temblores en la zona de Los Ángeles, pero ningún terremoto. Por las noches entraba gente en su habitación, dijo Gladys, y la filmaban. Le hacían cosas raras con instrumentos quirúrgicos. Animaban a otros pacientes para que le robaran. Esas cosas pasaban durante los terremotos porque entonces no había nadie al mando. Pero tenía suerte: no la habían matado. No la habían asfixiado con una almohada.

—Respetan a los pacientes que tienen familia, como yo. A mí me dan un trato especial. Las enfermeras siempre están preguntando como unas tontas: «¿Cuándo vendrá a verla Marilyn, Gladys?». Y yo les digo: «¿Cómo quieren que lo sepa? Sólo soy su madre». Me preguntaron tantas veces si Marilyn iba a casarse con ese jugador de béisbol que al final les dije: «Si tanto les interesa, pregúntenselo ustedes. Tal vez les pida que sean damas de honor».

Norma Jeane dejó escapar una risita. Gladys hablaba con voz grave, atropellada, cada vez más rápida, y eso presagiaba problemas. Era la misma voz que en Highland Avenue había resonado por encima del rugido del agua hirviendo.

Había empezado a hablar así al salir del apestoso pasadizo, como si entonces se hubiera sentido fuera del alcance de la autoridad.

—Sentémonos, madre. Ahí hay un bonito banco.

—¡Un bonito banco! —gruñó Gladys—. A veces pareces idiota, Norma Jeane. Igual que los demás.

—Es una ma-manera de hablar, madre.

—Entonces aprende una mejor. No eres tonta.

En la fresca brisa que olía ligeramente a azufre, caminaron hasta el punto más apartado de los jardines de Lakewood, donde se alzaba una alambrada de casi cuatro metros, semioculta tras un seto de ligustro. Gladys cogió la alambrada y empezó a sacudirla. Era evidente que aquél era el propósito de su rápida caminata. A Norma Jeane la asaltó la aterradora idea de que también ella era una paciente. La habían llevado hasta allí con engaños y ahora era demasiado tarde para escapar.

Pero al mismo tiempo sabía que era una idea absurda. De acuerdo con las leyes de California, su marido habría tenido que dar su consentimiento. El Ex Deportista la adoraba y jamás le haría algo así.

¡Tal vez fuera capaz de matarla con sus fuertes y hermosas manos! Pero jamás la traicionaría, jamás le haría algo tan cruel.

—Ahora tengo un marido que me quiere, madre. Me ha cambiado la vida por completo. ¡Espero que algún día lo conozcas! Es maravilloso; un hombre tierno que respeta a las mujeres…

Gladys estaba agitada, excitada por la rápida caminata. Desde hacía unos años era un par de centímetros más baja que Norma Jeane, pero a ésta todavía le parecía que tenía que alzar la vista para mirar los fríos y ausentes ojos de su madre. Y esto sometía a su cuello a una tensión considerable.

—No has tenido un hijo, ¿no? —preguntó Gladys—. Soñé que había muerto.

—Murió, madre.

—¿Era una niña? ¿Te lo dijeron?

—Tuve un aborto espontáneo, madre. Fue en la sexta semana. Estuve muy enferma.

Gladys asintió con gesto grave. No parecía sorprendida por esta revelación, aunque era evidente que no la creía.

—Una decisión sensata —dijo.

—Fue un aborto espontáneo, madre —replicó Norma Jeane con brusquedad.

—Della fue madre y abuela y ésa fue su recompensa al final. Tuvo una vida difícil; le causé mucho dolor. Aunque al final fue feliz —los ojos de Gladys reflejaron un súbito brillo malicioso—. Pero si tú haces lo mismo, Norma Jeane, no puedo prometértelo.

—¿Prometerme qué? No te entiendo —preguntó Norma Jeane, desconcertada.

—No puedo ser una de ellas. Una abuela. Como ella. Es mi castigo.

—¡Ay, madre! ¿Qué dices? ¿Tu castigo por qué?

—Por entregar a mis preciosas hijas. Por dejar que murieran.

Norma Jeane se apartó de su madre, empujando el aire con las manos como si empujara una pared. ¡Era imposible! No se puede hablar con una enferma mental. Una esquizofrénica paranoide. Era como una de esas exasperantes improvisaciones en las que el profesor proporciona ciertos datos a un actor y se los oculta a un segundo, obligando a este último a entrar en una escena sin saber lo que pasa.

Ella crearía una escena nueva.

En el escenario, basta con desplazarse a otro espacio para crear una nueva escena. Sólo hay que proponérselo.

Cogió a Gladys por su delgado, nervudo y reticente brazo y tiró de ella, conduciéndola otra vez al camino de grava. ¡Ya estaba bien! Norma Jeane estaba al mando. Era ella quien pagaba las exorbitantes facturas del hospital de Lakewood; era la pariente más cercana de Gladys Mortensen y su tutora legal. ¡Hijas! Gladys sólo tenía una hija: Norma Jeane.

—Te quiero, madre, pero me haces mucho daño —dijo—. Por favor, no me hagas daño. Sé que no estás bien, pero ¿no puedes intentarlo? ¿No puedes esforzarte por ser más agradable? Cuando tenga hijos, jamás los lastimaré. Los amaré para que sigan vivos. Tú eres como una araña en su tela. Como una de esas arañas violín, ¡las más peligrosas! Todo el mundo piensa: «Marilyn Monroe ha de estar forrada», pero lo cierto es que no tengo dinero, me paso el día pidiendo préstamos; yo pago tu estancia aquí, en un hospital privado, y tú me envenenas. Corroes mi corazón. Mi marido y yo queremos hijos. Él desea tener una gran familia y yo también. ¡Quiero seis hijos!

—¿Cómo vas a amamantar a seis? —bromeó Gladys—. Ni siquiera Marilyn podría hacer algo semejante.

Norma Jeane rió, o lo intentó. ¡Era tan gracioso!

Llevaba la preciada carta de su padre en el bolso.

—Siéntate, madre. Tengo una sorpresa para ti. Tengo que leerte algo y no quiero que me interrumpas.

El Ex Deportista hacía constantes viajes de negocios. La Actriz Rubia fue a ver una obra de un dramaturgo contemporáneo al Teatro Pasadena.

La llevaron unos amigos. Cada vez que el Ex Deportista pasaba una noche fuera, ella asistía a alguna representación en un teatro local. En esta etapa de su vida, la Actriz Rubia tenía muchos amigos de círculos diferentes, personas a las que el Ex Deportista no conocía. Escritores, actores, bailarines. Uno de ellos era su profesor de pantomima.

En el Teatro Pasadena, algunas personas del público miraban con disimulo a la Actriz Rubia, que parecía sinceramente conmovida por la obra. No estaba vestida con ropa llamativa ni llamaba la atención. Sus amigos se sentaron a ambos lados de ella, protegiéndola.

Se comentó que, al final de la función, mientras el público se dispersaba, la Actriz Rubia había permanecido pegada a la butaca, como en trance.

—Ésta es una auténtica tragedia —murmuró—. Te rompe el corazón.

Más tarde, mientras tomaban una copa, dijo:

—¿Sabéis una cosa? Me casaré con el dramaturgo.

«¡Tenía un sentido del humor increíble! Decía las cosas más inverosímiles con gesto serio e infantil. Era lógico esperar que un individuo feo y pendenciero como W. C. Fields fuera mordaz. Igual que cabía esperar ocurrencias surrealistas en un tipo con el bigote y las cejas de Groucho Marx. Pero a Marilyn estas cosas le salían de manera espontánea. Era como si en su interior algo le dijera: “Escandaliza a esos cabrones. Déjalos de una pieza”. Y lo hacía. Y lo que decía más tarde la atormentaba o le hacía daño, cosa que ella parecía saber de antemano, pero ¿qué más daba?»

Otra vez en su habitación de Lakewood, Gladys trepó débilmente a la cama. No necesitó la ayuda de Norma Jeane. No había dicho una sola palabra desde que Norma Jeane le leyera la carta con voz serena, melodiosa, desprovista de rencor, y seguía callada. Norma Jeane la besó en la mejilla y murmuró:

—Adiós, madre. Te quiero.

Gladys no respondió. Ni siquiera miró a Norma Jeane. Ésta se detuvo en la puerta y vio que su madre se había girado de cara a la pared y miraba los chillones y chabacanos colores del Sagrado Corazón de Jesús.

Tenía algo que ver con la Pascua.

Habían llevado a la Actriz Rubia a la Casa de Expósitos de Los Ángeles en una limusina negra con asientos aterciopelados y suntuosos como el interior de un ataúd. El Chófer Sapo, con uniforme y gorra de visera, estaba sentado al volante.

La Actriz Rubia llevaba varios días sintiéndose emocionada, expectante. En cierto modo, aquello era como un debut cinematográfico. Hacía tiempo que quería volver al orfanato a visitar a la doctora Mittelstadt, la mujer que había cambiado el curso de su vida. «Para darle las gracias.»

Quizá (la Actriz Rubia esperaba que fuese un gesto natural, nada forzado) rezarían juntas en la intimidad del despacho de la doctora. ¡Arrodilladas sobre la alfombra!

El Ex Deportista no aprobaba muchas de las apariciones públicas de la Actriz Rubia. Excusándose en su papel de marido protector, decía que dichas apariciones eran «vulgares», «explotadoras», «indignas de mi esposa». Sin embargo, estuvo de acuerdo con esta visita. Durante años, antes y después de su retiro, él mismo había visitado a menudo orfanatos, hospitales e instituciones benéficas. La advirtió de que algunos niños, en especial los enfermos, podrían romperle el corazón. Pero de todas maneras era emocionante. Uno sentía que hacía el bien, que causaba una buena impresión, que creaba recuerdos positivos.

En tiempos pretéritos, los reyes y las reinas acudían a lugares semejantes para bendecir a los enfermos, los tullidos, los marginados y los condenados, pero, en la actualidad, los únicos que hacían algo parecido en Estados Unidos eran personas como el Ex Deportista y la Actriz Rubia, que estaban obligadas a «poner su granito de arena».

Pero no permitas que la prensa te asedie, advirtió el Ex Deportista.

No, claro que no, respondió la Actriz Rubia.

Unas cuantas personalidades de Hollywood se habían ofrecido a ir. Entre ellas estaba la Actriz Rubia, a pesar de que por entonces había caído en descrédito por haber incumplido el contrato que tenía con La Productora. Había pedido que la llevaran a la Casa de Expósitos de Los Ángeles, situada en El Centro Avenue, «Donde pasé una temporada. De la cual guardo muchos recuerdos».

Casi todos eran buenos recuerdos, desde luego.

La Actriz Rubia creía en los buenos recuerdos. Era huérfana de padre («Mucha gente lo es») y sí, su madre la había abandonado —«Fue durante la Gran Depresión. ¡Mucha gente resultó afectada!»—, pero en el orfanato la habían tratado bien. No se sentía resentida por haber sido una huérfana en el País de la Abundancia. «Eh, por lo menos sobreviví. En algunas culturas crueles, como la china, ahogan a las niñas igual que a gatitos.»

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