Marilyn está viviendo una eterna luna de miel.
¡No me persigan ni me molesten!
Estaba leyendo
Las enseñanzas de Nostradamus
. Estaba releyendo
Ciencia y salud
, de Mary Baker Eddy. Gozaba de una salud excelente, dormía bien y esperaba quedarse embarazada por primera vez, como le dijo al Ex Deportista, que era su marido, su papá, y la adoraba. Él había alquilado para ella una gran casa de estilo colonial al norte de Bel Air y al sur del Parque Natural de Stone Canyon. La casa estaba detrás de un muro cubierto de buganvillas. Por las noches, a veces oía arañazos en el tejado o en las ventanas y pensaba:
¡Monos araña!
, aunque sabía a ciencia cierta que allí no había monos. Su marido dormía profundamente y no oía estos sonidos, ni ningún otro. Dormía en calzoncillos, y durante la noche los pelos rizados, duros y semicanos de su pecho, su vientre y su entrepierna se humedecían y sus poros rezumaban una suave grasa. Era «el olor de papá» y a ella le encantaba. ¡Su aroma! Un hombre. Ella era muy escrupulosa en lo referente a la limpieza, las duchas, los lavados de cabeza, los largos baños terapéuticos. Creía recordar que en el orfanato, o quizá en casa de los Pirig, la obligaban a bañarse en el mismo agua que habían usado otros, a veces cinco o seis personas, pero ahora podía pasar largos y deliciosos ratos sumergida en el agua perfumada con sales de gaulteria mientras hacía sus ejercicios de yoga.
Respire hondo. Contenga el aire. Concéntrese en su respiración mientras exhala lentamente. Dígase a sí mismo
SOY MI RESPIRACIÓN
. S
OY MI RESPIRACIÓN
.
No era Lorelei Lee y apenas si recordaba ya su personaje. La Productora había ganado millones con la película y ganaría muchos más, aunque a ella le hubieran pagado sólo veinte mil dólares, pero no estaba resentida porque no era Lorelei Lee, cuya única aspiración en la vida era tener dinero y diamantes. No era Rose, que había conspirado para asesinar al marido que la adoraba, ni era Nell, que había tratado de matar a una pobre niña. Si volvía a actuar, interpretaría exclusivamente papeles serios. Quizá se pasara al teatro. Admiraba a los actores de teatro, porque ellos eran actores «de verdad». A menudo corría o paseaba por el parque y notaba que la gente la miraba. Vecinos que los conocían a ella y al Ex Deportista, pero que no se inmiscuían en su vida. Casi nunca. Porque había otros: personas que paseaban al perro, niñeras y hombres con cámaras secretas. Individuos visibles e invisibles. Estaba segura de que Otto Öse seguía vivo. Estaba segura de que Otto Öse se burlaba de su matrimonio con el Ex Deportista. Igual que los Dióscuros que habían jurado venganza (¡sí, lo sabía!). Como si ellos no hubieran querido ver muerto al bebé. Como si no hubieran tratado de manipularla. En esta temporada dichosa, ella había llegado a aceptar el hecho de que vivir era respirar. Una respiración tras otra. ¡Así de sencillo! ¡Era feliz! Y no desdichada como Nijinsky, que se había vuelto loco. El gran bailarín a quien todo el mundo adoraba. Nijinsky, que bailaba porque bailar era su destino, igual que era su destino que se volviera loco. Él había dicho:
Lloro de pena. Lloro porque soy muy feliz. Porque soy Dios.
Intentaba ver la televisión con su marido, que era un forofo de los programas deportivos, pero su mente volaba y se imaginaba a sí misma vestida con un ceñido vestido púrpura cubierto de lentejuelas, volando por el cielo como una estatua lanzada desde un avión; se veía a sí misma con los brazos levantados y el cabello casi blanco agitándose al viento. Entonces se esforzaba por hacer algún comentario sobre el partido que estaban viendo o le preguntaba a su marido qué había pasado. En el segundo caso, formulaba la pregunta del siguiente modo: «Ay, ¿qué ha sido eso? Creo que no me he fijado en los detalles». Durante la pausa publicitaria, él le explicaba lo ocurrido. Cuando estaba sola, rara vez veía las noticias, porque las desgracias del mundo la deprimían. El Holocausto había terminado en Europa, pero ahora se extendería, invisible, por el mundo. Porque los nazis habían emigrado; lo sabía. Muchos se habían trasladado a Sudamérica (entre ellos, según los rumores, el propio Hitler). Importantes nazis vivían de incógnito en Argentina, México y el condado de Orange, en California. Se decía, o se sabía, que un nazi de alto rango se había sometido a una operación de cirugía estética y a trasplantes de pelo para ocultar su identidad y ahora estaba metido en la banca de Los Ángeles y en el «comercio internacional». Uno de los más brillantes redactores de discursos de Hitler trabajaba de incógnito para cierto congresista de California, un individuo que aparecía con frecuencia en las noticias debido a sus fanáticas campañas anticomunistas. Sentada ante el piano blanco que Fredric March le había dado a Gladys, ella era Norma Jeane y tocaba piezas infantiles despacio, con suavidad. El señor Pearce le había regalado
Al aire libre
, de Béla Bartók. El Ex Deportista recibió una llamada de su abogado advirtiéndolo de que pronto citarían a su esposa. Pero ella no pensaba en eso. Sabía que X, Y y Z habían sido interrogados por los cazadores de comunistas y habían «dado nombres»; uno de los perjudicados era el dramaturgo Clifford Odets, pero ella nunca había interpretado una obra suya. No pensaba en política sino en la respiración, que era una manera de pensar en el alma y no pensar en política, ni en la criatura que le habían arrancado del útero para arrojarla en un cubo como si se tratara de basura, como tampoco pensaba en si esa criatura había vivido un instante fuera de su útero o si había muerto de inmediato (como le había asegurado Yvet:
Siempre es inmediato e indoloro. En los países civilizados, como los del norte de Europa, es una práctica completamente legal
). Pero ella casi nunca pensaba en estas cosas, ni leía la prensa diaria ni veía las noticias en la televisión. En el otro extremo del mundo, en Corea, las tropas de las Naciones Unidas estaban ocupando un territorio devastado y caótico, pero ella se resistía a enterarse de los penosos detalles. No quería enterarse de que el gobierno hacía experimentos nucleares a unos centenares de kilómetros al este, en Nevada y Utah. Quizá supiera que los informantes del gobierno la vigilaban y que su álter ego profesional, la Monroe, estaba «en una lista», pero se negaba a pensar en ello. Además, en 1954 había muchas listas y muchos nombres en ellas.
Si no podemos cambiar algo, debemos dejarlo pasar en silencio, igual que los orbes que giran en los cielos.
Lo decía Nostradamus. Estaba leyendo
Los hermanos Karamázov
, de Dostoievski. La conmovía profundamente el personaje de Grushenka, la tierna y dulce pechugona de veintidós años, cuya belleza campesina sería efímera como una flor, pero cuyo rencor duraría toda la vida. ¡Ah, Norma Jeane había sido Grushenka en una vida anterior! Leía los cuentos de Anton Chéjov compulsivamente, en sesiones que podían durar toda la noche y en las que apenas sabía dónde estaba o quién era, y si la tocaban (su irritado marido, por ejemplo), se encogía como un caracol sin caparazón. Leyó «Un ángel» (¡ella era Olenka!). Leyó entre sollozos «La dama del perrito» (¡ella era la joven esposa que se enamora de un hombre casado y cuya vida cambia para siempre!). Leyó «Los dos Volodias» (¡ella era la joven que se enamora y se desenamora con la misma pasión de su mujeriego esposo!). Pero no pudo terminar «El pabellón n.
º
6».
—Éste es el día más feliz de mi vida.
Cuando viajaron a Tokio, llevó consigo el vestido de lentejuelas púrpura —con finísimos tirantes y un broche de estrás sobre el pecho derecho, como un pezón— que tanto le gustaba al Ex Deportista; ceñido como la piel de una salchicha, el vestido le llegaba un poco más abajo de la rodilla y no era barato, pero lo parecía, igual que ella parecía una puta barata embutida en él, cosa que a su marido le gustaba en la intimidad, pero no en otros momentos. Llevó el vestido a Tokio en secreto, aunque nunca lo usaría allí.
¿Había modelos masculinos en la clase de dibujo?, bromeó él con un aire ladino que indicaba que, en realidad, no bromeaba; más le valía a ella no dejarse embaucar y dar una respuesta apresurada e imprudente. Pero su contestación fue digna de Lorelei Lee y a él le hizo gracia (o al menos soltó una sonora carcajada):
—¡Caray, papá! No me he fijado.
De hecho, eran las modelos femeninas las que la fascinaban y asustaban.
A menudo se quedaba mirándolas fijamente y se olvidaba de dibujar. El carboncillo titubeaba e interrumpía sus delicados movimientos. Más de una vez, la frágil barrita se rompió entre sus dedos. Algunas modelos eran jóvenes, pero la mayoría no. Una de ellas rondaba los cincuenta. Ninguna era hermosa. Ninguna era lo que se dice bonita. No llevaban maquillaje y con frecuencia iban despeinadas. Sus ojos permanecían ausentes, indiferentes a la docena de estudiantes que había en el aula, unos «alumnos» de edades comprendidas entre el final de la adolescencia y el final de la madurez, dispuestos en círculo alrededor de la modelo, a quien observaban con la grave intensidad de los ineptos. «Como si no estuviéramos aquí. O como si no les importáramos.» Una de las modelos tenía el vientre abultado, los pechos caídos y unas piernas nervudas y sin depilar. Otra tenía la cara llena de ángulos y arrugas, como una calabaza de Halloween, un enfermizo color zanahoria en la piel y gruesos pelos en las axilas y la entrepierna. Había modelos con pies muy feos y las uñas sucias. Una (que a Norma Jeane le recordaba a Linda, una desaliñada compañera del orfanato) tenía una espantosa cicatriz de veinte centímetros en el muslo izquierdo. No podía creer que unas mujeres tan poco atractivas se atrevieran a desnudarse delante de desconocidos sin el más mínimo pudor. Las admiraba. ¡De veras! Pero ellas nunca hablaban con nadie, salvo con el profesor. Evitaban mirar a los alumnos a los ojos. No necesitaban mirar el reloj para saber que era la hora de hacer un descanso y fumar un cigarrillo, momento en el cual se ponían sus deshilachadas batas y sus viejas zapatillas y salían del aula a paso vivo y desafiante. Si esas modelos sabían, como sabían los demás alumnos, que la joven y tímida rubia a la que el profesor había presentado deliberadamente con el nombre de «Norma Jeane» era en realidad Marilyn Monroe, no lo demostraban. ¡No estaban sorprendidas! (Ah, pero a veces la miraban con disimulo. Ella las había pillado. Miradas rápidas como flechas que sin embargo no se clavaban en ella. Unos ojos tan fríos que Norma Jeane no se atrevía a sonreír.)
Una noche, después de clase, Norma Jeane hizo acopio de valor y se aproximó a la joven de la cicatriz (que no se llamaba Linda) y le preguntó si le apetecía tomar un café con ella.
—Gracias, pero tengo que volver a casa —murmuró la modelo sin mirarla. Se dirigía a la puerta con un cigarrillo encendido en la mano. Bueno, ¿podía llevarla en coche?—. Gracias, pero vienen a recogerme.
Norma Jeane esbozó la radiante sonrisa de Marilyn, que casi siempre atraía la atención, pero esta vez no lo consiguió. Pensó:
En realidad
es
Linda. Sabe perfectamente quién soy. Quién soy ahora y quién era entonces
. Tratando de no sonar irritada ni desesperada, Norma Jeane dijo:
—Sólo quería decirte que te admiro. Por ser una mo-modelo.
La modelo exhaló el humo. Su inexpresiva cara vulgar no reflejó la más mínima ironía, pero lo que exhaló fue ironía pura.
—¿Ah sí? Muy amable.
—Eres muy valiente.
—¿Valiente? ¿Por qué?
Norma Jeane titubeó sin dejar de sonreír. El reflejo Marilyn era instintivo, un dulce y sensual estiramiento de labios; de hecho (como acababa de leer) no era sino un reflejo social genéticamente programado, el más temprano en la vida del niño: una sonrisa encantadora y optimista, una sonrisa que dice queredme.
—Porque no eres guapa en absoluto. Eres fea. Y sin embargo, te desnudas delante de desconocidos.
La modelo rió. ¿Acaso Norma Jeane no había dicho estas palabras en voz alta? Quizá esa mujer no fuera Linda, sino una colega actriz venida a menos, ¿una adicta a las drogas maltratada por su amante?
—Porque… no sé —dijo Norma Jeane—. Supongo que yo no podría hacerlo. Si estuviera en tu lugar.
La modelo enfiló hacia la puerta riendo.
—Si necesitaras el dinero, Norma Jeane, lo harías. Puedes apostar tu bonito culo.
—Éste es el día más feliz de mi vida.
Lo avergonzó durante la luna de miel exclamando estas sentidas palabras ante camareros, conserjes, dependientes e incluso las criadas mexicanas de los hoteles, que miraban sin entender a la preciosa gringa
[4]
rubia.
—Éste es el día más feliz de mi vida.
No cabía duda de que era sincera. Porque una de las verdades que se revelan en las Sagradas Escrituras es que cada día es una bendición, cada día es el más feliz de nuestra vida. Acariciaba la cara del Ex Deportista, una cara que le parecía hermosa incluso sin afeitar. Lo miraba embelesada. Como una esposa niña, rozaba los gruesos pelos canos del pecho y los antebrazos de su marido y pellizcaba con picardía los blandos michelines de los que él, con la vanidad propia de un deportista, se avergonzaba. Igual que cuando le besaba las manos. A veces hundía la cabeza en la entrepierna de él, volviéndolo loco de excitación.
Porque las chicas buenas no besaban a los hombres en esas partes, y ella lo sabía. Pero ¿sabía él que ella lo sabía? ¡Quizá fuera demasiado ingenua!
En la playa, junto al mar azul verdoso, corría con él a primera hora de la mañana. Al Ex Deportista le costaba creer que una mujer pudiera correr tan bien y durante tanto rato.
—Soy bailarina, cariño. ¿No lo habías notado?
Pero siempre se cansaba antes que él, se detenía y se quedaba mirándolo.
Sin embargo, nunca practicó el sexo oral con su marido. Tampoco lo hizo él con la mujer que era ahora su esposa legal. Durante años corrió por Hollywood el rumor de que Norma Jeane había telefoneado subrepticiamente a su amigo Leviticus desde un pasillo del ayuntamiento de San Francisco, donde unos minutos antes se había casado en una breve ceremonia civil, para darle una noticia impublicable:
Marilyn Monroe ha chupado su última polla
.
Con lo cual el atónito periodista comprendió que la Actriz Rubia y el Ex Deportista se habían casado en secreto después de varios meses de febriles especulaciones de la prensa.
¡Otra primicia para Leviticus!