Diciendo:
Te quiero tanto
.
Diciendo:
Lo único que quiero es protegerte de esos chacales
.
Diciendo con infantil agresividad, encaramándose sobre los codos encima de ella, mirándola como quien estudia un territorio peligroso con la benigna ilusión de que atravesarlo no sólo será posible sino también una aventura dichosa:
Sólo quiero sacarte de aquí. Quiero que seas feliz
.
2
En los momentos cruciales, la película se desenfoca. Dado que es la única copia, es de suponer que tendrá un gran valor para los coleccionistas. Naturalmente, el sonido es malo. Los que somos capaces de leer los labios (una habilidad práctica para un aficionado al cine) contamos con una ventaja evidente, pero en este caso no lo era tanto, ya que el Ex Deportista movía los labios de una manera extraña, como si hablar lo cohibiera en la misma medida que sus imprevisibles e ingobernables emociones. La Actriz Rubia, por su parte, cuando no vocalizaba para la cámara (con la cual se «comunicaba» como nadie), tenía una exasperante tendencia a farfullar y a tragarse las palabras.
Míranos, Marilyn, queremos gritarle. Sonríe. Una sonrisa sincera. Sé feliz. Tú eres tú.
Cuando el Ex Deportista hablaba de los «chacales» y de su deseo de «sacar a Marilyn de allí», se refería a La Productora (sabía que los ejecutivos la explotaban y le pagaban una minucia en comparación con los millones que ganaban gracias a ella), a Hollywood en general y posiblemente al mundo entero, que, según le decía su intuición, no amaba lo suficiente a la actriz. (Ni a él tampoco. ¿Acaso no lo habían abucheado cuando, cojeando debido a una lesión ósea, había sido incapaz de estar a la altura de las expectativas de sus admiradores?) Es posible que también entrara en juego su virulento desprecio masculino hacia el variopinto grupo de fanáticos que en esos momentos se encontraba en la otra acera del mojado Wilshire Boulevard, frente al hotel (pues el conserje los había obligado a desalojar la lujosa entrada), con grandes libretas para autógrafos encuadernadas en plástico y baratas cámaras Kodak, esperando sin descanso a que saliera la célebre pareja; a menos que aquellos adoradores se contentaran imaginando que, aunque invisibles y totalmente inaccesibles para ellos, el moreno y apuesto Ex Deportista y la hermosa Actriz Rubia se apareaban sin cesar, como Shiva y Shakti, deshaciendo y recreando el universo.
Una cosa está clara. Después de que el Ex Deportista diga apasionadamente
Quiero que seas feliz
, la Actriz Rubia sonríe con timidez y dice algo, pero las interferencias impiden oír sus palabras. Tras estudiar esta secuencia varias veces, un infatigable lector de labios sospecha que la Actriz Rubia dice:
¡Oh! ¡Pero ya soy feliz! No había sido tan feliz en toda mi vi-vida
. Acto seguido, como en medio de la explosión de una nova, el Ex Deportista y la Actriz Rubia se abrazan con desesperación entre las arrugadas sábanas de seda de la faraónica cama, chisporrotean y se incendian convirtiéndose en una luz intangible mientras la propia película se derrite.
Es un hecho histórico. Apropiado aunque irónico. Hemos aprendido a aceptarlo igual que cualquier hecho histórico irremediable. Nuestro primer impulso es rebobinar la cinta y volver a ver la secuencia, deseando que esta vez el resultado sea diferente y logremos descifrar los tartamudeos de la Actriz Rubia…
Pero no, nunca lo conseguiremos.
3
Durante el bullicioso estreno de
Los caballeros las prefieren rubias
, en el remodelado Teatro Egipcio de Grauman en Hollywood Boulevard, entre proyectores, fogonazos de cámaras, silbidos, vítores y aplausos, Yvet, la leal ayudante del señor Z, se aproxima a la Actriz Rubia con sigilo de leona y le murmura misteriosamente al oído:
—Acabo de enterarme, Marilyn. Esta noche debe ir sola a la habitación del hotel. La estará esperando alguien muy especial.
La Actriz Rubia ahuecó una mano junto a su oreja cargada de diamantes:
—¿Alguien es-especial? Oh. ¡Oh!
Aquella esquirla de cristal en su corazón. En la deliciosa turbulencia de la Benzedrina, prácticamente cualquier comentario parece un heraldo del destino, una agridulce puñalada en el corazón. Benzedrina y champán, ¡qué mezcla! La Actriz Rubia empezaba a descubrir lo que todos los demás habitantes de Hollywood ya sabían.
—¿Es… mi pa-padre?
—¿Quién?
La música de la película es ensordecedora. Tocan
A Little Girl from Little Rock
. Entre los gritos de la multitud y la voz amplificada del locutor, Yvet no la oyó, aunque la Actriz Rubia tampoco pretendía que la oyera. (Razonando con la lógica de la Benzedrina, si el misterioso visitante era de hecho el padre de Norma Jeane Baker / Marilyn Monroe, habría ocultado su identidad a los desconocidos y sólo se la revelaría en privado a
ella
.) Yvet, con un elegante vestido de terciopelo negro, un collar de perlas de una sola vuelta, el cabello del color del acero y unos perplejos ojos del mismo tono que llegaban al alma de la Actriz Rubia.
Te conozco. He visto tu coño ensangrentado. He visto cómo te vaciaban las entrañas como a un pez. Nadie te conoce mejor que yo
. Yvet se apretó un dedo contra los labios. ¡Es un secreto! No digas nada. La Actriz Rubia —que no había caído en la cuenta de que atenazaba la mano de la mujer mayor igual que una adolescente asustada y eufórica— decidió no dejarse ofender por esta advertencia y, en cambio, demostrar simple gratitud, como habría hecho la propia Lorelei Lee:
—¡Gracias!
No iba a llevar a ningún hombre conmigo. Emborracharme y recoger a alguien. Eso es lo que ellos pensaban de Marilyn.
Para gran decepción del equipo de relaciones públicas de La Productora, el Ex Deportista no acompañaría a la Actriz Rubia al estreno. Acudiría vestida con sus mejores galas y escoltada por ejecutivos de La Productora, sus mentores el señor Z y el señor D. El Ex Deportista se encontraba en la Costa Este, recibiendo un homenaje en el Baseball Hall of Fame. ¿O estaba en Key West pescando con papá Hemingway, uno de los mayores admiradores del bateador? ¿O en Nueva York, su ciudad favorita, donde podía pasar prácticamente inadvertido, cenando con Walter Winchell en Sardi’s, o con Frank Sinatra en el Stork Club, o en el restaurante de Jack Dempsey en Times Square, en la mesa del ex campeón de pesos pesados, bebiendo, fumando puros y firmando autógrafos junto al propio Dempsey?
—¿Sabes qué es la «fama», chico? Que te paguen por decir mentiras durante el resto de tu vida.
En cuanto ganó el título de pesos pesados, en 1919, Dempsey perdió todo su interés por el boxeo. Por el cuadrilátero. Por la afición. Incluso por ganar.
—Ganar es para los tontos.
El Ex Deportista admiraba muchísimo a este ex campeón de un deporte más masculino, más peligroso y en consecuencia más prestigioso que el béisbol, a este Dempsey cubierto de estropeada piel de elefante, a este obeso que guiñaba un ojo y reía.
—¡Eh, lo he conseguido! ¡Soy el gran Dempsey!
A la Actriz Rubia no le molestaba esta necesidad infantil del Ex Deportista de rodearse de machotes. De hecho, ella compartía esa necesidad.
¡Cuántas aburridas y fatigosas horas habían dedicado a preparar a la Actriz Rubia para esta velada festiva! Había llegado a La Productora a las dos de la tarde, con una hora de retraso, vestida con pantalones, chaqueta y zapatillas de lona. Sin más maquillaje que el carmín. ¡Sin cejas! Aún no había tomado sus pastillas de Benzedrina, de modo que estaba lúcida y mordaz. Con el cabello rubio platino recogido en una cola de caballo, aparentaba unos dieciséis años y cualquiera la habría tomado por una vulgar aunque atractiva animadora de un instituto del sur de California, con un busto extraordinariamente desarrollado.
—¿Por qué diablos no puedo ser yo misma? —protestó—. Aunque sólo sea una vez.
Le gustaba entretener al personal de La Productora. Le encantaban sus risas y quería caerles bien.
Marilyn es una más. Es estupenda
. A veces demostraba una imperiosa necesidad de granjearse el afecto de los peluqueros, los maquilladores, las encargadas de guardarropía, los cámaras, los electricistas, el ejército entero de empleados conocidos exclusivamente por nombres familiares como «Dee-Dee», «Tracy», «Whitey» o «Gordo».
¿Cómo es en realidad Marilyn Monroe? ¡Fantástica!
Les hacía regalos. Obsequios que a su vez le habían hecho a ella o cosas que compraba ex profeso. Les pasaba invitaciones. Se acordaba de interesarse por la enfermedad de la madre de uno, por la muela del juicio de otro, por sus tempestuosas vidas amorosas, que le parecían mucho más fascinantes que la suya propia.
No se te ocurra decir nada en contra de Marilyn. Si lo haces, te haré tragarte los dientes. Es el único ser humano entre ellos
.
El día del estreno de
Los caballeros las prefieren rubias
, las manos de media docena de expertos se arrojaron sobre la Actriz Rubia como lo harían los desplumadores de pollos sobre los cadáveres de estas aves. Le lavaron y moldearon el pelo y le decoloraron las oscuras raíces con agua oxigenada tan potente que tuvieron que encender un ventilador para que no se asfixiara. Tras aclarar el cabello por segunda vez, le pusieron grandes rulos de plástico rosas y le cubrieron la cabeza con un ruidoso secador que parecía una máquina diseñada para administrar electrochoques. Le dieron un baño de vapor en la cara y el cuello, que luego enfriaron e hidrataron con cremas. La bañaron y le aceitaron el cuerpo, eliminando el antiestético vello; la empolvaron, perfumaron y maquillaron. Le pintaron las uñas de un intenso tono rojo a juego con su fosforescente boca.
Whitey, el maquillador, llevaba una hora trabajando cuando notó con pesar una ligera asimetría en las cejas pintadas de la actriz; retiró la pintura y volvió a aplicarla. Movieron el falso lunar un par de milímetros, pero luego lo devolvieron prudentemente a su sitio original. Pegaron las pestañas postizas.
—Por favor, señorita Monroe, mire hacia arriba —entonó el meticuloso Whitey, impaciente—. Por favor, no se encoja. ¿Alguna vez le he pinchado un ojo?
El delineador se acercó peligrosamente al ojo de la Actriz Rubia, pero, en efecto, no entró. A estas alturas la Actriz Rubia había tomado Nembutal para tranquilizarse, no porque se sintiera ansiosa por el estreno de esa noche (ya habían hecho varios pases de la película, preestrenos para los entendidos, y las primeras críticas le auguraban un éxito seguro y elogiaban a Marilyn Monroe en el papel de Lorelei Lee), sino porque estaba curiosamente enfadada e impaciente. ¿Echaba de menos al Ex Deportista? La preocupaba que no estuviera a su lado en el estreno, pues no le gustaba ser el centro de atención.
Cuando el Ex Deportista estaba lejos, la Actriz Rubia sufría. Cuando el Ex Deportista estaba cerca, la Actriz Rubia tenía poco que decirle y él, poco que decirle a ella.
—¿Es posible que el matrimonio sea así? Dos almas en paz.
Para el Ex Deportista era un orgullo que lo vieran con la Actriz Rubia colgada del brazo en sitios públicos. Él frisaba los cuarenta; ella era mucho más joven y aparentaba aún menos años de los que tenía. Después de estas apariciones públicas, el Ex Deportista le hacía el amor con la energía de un hombre con la mitad de edad. Sin embargo, se enfurecía si otros hombres miraban demasiado a la Actriz Rubia. O si hacían comentarios vulgares en su presencia. No le gustaba verla en el papel de Marilyn. Quería que vistiera provocativamente sólo para él, no para los demás. Se había escandalizado y disgustado al ver
Niágara
, tanto por el contenido de la película como por los lascivos y omnipresentes carteles. ¿El contrato de la actriz no le daba derecho a intervenir en la forma en que la promocionaban? ¿No le molestaba que la presentaran como si fuera un trozo de carne? Cuando desenterraron la foto de Miss Sueños Dorados para publicarla en las páginas centrales de
Playboy
, el Ex Deportista se enfureció. La Actriz Rubia intentó explicarle que no tenía ningún control sobre ese desnudo; la compañía de almanaques la había vendido sin su autorización y sin pagarle nada a cambio. Indignado, el Ex Deportista dijo que quería matar a esos cabrones, a todos y cada uno de ellos.
Ella se miró en el espejo.
—El matrimonio debería ser así, ¿no? Un hombre que me quiere. Que jamás me explotaría.
Antes de salir hacia el cine, la Actriz Rubia tomó una o quizá dos pastillas de Benzedrina para contrarrestar el efecto del Nembutal. Tenía la impresión de que su corazón latía cada vez más despacio. ¡Ah, qué necesidad tan grande, qué necesidad tan imperiosa sentía de acurrucarse en el suelo y
dormir
! Precisamente ahora, en la noche más feliz y triunfal de su vida, lo único que deseaba era
dormir, dormir, dormir un sueño semejante a la muerte
.
Pero la Benzedrina lo cambiaría todo. ¡Oh, sí! Podía contar con que las anfetas le aceleraran el pulso y produjeran un delirante burbujeo en la sangre y el cerebro. Esa dulce y cálida agitación que llegaba al cerebro como un rayo caído del cielo. Pero no corría ningún peligro, porque las drogas de la Actriz Rubia eran legales. Ella jamás sucumbiría al triste destino de Jeanne Eagels, Norma Talmadge o Aimee Semple McPherson. Nunca se desviaría de las prescripciones del médico. La Actriz Rubia era una joven inteligente y astuta y no la típica diva de Hollywood. Los que la conocían bien sabían que era Norma Jeane Baker, una chica nacida en Los Ángeles que había escalado posiciones con esfuerzo para escapar de sus humildes orígenes. El médico de La Productora, Doc Bob, le prescribía únicamente los fármacos apropiados. Sabía que podía confiar en él, porque La Productora jamás arriesgaría su inversión millonaria. Tomaba Benzedrina con moderación para «animarse», para obtener una «rápida y preciosa energía», imprescindible para una actriz cansada. Y tomaba Nembutal con moderación para «tranquilizar los nervios» y conseguir «un descanso reparador y sin sueños», imprescindible para una actriz cansada e insomne. Con cierto recelo, la Actriz Rubia preguntó a Doc Bob si esos fármacos producían adicción y Doc Bob, poniéndole una mano paternal sobre la rodilla llena de hoyuelos, respondió:
—Mi querida jovencita: la vida es adictiva, y sin embargo debemos seguir viviendo.
4
Necesitaron cinco horas y cuarenta aburridos y fatigosos minutos para convertir a la Actriz Rubia en la Lorelei Lee de
Los caballeros las prefieren rubias
. ¡Pero aquella multitud enfervorizada en Hollywood Boulevard! Los gritos de «¡Marilyn!, ¡Marilyn!». Tenía que admitir que el esfuerzo había merecido la pena, ¿no?