Cass debió de leer sus pensamientos, porque le dijo que quitarían todos los espejos si le molestaban.
—Los Dióscuros podemos vivir sin espejos, pues nos vemos reflejados los unos en los otros, ¿no?
—No lo sé, Cass. Quiero volver a casa.
Lo quería, pero no confiaba en él. No se fiaba de ninguno de los hombres a los que amaba. Uno de ellos era el padre de su hijo, ¿o era posible que lo fueran ambos? No era la primera vez que sacaban a colación el tema de los seguros y ahora también hablaban de testamentos. ¿Acaso esperaban que ella muriera en el parto? ¿Deseaban que muriera? (Pero no; la querían. Norma Jeane estaba segura.) Si al menos hubiera podido consultar al señor Shinn… ¿Y si le pedía consejo al Ex Deportista que quería «salir» con ella?
La noche anterior Norma Jeane le había hablado a Cass del famoso jugador de béisbol que quería conocerla y él se había entusiasmado más que ella, diciendo que el Ex Deportista era un héroe para muchos estadounidenses, un ídolo tanto o más importante que cualquier estrella de cine, y que ella debía aceptar su invitación. Norma Jeane protestó, dijo que ella no sabía nada de béisbol, que el tema no le interesaba en absoluto y que además estaba embarazada.
—Quiere «salir» conmigo. Los dos sabemos lo que significa eso.
—Siempre puedes hacerte la estrecha, la inaccesible. Un estupendo papel para Marilyn.
—Es famoso. Debe de ser rico.
—Marilyn también es famosa y no es rica.
—Ya, pero yo no soy tan famosa.
Él
tuvo una larga trayectoria antes de retirarse. Todo el mundo lo quiere.
—En tal caso, ¿por qué no ibas a quererlo tú?
Norma Jeane había mirado a Cass con ansiedad, buscando indicios de celos, pero él no parecía estar celoso. Sin embargo, a diferencia de Eddy G., Cass era un hombre impenetrable.
Norma Jeane no le dijo que ya había declinado la invitación del Ex Deportista. No personalmente, pues él se había comunicado con ella a través de una tercera persona que llamó a su agente. ¡Qué descaro! Como si Marilyn Monroe fuera una mercancía. La veías en los carteles publicitarios y hacías una llamada y una oferta. ¿Cuál era el precio de Marilyn?
En la planta alta de Los Cipreses, en el ala más antigua de la casa, las arañas de bronce y cristal eran más aparatosas. Por las ventanas se colaba una luz enfermiza y siniestra que no parecía proceder del sol. Olía a tuberías atascadas, insecticida y perfume rancio. Y el viento incesante… A Norma Jeane le pareció oír voces, amortiguadas risas infantiles. Debía de ser el viento, que hacía vibrar los cristales de las ventanas y las lámparas. Notó que Cass miraba alrededor con gesto ceñudo, como si él también hubiera oído las voces. Esa mañana tenía resaca, había vomitado, y cuando Norma Jeane lo miró de refilón, vio una alarmante expresión ausente en su cara. Mientras Theda Bara explicaba el complicado mecanismo de los intercomunicadores de la casa, Cass se frotaba los ojos y movía la boca como si tuviera dificultades para tragar algo. Norma Jeane le rodeó la cintura con un brazo, pero él se apartó, turbado.
—Quita. No soy tu hijo.
¿Por qué hemos venido a este horrible lugar? No es la fantasía que buscábamos
.
Theda Bara tardó un buen rato en describir el complejo sistema de seguridad con alarma antirrobo y luces exteriores. Al parecer, la instalación había costado un millón de dólares. Según dijo, la propietaria anterior tenía un «miedo exagerado» a que alguien entrara en la casa y la asesinara.
—Igual que mi madre —dijo Eddy G. con aire taciturno—. Es el primer síntoma, pero no el último.
Norma Jeane trató de poner una nota de humor.
—Yo siempre me digo: ¿por qué iban a querer matarme? No soy tan importante, ¿no?
—Por aquí hay mucha gente lo bastante importante para morir asesinada —repuso Theda Bara con una sonrisa fría—. Y mucha más que simplemente es rica.
Norma Jeane no entendió el comentario, pero lo tomó como una señal de rechazo. Sonriendo para sí, se preguntó qué pensaría el célebre Ex Deportista si supiera que ella estaba embarazada. ¿Y si se enterara de que estaba enamorada de dos atractivos jóvenes a la vez?
Quizá sea cierto que soy una puta. ¡Hay pruebas de sobra!
Entonces empezaron a ocurrir cosas extrañas. Eddy G. interrogaba a la agente inmobiliaria, pero Norma Jeane prestaba poca atención y Cass, con la piel cenicienta y gesto irritable, parecía a punto de desmayarse. Seguía moviendo los labios como si intentara tragar algo. El aire estaba tan seco, que era fácil creer que tenías la boca llena de arena. Norma Jeane habría deseado estrechar a Cass entre sus brazos, besarlo y consolarlo. De repente detectó de refilón un movimiento rápido y fugaz. Una sombra que huía. ¿En uno de los espejos? Ni Theda Bara ni Eddy G. repararon en ello, pero Cass se giró hacia allí con una expresión de horror. Sin embargo, no parecía haber nada. Cuando Theda Bara les enseñó otro dormitorio, Norma Jeane creyó ver algo que se movía detrás de una cortina de brocado.
—¡Ay! ¡Mirad! —exclamó sin pensar.
—No es… nada. Estoy segura —respondió Theda Bara sin demasiada convicción.
La agente inmobiliaria echó a andar valientemente hacia allí, pero Cass la cogió por el brazo y dijo:
—No. Maldita sea. Cierra la puerta.
Salieron y cerraron la puerta tras ellos.
Norma Jeane y Eddy G. intercambiaron una mirada de preocupación. ¿Qué le ocurría a Cass? Y justo a él, que solía ser el más sensato de los tres.
Norma Jeane seguía oyendo amortiguadas voces de soprano, llantos y risas de niños, pero era el viento, naturalmente, el viento y su febril imaginación. Cuando Theda Bara los hizo pasar al cuarto de juegos, Norma Jeane comprobó con alivio que estaba vacío y que allí reinaba un silencio casi absoluto, roto sólo por el rumor del viento.
¿Por qué soy tan tonta? Seguro que nadie ha matado a un niño aquí
.
—¡Qué habitación tan bonita! —se sintió obligada a decir.
Pero la habitación no era bonita, sino simplemente espaciosa. Larga y ancha. La pared exterior estaba ocupada casi por completo por unos ventanales de cristal esmerilado que daban a un espacio desierto, como si tuvieran vistas a la eternidad. Las demás paredes estaban pintadas de color rosa subido y decoradas con personajes de historieta del tamaño de adultos. Había a un tiempo muñecos anticuados, del estilo de los que ilustraban los libros de rimas ingleses, y personajes de dibujos animados estadounidenses: Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny, Goofy. Con inexpresivos ojos blancos, alegres sonrisas humanas y manos enguantadas en lugar de patas. Pero ¿por qué eran tan grandes? Norma Jeane se puso delante de Goofy, cara a cara, pero se apartó enseguida, asustada. Intentó bromear al respecto:
—Este tipo no se deja impresionar por una chica guapa.
En las fiestas, cuando Cass estaba «cargado» —según lo describían sus compañeros de copas y drogas—, a menudo se ponía a disertar sobre filosofía tomista, las fallas geológicas en el condado de Los Ángeles o el «secreto espíritu inquisidor» de Estados Unidos, que, en su opinión, no había sido importado al Nuevo Mundo desde el Viejo, sino que aguardaba ya en los desiertos a los puritanos que se habían instalado allí. Ahora, de súbito, como un sonámbulo que despierta de un trance, Cass empezó a hablar sobre los animales en los libros y las películas infantiles.
—¡Dios! Sería aterrador que los animales pudieran hablar, que fueran iguales que nosotros. Sin embargo, en el mundo de los niños siempre lo hacen. ¿Por qué?
Norma Jeane lo sorprendió diciendo:
—¡Porque los animales son humanos! No pueden hablar como las personas, pero se comunican con ellas. Claro que sí. Tienen emociones parecidas a las nuestras: dolor, esperanza, miedo, amor. Cuando una hembra es madre…
—En los dibujos animados no, cariño —interrumpió Eddy G.—. Nunca tienen crías.
—Nuestra Norma ama a los animales —terció Cass con sorprendente hostilidad— sólo porque ella no conoce a ninguno. Ella cree que corresponderían su amor sin reservas.
—¡Eh, no hables de mí como si no estuviera presente! —replicó ella, ofendida—. Y no me menosprecies.
Los hombres rieron. Puede que estuvieran orgullosos de ella, de que reaccionara con agresividad, quitándose incluso las gafas como Bette Davis o Joan Crawford en un melodrama, para enfrentarse a los traidores.
—«No me menosprecies», dice Norma.
—Hasta nuestro Pescadito tiene su orgullo.
—Nuestro Pescadito tiene más orgullo que nadie.
Theda Bara paseó la mirada entre uno y otro, con sus hinchados labios abiertos en un gesto de estupefacción. ¿Qué pasaba allí? ¿Quiénes eran esos jóvenes insolentes?
Comentarios deliberados como una puñalada en el corazón. Como una puñalada en el vientre.
Ella
. Norma Jeane era ella. Jamás sería otra cosa. El tercer punto de la constelación de Géminis. El distante vértice del eterno triángulo, un vértice al que Cass llamaba Muerte. Norma Jeane no tuvo más remedio que aceptar que nunca significaría otra cosa para esos hombres: por mucho que los quisiera y se sacrificara por ellos, aunque los demás la admiraran y la consideraran una actriz de talento, siempre sería
ella
. Su Pescadito. Su Pescado.
Las risas masculinas cesaron, y salvo por el zumbido del viento, reinó el silencio.
Cuando se disponían a marcharse de la fea habitación rosa, mientras Theda Bara se aclaraba la garganta para decir algunas palabras optimistas, oyeron un siseo. Cerca de sus pies, parcialmente oculta por un parque infantil, percibieron una sombra escurridiza.
—¡Una serpiente de cascabel! —gritó la agente inmobiliaria.
Presa del pánico, Eddy G. se subió a una mesa con tablero de plástico situada en medio de una isla de falso césped verde y palmeras en miniatura. Cogió a Norma Jeane por el brazo y la levantó para que se pusiera a su lado. Después ayudó a subir a Theda Bara y al pobre y tembloroso Cass, que se había puesto pálido como un papel. Cuatro adultos jadeando, asustados.
—¡La serpiente! Es la misma —dijo Cass con su angustiada cara de niño empapada en sudor y las pupilas dilatadas—. Es culpa mía. Yo soy el único responsable. No debí traeros aquí.
Ante las incoherencias de Cass, Norma Jeane procuró adoptar una actitud práctica y dijo:
—¿Las serpientes de cascabel atacan a los seres humanos? Deberían estar más asustadas que nosotros.
Theda Bara murmuraba «ay, ay, ay», como si estuviera a punto de desmayarse, y Eddy G. tuvo que sujetarla.
—Tranquila, mujer. Todo irá bien. Ni siquiera veo a la muy puta. ¿Alguien la ve?
—Yo no he visto ninguna serpiente —respondió Norma Jeane—. Pero me parece que la he oído.
—Es culpa mía —dijo Cass, que estaba a gatas, temblando—. Desde que empecé a ver estas cosas en baños y lavabos, no puedo parar. Están aquí por mi culpa.
Al parecer era cierto, porque en el cuarto de juegos no había ninguna serpiente. Eddy G. trató de tranquilizar a Theda Bara, que estaba tan asustada que quería marcharse de inmediato de Los Cipreses, y a Cass, que, como un hombre en estado de shock, se había sumido en una especie de letargo, con los ojos muy abiertos y vidriosos y las pupilas dilatadas. Seguía diciendo incoherencias con aire contrito. Todo era culpa suya, él llevaba esas cosas consigo adondequiera que fuera, tarde o temprano lo matarían, no había nada que hacer. Norma Jeane quería llevarlo al cuarto de baño para lavarle la cara con agua fría, pero Eddy G. dijo que no, que seguramente no habría agua y que si la había, estaría llena de polvo de óxido y tibia como la sangre.
—Se asustaría aún más. Simplemente vamos a llevarlo a casa.
—¿Tú sabías que veía esas cosas, Eddy? —preguntó Norma Jeane.
—No estaba seguro de si las veía él o yo —respondió Eddy con aire evasivo.
Emprendieron el viaje de regreso a la ciudad, Eddy al volante, algo más sereno; Norma Jeane sentada a su lado, aturdida y asustada, con las manos sobre la barriga para calmar al bebé, y Cass tendido en el asiento trasero, con la camisa abierta para respirar mejor, temblando y gimiendo.
—Dios, deberíamos llevarlo a un médico —murmuró Norma Jeane a Eddy—. Es delírium trémens, ¿no? Tenemos que llevarlo a urgencias al hospital de Cedars of Lebanon —Eddy G. negó con la cabeza—. No podemos fingir que no está enfermo, que no le pasa nada.
—¿Por qué no? —preguntó Eddy G.
Cuando dejaron atrás Laurel Canyon Drive y el bulevar y entraron en Sunset, Cass les dio una sorpresa: se sentó, suspiró, infló los carrillos y rió, avergonzado.
—Joder. Lo siento. No recuerdo nada, pero no me lo contéis, ¿vale?
Le dio un pellizco en el cuello a Norma Jeane y otro a Eddy G. Aunque tenía la mano helada, su contacto fue reconfortante. Tanto Eddy G. como Norma Jeane se estremecieron, presas de un extraño y repentino deseo.
—Creo que estamos ante un caso de embarazo por simpatía. Norma está tan sana y serena que uno de los Dióscuros tiene que desmoronarse, ¿no? Es obvio que seré yo.
¿Cómo no iban a creerle cuando sus palabras sonaban tan convincentes y curiosamente líricas?
Ese sueño. La hermosa rubia arrodillada ante ella, tirando con impaciencia de sus manos. Una rubia tan hermosa que era imposible mirarla a la cara, porque su sola visión inspiraba miedo. Había escapado de un espejo. Sus piernas eran tijeras y sus ojos, fuego. Su cabello se alzaba en pálidas hebras ondulantes.
¡Dámelo! Zorra enferma, patética
. Pretendía arrebatar al desconsolado niño de las débiles manos de Norma Jeane.
No. No es el momento oportuno. Es mi hora. ¡No puedes negármelo!
La vida y los sueños son páginas del mismo libro.
A
RTHUR
S
CHOPENHAUER
Y llegó la mañana en que supo lo que debía hacer.
Fue la mañana siguiente a la visita a Los Cipreses y a Lakewood.
La mañana posterior a una larga noche de sueños turbulentos, como rocas rodando sobre su cuerpo suave e indefenso.
Telefoneó a Z, con quien no había hablado desde la noche del estreno. Le explicó la situación. Se echó a llorar. Puede que él creyera que eran lágrimas ensayadas, o tal vez no. Z la escuchó en silencio. Quizá ella pensara que era un silencio cargado de asombro, pero de hecho fue un silencio práctico, porque Z se había encontrado en esa posición muchas veces, muchas veces había oído esas mismas palabras, ese trillado guión escrito por un guionista anónimo.