Me dejó con el corazón roto. Lloré y lloré. Cuando él se marchó, pensé en la mejor manera de lastimarme, de imponerme el castigo que merecía. Porque era tan fuerte y sana que las heridas de los brazos cicatrizaron rápidamente
. Sin embargo, cuando empezó a vivir sola descubrió que bastaba con cambiar las toallas una vez a la semana, o incluso menos. Que bastaba con cambiar las sábanas una vez a la semana, o incluso menos. Porque ya no había un marido joven, fuerte y sudoroso que las ensuciara y ella se mantenía escrupulosamente limpia, bañándose tan a menudo como podía, lavando a mano su camisón, su ropa interior y sus medias. Como en su habitación no había alfombras, no necesitaba aspiradora; una vez a la semana pedía prestada una escoba a la casera y se la devolvía poco después. No tenía fogón ni horno que restregar. Aparte del alféizar de la ventana, en su habitación había pocas superficies donde se acumulara el polvo, de modo que no era necesario usar un plumero. (Sonreía cuando recordaba al viejo Hirohito. ¡Se había librado de él!) Al dejar el apartamento de Verdugo Gardens, había dejado la mayor parte de sus pertenencias en casa de los Glazer. En teoría, la familia de Bucky «guardaría» esas cosas hasta que él regresara; pero Norma Jeane sabía que Bucky no volvería nunca. Al menos no volvería con ella.
Si me quisieras, no me habrías abandonado.
Si me abandonaste, es porque no me querías.
A pesar de que la gente moría o resultaba herida y el mundo se llenaba de ruinas humeantes, a Norma Jeane le gustaba la guerra. La guerra era tan constante y fiable como el hambre o el sueño.
La guerra siempre estaba ahí
. Podías hablar de ella con desconocidos. La guerra era como un programa de radio que no termina nunca. Era el sueño que todos soñaban. Resultaba imposible sentirse sola durante la guerra. Desde el 7 de diciembre de 1941, cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor, hasta varios años después, no habría soledad. En el tranvía, en la calle, en las tiendas, en el trabajo, a cualquier hora del día, una podía preguntar con aprensión, ansiedad o naturalidad:
¿Ha pasado algo hoy?
, porque siempre pasaba o podía pasar algo. Se «libraban» continuas batallas en Europa y el Pacífico. Las noticias podían ser buenas o malas. Compartías la alegría, la tristeza o la preocupación con otros. Personas desconocidas lloraban juntas. Todo el mundo escuchaba. Todos tenían una opinión.
Al anochecer, como un sueño que se aproximaba, el mundo se oscurecía para todos. A Norma Jeane le parecía un momento mágico. Los faros de los coches se apagaban y estaba prohibido iluminar los escaparates o las marquesinas. Se disparaban ensordecedoras alarmas antiaéreas. Había infundadas advertencias de peligro, rumores de una invasión inminente. La escasez de alimentos y otros artículos era continuo motivo de queja. Se hablaba de la existencia de un mercado negro. Norma Jeane, vestida con ropa de trabajo —pantalones holgados, camisa y jersey—, con el cabello atado con un pañuelo, se sorprendía de su propia facilidad para hablar con extraños. Aunque experimentaba una angustiosa timidez y no podía evitar tartamudear ante sus parientes políticos, incluso ante su marido cuando éste estaba quisquilloso, rara vez tartamudeaba delante de desconocidos amables, y la mayoría de los desconocidos eran amables con ella. En especial, los hombres. Norma Jeane era consciente de que atraía a los hombres, incluso a algunos lo bastante mayores para ser abuelos; sabía que la expresión vehemente y cálida en los ojos masculinos reflejaba deseo y eso la tranquilizaba. Al menos cuando estaba en un lugar público. Porque si la invitaban a cenar o al cine, siempre podía señalar sus anillos en silencio. Si le preguntaban dónde estaba su marido, podía responder en voz baja: «En el extranjero. En Australia». A veces se oía a sí misma decir que había «desaparecido en acción» en Nueva Guinea, o «muerto en combate» en Iwo Jima.
Pero la mayoría de los desconocidos quería hablar de la forma en que la guerra había afectado a
su
vida.
Si al menos acabara la maldita guerra
, decían. Pero Norma Jeane pensaba:
Si al menos la guerra durara eternamente
.
Porque su empleo en Radio Plane dependía de la escasez de obreros masculinos. Gracias a la guerra había camioneras, conductoras de tranvía, recolectoras de basura, encargadas de mantenimiento e incluso mujeres que llevaban grúas, reparaban techos y pintaban paredes. Por todas partes se veían mujeres uniformadas. Norma Jeane calculaba que en Radio Plane había ocho o nueve mujeres por cada hombre; salvo en los puestos directivos, naturalmente, donde no había ninguna. Le debía su trabajo y su libertad a la guerra. Le debía su sueldo a la guerra, y en menos de tres meses de trabajar allí, la ascendieron y le concedieron un aumento de veinticinco centavos por hora. Había demostrado tanta eficiencia en la cadena de montaje que la seleccionaron para desempeñar una tarea más difícil: pintar los fuselajes de los aviones con un barniz plástico que «colocaba». El olor era penetrante y nauseabundo. Se metía en el cerebro, donde formaba minúsculas burbujas como las del champán. La sangre abandonaba su rostro y sus ojos parecían desenfocarse.
—Será mejor que salga a tomar un poco de aire fresco, Norma Jeane —dijo el capataz.
—No tengo tiempo —se apresuró a responder ella, riendo y frotándose los ojos—. No tengo tiempo.
Le costaba mover la lengua, que parecía demasiado grande para su boca. Pero le aterrorizaba la posibilidad de fallar en su nuevo puesto y que volvieran a trasladarla a la cadena de montaje o la enviaran a casa. Porque ella no tenía casa. Porque su marido la había abandonado.
Zorra enferma, patética
. No quería fallar y no lo haría. Finalmente el capataz la agarró del brazo y la sacó de la sala. Norma Jeane se asomó a una ventana y aspiró profundas bocanadas de aire fresco, pero regresó al trabajo casi de inmediato, insistiendo en que se encontraba bien. Sus manos se movían con destreza, con una inteligencia propia que crecería con el transcurso de las horas, los días, las semanas, a medida que aumentaba su tolerancia a la mezcla de sustancias químicas. Ya se lo habían dicho: «Con el tiempo, ni siquiera notarás el olor». (Sin embargo, sabía que su ropa y su pelo apestaban. En consecuencia, debía ser más escrupulosa que nunca a la hora de lavarse y ventilar las prendas.) Se negaba a pensar en la posibilidad de que los gases le dañaran la piel, las fosas nasales, los pulmones y el cerebro. Se enorgullecía de su rápido ascenso y del aumento de sueldo y tenía la esperanza de acceder a un puesto y a una paga aún mejores. El capataz la tenía por una trabajadora competente, una joven seria a quien podía confiársele un trabajo serio. Parecía una niña, pero no se comportaba como tal. ¡No en Radio Plane, donde ayudaba a fabricar bombarderos para atacar al enemigo! Veía la fábrica como una especie de carrera, y en el instituto había sido una de las corredoras más rápidas, había ganado una medalla de la que estaba orgullosa, aunque se la había enviado a Gladys a Norwalk y ésta jamás le había respondido. (En un sueño había visto a Gladys con la medalla prendida en el cuello de la bata verde del hospital. ¿Era posible que el sueño fuera real?
No debía rendirse
y no se rindió.)
Esa mañana de noviembre, mientras vaporizaba el barniz y luchaba contra el mareo, temió que la regla se le adelantara porque ahora, para conservar su empleo, tomaba tantas aspirinas como se atrevía para combatir los dolores, sabiendo que eso estaba mal, que no se curaría si sucumbía ante semejante debilidad, y a pesar de todo, para su vergüenza, en ocasiones se veía obligada a solicitar un par de días de baja. Esa mañana de noviembre, mientras vaporizaba el barniz decidida a no marearse ni desmayarse, sonrió inesperadamente, y a pesar de que las burbujas en su cerebro parecían distraerla más que nunca, fue capaz de divisar un futuro fascinante y feliz.
El Príncipe Encantado con un atuendo formal negro y Norma Jeane, que era la Bella Princesa, luciendo un largo vestido blanco confeccionado con una tela brillante. Caminaban de la mano por la playa al atardecer. El cabello de Norma Jeane se agitaba al viento. Era el cabello rubio platino de Jean Harlow, muerta, según se rumoreaba, porque su madre pertenecía a la Ciencia Cristiana y se había negado a llamar a un médico cuando la actriz había caído gravemente enferma a los veintiséis años, pero Norma Jeane sabía que sólo la debilidad podía matarte y ella no sería débil. El Príncipe Encantado se detuvo para poner su chaqueta sobre los hombros de la joven. Le besó dulcemente los labios. Empezó a sonar música: una romántica melodía bailable. El Príncipe Encantado y Norma Jeane comenzaron a bailar, pero muy pronto ella sorprendió a su amante. Se quitó los zapatos, sus pies desnudos se hundieron en la arena húmeda ¡y qué deliciosa sensación bailar entre las olas que rompían contra sus piernas! El Príncipe Encantado la miraba estupefacto, porque ella era mucho más hermosa que cualquier mujer a la que hubiera conocido, y mientras él la miraba, ella lo esquivaba, levantando los brazos, unos brazos que de súbito se convirtieron en alas y Norma Jeane, en un pájaro de plumas blancas que se elevaba más y más alto, hasta que el Príncipe Encantado no fue más que una figura en la playa entre el espumoso oleaje, contemplándola con asombro y añoranza
.
Norma Jeane alzó la vista de las manos enguantadas que sujetaban el bote de barniz y vio que un hombre la observaba desde la puerta. Era el Príncipe Encantado y tenía una cámara.
La vida fuera del escenario no es una vida accidental. Podría definirse como inevitable.
El manual del actor y la vida del actor
Durante aquel primer año de maravillas que estallaban ante ella igual que las violentas y punzantes olas en la playa de Santa Mónica, oyó el sereno metrónomo de esa voz.
Allí donde estés, estaré yo. Incluso antes de que llegues al lugar adonde te diriges, yo estaré allí, esperando
.
¡La expresión de la cara de Glazer! Sus compañeros del
Liberty
se burlaban sin piedad de él, recordando que había estado leyendo el
Stars & Stripes
de diciembre de 1944 con su habitual gesto adusto y aburrido hasta que, al volver una página, sus ojos parecieron saltar de las órbitas y se quedó literalmente boquiabierto. Lo que quiera que viese Glazer en aquella revista barata había tenido sobre él el efecto de una descarga eléctrica. Después emitió un graznido:
—Señor. Mi mujer.
¡Ésta es mi mujer!
Le arrebataron la revista de las manos. Todos leyeron el titular (
LAS MUJERES TRABAJADORAS DEFIENDEN EL FRENTE NACIONAL
) y contemplaron embobados la foto de página entera de la mujer más bonita que jamás hubieran visto, una joven con una cascada de rizos, hermosos ojos nostálgicos y unos labios húmedos que dibujaban una tímida sonrisa esperanzada; vestida con un mono tejano ceñido sobre los jóvenes y generosos pechos y las fabulosas caderas, sujetaba un atomizador con torpeza infantil, con ambas manos, como si estuviera a punto de rociar la cámara.
Norma Jeane trabaja nueve horas diarias en Radio Plane Aircraft, Burbank, California. Está orgullosa de su contribución a la campaña solidaria de la población civil. «El trabajo es duro, ¡pero me encanta!» Arriba, Norma Jeane en la planta de fuselajes. A la izquierda, Norma Jeane con gesto pensativo, recordando a su marido, el recluta de la marina mercante Buchanan Glaser, actualmente destinado al Pacífico Sur.
Se burlaban del pobre muchacho, le tomaban el pelo: si habían escrito Glaser en lugar de Glazer, ¿cómo podía estar tan seguro de que aquella chica era su esposa? Se enzarzaron en una pelea por la revista y poco faltó para que la destrozaran, hasta que Glazer se lanzó sobre ellos, furioso y echando chispas por los ojos:
—¡Cabrones! ¡Basta ya! ¡Dadme eso! ¡Es mío!
Y en la clase de lengua y literatura del Instituto de Van Nuys, Sidney Haring confiscó a un grupo de alborotadores el número de marzo de 1945 de la revista
Pageant
, la dejó con indiferencia sobre el escritorio y más tarde la examinó en privado, pasando las páginas hasta llegar a la que los gamberros habían señalado, sin duda con intenciones obscenas; entonces se subió las gafas sobre el caballete de la nariz para ver mejor, atónito, a…
—¡Norma Jeane!
La reconoció en el acto a pesar de la gruesa capa de maquillaje y la postura provocativa, la cabeza ladeada, la boca pintada de un oscuro tono de carmín abierta en una sonrisa entre ebria y soñadora, los ojos entornados en una ridícula expresión de éxtasis. Llevaba zapatos de tacón y un arrugado camisón semitransparente que le llegaba a la mitad del muslo, y bajo sus pechos curiosamente puntiagudos estrechaba algo que parecía un panda de peluche con una sonrisa estúpida estampada en la cara:
¿Te apetece un cálido abrazo en esta fría noche de invierno?
Haring empezó a respirar por la boca. Las lágrimas le nublaban la vista.
—Norma Jeane. Dios santo.
Miró la fotografía una y otra vez. Sintió una oleada de vergüenza. Aquello era culpa suya; lo sabía. Habría podido salvarla, ayudarla. ¿Cómo? Habría podido intentarlo, esforzarse más. Habría podido
hacer algo
. ¿Qué? ¿Oponerse a que se casara tan joven? Quizá estuviera embarazada. Quizá había tenido que casarse. ¿Podría haberse casado con ella? Él ya estaba casado. En aquel entonces la joven tenía quince años. Él se había sentido impotente y había hecho bien en poner distancia. Había actuado con prudencia. Durante toda su vida, había actuado con prudencia. Hasta quedar tullido había sido una medida sensata, pues de ese modo había evitado alistarse. Tenía hijos pequeños y una esposa. Amaba a su familia. Ellos dependían de él. Todos los años había chicas en sus clases. Hijas adoptivas, huérfanas. Niñas maltratadas. Jovencitas de mirada ansiosa. Chicas que buscaban su consejo, su aprobación, su amor. No podía evitarlo: era un hombre, un profesor relativamente joven. Todo había empeorado con la guerra. La guerra era un salvaje sueño erótico. Si uno era un hombre. Si te veían como hombre. No habría podido salvarlas a todas, ¿verdad? Y perder su empleo. Norma Jeane vivía en un hogar de acogida. Ese solo hecho era una condena. Su madre estaba enferma… aunque no recordaba de qué. Su padre estaba…, ¿dónde? Muerto. ¿Qué habría podido hacer él, Haring? Nada. Lo que había hecho, nada, era lo único que
podía
hacer.
Sálvate a ti mismo. No las toques nunca
. No estaba orgulloso de su conducta, pero tampoco tenía motivos para avergonzarse. ¿Por qué iba a estar avergonzado? No lo estaba. Sin embargo, miró con expresión culpable hacia la puerta del aula (la jornada escolar había terminado y era difícil que entrara alguien, pero algún alumno o profesor rezagado podría espiarlo a través del cristal de la puerta), arrancó la página y arrojó el ejemplar de
Pageant
a la papelera dentro de un sobre marrón usado (para que el portero no se fijara en él).
¿Te apetece un cálido abrazo en esta fría noche de invierno?
Haring tomó la precaución de no doblar la fotografía de página entera de su ex alumna, la introdujo en una carpeta y la guardó en el último cajón de su escritorio, junto con la media docena de poemas que la joven había escrito para él.