Bucky estaba medio dormido y asustado, pero atinó a decir con un tono casi razonable:
—¡Maldita sea, Norma Jeane! Creí que ya habíamos dejado claro este asunto ayer. Me he alistado. Me marcho.
—¡No, papá! —gritó ella—. No puedes dejarme. Si me dejas, moriré.
—No morirás, porque nadie se muere por eso —repuso Bucky secándose la cara con la sábana—. Tranquilízate. Pronto te sentirás mejor.
Pero Norma Jeane no le oía. Se abrazaba a él, lloriqueando, restregándole los pechos contra la espalda sudada. Bucky se estremeció de asco. Nunca le habían gustado las mujeres agresivas o descaradas; jamás se habría casado con una de ellas. Creía haber escogido a una dulce y tímida virgen.
—Mira qué pinta tienes.
Norma Jeane trató de subirse a horcajadas sobre él, aplastando los muslos contra los suyos, sin oírle, u oyéndole pero haciendo caso omiso de sus palabras, y entonces Bucky se enfureció aún más y le gritó a la cara:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Zorra enferma, patética!
Norma Jeane huyó a la cocina, donde él la oyó llorar y dar golpes en la oscuridad; por el amor de Dios, no tuvo más remedio que seguirla, y al encender la luz, vio que empuñaba un cuchillo, como una loca en una película melodramática, aunque en una película uno jamás vería una mujer con ese aspecto ni lastimándose de esa manera los antebrazos. Ya completamente despierto, Bucky se lanzó sobre ella y le arrebató el cuchillo.
—¡Norma Jeane! ¡Se-ñor!
Iba en serio: se había cortado el brazo y sangraba: una brillante pulsera de sangre, increíble para Bucky, que recordaría aquello como una de las horribles revelaciones de su vida de civil, la vida hasta entonces inocente y aparentemente inviolable de un muchacho estadounidense.
De modo que Bucky contuvo la sangre con un trapo de cocina. Llevó a Norma Jeane al cuarto de baño, donde lavó con ternura las heridas superficiales, toda una novedad para un muchacho acostumbrado al contacto con cuerpos fríos que jamás sangraban por muy heridos, magullados o lacerados que estuvieran; tranquilizó a Norma Jeane del modo en que uno tranquilizaría a una niña asustada y ella empezó a llorar en voz baja, recuperada ya de su locura. Se inclinó sobre él y murmuró:
—Oh, papá, papá, te quiero tanto, papá. Lo siento, no volveré a ser mala. Te lo prometo, papá. ¿Me quieres?
Bucky la besó.
—Claro que te quiero, pequeña, ya sabes que te quiero. Me he casado contigo, ¿no? —murmuró mientras aplicaba yodo a las heridas y las vendaba con gasas.
Después la llevó de vuelta a la cama, la dejó sobre las arrugadas sábanas y almohadas y la estrechó en sus brazos, consolándola y tranquilizándola hasta que poco a poco, como una niña agotada, ella dejó de llorar y se durmió. Bucky permaneció despierto, angustiado, con los nervios de punta y sin embargo con una aterradora sensación de euforia, hasta que fueron las seis de la mañana, hora de huir de ella, que seguiría durmiendo con la boca abierta, respirando entrecortadamente como si estuviera en coma. ¡Qué alivio para Bucky!, ¡qué alivio meterse bajo la ducha para quitarse el olor de Norma Jeane, la viscosidad de su cuerpo!, ducharse, afeitarse y salir al estimulante frío del amanecer rumbo a las instalaciones de la marina en Catalina Island con objeto de presentarse ante las autoridades entre una multitud de hombres como él. Y ése fue el comienzo del segundo día.
13
—¡Adiós, Bucky, cariño!
En un templado día de abril, los Glazer y Norma Jeane fueron a despedir a Bucky, que embarcó con rumbo a Australia en el carguero
Liberty
. Los términos precisos de la primera misión de Bucky eran secretos y todavía no se sabía cuándo le concederían un permiso para volver a Estados Unidos, pero no sería antes de ocho meses. Se rumoreaba que las fuerzas estadounidenses se proponían invadir Japón. Ahora Norma Jeane tendría una estrella azul para exhibir orgullosamente en su ventana, como las demás esposas y madres de soldados. Sonrió y se comportó con entereza. Estaba «encantadora y guapísima» con su vestido camisero azul, zapatos de tacón blancos y una gardenia en la melena rizada, de modo que Bucky, que no dejaba de abrazarla con las mejillas cubiertas de lágrimas, inhaló repetidas veces la dulce fragancia de la flor y más tarde, a bordo del carguero y entre los demás hombres, la recordaría como la fragancia de Norma Jeane.
Lo que nos ocurre ya es historia. Nadie tiene la culpa
.
No fue Norma Jeane, sino la señora Glazer, quien se mostró más sentimental esa mañana, sollozando y refunfuñando en el coche mientras su marido los llevaba desde Mission Hills a Catalina. En el asiento trasero, Norma Jeane estaba apretujada entre los hermanos mayores de Bucky, Joe y Lorraine. Las palabras de los Glazer bullían en su cabeza como mosquitos. Nadie pretendía que Norma Jeane, que estaba aturdida y sonreía sin convicción, se mantuviera atenta a la conversación o interviniera en ella.
Era amable, pero parecía un zombi. De no ser por su aspecto llamativo, nadie se habría percatado de su presencia
. La joven pensaba que en una familia normal rara vez había un silencio como el que existía entre ella y Gladys. Pensaba con serenidad que nunca había pertenecido a una familia normal y ahora quedaba claro que tampoco pertenecía a la de los Glazer, aunque la trataban con cortesía y ella procuraba corresponderles. En su presencia, los Glazer alababan su «valor» y su «madurez». Decían que era «una buena esposa para Bucky». Era probable que él les hubiera hablado de sus recientes arrebatos emocionales, que Bucky describía con crueldad como «histeria femenina». Pero como testigos directos que la examinaban con atención, los Glazer no tenían motivos de queja.
¡Esa chica maduraba deprisa! Y Bucky también
.
Se despidieron de Bucky Glazer, que vestía el uniforme de la marina y tenía el pelo tan corto que su cara infantil se veía casi demacrada. Sus ojos brillaban de emoción y miedo. Se había hecho un corte al afeitarse. Aunque había pasado poco tiempo en el campo de instrucción, ya parecía cambiado, más adulto. Abrazó con timidez a su llorosa madre, a sus hermanos y a su padre, pero sobre todo a Norma Jeane.
—Te quiero, pequeña —murmuró casi con angustia—. Escríbeme todos los días, ¿de acuerdo? Voy a echarte de menos —y añadió con pasión a su oído—: No te quepa duda de que la cosa grande echará de menos a la cosita.
Norma Jeane emitió una pequeña exclamación de sorpresa, algo parecido a una risita. ¡Vaya, los demás podían haberle oído! Bucky decía que cuando la guerra terminara, cuando volviera a casa, tendrían hijos.
—Tantos niños como quieras, Norma Jeane. Tú mandas.
Empezó a besarla como besan los muchachos, besos húmedos y violentos, besos ansiosos. Los Glazer se apartaron para dejar intimidad a la joven pareja, aunque era imposible tener mucha intimidad en el muelle de Catalina aquella templada mañana de abril de 1944 en la que el carguero
Liberty
se preparaba para zarpar rumbo a Australia con el resto del convoy de barcos de la marina mercante. Qué suerte, pensó Norma Jeane, que la marina mercante no fuera una rama de las fuerzas armadas de Estados Unidos, como creía la mayoría de la gente. El
Liberty
no era un buque de guerra ni transportaba bombarderos y Bucky no iba armado. Nunca «entraría en acción» ni lo enviarían a combatir. A él no podía sucederle lo que le había sucedido al marido de Harriet y a tantos otros maridos. Norma Jeane prefirió pasar por alto el hecho de que los barcos de la marina mercante eran objeto de constantes ataques de submarinos y aviones.
—Mi marido no va
armado
—decía a cualquiera que se interesara por él—. La marina mercante se limita a transportar
provisiones
.
En el camino de regreso a Mission Hills, la señora Glazer se sentó en el asiento posterior del coche con Lorraine y Norma Jeane. Se quitó el sombrero y los guantes y apretó con fuerza la mano helada de su nuera, consciente de que la joven se encontraba en estado de shock. Y no lloraba, pero su voz estaba ronca de emoción.
—Puedes mudarte a casa, cariño. Ahora eres nuestra hija.
—Ya no soy la hija de nadie. He superado esa etapa.
No se mudó a casa de los Glazer en Mission Hills. Tampoco se quedó en Verdugo Gardens. Una semana después de que Bucky embarcara en el
Liberty
, consiguió un empleo en la cadena de montaje de Radio Plane Aircraft, en Burbank, veinticuatro kilómetros al este. Alquiló una habitación amueblada en una casa de huéspedes situada cerca de una parada de tranvía y vivía sola ya el día de su decimoctavo cumpleaños, cuando pensó, agotada, mientras se sumía en un sueño profundo:
Norma Jeane Baker ya no es una pupila del condado de Los Ángeles
. A la mañana siguiente esta idea adquirió aún más fuerza en su mente, como un rayo abrasador iluminando el oscuro hematoma de un cielo de tormenta sobre las montañas de San Gabriel.
¿Fue por eso por lo que me casé con Bucky Glazer?
En medio del alboroto de las máquinas de la fábrica de aviones, empezó a contarse la historia de por qué se había prometido a los quince años y abandonado el instituto para casarse a los dieciséis. De por qué ahora, entre asustada y eufórica, vivía por primera vez sola a los dieciocho, sabiendo que su vida acababa de comenzar. Lo sabía gracias a la guerra.
Si no existe el mal
pero existe la guerra,
¿acaso la guerra no es el mal?,
¿acaso el mal no es la guerra?
Cierto día, en el comedor de Radio Plane, ella, que rara vez leía los periódicos por motivos supersticiosos, oyó a unas compañeras de trabajo hablar de una noticia publicada en el
L. A. Times
, una de esas noticias secundarias que aparecían en primera página debajo de los inevitables titulares sobre la guerra, ilustrada con la fotografía de una mujer vestida de blanco sonriendo con expresión de éxtasis; entonces se detuvo en seco, miró con atención el periódico que sujetaba una de las mujeres y debió de poner cara de estupefacción, porque las demás le preguntaron qué pasaba y ella respondió evasivamente que nada. Los ojos de las mujeres estaban clavados en ella como punzones de hielo, escrutándola, juzgándola, desaprobando la actitud reservada de esta joven esposa, confundiendo su timidez con displicencia; su obsesión por el pelo, el maquillaje y la ropa, con vanidad; su desesperado celo en el trabajo, con un depredador deseo femenino de congraciarse con el capataz, de modo que retrocedió confundida y avergonzada, sabiendo que las mujeres se reirían de ella con crueldad en cuanto se cercioraran de que no podía oírlas, parodiando sus tartamudeos y su vocecilla de niña, y esa tarde compró el
Times
para leer con fascinación y horror:
L
A EVANGELISTA
M
C
P
HERSON MUERE
A CONSECUENCIA DE UNA SOBREDOSIS DE DROGAS
.
¡Aimee Semple McPherson había muerto! La fundadora de la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrangular de Los Ángeles, donde casi dieciocho años antes la abuela Della había llevado a Norma Jeane para que la bautizaran en la fe cristiana. Aimee Semple McPherson, que hacía tiempo había sido desenmascarada y acusada de impostora y que al parecer había amasado una fortuna de millones de dólares por medio de artimañas hipócritas y corruptas. Aimee Semple McPherson, cuyo nombre era conocido porque en un tiempo había sido una de las mujeres más famosas y admiradas de Estados Unidos. ¡Aimee Semple McPherson se había suicidado! Norma Jeane tenía la boca seca. Estaba en la parada del tranvía y se sentía incapaz de concentrarse en el artículo.
Me negaba a pensar que el hecho de que la mujer que me había bautizado se hubiera quitado la vida tuviera algún significado. Que la fe cristiana no era más que algo que uno podía echarse encima y quitarse con rapidez, como una simple prenda
.
—Eres la mujer de Bucky. No puedes vivir sola.
Los Glazer estaban escandalizados. Estaban enfadados y reprobaban su actitud. Norma Jeane cerró los ojos y vio, como en un sueño, una sucesión de días hipnóticos en la cocina de la casa de su suegra, entre utensilios brillantes, el impecable suelo de linóleo, el delicioso aroma de guisos y sopas, carne asada, pan y galletas cociéndose al horno. El reconfortante parloteo de una mujer mayor.
¿Me echas una mano con esto, Norma Jeane, cariño?
Cebollas que picar, sartenes que engrasar. Pilas de platos sucios que habría que fregar, enjuagar y secar después de la comida del domingo. Cerró los ojos y vio a una joven sonriendo mientras lavaba los cacharros con los brazos sumergidos hasta el codo en la marfileña agua jabonosa. Una joven risueña concentrada en la tarea de cepillar escrupulosamente las alfombras del salón y el comedor, metiendo la ropa sucia en la lavadora en el húmedo sótano, ayudando a la señora Glazer a tender la colada, a descolgar las prendas, plancharlas, doblarlas y guardarlas en cajones, armarios y estantes. Una joven vestida con un bonito vestido camisero almidonado, sombrero, guantes blancos y zapatos de tacón; una joven que en esos tiempos de guerra y penurias no podía permitirse el lujo de llevar medias de seda, pero que simulaba la «costura» de esas medias trazando cuidadosamente una línea en la parte posterior de sus piernas con un lápiz para cejas. Se imaginó entrando en la Iglesia de Cristo con sus numerosos parientes políticos. Los Glazer.
¿Ésa es…? Sí, la esposa del hijo menor. Vive con ellos desde que su marido se marchó al extranjero
.
—Pero no soy vuestra hija. Ya no soy la hija de nadie.
Sin embargo, llevaba los anillos de los Glazer. Tenía toda la intención de permanecer fiel a su marido.
Zorra enferma, patética
.
Aunque vivía sola en una habitación pequeña y miserable de Burbank, en un sitio nuevo y extraño donde nadie la conocía y estaba obligada a compartir el cuarto de baño con otras dos huéspedes, a veces reía en voz alta, sorprendida de su propia felicidad. ¡Era libre! ¡Estaba sola! Por primera vez en su vida estaba verdaderamente sola. No como huérfana. No como hija adoptiva. No como la hija, la nuera o la esposa de alguien. Esto era un lujo para ella. Se le antojaba una vida robada. Era una
mujer trabajadora
. Llevaba a casa su paga semanal, cobraba en cheques y canjeaba esos cheques por efectivo en el banco como cualquier adulto. Antes de que la contrataran en Radio Plane Aircraft, había solicitado empleo en varias fábricas no sindicadas, pero la habían rechazado debido a su falta de experiencia y a su juventud; incluso en Radio Plane la habían rechazado en un principio, pero ella había insistido:
¡Por favor, denme una oportunidad! Por favor
. Aterrorizada, con el corazón desbocado, había insistido con terquedad, poniéndose de puntillas e irguiendo la espalda con el fin de exhibir su cuerpo joven y capaz.
S-sé que puedo hacerlo; soy fuerte y no me canso nunca. ¡Nunca!
Finalmente la habían contratado y había demostrado que tenía razón: aprendió con rapidez la mecánica del trabajo en la cadena de montaje, un trabajo de autómata, ya que era casi idéntico a la rutina de las tareas domésticas, con la única diferencia de que en el bullicioso mundo exterior, el mundo de los demás, si una trabajaba duro, pasaba por ser más eficaz, inteligente y en consecuencia más útil que sus compañeras de trabajo. Todo bajo la atenta supervisión del capataz y, por encima de él, del gerente de planta y, por encima de él, de jefes a quienes sólo conocían de nombre, unos nombres que las operarias de las máquinas, como Norma Jeane, no pronunciaban jamás. Después de la jornada de ocho horas, regresaba a casa en tranvía, tambaleándose de cansancio pero contando mentalmente, como una niña avariciosa, el dinero que había ganado y que, aunque ascendía a menos de siete dólares tras descontar los impuestos y la seguridad social, era suyo para gastarlo y para ahorrar lo que pudiera. Con un ligero dolor de cabeza volvía a la silenciosa habitación donde no la esperaba nadie salvo su Amiga Mágica del Espejo; volvía hambrienta, pero puesto que no estaba obligada a cocinar una comida abundante para un marido voraz, la mayoría de las noches se contentaba con calentarse una sopa de lata, y qué deliciosa estaba esa sopa caliente que quizá acompañara con una rodaja de pan blanco con mermelada, un plátano o una naranja y un vaso de leche templada. Luego se metía en la cama, un estrecho catre con un colchón de apenas dos centímetros de espesor, una cama de niña otra vez. Deseaba estar demasiado cansada para soñar y a menudo era así, o se lo parecía, aunque en ocasiones deambulaba confusa por los pasillos inesperadamente largos y poco familiares del orfanato hasta que aparecía columpiándose en el patio cubierto de arena que creía haber olvidado y divisaba una figura al otro lado de la cerca de alambre, ¿era él?, ¿el Príncipe Encantado, que acudía en su busca?; en su momento no lo había visto, no lo había reconocido. Luego deambulaba por La Mesa, vestida únicamente con bragas, buscando el edificio de apartamentos donde vivían ella y madre, pero no lo encontraba, era incapaz de pronunciar las palabras mágicas que la llevarían hasta él: L
A
H
ACIENDA
. Era una niña en los tiempos de
Érase una vez
. Era Norma Jeane buscando a su madre. Sin embargo, no era una niña de verdad, pues se había convertido en una mujer casada. El Príncipe Encantado había reclamado, desgarrado y ensangrentado el lugar secreto que estaba entre sus piernas.