Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (14 page)

Porque en la Casa de Expósitos de Los Ángeles había niños más desdichados que Norma Jeane. A pesar del dolor y la confusión, ella lo sabía. Niños retrasados, con lesiones cerebrales, tullidos —bastaba un vistazo para saber por qué los habían abandonado—; niños feos, furiosos, salvajes, derrotados, a los que no te atrevías a tocar por miedo a que la viscosidad de su piel se adhiriera a la tuya. La niña de diez años que dormía en el camastro contiguo al de Norma Jeane en el dormitorio de la tercera planta, Debra Mae, había sido maltratada y violada (qué dura, qué cruel era la palabra «violación», una palabra adulta; pero Norma Jeane sabía instintivamente lo que significaba, o casi lo sabía; era un sonido
lacerante
y algo vergonzoso que tenía que ver «con lo que una tiene entre las piernas y nunca debe enseñar», ese sitio donde la piel es blanda, sensible y se lastima con facilidad; si Norma Jeane se estremecía ante la sola idea de que la tocaran allí, cuánto menos podía imaginar algo duro y punzante penetrándola por la fuerza). Había también unos gemelos de cinco años hallados a punto de morir de desnutrición en un cañón de las montañas de Santa Mónica, donde su madre los había abandonado en un «sacrificio semejante al de Abraham en la Biblia» (según explicaba en su nota); y había una niña de once años llamada Fleece, aunque tal vez su nombre original fuera Felice, que pronto hizo amistad con Norma Jeane y que no se cansaba de contar, con morbosa fascinación, la historia de su hermana de dos años, a quien el amante de su madre había «golpeado contra la pared hasta esparcir sus sesos como semillas de melón». Norma Jeane, enjugándose las lágrimas, reconoció que
a ella no le habían hecho daño
.

Que ella recordara.

Si era suficientemente bonita, mi padre vendría a buscarme y me llevaría con él
era una idea relacionada de alguna manera con el cartel de RKO que parpadeaba a kilómetros de distancia, en Hollywood, un cartel que Norma Jeane veía por la ventana situada encima de su cama y, en otras ocasiones, desde el techo del orfanato, un faro en la noche que ella deseaba tomar como una señal secreta, si bien otros también lo veían y acaso lo interpretaban de la misma manera.
Una promesa…, pero ¿de qué?

Esperaba que Gladys saliera del hospital, porque entonces volverían a vivir juntas. Aguardaba con la desesperada ilusión de niña mezclada con una certeza más adulta y fatalista
—nunca vendrá, me ha abandonado, la odio—
, atormentada por la preocupación de que Gladys no supiera dónde la habían llevado, dónde estaba aquel edificio de ladrillo rodeado de una cerca de alambre de tres metros de altura. Las ventanas con barrotes, las altas escaleras, los interminables pasillos; los dormitorios con apiñados catres (llamados «camas») y una mezcla de olores desagradables, entre los que predominaba el ácido hedor de la orina; el «comedor», con su propia mezcla de olores igualmente penetrantes (a leche rancia, grasa quemada y productos de limpieza), donde se esperaba que la niña tímida, asustada e incapaz de hablar comiera sin que le dieran arcadas y sin vomitar con el fin de «conservar sus fuerzas» y evitar que la enviaran a la enfermería.

¿Dónde estaba El Centro Avenue? ¿A cuántos kilómetros de Highland?

Si volviera, quizá la encontraría allí, esperándome
, pensaba.

Pocos días después de transformarse en pupila del condado de Los Ángeles, Norma Jeane se quedó sin lágrimas. Las había agotado demasiado pronto. Era tan incapaz de llorar como su andrajosa muñeca de ojos azules, que no tenía más nombre que «Muñeca». La fea y afable mujer que dirigía el orfanato, a quien les habían ordenado llamar «doctora Mittelstadt», se lo había advertido. La corpulenta y rubicunda celadora del delantal se lo había advertido. Las niñas mayores —Fleece, Lois, Debra Mae, Janette— se lo habían advertido.

—¡No seas llorica! No eres especial.

Podía decirse, como habría dicho el risueño pastor de la iglesia de la abuela Della, el hombrecillo de cara brillante, que los demás niños del orfanato no eran desconocidos a quienes temer y detestar, sino hermanos suyos recién descubiertos
y que el vasto mundo estaba poblado por muchos otros hermanos, incontables e imposibles de identificar, como granos de arena, seres con alma amados por Dios
.

Esperaba que Gladys saliera del hospital y fuera a buscarla, pero entretanto era una huérfana entre otros ciento cuarenta huérfanos, una de las menores, asignada al dormitorio de la tercera planta (el de niñas de entre seis y once años), donde tenía su propia cama, un camastro de hierro con un colchón lleno de bultos cubierto por un hule que sin embargo olía a orina, su propio sitio bajo el alero del viejo edificio de ladrillo, en una amplia y atestada habitación rectangular poco iluminada incluso durante el día, mal ventilada y sofocante en los soleados días de calor, fría y húmeda en los lluviosos días sin sol que predominaban en el invierno de Los Ángeles. Compartía una cómoda con Debra Mae y otra niña y le habían entregado dos mudas —dos pichis azules y dos camisas de batista blancas—, sábanas desgastadas por los lavados y ropa interior. También le habían dado toallas, calcetines, zapatos, chanclas, una gabardina y un abrigo de lanilla. Su presencia había atraído la atención de las demás, pero era una atención aterradora, provocada en el dormitorio aquella primera y espantosa noche por la entrada de la celadora cargando las maletas de Gladys, con su aspecto elegante (si no se las examinaba con atención) y llenas de prendas extravagantes: vestidos de seda, un pichi con volantes, una falda de tafetán rojo, una boina, una capa con forro de satén, pequeños guantes blancos y relucientes zapatos de charol, todo empacado con una prisa culpable por la mujer que deseaba que Norma Jeane la llamara «tía Jess» (¿o era «tita Jess»?). Pese a que apestaban a humo, la mayoría de esos artículos desapareció en cuestión de días, robados incluso por las niñas que demostraban afecto a Norma Jeane y que con el tiempo se convertirían en sus amigas. (Como Fleece explicaría luego sin rubor, en el orfanato regía «la ley de la selva».) Pero nadie quería la muñeca de Norma Jeane. Nadie robó la muñeca, que para entonces estaba calva, desnuda y mugrienta, con sus azules ojos de cristal abiertos como platos y su boquita de rosa petrificada en una expresión de aprensiva coquetería; nadie deseaba ese «engendro» (así la llamaba Fleece sin verdadera crueldad) que Norma Jeane abrazaba durante la noche y ocultaba en la cama durante el día, como si fuera un fragmento de su anhelante corazón, extrañamente hermosa ante sus ojos pese a las burlas y desprecios de las demás.

—¡Esperad al Ratón! —gritaba Fleece a sus amigas, y aguardaban con indulgencia a Norma Jeane, la más pequeña, menuda y tímida del grupo—. Venga, Ratón, mueve tu bonito culo.

Fleece, con sus largas piernas, labios agrietados, áspero cabello oscuro, áspera piel aceitunada, vivarachos y penetrantes ojos verdes y unas manos capaces de hacer daño, se había encariñado con Norma Jeane, quizá por compasión, y le profesaba un afecto propio de una hermana mayor, pese a su frecuente impaciencia, pues la niña debía de recordarle a la hermana pequeña cuyos sesos habían sido esparcidos por la pared «como semillas de melón». Fleece fue la primera defensora de Norma Jeane en el orfanato y, aparte de Debra Mae, la niña a la que recordaría con mayor afecto, con una especie de ansiosa admiración, porque era imposible prever cómo reaccionaría, qué palabras crueles y groseras saldrían de su boca y en qué momento usaría las manos, rápidas como las de un boxeador, para lastimar o para exigir atención, igual que un signo exclamativo al final de una frase. Porque cuando Fleece finalmente arrancó un tartamudeo titubeante y una demostración de confianza de boca de Norma Jeane —«De hecho, no soy huérfana; mi ma-madre está en el hospital y también tengo un pa-padre, que vive en una gran mansión en Beverly Hills»—, Fleece rió y le pellizcó el brazo con tanta fuerza que la señal roja permaneció durante horas, como la huella de un beso perverso, en la pálida y cérea piel de Norma Jeane.

—¡Y una mierda! ¡Embustera! Tus padres han muerto, como los de todos los demás.
Todos están muertos
.

Los regalos

Llegaron la noche anterior a la víspera de Navidad.

Trayendo regalos para los huérfanos de la Casa de Expósitos de Los Ángeles, dos docenas de pavos para la comida de Navidad y un magnífico árbol de más de tres metros de altura, que los elfos de Papá Noel colocaron en la sala de visitas, transformando la húmeda estancia en un maravilloso santuario. Un árbol alto, exuberante, luminoso, lleno de vida, cuyo olor, un penetrante aroma a oscuridad y misterio, evocaba la fragancia de un bosque lejano, un árbol reluciente con sus adornos de cristal y coronado por un radiante ángel rubio con la mirada alzada hacia el cielo y las manos enlazadas en actitud devota. Y debajo del árbol,
montañas de regalos envueltos en deslumbrantes papeles
.

Todo en medio de una fiesta de luces. En medio de villancicos que resonaban por los parlantes e interpretaba una banda en el jardín delantero:
Noche de paz, Los tres reyes magos, Engalanad los templos
. Una música tan inesperadamente ensordecedora, que el corazón parecía zapatear a su ritmo.

Los niños mayores no se sorprendieron, pues habían recibido esa bendición en Navidades anteriores. Los niños más pequeños y los nuevos estaban perplejos y asustados.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No rompáis la fila!

Con brusquedad, les ordenaron salir formados en doble fila del comedor, donde los habían obligado a esperar después de la cena, sin explicaciones, durante más de una hora. Pero no había un incendio y era demasiado tarde para jugar en el jardín. Norma Jeane estaba confundida, alarmada a causa de los empujones de los niños formados detrás de ella —¿qué pasaba?, ¿quién había llegado?—, hasta que vislumbró, en la plataforma erigida al fondo de la sala de visitas, una imagen que la dejó atónita: ¡el apuesto Príncipe Encantado y la Bella Princesa rubia!

¡Allí mismo, en la Casa de Expósitos de Los Ángeles!

Al principio pensé que habían venido por mí. Sólo por mí
.

Hubo una algarabía de gritos, voces amplificadas y risas, villancicos interpretados en un alegre
stacatto
que exigía respirar con rapidez para seguir el ritmo. Y por todas partes brillaban luces cegadoras, pues había una cámara filmando a la pareja real mientras ésta distribuía regalos a los necesitados, y numerosos fotógrafos disparando los flashes o abriéndose paso entre la multitud para encontrar un sitio mejor. La corpulenta directora del orfanato, la doctora Edith Mittelstadt, recibió el «certificado de regalos» de manos del Príncipe y la Princesa y las cámaras sorprendieron su cara avejentada en una sonrisa tensa pero espontánea, mientras que el Príncipe y la Princesa, situados a ambos lados de la madura mujer, lucían sus ensayadas sonrisas de tal manera que una quería mirarlos, mirarlos y no desviar nunca la vista.

—¡Hola, niños! ¡Feliz Navidad, niños! —gritó el Príncipe Encantado, y levantó las manos enguantadas como un sacerdote dando la bendición.

—¡Feliz Navidad, queridos niños!
Os queremos
—exclamó la Bella Princesa.

Como si fueran sinceras, sus palabras desataron un clamor de felicidad, un aluvión de efusiones.

¡Qué aspecto tan familiar tenían el Príncipe Encantado y la Bella Princesa! Sin embargo, Norma Jeane no los identificó. El Príncipe Encantado tenía un aire a Ronald Colman, a John Gilbert, a Douglas Fairbanks Jr., pero no era ninguno de ellos. La Bella Princesa se parecía a Dixie Lee, a Joan Blondell, a una Ginger Rogers con un busto más generoso, pero no era ninguna de ellas. El Príncipe lucía un esmoquin con un ramillete de muérdago en la solapa, una camisa de seda blanca y, sobre su engominado pelo negro, un vistoso gorro de Papá Noel confeccionado con terciopelo rojo con un ribete de piel blanca.

—¡Venid a buscar vuestros regalos, niños! ¡No seáis tímidos!

¿Acaso bromeaba? Porque los niños, en especial los mayores, no demostraban la menor timidez y avanzaban a empujones, decididos a arrebatarles los regalos antes de que las existencias se agotaran.

—¡Sí, acercaos! ¡Bienvenidos, queridos niños!
Que Dios os bendiga
.

¿Acaso la Bella Princesa estaba al borde de las lágrimas? Sus pintarrajeados ojos reflejaban un vidrioso brillo de sinceridad y su radiante sonrisa carmesí temblaba y resbalaba como un caprichoso ser con vida propia.

La Princesa lucía un destellante vestido rojo de tafetán con falda de vuelo, cinturilla ajustada y corpiño cubierto de lentejuelas que se ceñía como un guante a su voluminoso busto. Sobre su cabello rubio platino, tieso por efecto de la laca, había una tiara (¿de diamantes?, ¿escogida especialmente para esa ocasión en la Casa de Expósitos de Los Ángeles?). El Príncipe llevaba guantes blancos cortos, mientras que los de la Princesa le llegaban a los codos. Detrás y a cada lado de la pareja real estaban los elfos de Papá Noel, algunos con falsas cejas y bigote blancos, que cogían los regalos de debajo del árbol y se los pasaban a los Príncipes sin pausas: era maravilloso, mágico, ver cómo el Príncipe y la Princesa recibían los obsequios como si aparecieran en el aire, sin siquiera inclinarse o detenerse a mirarlos.

En la sala de visitas reinaba una atmósfera alegre pero exaltada. Los villancicos retumbaban; el micrófono del Príncipe emitía silbidos que lo irritaban. Además de los regalos, la pareja distribuía bastones de caramelo y manzanas confitadas, y las reservas empezaban a escasear. Por lo visto, el año anterior no había habido regalos para todos, cosa que explicaba los empujones de los niños mayores.

—¡Manteneos en vuestro sitio! ¡Respetad los turnos!

Las celadoras uniformadas apartaban de la fila con brusquedad a los alborotadores, enviándolos a los dormitorios, sacudiéndolos vigorosamente o dándoles coscorrones. Por suerte, ni la pareja real ni los fotógrafos repararon en ello, o si lo hicieron, no lo demostraron:
lo que no está bajo los focos no se ve
.

¡Por fin le llegó el turno a Norma Jeane! Estaba en la cola de los que recibirían el regalo de manos del Príncipe Encantado, que de cerca se veía más viejo que de lejos, con una piel extrañamente rosada y sin poros, como la que antaño tuviera la muñeca de Norma Jeane; sus labios parecían pintados y sus ojos eran tan brillantes y cristalinos como los de la Bella Princesa. Pero Norma Jeane no tuvo tiempo para concentrarse en estos detalles cuando llegó junto a él, aturdida por la emoción, sintiendo un rugido en los oídos y un codo en la espalda. Levantó con timidez las manos para recibir su obsequio y el Príncipe exclamó:

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