Blonde (10 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Pero ¿creía de verdad Gladys en los marcianos?, ¿en una posible invasión desde el cielo?

—Estamos en el siglo
XX
. Las cosas han cambiado desde el reino de Yahvé, y los cataclismos también.

Nadie sabía si Gladys pretendía bromear y provocar o si hablaba en serio. Hacía estas declaraciones con la seductora voz de la Harlow y el dorso de la mano en su delgada cadera. Con la mirada brillante, fija e impasible. Sus húmedos labios rojos parecían hinchados. Norma Jeane descubrió con inquietud que los demás adultos, en especial los hombres, miraban a su madre con la misma fascinación con que se mira a alguien que se asoma con excesiva audacia a una ventana alta o acerca demasiado el pelo a la llama de una vela. Los cautivaba a pesar del mechón blanco que cruzaba su frente (y que Gladys se negaba a teñirse para demostrar su «desdén»), de sus violáceas y rugosas ojeras y del temblor febril de su cuerpo. Gladys
interpretaba escenas
en el vestíbulo del edificio de apartamentos, en el sendero de la entrada, en la calle y en cualquier sitio donde encontrara a alguien que la escuchara. Cualquiera que supiera algo de cine sabría cuándo Gladys
interpretaba una escena
. Porque incluso las escenas sin sentido tenían la virtud de llamar la atención, y eso la ayudaba a tranquilizarse. También resultaba excitante que gran parte de esa atención fuera de naturaleza erótica.

Erótica: significa que te «desean»
.

Porque la locura, o la locura femenina, es seductora, sensual
.

Siempre que la mujer en cuestión sea razonablemente joven y atractiva
.

A Norma Jeane, que era una niña tímida y a menudo pasaba inadvertida, le gustaba que los demás adultos, en especial los hombres, demostraran tanto interés por su madre. Si la risa nerviosa y las continuas gesticulaciones de Gladys no los hubieran ahuyentado tras el interés inicial,
ella habría conseguido enamorar a otro hombre. Puede que hubiera encontrado marido. ¡Nos habrían salvado!
Pero lo que a Norma Jeane no le gustaba era que, después de aquellas hilarantes escenas públicas, cuando volvía a casa, Gladys solía tomar un puñado de píldoras y tenderse sobre la cama de bronce, donde permanecía temblando durante horas, sin sentido, despierta pero con los ojos nublados como por una película de moco. Si Norma Jeane intentaba aflojarle la ropa, cabía la posibilidad de que Gladys la maldijera y le pegara. Si trataba de quitarle los ceñidos zapatos de tacón, Gladys podía darle un puntapié.

—¡No! ¡No me toques! ¡Podría contagiarte la lepra! Déjame en paz.

Si hubiera puesto más empeño en conquistar a aquellos hombres… Quién sabe. ¡Tal vez habría funcionado!

6

Allí donde estés, estaré yo. Incluso antes de que llegues al lugar adonde te diriges, yo estaré allí, esperando
.

Estoy en tus pensamientos, Norma Jeane. Siempre estaré allí
.

¡Qué bonitos recuerdos! Se sentía privilegiada.

Era la única niña de la Escuela Elemental de Highland que tenía «dinero propio» —guardado en un monederito de raso de color rojo fresa— para pagarse el almuerzo en la tienda de la esquina. Pasteles de fruta y una naranjada. A veces un paquete de galletas rellenas de mantequilla de cacahuete. ¡Qué delicia! Años después se le hacía la boca agua al recordar aquellas golosinas. Algunos días, a la salida de la escuela —incluso en invierno, cuando oscurecía pronto—, Norma Jeane tenía permiso para recorrer sola los casi cuatro kilómetros que la separaban del Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard, donde podía ver dos películas por la módica cantidad de diez centavos.

¡La Bella Princesa y el Príncipe Encantado! Al igual que Gladys, siempre estaban esperándola para consolarla.

—No menciones a nadie tus visitas al cine.

Gladys enseñaba a Norma Jeane a no hacer confidencias; no se podía confiar en nadie, ni siquiera en los amigos. Podían interpretar mal la situación y juzgar a Gladys con dureza. Pero Gladys a menudo debía quedarse a trabajar hasta muy tarde. Había ciertas tareas de «revelado» que sólo Gladys Mortensen podía hacer, su supervisor dependía de ella. Sin su colaboración, algunos éxitos de taquilla como
Popurrí
, con Dixie Lee, y
Kiki
, con Mary Pickford, habrían sido un fracaso. Además, Gladys insistía en que la niña estaría segura en el Teatro Egipcio.

—Siéntate cerca del final, junto al pasillo. Mira directamente a la pantalla y quéjate al acomodador si alguien te molesta. No mires a nadie a los ojos y
jamás
subas al coche de un desconocido.

Que yo recuerde, nunca me ocurrió nada malo
.

Porque ella siempre estaba conmigo. Y él también
.

El Príncipe Encantado. Si ese hombre existía, estaría en un sueño de película. Tu corazón se aceleraba cuando te aproximabas al Teatro Egipcio, que parecía una catedral. Lo veías por primera vez en los carteles del exterior, bellas y relucientes fotografías protegidas por un cristal, como una obra de arte digna de admiración.
Fred Astaire, Gary Cooper, Cary Grant, Charles Boyer, Paul Muni, Fredric March, Lew Ayres, Clark Gable
. Dentro, en la pantalla, él se vería gigantesco y al mismo tiempo íntimo, ¡tan cercano que una tenía la impresión de que bastaría con alargar la mano para tocarlo! Incluso mientras hablaba con otros, mientras abrazaba y besaba a las hermosas mujeres, se estaba definiendo a sí mismo para
ti
. Y aquellas mujeres también estaban lo bastante cerca para tocarlas, eran visiones de ti misma, como las de un espejo del reino de las hadas, Amigas Mágicas encarnadas en otros cuerpos, con caras que de alguna manera, misteriosamente, eran la tuya. O que algún día serían la tuya.
Ginger Rogers, Joan Crawford, Katharine Hepburn, Jean Harlow, Marlene Dietrich, Greta Garbo, Constance Bennett, Joan Blondell, Claudette Colbert, Gloria Swanson
. Las historias se mezclaban como sueños soñados en una desconcertante sucesión. Había alegres y estridentes bandas musicales, tristes dramas, comedias disparatadas, historias de aventuras, guerras, tiempos lejanos…, visiones oníricas en las que las mismas e imponentes caras aparecían y reaparecían una y otra vez. Con distintos papeles y vestuarios, habitando destinos diferentes. ¡Allí estaba!
El Príncipe Encantado
.

Y su Princesa
.

Allí donde estés, estaré yo
. Pero en el colegio esto no era cierto.

En el edificio de apartamentos del 828 de Highland Avenue sólo vivían adultos, a excepción de Norma Jeane, la bonita niña de cabellos rizados que había robado el corazón a todos los inquilinos. («Con todos esos personajes entrando y saliendo, no es el sitio más apropiado para una niña», dijo cierta vez una vecina a Gladys. «¿A qué te refieres con eso de “personajes”? —replicó Gladys—. Todos trabajamos en La Productora». «Eso es precisamente lo que quiero decir —dijo la mujer con una risa sugestiva—. Todos trabajamos en La Productora».) Pero en el colegio había otros niños.

¡Yo les tenía miedo! A aquellos que tenían carácter fuerte había que ganárselos con rapidez. No te daban una segunda oportunidad. Si no tenías hermanos, estabas sola. Yo era una extraña para ellos. Supongo que estaba demasiado empeñada en caerles bien. Me llamaban Ojos de Sapo
y
Cabezona, nunca entendí por qué
.

Gladys decía a sus amigas que estaba «obsesionada» por la «deficiente educación» de su hija, pero lo cierto es que sólo visitó la Escuela Elemental de Highland en una ocasión durante los once meses que Norma Jeane pasó allí, y únicamente porque la habían citado.

El Príncipe Encantado no tenía cabida allí.

Norma Jeane no conseguía imaginarlo en el colegio, ni siquiera en sus fantasías, ni siquiera si cerraba los ojos con fuerza. Él la esperaría en el sueño de película, que formaba parte de su dicha secreta.

7

—Tengo planes para ti, Norma Jeane. Para
nosotras
.

Un piano Steinway blanco tan hermoso que Norma Jeane lo miró fascinada, rozando la reluciente superficie con dedos reverentes: ¿era para ella?

—Tomarás lecciones de piano, como siempre he querido hacer yo.

El salón del apartamento de tres habitaciones de Gladys era pequeño y estaba atestado de muebles, pero habían hecho sitio para el instrumento, «otrora propiedad de Fredric March», como alardeaba Gladys con frecuencia.

El distinguido señor March, que se había hecho célebre gracias al cine mudo, ahora estaba contratado por La Productora. Había «entablado amistad» con Gladys en la cafetería y le había vendido el piano «a un precio considerablemente módico», como un favor especial, sabedor de que ella no tenía mucho dinero; en otra de las versiones de Gladys, el señor March le había regalado el piano sin más, como «muestra de su aprecio». (Gladys llevó a Norma Jeane al Teatro Egipcio de Grauman a ver a Fredric March en
La reina de Nueva York
, con Carole Lombard; madre e hija vieron la película tres veces.)

—Tu padre se pondría celoso si se enterara —comentó misteriosamente Gladys.

Puesto que todavía no podía pagar a un profesional para que enseñara piano a Norma Jeane, se encargó de que le diera clases otro inquilino del edificio, un inglés llamado Pearce que hacía de doble de Charles Boyer y de Clark Gable. Era un hombre apuesto, de estatura media y bigote fino. Sin embargo, no transmitía calor, no tenía «presencia». Norma Jeane trató de complacerlo practicando diligentemente sus lecciones; le encantaba tocar el «piano mágico» cuando estaba sola, pero los suspiros y muecas del señor Pearce la intimidaban. Pronto adquirió el vicio de repetir notas de forma compulsiva.

—Querida, no debes
tartamudear
con las teclas —la reñía el señor Pearce con su impecable dicción y característico sarcasmo—. Ya es bastante desafortunado que destroces la lengua inglesa con tus tartamudeos.

Gladys, que tocaba «de oído», trató de enseñar a Norma Jeane lo que sabía, pero sus lecciones eran aún más exasperantes que las del señor Pearce.

—¿Es que no te das cuenta cuando tocas la nota equivocada? ¿No tienes oído musical? ¿O eres
sorda
?

A pesar de todo, Norma Jeane continuó recibiendo lecciones esporádicamente. También asistía a ocasionales clases de canto, impartidas por una amiga de Gladys, otra inquilina de la casa de huéspedes que trabajaba en el departamento de música de La Productora. La señorita Flynn dijo a Gladys:

—Tu hija es una niña dulce y sincera. Pone mucho empeño. Más que cualquiera de las cantantes jóvenes que trabajan en La Productora. Pero con franqueza —añadió en voz baja para que Norma Jeane no la oyera—, no tiene voz.

—La tendrá —replicó Gladys.

Era lo que hacíamos juntas en lugar de ir a la iglesia. Nuestro culto
.

Los domingos, cuando Gladys tenía dinero para comprar gasolina, o un amigo que se lo proporcionara, llevaba a Norma Jeane a ver las casas de las «estrellas» en Beverly Hills, Bel Air, Los Feliz y Hollywood Hills. Lo hizo con regularidad durante la primavera, el verano y el seco otoño de 1934. Gladys hablaba con voz de
mezzosoprano
, cargada de orgullo. La residencia palaciega de Douglas Fairbanks. La residencia palaciega de Mary Pickford. La residencia palaciega de Pola Negri. Las residencias palaciegas de Tom Mix y Theda Bara.

—La Bara se casó con un empresario retirado multimillonario. Muy lista.

Norma Jeane miraba de hito en hito. ¡Qué casas tan inmensas! En efecto, parecían palacios o castillos de cuentos de hadas. Madre e hija nunca disfrutaban tanto como durante esos momentos mágicos, paseando en coche por las deslumbrantes calles. Entonces Norma Jeane no corría el riesgo de disgustar a su madre con sus tartamudeos, porque Gladys era la única que hablaba.

—La casa de Barbara La Marr, «la mujer que era demasiado hermosa». (Es una broma, cariño, nunca se es demasiado hermosa, igual que nunca se es demasiado rica.) La casa de W. C. Fields. La antigua residencia de Greta Garbo, preciosa, pero más pequeña de lo que cabría esperar. Ahí, al otro lado de la verja, está la mansión de estilo colonial de la incomparable Gloria Swanson. Y ésta era la de Norma Talmadge, «nuestra» Norma.

Gladys aparcó para que la niña pudiera admirar la elegante mansión de piedra de Los Feliz donde Norma Talmadge había vivido con su marido, un productor de cine. ¡Ocho magníficos leones de granito, iguales a los de la Metro-Goldwyn-Mayer, custodiaban la entrada! Norma Jeane no se perdía detalle. El césped era tan verde y lozano. Si Los Ángeles era verdaderamente una ciudad de arena, quién iba a imaginar que en Beverly Hills, Bel Air, Los Feliz y Hollywood Hills hubiera una vegetación tan exuberante. Hacía semanas que no llovía y en el resto de la región la hierba se veía agostada, moribunda o muerta, pero en aquellos lugares de fábula los jardines se mantenían uniformemente verdes. Las buganvillas rojas o violetas siempre estaban florecidas. Había árboles de formas exquisitas que Norma Jeane no había visto en ningún otro sitio: cipreses italianos, según Gladys. Las palmeras no eran raquíticas y ralas, como en todas partes, sino frondosas y más altas que las más altas de las casas.

—La antigua residencia de Buster Keaton. Allí, la de Helen Chandler. Al otro lado de esa verja, la de Mabel Normand. Y ahí, la de Harold Lloyd. John Barrymore. Joan Crawford. Y Jean Harlow, «nuestra» Jean…

Norma Jeane se alegraba de que Jean Harlow, igual que Norma Talmadge, viviera rodeada de verde.

Por encima de esas casas, el sol irradiaba una luz suave, sin deslumbrar. Si había nubes, éstas eran altas, delicadas y algodonosas, recortadas contra un cielo perfectamente pintado de azul.

—¡Ésa es la de Cary Grant! Con lo joven que es. ¡Y ahí está la de John Gilbert! Ésa es una de las antiguas mansiones de Lillian Gish. Y aquélla, la de la esquina, es la casa de la difunta Jeanne Eagels. Pobrecilla.

Norma preguntó una vez más qué le había ocurrido a Jeanne Eagels.

En el pasado, Gladys siempre se había limitado a responder con tristeza: «Murió». Esta vez dijo con desprecio:

—¡La Eagels! Era drogadicta. Dicen que al final estaba más seca que un esqueleto. Vieja, con sólo treinta y cinco años.

Gladys continuó avanzando. A veces iniciaba el trayecto en Beverly Hills y a última hora emprendía el camino de regreso a Highland Avenue serpeando entre las calles; en otras ocasiones, conducía directamente hasta Los Feliz y volvía por Beverly Hills, o subía a las menos populares Hollywood Hills, donde vivían los actores más jóvenes o las estrellas en ciernes. De vez en cuando, como si avanzara en contra de su voluntad, como una sonámbula, torcía por una calle donde ya habían estado ese mismo día y repetía sus comentarios:

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