Blonde (8 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—Tiene razón, señora. Ahora vuelva a casa, ¿de acuerdo?

Los policías del condado de Los Ángeles observaron cómo la conductora del Ford verde de 1929 batallaba por dar la vuelta en la estrecha carretera y cabecearon con una mezcla de compasión y perplejidad; cuánto se parecía esa escena a un
striptease
, pensó Gladys con indignación bajo la mirada atenta de esos desconocidos.

—Con sus secretos y sucios pensamientos masculinos.

Pero Gladys consiguió dar la vuelta y avanzó hacia el sur por Laurel Canyon, rumbo a Sunset y a la ciudad. Su cara grasienta brillaba y sus labios pintados temblaban de furia. Junto a ella, Norma Jeane estaba paralizada, embargada por una confusa vergüenza adulta. Había oído a medias lo que Gladys había dicho al agente, pero no sabía si era verdad o si su madre estaba «actuando», como hacía a menudo durante esos incandescentes episodios en los que no era ella misma. Pero era un hecho, un hecho incuestionable como una escena de película, y había otros testigos de ello, que unos instantes antes su madre, Gladys Mortensen, tan orgullosa, independiente y leal a La Productora y decidida a convertirse en una «profesional» que no aceptaba la caridad de nadie, había sido objeto de
las miradas y la compasión de otros por comportarse como una loca
. ¡Era cierto! Norma Jeane se enjugó los ojos, que le escocían a causa del humo y no dejaban de lagrimear, pero no estaba llorando; sentía una vergüenza impropia de su edad, pero no lloraba; intentaba pensar: ¿era posible que su padre las hubiera invitado a su casa? ¿Había vivido todos aquellos años tan cerca de ellas, en lo alto de Laurel Canyon Drive? Pero entonces ¿por qué Gladys quería subir por Mulholland Drive? ¿ Gladys había pretendido engañar, despistar, a los agentes? («Despistémoslos» era una de las expresiones favoritas de Gladys.) En las excursiones dominicales, cuando pasaban delante de las mansiones de las estrellas y «otros miembros de la industria del cine», Gladys a veces sugería quizá
tu padre
viva cerca, quizá
tu padre
haya asistido a una fiesta aquí, pero nunca daba más explicaciones; se suponía que había que tomarse esos comentarios a la ligera —o al menos no al pie de la letra—; eran insinuaciones, guiños, previsiblemente destinados a intrigar a la niña, pero nada más. De forma que Norma Jeane se preguntaba cuál era la verdad, o de hecho si existía una «verdad», pues la vida no era como un gigantesco puzle. En un puzle todas las piezas encajaban de manera armónica, maravillosa, al margen de si el paisaje que formaban era o no era hermoso como el reino de las hadas; lo único que importaba era que el cuadro completo estaba
ahí
: una podía verlo, admirarlo, incluso destruirlo, pero
estaba ahí
. En la vida, tal como había descubierto antes de cumplir los ocho años, nada estaba
ahí
.

Sin embargo, Norma Jeane recordaba a su padre inclinado sobre su cuna. Era una cuna de mimbre blanca con lazos rosas. Gladys se la había señalado en un escaparate.

—¿Ves esa cuna? Tú tenías una idéntica cuando eras pequeña. ¿Recuerdas?

Norma Jeane había negado con la cabeza en silencio. No, no lo recordaba. Pero más tarde la había visto en una especie de sueño, mientras fantaseaba en clase, arriesgándose a que la riñeran como sucedía a menudo (en su nueva escuela de Hollywood, donde no caía bien a nadie); entonces había recordado la cuna, pero sobre todo al padre risueño inclinado sobre ella y a Gladys apoyada sobre el brazo de él. La cara de su padre era redonda, huesuda, apuesta y propensa a reflejar una sutil ironía, parecida a la de Clark Gable, y su grueso cabello moreno se alzaba sobre la frente en un copete idéntico al de Gable. Tenía un bigote fino y elegante, su voz era grave y melodiosa como la de un barítono y le había prometido
Te quiero, Norma Jeane, y algún día regresaré a Los Ángeles a buscarte
. Luego la besaba dulcemente en la frente. Y Gladys, su adorada y sonriente madre, contemplaba la escena.

¡Tan vívida en su memoria!

Tanto más «real» que las cosas que la rodeaban.

—¿E-estaba ahí? —preguntó Norma Jeane de repente—. ¿Padre ha estado ahí todo el tiempo? ¿Por qué no ha venido a vernos? ¿Por qué no estamos con él?

Gladys no pareció oírla. Estaba perdiendo su incandescente energía. Sudaba bajo el quimono, despidiendo un olor penetrante y desagradable. Y sucedía algo raro con las luces del coche: los haces habían perdido intensidad, o bien los cristales estaban tiznados. El parabrisas también se hallaba cubierto por una fina película de ceniza. El viento abrasador sacudía el coche y junto a ellas pasaban sinuosas espirales de polvo. Al norte de la ciudad, los cúmulos de nubes estaban llenos de torbellinos de luz flamígera. Por todas partes se percibía un acre olor a quemado: pelo quemado, azúcar quemada, basura quemada, vegetación podrida, desperdicios. Hubiera querido gritar.
¡Era insoportable!

Fue entonces cuando Norma Jeane repitió sus preguntas en voz más alta, una ansiosa voz infantil con un timbre que, como debería haber supuesto, su madre
no podía soportar
. Preguntó dónde estaba su padre. ¿Siempre había vivido tan cerca de ellas? Entonces, ¿por qué…?

—¡Calla!

Rápida como una serpiente de cascabel, la mano de Gladys soltó el volante y golpeó la febril cara de Norma Jeane. La niña gimoteó y se acurrucó en el asiento, doblando las rodillas contra el pecho.

Al pie de Laurel Canyon Drive había un desvío; tras seguirlo a lo largo de varias manzanas, Gladys, indignada y sollozando entre dientes, tomó un segundo desvío hasta que llegó a una calle más ancha que no reconoció; no sabía si era Sunset Boulevard, y si lo era, ¿hacia dónde debía girar para ir a Highland Avenue? Eran las dos de la madrugada de una noche extraña. Una noche desesperada. A su lado lloriqueaba una niña. Tenía treinta y cuatro años. Ningún hombre volvería a mirarla con deseo. Había entregado su juventud a La Productora, ¡y qué cruel recompensa recibía a cambio! Con ríos de sudor en la cara, condujo hasta el cruce y miró de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.

—¡Dios mío! ¿Dónde está mi casa?

2

Érase una vez, en la arenosa costa del gran océano Pacífico, una ciudad.

Un lugar misterioso donde la luz era dorada sobre la superficie del mar. Donde el cielo por la noche era de tinta negra salpicada de estrellas. Donde el viento era cálido y suave como una caricia.

¡Donde una niña llegó hasta un Jardín Amurallado! La muralla era de piedra, medía seis metros de altura y estaba cubierta de hermosas buganvillas del color de las llamas. Desde el interior del Jardín Amurallado se oía el canto de los pájaros, música y el rumor de una fuente. Voces y risas de personas desconocidas.

Jamás podrás escalar esa muralla, pues no eres lo bastante fuerte; las niñas no son lo bastante fuertes; tu cuerpo es frágil y quebradizo como el de una muñeca; tu cuerpo es una muñeca; es para que otros lo admiren y lo mimen; para que lo usen otros, no tú; es una fruta voluptuosa que morderán y saborearán otros; tu cuerpo es para otros, no para ti.

La niña prorrumpió en llanto. Tenía el corazón roto.

Entonces apareció su hada madrina y le dijo: ¡hay un camino secreto que conduce al Jardín Amurallado!

Hay una puerta oculta en la muralla, pero debes esperar como una niña buena hasta que se abra. Has de aguardar con paciencia y en silencio. No debes llamar a la puerta como un niño travieso. No tienes que llorar ni gritar. Tendrás que ganarte al guardián: un gnomo viejo y feo de piel verdosa. Has de lograr que se fije en ti, que te admire. Debes conseguir que te desee, entonces te amará y te dejará entrar. ¡Sonríe! ¡Sonríe y sé feliz! ¡Sonríe y desnúdate! Pues tu Amiga Mágica del Espejo te ayudará. Porque tu Amiga Mágica es muy especial. El viejo y feo gnomo de piel verde se enamorará de ti y la puerta oculta de la muralla se abrirá sólo para
ti
, que penetrarás en el jardín riendo de felicidad; en el interior del Jardín Amurallado habrá rosas bellísimas, colibríes y tangaras, música y una fuente cantarina, y tus ojos se llenarán de admiración porque el viejo y feo gnomo de piel verde es en realidad un príncipe desfigurado mediante un cruel hechizo, un príncipe que se arrodillará ante ti y te pedirá en matrimonio, y viviréis felices para siempre en su reino del Jardín;
nunca volverás a sentirte sola, desdichada niña
.

Siempre y cuando permanezcas en el interior del Jardín Amurallado con el príncipe.

3

—¿Norma Jeane? Ven
ahora
mismo.

El verano anterior, la abuela Della llamaba a Norma Jeane a menudo, demasiado a menudo, desde la puerta del edificio. Ahuecaba las manos como una bocina alrededor de la boca y gritaba a voz en cuello. La anciana parecía cada vez más preocupada por su nieta, como si ella, y sólo ella, conociera una verdad que estaba a punto de precipitarse sobre ambas.

Pero yo me escondí, como una niña mala, la última vez que la abuela me llamó
.

Era un día como otro cualquiera. Casi. Norma Jeane jugaba con sus amigas en la playa cuando oyó la voz, que parecía caer del cielo como un pájaro que desciende en picado.

—¡Norma Jeane! ¡
NORMA JE-ANE
!

Las otras dos niñas miraron a Norma Jeane y rieron, quizá compadeciéndose de ella. Norma Jeane frunció el labio inferior y continuó cavando en la arena.
¡No iré! No puede obligarme
.

En el barrio todos conocían a Della Monroe, un personaje al estilo de «Ana, la del remolque». Solía vérsela en la Iglesia Cristiana Renacer, donde (¡los testigos lo juraban!) sus gafas emanaban vapor cuando ella cantaba. Y con qué desparpajo empujaba luego a Norma Jeane al frente, delante de los demás, para que el joven pastor rubio admirara a la niña de melena rizada a lo Shirley Temple y primoroso vestido, cosa que él hacía invariablemente, sonriendo.

—Dios la ha bendecido, Della Monroe. Debe de estarle muy agradecida.

Della reía y suspiraba. Ella no aceptaba ni siquiera un cumplido sincero sin una respuesta maliciosa.

—Lo estoy, aunque su madre no.

La abuela Della no era de las que malcrían a los niños. Creía que había que obligarlos a trabajar desde jóvenes, como había hecho ella toda su vida. Ahora que su marido había muerto y su pensión era «miserable» —«habas contadas»—, continuaba trabajando.

—¡No habrá paz para los malvados!

Planchaba para una lavandería de Ocean Avenue, cosía para la modista local y de tanto en tanto, cuando no tenía más remedio, cuidaba niños en casa:
se las apañaba
. Había nacido en la
frontera
y no era un
delicado lirio
como esas ridículas mujeres de las películas o como su propia neurótica hija. Ah, cuánto odiaba Della Monroe a Mary Pickford, «la novia de América». Hacía tiempo que apoyaba la decimonovena enmienda, que concedía a las mujeres el derecho de sufragio, y había votado en todas las elecciones desde el otoño de 1920. Era lista, mordaz e irascible, y aunque detestaba las películas porque eran engañosas como una moneda falsa, admiraba a James Cagney en
El enemigo público
, que había visto tres veces; ese enano pendenciero siempre dispuesto a atacar a sus enemigos pero resignado a su destino: que lo envolvieran en vendas como a una momia y lo abandonaran en un portal cuando le llegara la hora. También admiraba al niño asesino de
Hampa dorada
, Edward G. Robinson, que farfullaba torciendo sus labios de niña. Los dos eran lo bastante hombres para aceptar la muerte cuando les llegara la hora.

Cuando te llega la hora, te llega
. La abuela Della parecía creer que éste era un hecho alentador.

A veces, después de que Norma Jeane la ayudara a limpiar el piso durante toda la mañana, lavando y secando platos, Della la premiaba llevándola a dar de comer a los pájaros. ¡Los momentos más felices de la niña! Ella y la abuela arrojaban migas de pan en el suelo cubierto de arena de un descampado cercano y observaban cómo bajaban los pájaros, cautelosos pero hambrientos, entre frenéticos aleteos y rápidos picotazos. Palomas, torcazas, oropéndolas, alborotadores arrendajos. Bandadas de currucas de cabeza negra. Y en los arbustos, entre las campanillas, colibríes apenas más grandes que abejorros. Della decía que este minúsculo pájaro se distinguía por su capacidad para volar hacia atrás y hacia los lados, a diferencia de cualquier otra especie; era un «diablillo astuto» casi doméstico, pero se negaba a comer migas de pan o semillas. Norma Jeane estaba fascinada por aquellas aves de iridiscentes plumas rojas y verdes que brillaban bajo el sol como el metal y aleteaban con tanta rapidez que sus alas se desdibujaban; los picos finos como agujas se hundían en las flores tubulares para libar su néctar mientras los pájaros permanecían suspendidos en el aire. ¡Y después desaparecían con tanta rapidez!

—¿Adónde van, abuela?

Della se encogía de hombros. Ya había renunciado al papel de la abuela que conforta a una niña solitaria.

—¿Quién sabe? Allí adonde vayan los pájaros.

Después de su muerte, se dijo que Della Monroe había envejecido tras el fallecimiento de su esposo. Aunque mientras estaba vivo, Della se quejaba de él ante cualquiera que quisiera escucharla: de su afición por la bebida, «sus pulmones enfermos», «sus malos hábitos». A pesar del sobrepeso de Della, de su cara permanentemente encarnada debido a la hipertensión, no había cuidado su salud.

Como una vela henchida por el viento recorría el barrio en busca de su nieta. Poco después de darle permiso para salir a jugar, quería que volviera a casa. Decía que pretendía salvar a la niña de las garras de su hija:

—Esa que rompió el corazón de su propia madre.

Aquella tarde de agosto brillaba un sol de justicia y hacía tanto calor que nadie, salvo algunos niños que jugaban detrás del edificio, había salido a la calle. La abuela Della tuvo la premonición de que iba a ocurrir algo, algo malo, de modo que se aventuró al bochorno gritando «¡Norma Jeane! ¡Norma Je-ane!» con el peculiar tono que los demás llamaban «el golpe del cuchillo del carnicero», uno-dos-tres, uno-dos-tres, llamando desde el camino de la entrada, desde el callejón adyacente, desde el descampado, mientras Norma Jeane y sus amigas corrían a esconderse entre risitas ahogadas.
No respondí. No podía obligarme
. Sin embargo, Norma Jeane adoraba a su abuela, la única persona que la quería de verdad, la única persona que la amaba sin herirla y que sólo pretendía protegerla. Pero cuando los niños del barrio se burlaban de Della, llamándola «gorda elefanta vieja», la niña se sentía avergonzada.

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