Gladys miraba a su hija, a quien no había visto en…, bueno, en varios meses.
—No estés tan nerviosa —dijo con brusquedad—. No me mires como si fuera a estrellarme en cualquier momento; si cierras así los ojos, acabarás llevando gafas. Y procura no encogerte como una serpiente con ganas de hacer pis. Yo no te he inculcado esos malos hábitos. No tengo intención de estrellarme, si es eso lo que te preocupa, como a tu ridícula abuela. Te lo prometo —Gladys le dirigió una larga mirada de soslayo, regañona pero seductora (porque así era ella: te espantaba, te atraía) y añadió en voz baja y grave—: Tu madre tiene una sorpresa de cumpleaños para ti. Nos espera más adelante.
—¿Una so-sorpresa? —Gladys hundió las mejillas, sonriendo mientras conducía—. ¿Ado-adónde vamos, ma-madre?
La felicidad era tan punzante como cristales rotos en la boca de Norma Jeane.
A pesar del tiempo caluroso y húmedo, Gladys llevaba elegantes guantes de malla negros para proteger su sensible piel. Golpeó alegremente el volante con las dos manos enguantadas.
—¿Que adónde vamos? Qué cosas dices. Como si nunca hubieras estado en la residencia de Hollywood de tu madre.
Norma Jeane sonrió, confundida, esforzándose por recordar. ¿Había estado allí? Su madre parecía insinuar que había olvidado algo esencial, que aquello era una especie de traición o desengaño. Sin embargo, Gladys se mudaba con frecuencia. A veces informaba a Della, y otras no. Su vida era complicada y misteriosa. Tenía problemas con los propietarios y con otros inquilinos; problemas de «dinero» y de «mantenimiento». El invierno anterior, un breve y violento terremoto en la zona de Hollywood donde vivía Gladys la había dejado sin techo durante dos semanas, obligándola a vivir con amigos y a perder el contacto con Della. Pero Gladys siempre vivía en Hollywood. En el oeste de Hollywood. Su trabajo en La Productora se lo exigía, porque era una «empleada contratada» (La Productora era la productora cinematográfica más grande de Hollywood y, en consecuencia, del mundo, con más estrellas en plantilla que «las de todas las constelaciones»), su vida no le pertenecía, «igual que las monjas católicas, que están “casadas con Dios”». Gladys se había visto obligada a dejar a su hija de doce días al cuidado de la abuela, a cambio de cinco dólares más gastos a la semana; era una vida dura, penosa,
triste
, pero qué alternativa tenía cuando trabajaba tantas horas en La Productora, a veces doble turno, y siempre debía estar disponible por si la llamaba su jefe. ¿Cómo iba a llevar la carga de una niña?
—¡Que nadie se atreva a juzgarme, a no ser que haya vivido lo mismo que yo! Y mucho menos una mujer. Sí; mucho menos una mujer.
Gladys hablaba con misteriosa vehemencia. Tanta que habría podido pasar por su madre, Della, con quien discutía a menudo.
Cuando se peleaban, Della la acusaba de «exaltada» —¿o de «intoxicada»?— y Gladys replicaba que era una mentira podrida, una calumnia: vamos, ella nunca había olido siquiera la marihuana y mucho menos fumado.
—Y lo mismo digo del opio. ¡Nunca!
Della había oído demasiadas historias absurdas e infundadas sobre la gente del cine. Era verdad que Gladys a veces se exaltaba.
¡Siento arder un fuego en mi interior! Es maravilloso
. Y tenía cierta tendencia a «hundirse en la depresión», «la melancolía», «el pozo».
Como si mi alma fuera de plomo fundido que se ha filtrado y endurecido
. Sin embargo, Gladys era una joven atractiva y tenía muchas amistades. Amistades masculinas que complicaban su vida emocional.
—Si los hombres me dejaran en paz, «Gladys» estaría bien.
Pero no la dejaban en paz, de modo que Gladys tenía que medicarse con regularidad. Medicamentos de verdad, o acaso drogas proporcionadas por sus amigos. Admitía que estaba enganchada a la aspirina Bayer y que había desarrollado una alta tolerancia al fármaco, pues disolvía las tabletas en café negro como si fueran minúsculos terrones de azúcar. («¡No siento sabor a nada!»)
Esta mañana, Norma Jeane supo de inmediato que Gladys estaba de buen humor: exaltada, contenta, graciosa, imprevisible como la llama de una vela en el aire inquieto. Su piel pálida como la cera despedía oleadas de calor como el asfalto bajo el sol estival y ¡qué ojos tenía!: coquetos, esquivos, dilatados.
Aquellos ojos que yo amaba, que no me atrevía a mirar
. Gladys conducía distraídamente y con rapidez. Ir en coche con ella era como subir a los autos de choque de una feria de atracciones; había que sujetarse fuerte. Se dirigían hacia el interior, alejándose de Venice Beach y del océano. Subieron por el bulevar hasta La Ciénaga y finalmente llegaron a Sunset Boulevard, que Norma Jeane reconoció de otros viajes con su madre. Cómo se sacudía el Nash mientras avanzaba, impulsado por el impaciente pie de Gladys en el acelerador. Traqueteaban sobre los raíles del tranvía, frenaban en el último momento ante los semáforos en rojo, de modo que los dientes de Norma Jeane castañeteaban incluso mientras reía con nerviosismo. A veces, el coche de Gladys patinaba en medio de un cruce, y los demás conductores tocaban el claxon, gritaban y sacudían los puños como en una típica escena de película; a menos que los conductores fueran hombres solitarios, en cuyo caso sus ademanes eran más amables. En más de una ocasión, Gladys hizo caso omiso del silbato de un guardia de tráfico y escapó.
—¿Lo ves? ¡No había hecho nada malo! Me niego a dejarme intimidar por esos matones.
A Della le gustaba recordar, con tono entre mordaz y furioso, que Gladys había «perdido» su carné de conducir, y ¿qué significaba eso? ¿Que lo había extraviado como le ocurre a la gente con algunos objetos? ¿Que lo había olvidado en algún sitio? ¿O que un policía se lo había quitado con el fin de castigarla un día en que Norma Jeane no estaba presente?
Norma Jeane sólo sabía una cosa: que no se atrevía a preguntárselo a Gladys.
Dejaron Sunset Boulevard torciendo por una callejuela lateral y luego por otra, hasta llegar a La Mesa, una estrecha y decepcionante calle flanqueada por pequeños comercios, restaurantes, «coctelerías» y edificios de apartamentos; Gladys dijo que era su nuevo barrio.
—Todavía lo estoy explorando, aunque ya me siento muy
cómoda
en él —Gladys le explicó que La Productora estaba a «sólo seis minutos en coche». Vivía allí por «razones personales» difíciles de explicar, pero Norma Jeane ya vería—. Es parte de la sorpresa.
Gladys aparcó enfrente de un vulgar edificio colonial estucado, con cochambrosos toldos verdes y antiestéticas escaleras de incendios.
LA HACIENDA. HABITACIONES Y APARTAMENTOS. ALQUILER SEMANAL Y MENSUAL, INFORMACIÓN EN EL INTERIOR
. El número de la casa era el 387. Norma Jeane lo miró fijamente, memorizando lo que veía; era como una cámara que tomaba fotos; quizá algún día se perdiera y debiera encontrar el camino a ese sitio que no había visto hasta entonces, pero con Gladys esos momentos eran apremiantes, tan emocionantes y misteriosos que hacían que el pulso latiera desbocado, como si una estuviera bajo los efectos de una droga.
Era como si hubieras tomado anfetaminas. La misma sensación que buscaría durante toda mi vida, regresando como una sonámbula hasta La Mesa, hasta La Hacienda, hasta el lugar de Highland Avenue donde volvía a ser una niña, otra vez a su cargo, bajo su embrujo, antes de que la pesadilla hubiera comenzado
.
Gladys reparó en el gesto de Norma Jeane, que la propia Norma Jeane no podía ver, y rió.
—¡Eh, hoy es tu cumpleaños! Sólo se tienen seis años una vez en la vida. Tonta; es probable que ni siquiera llegues a los siete. Vamos.
La mano de Norma Jeane estaba sudorosa, de modo que Gladys se negó a cogerla y empujó a la niña con el puño enguantado, con suavidad, desde luego, guiándola alegremente por los desportillados peldaños de la entrada de La Hacienda y, en el interior, por una escalera cubierta de rugoso linóleo.
—Nos espera alguien y me temo que empiece a impacientarse. Venga.
Se dieron prisa. Corrieron, trotaron escaleras arriba. Gladys, calzada con sus elegantes tacones de aguja, súbitamente pareció asustarse. ¿O sería una representación, una de sus
escenas
? Al llegar arriba, madre e hija jadeaban. Gladys abrió la puerta de su «residencia», que no se diferenciaba mucho de la que Norma Jeane recordaba apenas. Se componía de tres pequeños cuartos con el papel de las paredes y los techos manchado, ventanas angostas, jirones de linóleo despegados del suelo de madera, un par de alfombras mexicanas, una nevera hedionda y agujereada, un hornillo de dos fuegos, un fregadero lleno de platos sucios y brillantes cucarachas negras como semillas de sandía, que escaparon aparatosamente cuando ellas se acercaron. En las paredes de la cocina había carteles de películas con las que Gladys había tenido alguna relación y de las que estaba orgullosa:
Kiki
, con Mary Pickford;
Sin novedad en el frente
, con Lew Ayres;
Luces de la ciudad
, con Charlie Chaplin, cuyos estremecedores ojos Norma Jeane no se cansaba de mirar, convencida de que Chaplin la
veía
. La relación de Gladys con esas películas célebres no estaba clara, pero las caras de los actores producían un efecto hipnótico sobre Norma Jeane.
¡Éste es mi hogar! Recuerdo este sitio
. También le resultaron familiares el calor sofocante del apartamento, pues Gladys nunca dejaba las ventanas abiertas cuando salía; el penetrante olor a comida, posos de café, ceniza de cigarrillo, chamusquina, perfume y ese misterioso y acre aroma químico que Gladys nunca conseguía eliminar por mucho que restregara sus manos con un jabón medicinal hasta dejarlas despellejadas y sangrantes. Sin embargo, aquellos olores eran reconfortantes para Norma Jeane
porque representaban el hogar. El lugar donde estaba madre
.
¡Pero el apartamento nuevo le parecía más abarrotado, desordenado y extraño que los demás! ¿O acaso ella era mayor y más capaz de
notarlo
? En cuanto entrabas, había un terrible momento en suspenso entre el primer temblor de la tierra y el siguiente, que sería más poderoso, inconfundible e inexorable. Una esperaba sin atreverse a respirar. Aquí había muchas cajas abiertas, aunque sin desembalar, con la inscripción
PROPIEDAD DE LA PRODUCTORA
. Había ropa sobre la encimera de la cocina y prendas colgadas de perchas en un improvisado tendedero que cruzaba la estancia, de modo que la primera impresión era que el lugar estaba lleno de gente, de mujeres que lucían su «vestuario»: Norma Jeane sabía que «vestuario» era distinto de «ropa», aunque no habría podido explicar la diferencia. Algunas de esas prendas eran vistosas y extravagantes, como los vestidos de la década de los veinte con sus minúsculas faldas y estrechos tirantes. Otras eran más formales, con largas y holgadas mangas. Había bragas, medias y sostenes lavados y escrupulosamente dispuestos sobre el tendedero. Al ver que la niña observaba boquiabierta las prendas que colgaban de la cuerda, Gladys se rió de su confusión.
—¿Qué pasa? ¿Te parece vergonzoso? ¿O a Della? ¿Te ha mandado a espiarme? Vamos, entra ahí. Por aquí. Vamos.
Con su huesudo codo empujó a Norma Jeane a la habitación contigua, un dormitorio. Era pequeño, tenía el techo y las paredes salpicados de manchas de humedad y una sola ventana con la agrietada y cochambrosa persiana bajada hasta la mitad. Allí estaban la cama de siempre, con la brillante aunque ligeramente deslustrada cabecera de bronce y las almohadas de pluma de ganso; el tocador de pino; una mesilla de noche, sobre la cual reposaban un montón de frascos de pastillas, revistas y libros en rústica y un cenicero desbordante de colillas sobre un ejemplar del
Hollywood Tatler
; más ropa desperdigada y en el suelo más cajas abiertas pero llenas; en la pared, junto a la cama, una chabacana reproducción de un fotograma sacado de
The Hollywood Revue of 1929
: Marie Dressler vestida con una diáfana bata blanca. Exaltada, respirando con agitación, Gladys observó cómo Norma Jeane miraba con nerviosismo a su alrededor. Porque ¿dónde estaba la persona «sorpresa»? ¿Escondida? ¿Debajo de la cama? ¿Dentro del armario? (Aunque no había ningún armario; sólo una cómoda de contrachapado situada contra una pared.) Una mosca solitaria pasó zumbando. Lo único que se veía por la ventana de la habitación era la pared tiznada del edificio adyacente. Mientras Norma Jeane se preguntaba
¿Dónde está?, ¿quién es?
, Gladys le dio un golpecito entre los omóplatos.
—Norma Jeane, a veces juraría que eres medio ciega, además de…, bueno, medio tonta. ¿No lo ves? Abre los ojos y mira. Ese hombre es tu padre.
Norma Jeane miró hacia donde señalaba Gladys.
No era un hombre. Era el retrato de un hombre, colgado en la pared junto al espejo del tocador.
2
El día de mi sexto cumpleaños vi su cara por primera vez.
¡Y hasta aquel día no supe que tenía un padre! Un padre; igual que los demás niños.
Siempre había pensado que su ausencia tenía que ver conmigo. Con algo malo, algo terrible, que había en mí.
¿Nadie me había hablado de ello antes? Ni mi madre, ni mi abuela, ni mi abuelo. Nadie.
Sin embargo, jamás en esta vida vería su verdadera cara. Y moriría antes que él.
3
—¿No crees que tu padre es muy guapo, Norma Jeane?
La voz de Gladys, que a menudo era inexpresiva, monocorde o ligeramente burlona, sonó llena de ilusión, como la de una niña.
Norma Jeane contempló en silencio al hombre que al parecer era su padre. Al hombre de la fotografía. Al que estaba en la pared, junto al espejo del tocador.
¿Papá?
El cuerpo de la niña estaba caliente y tembloroso como un pulgar amputado.
—Mira. Pero no, no debes tocarlo con esos dedos pringosos.
Gladys descolgó el retrato de la pared con un ademán teatral. Norma Jeane notó que era una fotografía auténtica, satinada; no un cartel publicitario ni una página recortada de una revista.
Con sus manos enguantadas, Gladys sujetó la foto a la altura de los ojos de Norma Jeane, aunque lo bastante lejos para que la niña no la tocara. ¡Como si ella hubiera querido tocarla! Como si no supiera, por experiencia, que no debía tocar las cosas especiales de Gladys.
—¿Es… es mi padre?
—Desde luego. Tienes sus seductores ojos azules.
—Pero ¿dónde…?
—Calla. Mira.
Era una escena de película. Norma Jeane casi podía oír la emocionante música de fondo.