¿Ha terminado? Pero ¿cómo puede haber terminado?
Sin embargo, incluso de adulta, siguió buscando la película, entrando en cines de barrios oscuros o de ciudades desconocidas. Dado que padecía insomnio, compraría una entrada para la sesión de medianoche. O quizá fuera a la primera del día, a última hora de la mañana. No intentaba evadirse (aunque últimamente su vida se había vuelto desconcertante, como suele ser la vida de adulto para todos los que la viven), sino crear un paréntesis dentro de esa vida, deteniendo el tiempo como haría un niño con las agujas del reloj: por la fuerza. Entrando en el oscuro cine (que a veces olía a palomitas rancias, a gomina de desconocidos, a desinfectante), emocionada como una niña pequeña que alza la vista para ver en la pantalla —
¡Ay!, ¡de nuevo!, ¡una vez más!
— a la preciosa rubia que no parece envejecer, envuelta en carnes como cualquier mujer y sin embargo elegante como ninguna, con un intenso resplandor brillando no sólo en sus ojos luminosos, sino también en su piel.
Porque mi piel es mi alma. No existe otra alma. Veis en mí la promesa de la dicha humana
. Ella, que entra en el cine, escoge una butaca en una fila cercana a la pantalla, se entrega sin vacilar a la película que se le antoja a un tiempo familiar y extraña, como el recuerdo imperfecto de un sueño. Los trajes, los peinados, las caras e incluso las voces de los actores cambian con los años y ella recuerda, no con claridad sino en fragmentos, sus emociones perdidas, la soledad de su propia infancia, aliviada sólo en parte por la gran pantalla.
Otro mundo donde vivir. ¿Dónde?
Y cierta vez, un día, se da cuenta de que la Bella Princesa, que es hermosa porque es hermosa y porque es la Bella Princesa, es condenada a buscar la confirmación de su propia identidad en los ojos de otros.
Porque no somos quienes dicen que somos si no nos lo dicen, ¿verdad?
Desazón adulta y creciente horror.
La historia cinematográfica es complicada y confusa, aunque familiar o casi familiar. Quizá esté mal enhebrada, quizá pretenda provocar, quizá haya saltos al pasado en medio del presente. ¡O saltos al futuro! Los primeros planos de la Bella Princesa parecen demasiado íntimos. Queremos permanecer en la periferia de los otros, no aceptamos que nos arrastren al interior.
Si pudiera decir: ¡ahí!, ¡ésa soy yo! ¡Esa mujer, ese ser en la pantalla, ésa soy yo!
Pero ella no puede prever el final. Nunca ha visto la última escena ni los títulos de crédito; en ellos, después del beso final, se encuentra la clave del misterio de la película, y ella lo sabe. Del mismo modo que los órganos del cuerpo, extirpados durante una autopsia, constituyen la clave del misterio de la vida.
Pero habrá una vez
, quizá esta misma noche, cuando ella, ligeramente agitada, se acomode en la raída y mugrienta butaca tapizada en felpa de la segunda fila del viejo cine de un barrio marginal, el suelo curvándose a sus pies como la curva del planeta Tierra, pegajoso bajo las suelas de sus zapatos caros; el público desperdigado, casi todos individuos solos; y ella se alegra de que, gracias a su disfraz (gafas de sol, una bonita peluca, una gabardina), nadie la reconocerá ni sabrá quién es, ni adivinará quién podría ser.
Esta vez la veré hasta el final. ¡Esta vez sí!
¿Por qué? No lo sabe. De hecho, la esperan en otro sitio, adonde llegará varias horas tarde. Quizá haya un coche aguardándola en el aeropuerto, a menos que se haya retrasado días, semanas; porque la mujer adulta ha empezado a desafiar al tiempo.
Al fin y al cabo, ¿qué es el tiempo sino lo que otros esperan de nosotros? El juego que no podemos negarnos a jugar
. Ha notado que el tiempo también confunde a la Bella Princesa. Que la confunde el argumento de la película. Uno recibe las pistas de los demás, pero ¿y si los demás no nos dan pistas? En esta película, la Bella Princesa ya no está en la flor de la juventud, aunque sigue siendo hermosa, claro está, pálida y radiante en la pantalla mientras se apea de un taxi en una calle ventosa; va disfrazada con gafas de sol, una lacia peluca castaña y una gabardina estrechamente atada con un cinturón, seguida a pocos pasos por una cámara mientras se dirige al cine, compra una sola entrada, entra en la sala oscura y se sienta en la segunda fila. Como es la Bella Princesa, otros espectadores la miran, pero no la reconocen; tal vez sea una mujer corriente, aunque hermosa, una desconocida. La película ya ha empezado. Pocos segundos después, ella se abandona por completo, quitándose las gafas de sol. La pantalla que se alza sobre ella la obliga a echar la cabeza atrás y a mirar hacia arriba con un gesto de reverencia algo infantil y aprensivo. Como los reflejos en el agua, la luz de la película se ondula sobre su cara. Abstraída en la fantasía, no se percata de que el Príncipe Encantado la ha seguido hasta el cine; la cámara lo enfoca mientras, durante varios tensos minutos, él permanece de pie detrás de las raídas cortinas de terciopelo de un pasillo lateral. Su apuesto rostro está envuelto en sombras… Su expresión es apremiante. Lleva un traje oscuro sin corbata, y un sombrero de ala curva ladeado sobre la frente. A una señal musical, camina a paso vivo y se inclina sobre ella, la mujer solitaria de la segunda fila. Le susurra algo y ella se vuelve, sobresaltada. Su sorpresa parece real, aunque ya debe de conocer el guión; al menos hasta este punto y tal vez un poco más.
¡Amor mío! Eres tú
.
Nunca ha habido nadie más que tú
.
En la trémula luz de la gigantesca pantalla las caras de los amantes están llenas de significado, nuncios de una perdida era de esplendor. Es como si estuvieran obligados a interpretar la escena, a pesar de su carácter decadente y mortal.
Interpretarán la escena
. Él la coge con descaro de la nuca para que no se mueva. Para reclamarla. Para poseerla. Qué fuertes y fríos son sus dedos; qué extraño, el resplandor vidrioso de sus ojos, más cercanos que nunca.
Una vez más, ella suspira y eleva su cara perfecta para recibir el beso del Príncipe Encantado.
El actor nato emerge en los primeros años de la infancia, pues es entonces cuando el mundo se percibe por primera vez como Misterio. El origen de toda interpretación reside en improvisar ante el Misterio
.
T. NAVARRO
La paradoja de la interpretación
1
—¿Ves?
Ese hombre es tu padre.
Érase una vez un día, el del sexto cumpleaños de Norma Jeane, el primero de junio de 1932, y una mañana mágica —cegadora, fascinante, deslumbrantemente blanca— en Venice Beach, California. El viento procedente del Pacífico era fragante, fresco, penetrante y apenas si se percibían las habituales notas salobres a podredumbre y a los desperdicios de la playa. Entonces, traída al parecer por el propio viento, llegó madre. Madre, con la cara demacrada, los voluptuosos labios rojos, las cejas depiladas y dibujadas con lápiz, fue a buscar a Norma Jeane a la casa donde ésta vivía con sus abuelos, una vieja ruina cubierta de estuco beis y situada en Venice Boulevard.
—¡Ven, Norma Jeane!
Y Norma Jeane corrió, corrió hacia su madre. Su manita regordeta cogió la mano estilizada de la mujer, sintiendo una extraña y maravillosa sensación al tocar el guante de malla. Porque las manos de la abuela eran las agrietadas manos de una anciana, igual que su olor era el olor de una anciana, pero madre despedía una fragancia tan dulce que resultaba embriagadora, como el sabor del limón caliente con azúcar.
—Norma Jeane, mi amor, ven.
Porque madre era «Gladys» y «Gladys» era la
verdadera madre
de la niña. Cuando decidía serlo. Cuando tenía fuerzas suficientes. Cuando sus obligaciones en La Productora se lo permitían. Porque la vida de Gladys tenía «tres dimensiones, rayando en las cuatro» y no era «plana como un tablero de parchís», como la mayoría de las vidas. Y ante la ansiosa desaprobación de la abuela Della, madre sacó con aire triunfal a Norma Jeane del piso de la tercera planta —que apestaba a cebolla, lejía, ungüento para los juanetes y al tabaco de pipa del abuelo— haciendo oídos sordos a la furia de la vieja, que graznaba con una voz radiofónica entre cómica y desesperada.
—¿De quién es el coche que conduces esta vez, Gladys? Mírame. ¿Estás drogada? ¿Estás
bebida
? ¿Cuándo me traerás de vuelta a mi nieta? ¡Maldita sea! ¡Espérame! ¡Espera a que me ponga los zapatos! ¡Yo también quiero bajar! ¡Gladys!
Y madre respondió con su enloquecedora voz de soprano:
—
Qué será, será
.
Riendo como traviesas niñas perseguidas, madre e hija corrieron escaleras abajo como si descendieran por la ladera de una montaña, agitadas, cogidas de la mano hasta fuera, ¡fuera!, hacia Venice Boulevard y la emoción del coche de Gladys, siempre imprevisible, aparcado junto al bordillo; y en esta radiante y deslumbrante mañana del 1 de junio de 1932, el coche mágico era, como vio la risueña Norma Jeane, un Nash con el techo abombado, el color del agua de fregar los platos cuando ha perdido la espuma y la ventanilla del lado del acompañante agrietada, como una telaraña, y pegada con cinta adhesiva. Sin embargo, era un coche precioso, y qué joven y alegre parecía Gladys; ella, que nunca tocaba a Norma Jeane, y ahora la levantaba con las manos enguantadas para acomodarla en el asiento del acompañante («¡Aquí, mi querida pequeña!») como si la sentara en la noria gigante del parque de atracciones de Santa Mónica para llevarla, con los ojos como platos y rebosante de emoción, hasta el mismísimo cielo. Luego cerró la portezuela con fuerza y comprobó que estuviera puesto el seguro. (Porque existía un antiguo miedo, la preocupación de la madre por la hija, de que durante uno de esos paseos la portezuela del coche se abriera, como un escotillón en una película muda, y la niña se perdiera.) Se sentó en el asiento del conductor, detrás del volante, como Lindbergh en la cabina de mando en
El héroe solitario
. Aceleró el motor, manipuló las marchas y se coló en el tránsito en el mismo momento en que la pobre abuela Della, una mujer regordeta con la cara manchada, vestida con una bata de algodón desteñido, medias elásticas y zapatos de vieja, salía del edificio como Charlie Chaplin, el Pequeño Vagabundo, con frenética y cómica desazón.
—¡Espera! ¡Eh, espera! ¡Loca! ¡Cabeza de chorlito! ¡Te lo prohíbo! ¡Llamaré a la policía!
Pero no la esperaron, claro que no.
Se marcharon como una exhalación.
—No hagas caso a tu abuela, cariño. Ella es de los tiempos del cine mudo y nosotras, del sonoro.
Porque Gladys, que era la
verdadera madre
de la niña, no permitiría que se burlaran de su Amor de Madre en este día especial. Ahora que «por fin se sentía más fuerte» y que tenía unos pocos dólares ahorrados, Gladys había ido a buscar a Norma Jeane en el día del cumpleaños de la niña (¿el sexto?, ¿ya? Dios, qué deprimente), tal como había prometido. «Llueva o haga sol, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe. Lo juro.» Ni siquiera un temblor en la falla de San Andrés habría podido disuadir a Gladys.
—Eres mía. Te pareces a mí. Nadie va a arrancarte de mi lado, Norma Jeane, como hicieron con mis otras hijas.
Norma Jeane no oyó estas triunfales, terribles palabras; no las oyó, no, porque se las llevó el viento.
Este día, este cumpleaños, sería el primero que Norma Jeane recordaría con claridad. Este maravilloso día con Gladys, que a veces era madre, o con madre, que a veces era Gladys. Una mujer delgada, dinámica, con ojos penetrantes y vivarachos, una sonrisa que ella misma calificaba de «cautivadora» y codos que se clavaban en tus costillas si te acercabas demasiado. Exhalaba por las ventanas de la nariz un humo luminoso, como los curvos colmillos de un elefante, de modo que una no se atrevía a llamarla por ningún nombre, y mucho menos «mami» o «mamaíta» —esos «motes asquerosamente cursis» que Gladys había prohibido hacía tiempo—, ni siquiera a mirarla con fijeza.
—¡No me mires tan fijamente! Nada de primeros planos, a menos que yo esté preparada.
En esos momentos, la nerviosa y crispada risa de Gladys sonaba como un punzón rompiendo cubos de hielo. Norma Jeane recordaría este día de revelaciones durante toda su vida de treinta y seis años y sesenta y tres días —una vida a la que sobreviviría Gladys— como un bebé de muñeca que puede encajarse a la perfección en una muñeca más grande, ingeniosamente vaciada con ese propósito.
¿Quería yo otra clase de felicidad? No; sólo estar con ella. Quizá acurrucarme y dormir en su cama, si ella me dejaba. La quería tanto
. De hecho, había pruebas de que Norma Jeane había pasado otros cumpleaños con su madre, al menos el primero, pero únicamente los recordaba por las fotos (
¡FELIZ PRIMER CUMPLEAÑOS, NORMA JEANE!
), una pancarta escrita a mano que, al igual que la banda de la ganadora de un concurso de belleza, cubría a la bonita niña de ojos húmedos y deslumbrados, regordeta cara de luna, mejillas con hoyuelos, cabello rizado de color rubio oscuro y caídos lazos de seda; como sueños antiguos, estas fotografías (evidentemente tomadas por un amigo de la madre) estaban desenfocadas y arrugadas; en ellas aparecía una Gladys muy joven y bonita aunque con semblante febril, una melena recta, tirabuzones y labios acorazonados, parecida a Clara Bow, sujetando con rigidez sobre su regazo a su hija de doce meses «Norma Jeane» como uno sujetaría un objeto frágil y precioso: con veneración, si no con ostensible placer; con frío orgullo, si no con amor. La fecha de estas fotografías estaba garabateada en el dorso: 1 de junio de 1927. Pero la Norma Jeane de seis años no recordaba mejor esa ocasión que su propio nacimiento —deseaba preguntar a Gladys o a la abuela: ¿cómo se nace?, ¿es algo que una hace sola?—, cuando su madre la había traído al mundo en un pabellón de beneficencia del Hospital General del Condado de Los Ángeles después de veintidós horas de «incesante infierno» (como Gladys calificaba el trance), o el tiempo que su madre la había llevado en su «bolsa especial», debajo del corazón, durante ocho meses y once días. ¡No lo recordaba! Sin embargo, emocionada ante la oportunidad de contemplar esas fotografías cuando Gladys estaba de humor para extenderlas sobre cualquier colcha de cualquier cama de cualquier «residencia» de alquiler, no dudaba de que la niña de las imágenes era ella, pues
durante toda mi vida sabría de mí a través de los testimonios y las palabras de otros. Igual que en los Evangelios son otros los que ven a Jesús, hablan de él y dejan constancia de ello. Conocí mi existencia y el valor de esa existencia a través de los ojos de otros, porque creía que éstos eran más dignos de confianza que los míos
.