Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (6 page)

Tarareando y balanceándose, madre le enseñó la letra.

You ain’t been blue

No, no, no

You ain’t been blue

Till you’ve had that mood indigo.
[1]

Después madre se aburrió de la música y buscó un libro. Tenía muchos libros aún sin desembalar. Gladys había tomado clases de dicción en La Productora. A Norma Jeane le encantaba que le leyera, porque entonces estaba más tranquila. Nada de súbitas carcajadas, ni maldiciones, ni ataques de llanto. Dejaba todo eso para la música. Pero allí estaba ahora Gladys, con gesto solemne, hojeando la
Pequeña antología de poesía estadounidense
, que era su libro favorito. Con la cabeza y los estrechos hombros erguidos, como una actriz de cine, sujetando el libro en alto.

Porque no podía detenerme para la Muerte,

ella, amablemente, se detuvo por mí;

en su coche no había nadie más que nosotros

y la Inmortalidad.

Norma Jeane escuchaba con ansiedad. Cuando Gladys terminara de leer el poema, se volvería hacia ella con los ojos brillantes:

—¿De qué habla, Norma Jeane? —y como la niña no lo sabría, ella diría—: Algún día, cuando tu madre no esté a tu lado para rescatarte,
lo sabrás
.

Después serviría un poco más del fuerte líquido incoloro en la taza y bebería.

Norma Jeane esperaba que leyera otros poemas, poemas con rima, poemas que pudiera entender, pero Gladys parecía haber terminado con la poesía por esa noche. Tampoco le leería párrafos de
La máquina del tiempo
ni de
La guerra de los mundos
—que eran «libros proféticos», «libros que pronto se harán realidad»—, como hacía de vez en cuando con voz trémula y vehemente.

—Es la hora del
baaaño
.

Era una escena de película. El agua que salía a borbotones de los grifos se mezclaba con una música casi audible.

Gladys se inclinó sobre Norma Jeane para desnudarla, ¡pero Norma Jeane podía desnudarse sola! Había cumplido seis años. Gladys tenía prisa y le apartó las manos con brusquedad.

—Qué vergüenza. Tienes pastel por todas partes.

Esperaron a que la bañera se llenara, y fue una larga espera. Una bañera tan grande. Gladys se quitó el vestido de crepé, y al pasarlo por la cabeza su pelo se levantó en retorcidos copetes. Su pálida piel estaba resbaladiza a causa del sudor. No debía mirar el cuerpo de madre, que era un gran misterio: la piel blanca salpicada de pecas, los huesos prominentes, los pechos pequeños y prietos como puños que parecían querer escapar del sostén de encaje. Norma Jeane casi podía ver fuego en el cabello electrizado de Gladys. En sus húmedos y penetrantes ojos.

Al otro lado de la ventana se oía el rumor del viento. Gladys decía que eran las voces de los muertos. Que querían
entrar
.

—Meterse dentro de nosotros —explicaba—. Porque no hay suficientes cuerpos. En ningún momento de la historia ha habido suficiente vida. Y durante la Guerra, que tú no recuerdas porque todavía no habías nacido, pero yo sí, porque soy tu madre y vine a este mundo antes que tú, durante la Guerra murieron tantos hombres, mujeres e incluso niños, que hay una gran escasez de cuerpos, créeme. Todas esas almas muertas están deseando entrar.

Norma Jeane se estremeció. ¿Entrar adónde?

Gladys se paseaba de aquí para allí mientras esperaba a que se llenara la bañera. No estaba bebida ni drogada. Se había quitado el guante de la mano derecha, y ahora las dos delgadas manos estaban al descubierto, descamadas y llenas de manchas rojas; no quería admitir que la culpa era del trabajo en La Productora, donde a veces pasaba sesenta horas semanales, que los productos químicos atravesaban los guantes de látex y su piel los absorbía, sí, igual que su pelo, los propios folículos pilosos, y los pulmones, ¡ah, se moría! ¡Estados Unidos la estaba matando! Cuando empezaba a toser, era incapaz de parar. Pero entonces ¿por qué fumaba? Bueno, en Hollywood todo el mundo fumaba, en las películas todo el mundo fumaba, el cigarrillo tranquilizaba los nervios, sí, pero Gladys marcaba el límite en la marihuana, lo que los periódicos llamaban «porros»; demonios, quería que Della supiera que ella no era ninguna
drogadicta
, ninguna
yonqui
, ninguna
pendona
, diablos,
nunca lo había hecho por dinero
, o casi nunca.

Sólo durante las ocho semanas en las que se había quedado sin su empleo en La Productora. Después del Crac de 1929.

—¿Sabes qué fue el Crac? —Norma Jeane negó con la cabeza. No. ¿Qué?—. Tú tenías tres años, pequeña, y yo estaba desesperada. Todo lo que hice lo hice por ti.

Entonces cogió a Norma Jeane en brazos, en sus delgados y nervudos brazos, y dejó a la horrorizada niña, pataleando y manoteando, en el agua humeante. Norma Jeane gimoteaba, no se atrevía a gritar, ¡el agua estaba muy caliente!, ¡hirviendo!, la quemaba viva mientras caía del grifo que Gladys había olvidado cerrar; de hecho, había olvidado cerrar los dos grifos, como también había olvidado comprobar la temperatura del agua. Norma Jeane intentó salir de la bañera, pero Gladys la empujó.

—Siéntate y quédate quieta. Esto es necesario. Yo también me meteré. ¿Dónde está el jabón? Sucia.

Gladys dio la espalda a la sollozante Norma Jeane y rápidamente se quitó el resto de la ropa —la combinación, el sostén, las bragas— arrojándolo al suelo con afectación teatral, como una bailarina. Una vez desnuda, se metió en la antigua y amplia bañera con pies, resbaló, recuperó el equilibrio, y sumergió sus estrechas caderas en el agua, que tenía un fragante aroma a sales de gaulteria, sentándose de cara a la asustada niña, con las rodillas abiertas como para abrazar o proteger a esa misma niña a quien seis años antes había dado a luz en medio de un calvario de desesperación y recriminaciones
—¿Dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?—
dirigidas al hombre que había sido su amante y cuyo nombre no revelaría ni siquiera durante los terribles dolores del parto. Qué incómodas, madre e hija sumergidas en esta bañera, con el agua rizándose en irregulares olas que rebasaban los bordes; Norma Jeane, empujada por la rodilla de su madre, se hundió en el agua, empezó a ahogarse y tosió, y Gladys la levantó rápidamente por los pelos, reprendiéndola:

—¡Ya basta, Norma Jeane! ¡Para ya!

Gladys cogió la pastilla de jabón y comenzó a enjabonarse las manos con fuerza. Era extraño que ella, que no soportaba que su hija la tocara, estuviera apretujada en la bañera con la niña; como también extraña era la expresión arrobada, extática, de su cara enrojecida por el calor. Norma Jeane volvió a protestar por la temperatura del agua, por favor, madre, estaba demasiado caliente, tanto que prácticamente no la sentía en la piel, pero Gladys respondió con intransigencia:

—Sí; tiene que estar caliente, porque estamos muy sucias. Por fuera y por
dentro
.

Lejos, en otra habitación, amortiguado por el rumor del agua y por la severa voz de Gladys, se oyó el sonido de una llave girando en la cerradura.

No era la primera vez. No sería la última
.

Ciudad de arena

1

—¡Despierta, Norma Jeane! ¡Deprisa!

La estación de los fuegos. Otoño de 1934. La voz, que era la de Gladys, estaba cargada de alarma y sentimiento.

La noche olía a humo —¡a ceniza!—, un olor semejante al que despedía el incinerador de basura situado detrás del viejo edificio de apartamentos de Della Monroe en Venice Beach, pero no estaban en Venice Beach sino en Hollywood, en Highland Avenue, donde madre e hija vivían por fin solas, juntas las dos
—como debe ser, hasta que la muerte nos lleve—
, y se oía el ulular de las sirenas y apestaba a pelo quemado, a grasa quemándose en una sartén, a ropa húmeda imprudentemente chamuscada con la plancha. Había sido un error dejar la ventana abierta, pues el olor impregnaba la habitación: un olor sofocante, denso, un olor que hacía escocer los ojos igual que la arena arrastrada por el viento. Un olor parecido al que despedían las espirales del hornillo eléctrico cuando Gladys olvidaba quitar el hervidor del fuego y el agua se evaporaba por completo. Un olor como el de la ceniza de los cigarrillos permanentemente encendidos de Gladys y el de las quemaduras en el linóleo, en la alfombra con estampado de rosas, en la cama de matrimonio con cabecera de bronce y almohadas de plumas de ganso que compartían madre e hija, el inconfundible olor a chamusquina de la ropa de cama que la niña reconoció en el acto mientras dormía; un Chesterfield encendido caído de la mano de Gladys mientras ésta leía de madrugada, como buena lectora compulsiva e insomne, sólo para despertar de súbito, brutalmente, porque una chispa, en su opinión de manera misteriosa e inexplicable, había prendido fuego a la almohada, las sábanas y el edredón, de los que a veces brotaban auténticas llamas que ella sofocaba desesperadamente con un libro, una revista o, en una ocasión, un calendario de
Our Gang
descolgado a toda prisa de la pared, o con sus propios puños; y si las llamas persistían, Gladys corría maldiciendo al baño a coger un vaso de agua y lo arrojaba sobre el fuego, mojando las sábanas y el colchón.

—¡Maldita sea! ¿Qué más me va a pasar?

Aquellos episodios tenían el ritmo trepidante y bufonesco de una película muda. Norma Jeane, que dormía con Gladys, despertaba de inmediato y saltaba de la cama, agitada y alerta como un animal preparado para luchar por la supervivencia. De hecho, a menudo era la niña quien corría a buscar el agua. Aunque se trataba de una alarma justificada y de una auténtica molestia en medio de la noche, la escena ya era lo bastante familiar para convertirse en un rito de emergencia con su propia metodología.
Estábamos acostumbradas a salvarnos de morir abrasadas en la cama. Habíamos aprendido a afrontar el peligro
.

—¡Ni siquiera estaba dormida! Mi mente está demasiado agitada. En mi cerebro, todavía es de día. Creo que se me durmieron los dedos. Últimamente me ocurre a menudo. El otro día estaba tocando el piano y no conseguía sacarle ni una nota. Nunca trabajo sin guantes en el laboratorio, pero los productos químicos son cada vez más potentes. Es probable que ya me hayan afectado. Mira, las terminaciones nerviosas de los dedos están casi muertas; mi mano ni siquiera
tiembla
.

Gladys tendió la mano culpable, la derecha, para que su hija la examinara; y tenía razón. Curiosamente, tras la alarma de las sábanas incendiadas y la crisis nocturna, la delgada mano de Gladys no temblaba, sino que caía laxa desde la muñeca, como si no fuera suya, como si Gladys no tuviera poder ni responsabilidad sobre ella, con la palma surcada por finas líneas abierta y hacia arriba, la piel pálida y sin embargo enrojecida; una mano exquisitamente formada y vacía.

En la vida de Gladys había otros misterios parecidos, tantos que era imposible enumerarlos. Para llevar la cuenta habría sido preciso una vigilancia constante aunque también, de manera paradójica, un distanciamiento casi místico.

—Todos los filósofos, desde Platón hasta John Dewey, lo han dicho: no te vas hasta que te llega la hora y cuando te llega la hora, te vas.

Gladys chascó los dedos, sonriente. Para ella, el optimismo era eso.

Por eso soy una fatalista. ¡Es imposible rebatir la lógica!

Y por eso soy eficiente en las emergencias. O lo era
.

Era la vida cotidiana, el día a día, lo que era incapaz de interpretar
.

Pero aquella noche los fuegos eran de verdad.

No se trataba de fogatas en miniatura en la cama, que pudieran apagarse con golpes o vasos de agua, sino incendios que «hicieron estragos» en el sur de California después de cinco meses de sequía y altas temperaturas. Incendios de maleza que representaban «un serio peligro para las personas y las propiedades» incluso dentro de los límites de la ciudad de Los Ángeles. Culparían a los vientos de Santa Ana: procedentes del desierto de Mojave, al principio suaves como una caricia, luego más prolongados, más intensos, empujaban el calor y en cuestión de horas desataron tormentas eléctricas en las estribaciones y cañones de las montañas de San Gabriel, avanzando hacia el oeste en dirección al Pacífico. En menos de veinticuatro horas habían estallado centenares de incendios aislados e idénticos. En los valles de San Fernando y Simi soplaban vientos abrasadores a ciento cincuenta kilómetros por hora. Se veían muros de llamas de seis metros de altura que se precipitaban sobre la autopista de la costa como aves rapaces. A pocos kilómetros de Santa Mónica había campos de fuego, cañones de fuego, bolas de fuego parecidas a cometas. Las chispas, transportadas por el viento como semillas diabólicas, provocaron incendios en las comunidades residenciales de Thousand Oaks, Malibú, Pacific Palisades y Topanga. Se oían historias de pájaros que estallaban en llamas en pleno vuelo. Historias de estampidas de ganado, de animales que rugían de horror y corrían envueltos en llamas, como antorchas, hasta caer muertos. Árboles gigantescos y centenarios se consumieron por completo en cuestión de minutos. Hasta los techos empapados ardían, y los edificios explotaban como bombas. A pesar de los esfuerzos de miles de bomberos voluntarios, los fuegos continuaron «extendiéndose, fuera de control», y un humo denso, gris blanquecino ocultó el cielo en centenares de kilómetros a la redonda. Cualquiera que mirara el cielo encapotado durante el día, cuando el sol quedaba reducido a una enfermiza media luna, habría podido pensar que estaba ante un eclipse solar permanente. Cualquiera diría, comentó la madre a su asustada hija, que aquél era el fin del mundo descrito en el Apocalipsis:

—«Y fueron abrasados los hombres con fuego intenso. Y blasfemaron el nombre de Dios». ¡Pero es Dios quien nos ha blasfemado!

Los siniestros vientos de Santa Ana soplarían durante veinte días y veinte noches, arrastrando grava, arena, ceniza y el sofocante olor a humo, y cuando por fin se extinguieron los últimos fuegos, con la llegada de la lluvia, veintiocho mil hectáreas del condado de Los Ángeles habían quedado devastadas.

Para entonces, Gladys Mortensen llevaba casi tres semanas ingresada en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk.

Ella era una niña pequeña y, en teoría, las niñas pequeñas no tienen necesidad de meditar, en especial las niñas bonitas de cabellos rizados no necesitan
preocuparse, inquietarse
o calcular; sin embargo, ella tenía el hábito de fruncir el entrecejo como una adulta en miniatura mientras formulaba preguntas del estilo de: ¿cómo
empieza
un incendio? ¿Hay una chispa que es la primera, la primera chispa de todas, surgida de la
nada
? No de una cerilla ni de un mechero, sino de la
nada. ¿Por qué?

Other books

The Deep End by Joy Fielding
The Wild Sight by Loucinda McGary
Breaking Gods by Viola Grace
How to Be Like Mike by Pat Williams