—Porque el fuego viene del sol. El sol es fuego. Y Dios también. Deposita tu fe en Él y te quemará hasta convertirte en cenizas. Tiende la mano para tocarlo y Él la abrasará. No existe un «Dios Padre»; prefiero creer en W. C. Fields. Él sí que existe. Me bautizaron en la religión cristiana porque mi madre era una pobre ilusa, pero yo no soy tonta. Soy agnóstica. Creo que la ciencia es el único medio para salvar a la humanidad. Una cura para la tuberculosis y para el cáncer; la eugenesia para mejorar la especie; la eutanasia para los desahuciados. Pero mi fe no es muy firme, y la tuya tampoco lo será, Norma Jeane. Está claro que no estábamos destinadas a vivir en esta parte del mundo, el sur de California. Fue un error que nos asentáramos aquí. Tu padre —y en este punto la ronca voz de Gladys se endulzó, como ocurría siempre que hablaba del progenitor ausente de Norma Jeane, como si él estuviera cerca, escuchando— llama a Los Ángeles «la Ciudad de Arena». Está construida sobre la arena y es de arena. Es un desierto. Llueve menos de veinte centímetros cúbicos al año o, por el contrario, hay grandes inundaciones. Los seres humanos no deberían vivir en sitios semejantes. Por eso somos castigados, por nuestra arrogancia e insensatez. Terremotos, incendios y un aire sofocante. Algunos nacimos y moriremos aquí. Es un pacto que hemos hecho con el diablo.
Gladys hizo una pausa para recuperar el aliento. Mientras conducía, como hacía ahora, Gladys se quedaba sin aliento, como si el veloz movimiento del coche representara un esfuerzo físico, aunque había estado hablando con calma, con cordialidad incluso. Estaban en el oscurecido Coldwater Canyon Drive, encima de Sunset Boulevard, era la 1.35 de la madrugada de la primera noche completa de incendios en Los Ángeles, y Gladys había despertado a gritos a Norma Jeane para luego sacarla de la casa, descalza y en pijama, y obligarla a subir a su Ford de 1929, ordenándole que se diera
prisa, prisa, prisa
y no hiciera ruido para que los vecinos no la oyeran. Gladys llevaba un camisón de encaje negro que había cubierto apresuradamente con un deshilachado quimono verde, un antiguo regalo del señor Eddy; también ella iba descalza y sin medias, el pelo enmarañado recogido con un pañuelo y su escuálida cara cubierta de crema hidratante parecía una suntuosa máscara, que sólo ahora empezaba a tiznarse con la ceniza y el polvo arrastrados por el viento. ¡Qué viento, qué aire seco, abrasador, perverso soplaba en el cañón! Norma Jeane estaba demasiado asustada para llorar. ¡Tantas sirenas! ¡Tantos gritos masculinos! Extraños chillidos agudos que parecían de pájaros o animales (¿coyotes?). Norma Jeane había visto la refulgente luz del fuego reflejada en las nubes, en el horizonte, más allá de Sunset Strip, en el cielo que se alzaba sobre lo que Gladys llamaba «las aguas curativas del Pacífico… demasiado lejanas», un cielo recortado al fondo por palmeras que se sacudían a merced del viento, unos árboles cuyas hojas secas, deshidratadas, estaban convirtiéndose en jirones. También había olido a humo (
no
sólo a chamusquina en la cama de Gladys) durante horas, aunque todavía no le había llamado la atención, ni siquiera le llamaba la atención ahora, porque
yo no era una niña inclinada a cuestionar las cosas, puede decirse que era una niña dócil, o más bien desesperadamente optimista
, a quien su madre llevaba ahora en un Ford en la dirección equivocada.
No se alejaba de las colinas salpicadas de incendios; se dirigía a ellas.
No se alejaba del ardiente y sofocante humo; avanzaba hacia él.
Sin embargo, Norma Jeane debió reconocer las señales: Gladys hablaba con serenidad. Con su tono agradable y coherente.
Cuando Gladys era ella misma, la auténtica Gladys, hablaba con voz monocorde e inexpresiva, una voz a la que parecían haber extraído todo vestigio de placer o emoción, como la última gota de humedad que se desprende de una manopla de baño al estrujarla con fuerza; en esos momentos no te miraba a la cara, tenía el poder de atravesarte con la mirada, como lo haría una máquina de sumar si tuviera ojos. Cuando Gladys no era ella misma, o empezaba a deslizarse en su no-yo, hablaba atropelladamente, con fragmentos de palabras que no alcanzaban a seguir el ritmo de su mente veloz y febril; o bien hablaba con calma, con lógica, como una de las maestras de Norma Jeane, constatando lo evidente.
—Es un pacto que hemos hecho con el diablo. Incluso aquellos que no creemos en él.
Gladys se giró de súbito y preguntó a Norma Jeane si la había estado escuchando.
—S-sí, madre.
¿El diablo? ¿Un pacto? ¿Cómo?
En la vera del camino había un objeto pálido y un tanto brillante, no un niño humano, sino probablemente una muñeca, una muñeca desechada, aunque la primera y aterradora impresión era que se trataba de un bebé abandonado mientras sus padres huían de los incendios, pero debía de ser una muñeca, claro. Gladys no pareció verla al pasar a su lado, pero Norma Jeane sintió una punzada de horror: ¡había olvidado su muñeca sobre la cama! En medio de la confusión y el nerviosismo, cuando su madre la había despertado con brusquedad y conducido a toda prisa hasta el coche, entre las sirenas, las luces y el olor a humo, Norma Jeane había abandonado a la muñeca de rizos dorados a merced del fuego; ahora no tenía el pelo tan rubio como antes, su piel suave como la goma ya no era inmaculada, el gorro de encaje había desaparecido hacía tiempo y el camisón con estampado de flores y los escarpines blancos estaban irremediablemente sucios, pero Norma Jeane amaba a su muñeca, la única que tenía, su muñeca sin nombre, la muñeca de cumpleaños a quien nunca había puesto nombre y a quien se limitaba a llamar «Muñeca» o, con mayor frecuencia, tiernamente, «tú», como cuando uno habla con su imagen en el espejo, sin necesidad de un nombre formal. Ahora Norma Jeane gimoteó:
—¿Qué pasará si se quema la casa, ma-madre? ¡Me he dejado la muñeca!
Gladys resopló con desprecio.
—¡Esa muñeca! Sería una suerte para ti que se quemara. Le tienes un cariño malsano.
Gladys se concentró en la tarea de conducir. El Ford verde de 1929 era un vehículo de segunda o tercera mano, comprado por setenta y cinco dólares a un amigo que había pretendido demostrar con la venta su «compasión» por Gladys, una madre divorciada; no era un coche fiable: los frenos tenían sus peculiaridades y Gladys debía coger el volante por la parte superior, con ambas manos, e inclinarse para ver con claridad por encima del capó y de las finísimas grietas que surcaban el parabrisas como una telaraña. Se encontraba en un estado sereno, premeditado; se había zampado medio vaso de una bebida potente, destinada a tranquilizarla y darle seguridad,
ni
gin,
ni
whisky,
ni
vodka, pero esta noche conducir en el Strip y subir hacia las colinas era un desafío, pues había vehículos de emergencia con ensordecedoras sirenas y luces deslumbrantes, y en el estrecho Coldwater Canyon Drive circulaban coches en dirección contraria, colina abajo; sus luces eran tan cegadoras que Gladys se maldijo por no llevar consigo las gafas de sol y Norma Jeane, espiando a través de sus dedos, vislumbró caras pálidas y ansiosas al otro lado de los parabrisas.
¿Por qué vamos cuesta arriba, por qué en esta noche de incendios?
fue una pregunta que la niña no formuló, acaso recordando que cuando la abuela Della estaba viva le había advertido que vigilara «los cambios de humor» de Gladys y la había obligado a prometerle que le telefonearía de inmediato cuando presintiera algún peligro.
—Si es necesario, iré en taxi, aunque me cueste cinco dólares —había dicho Della con seriedad.
No era su número el que había dado a la niña, puesto que Della no tenía teléfono, sino el del encargado del edificio, y Norma Jeane lo tenía grabado en su memoria desde que se había ido a vivir con Gladys, un año antes, cuando ésta la había llevado triunfalmente a su nueva residencia de Highland Avenue, cerca del Hollywood Bowl, y lo recordaría durante el resto de su vida —VB 3-2993—, aunque de hecho nunca se atrevió a llamar, y esa noche de octubre de 1934 la abuela Della llevaba varios meses muerta y el abuelo Monroe muchos más, de modo que no había nadie en ese número al que ella habría podido llamar si se hubiera atrevido a hacerlo.
No había nadie, en ningún número, a quien Norma Jeane pudiera llamar.
¡Mi padre! Si tuviera su número de teléfono, lo llamaría, estuviera donde estuviese. Diría: madre te necesita, por favor, ven a ayudarnos, y estaba convencida de que él habría venido, lo creía firmemente
.
Más adelante, en la entrada de Mulholland Drive, había una barricada. Gladys maldijo —¡Maldita sea!— y frenó en seco. Pretendía seguir hasta lo alto de las colinas, muy por encima de la ciudad, a pesar del peligro, de las sirenas, de las ocasionales erupciones de llamas, del silbante y abrasador viento de Santa Ana que sacudía el coche incluso en los tramos resguardados de Coldwater Canyon Drive. En aquellas colinas aisladas y célebres, como en Beverly Hills, Bel Air y Los Feliz, estaban las residencias privadas de las «estrellas» de cine, delante de las cuales madre e hija pasaban a menudo en sus excursiones dominicales, siempre que Gladys podía pagar la gasolina; momentos felices para ambas,
lo que hacíamos juntas en lugar de ir a la iglesia
, pero ahora era plena noche, el aire estaba cargado de humo y resultaba imposible ver las casas. Además, las residencias privadas de las estrellas debían de estar quemándose; de ahí la barricada en la carretera. Y de ahí que, unos minutos después, cuando Gladys intentó torcer hacia el norte por Laurel Canyon Drive, donde había luces de emergencia y vehículos aparcados, la detuvieran unos agentes uniformados.
Cuando le preguntaron con brusquedad adónde demonios iba y Gladys explicó que vivía en Laurel Canyon, que su residencia estaba allí y tenía todo el derecho de seguir hasta su casa, los agentes le preguntaron su dirección exacta.
—No es asunto suyo —respondió Gladys.
Ellos se acercaron más, alumbrándole la cara con la linterna, y con desconfianza y escepticismo preguntaron quién iba en el coche con ella.
—Bueno, no es precisamente Shirley Temple —contestó Gladys riendo.
Uno de los agentes, el ayudante del
sheriff
del condado de Los Ángeles, se aproximó para hablar con ella y miró fijamente a Gladys, que a pesar de su grasienta máscara de crema era una mujer elegante y bonita, una mujer con el aire enigmático de la Garbo, si no la mirabas muy de cerca: sus oscuros ojos dilatados parecían inmensos para su cara; su nariz era larga, huesuda, con la punta cérea, y sus labios carnosos estaban cubiertos de carmín; antes de huir en la noche, esa noche entre todas las noches, se había tomado el tiempo necesario para pintarse los labios, porque una nunca sabía cuándo sería observada y juzgada. El agente comprendió que algo iba mal: allí estaba esa mujer relativamente joven y trastornada, con un quimono de seda verde caído sobre un hombro, revelando algo parecido a un deshilachado camisón negro y unos pechos pequeños y flácidos. Junto a ella iba una niña con una enmarañada mata de rizos, descalza y en pijama; una niña menuda con cara de ángel, piel encendida y sucias mejillas surcadas por las lágrimas. Tanto la niña como la mujer tosían, y la segunda murmuraba para sí: estaba indignada, furiosa, era coqueta, evasiva, y ahora insistía en que la habían invitado a una residencia privada en lo alto de Laurel Canyon:
—El propietario tiene una mansión a prueba de incendios. Mi hija y yo estaremos a salvo allí. No puedo decirle su nombre, agente, pero es un hombre famoso. Trabaja en la industria del cine. Esta niña es su hija. Los Ángeles es una ciudad de arena y no se mantendrá en pie mucho tiempo,
pero nosotras sobreviviremos
.
La ronca voz de Gladys tenía un dejo agresivo.
El agente informó a Gladys de que lo sentía, que tendría que volver atrás; esa noche no se autorizaba a nadie a subir a las colinas, estaban evacuando a las familias que vivían en las zonas altas y ella y su hija estarían más seguras en la ciudad.
—Vuelva a casa, señora, tranquilícese y meta a la niña en la cama. Es tarde.
Gladys estalló.
—No me hable con ese tono paternalista, agente. No me diga lo que tengo que hacer.
El policía quiso ver el permiso de conducir de Gladys y los papeles del coche. Ella respondió que no los llevaba consigo —era una emergencia, qué esperaba—, pero le enseñó el pase de La Productora; el agente se lo devolvió después de examinarlo brevemente, diciendo que Highland Avenue era un sitio seguro, al menos por el momento, de modo que tenía suerte y debía regresar a casa de inmediato. Gladys esbozó una sonrisa furiosa y dijo:
—La verdad, agente, es que quiero ver el infierno de cerca. Me gustaría asistir al preestreno.
Lo dijo con la voz grave y sensual de la Harlow y el súbito cambio de registro resultó desconcertante. El policía frunció el entrecejo mientras Gladys sonreía con aire seductor y se desataba el pañuelo de la cabeza, dejando caer la melena sobre los hombros. Gladys, que en el pasado vivía pendiente de su pelo, hacía meses que no se lo cortaba ni arreglaba, y sobre su sien izquierda caía un inmaculado mechón blanco en zigzag, como un rayo de tebeo. Turbado, el agente repitió que Gladys debía regresar, podían proporcionarle una escolta en caso necesario, pero era una orden y la arrestarían si desobedecía.
—¡Arrestarme! —rió Gladys—. ¡Por conducir mi coche! —luego añadió con más prudencia—: Lo lamento, agente. Por favor, no me arreste —y en un murmullo, como para que Norma Jeane no escuchara—: Ojalá me disparara.
El agente perdió la paciencia y dijo:
—Vuelva a casa, señora. Está bebida o drogada y esta noche no podemos perder el tiempo. Dice cosas que podrían perjudicarla.
Gladys asió el brazo del policía, que no era más que un hombre uniformado, un hombre de mediana edad con bolsas bajo los ojos, cara de agotamiento, placa brillante, un grueso cinturón de cuero alrededor del vientre y una pistola oculta en la funda; sentía compasión por la niña y por aquella mujer con la sucia cara untada de crema, ojos dilatados y aliento a alcohol —un aliento rancio, nada saludable—, pero quería que se marcharan de una vez: los demás agentes lo esperaban y tenía una larga noche en vela por delante. Se desasió con suavidad de los dedos de Gladys, que añadió con actitud jovial:
—Aunque me disparara, agente, por ejemplo si intentara cruzar esa barricada, no dispararía a mi hija. Se convertiría en una huérfana. Es una huérfana. Pero no desearía que lo supiera aunque la quisiera. Quiero decir, aunque no la quisiera. Todos sabemos que nadie tiene la culpa de haber nacido.