Madre e hija contemplaron la fotografía durante largo rato. En un silencio reverencial, miraron al hombre del retrato enmarcado, al hombre de la foto, al hombre que era el padre de Norma Jeane, el hombre que era misteriosamente guapo, el hombre con brillantes y aceitosos mechones de cabello grueso y lacio, el hombre con un bigote fino como un lápiz sobre el labio superior, el hombre de pálidos y taimados párpados ligeramente caídos. El hombre con un esbozo de sonrisa en los carnosos labios, el hombre con un puño por barbilla, una prominente nariz aguileña y una hendidura en la mejilla que podía ser un hoyuelo, como los de Norma Jeane. O acaso una cicatriz.
Era mayor que Gladys, pero no demasiado. Aparentaba unos treinta y cinco años. Tenía cara de actor y una expresión de fingido aplomo. Llevaba un sombrero de fieltro elegantemente inclinado sobre su altiva cabeza, una camisa blanca con el cuello más ancho de lo normal, como si luciera un disfraz de época. El hombre que a Norma Jeane le pareció que estaba a punto de hablar, aunque no lo hizo.
Agucé el oído, pero era como si me hubiera quedado sorda
.
El corazón de Norma Jeane palpitaba con rapidez, como las alas de un colibrí. Y ruidosamente, llenando la habitación. Pero Gladys no se dio cuenta y no la riñó. Exaltada, contemplaba con añoranza al hombre de la fotografía, diciendo con voz cargada de emoción y fervor, como la de una cantante:
—Tu padre. Su nombre es precioso e importante, pero no puedo pronunciarlo. Ni siquiera Della lo conoce. Cree que sí, pero se equivoca. Y no debe enterarse. Ni siquiera debe saber que has visto esta foto. Verás, mi vida y la de él están llenas de complicaciones. Cuando tú naciste, tu padre estaba lejos; ahora también está muy lejos y temo por su seguridad. Es un hombre ávido de conocer mundo que en otros tiempos habría podido ser un guerrero. De hecho, ha arriesgado su vida por la causa de la democracia. En nuestros corazones, él y yo estamos casados, somos marido y mujer. Pero despreciamos las convenciones y no estamos dispuestos a someternos a ellas. «Os quiero a ti y a nuestra hija, y algún día regresaré a Los Ángeles a buscaros», prometió tu padre, Norma Jeane. Nos lo prometió a las dos.
Gladys hizo una pausa y se humedeció los labios.
Aunque le hablaba a Norma Jeane, parecía ajena a su presencia y mantenía la vista fija en la fotografía, que, según pensaba ella, reflejaba una luz quebradiza. Su piel estaba pegajosa y caliente y sus labios se veían hinchados, magullados incluso, bajo el intenso carmín rojo; sus manos enguantadas temblaban un poco. Más tarde, Norma Jeane recordaría que había intentado concentrarse en las palabras de su madre a pesar del rugido en sus oídos y de una profunda sensación de ansiedad en el vientre, como si necesitara ir urgentemente al lavabo, aunque no se había atrevido a hablar ni a moverse.
—Tu padre estaba contratado por La Productora cuando nos conocimos, hace ocho años, al día siguiente del Domingo de Ramos. ¡Siempre lo recordaré! Era uno de los actores jóvenes más prometedores, pero a pesar de su talento natural y de su presencia escénica…, el propio señor Thalberg decía que era un segundo Valentino…, era demasiado indisciplinado, impaciente y cabeza loca para ser actor de cine. La belleza, el estilo y la personalidad no lo son todo, Norma Jeane, también hay que ser obediente. Hay que ser humilde. Hay que tragarse el orgullo y trabajar como un negro. A las mujeres nos resulta más fácil.
Yo
también estuve contratada como actriz durante un tiempo. Cuando era joven. Me trasladé a otro departamento por voluntad propia, porque comprendí que era imposible seguir.
Él
era un rebelde, naturalmente. Durante un tiempo hizo de doble de Chester Morris y Donald Reed, pero finalmente se despidió. «Entre mi alma y mi carrera, elijo mi alma», dijo.
En su excitación, Gladys empezó a toser. Al toser parecía despedir un aroma más penetrante, mezclado con aquel ligero olor acre a limón que parecía impregnar su piel.
Norma Jeane preguntó dónde estaba su padre.
—Lejos, tonta —respondió Gladys con brusquedad—. Ya te lo he dicho.
Su humor había cambiado, cosa que ocurría a menudo. La música de la película también cambió de súbito. Ahora era brusca y entrecortada, como las tempestuosas y crueles olas que rompían en la playa donde Della, agitada a causa de la «presión arterial», caminaba sobre la compacta arena junto a Norma Jeane con el único fin de hacer «ejercicio».
Jamás habría preguntado por qué. Por qué no me habían dicho nada hasta entonces
.
Por qué me lo decían ahora
.
Gladys volvió a colgar el retrato en la pared, pero ahora el clavo hundido en el yeso no era tan seguro como antes. La mosca solitaria continuó zumbando, chocando con obstinación y esperanza contra el cristal de la ventana.
—Ahí está la maldita mosca, «zumbando a la hora de mi muerte» —dijo misteriosamente Gladys.
A menudo decía cosas extrañas delante de Norma Jeane, aunque no necesariamente dirigidas a ella. Norma Jeane era más bien un testigo, una observadora privilegiada, como el espectador de cine, de cuya presencia los protagonistas de la película fingen no tener conocimiento o, de hecho, no lo tienen. Una vez que el clavo quedó fijo y pareció que ya no iba a caerse, hubo que cerciorarse de que el marco estuviera derecho. En estos menesteres domésticos Gladys era una perfeccionista y reñía a Norma Jeane si colgaba las toallas torcidas o dejaba los libros mal alineados en las estanterías. Cuando el hombre de la fotografía hubo recuperado su sitio junto al espejo del tocador, Gladys retrocedió unos pasos y se tranquilizó un poco. Norma Jeane siguió mirando la foto, abstraída.
—Ése es tu padre. Pero es un secreto entre las dos, Norma Jeane. De momento, lo único que necesitas saber es que está fuera. Pero algún día, pronto, regresará a Los Ángeles. Lo ha prometido.
4
Se dirá que mi infancia fue desdichada, desesperada, pero permitid que os diga que nunca fui infeliz. Siempre que tuviera a mi madre no sería desdichada; y un día también tuve a un padre a quien amar
.
¡Y también estaba la abuela Della! La madre de la madre de Norma Jeane.
Una corpulenta mujer de tez aceitunada, con cejas gruesas como cepillos y la sombra de un bigote en el labio superior. Della tenía una manera especial de aguardar en la puerta del apartamento o en el umbral del edificio: con las manos en las caderas como una jarra con dos asas. Los tenderos del barrio temían su ojo agudo y su lengua viperina. Era una gran admiradora de William S. Hart, el fabuloso tirador, y de Charlie Chaplin, el genio de la mímica, y se jactaba de pertenecer a una «raza de pioneros». Nacida en Kansas, con el tiempo se trasladó a Nevada y por fin al sur de California, donde conoció al hombre con el cual se casó, el padre de Gladys, que, según decía ella con tono de reproche, había sido gaseado en la batalla de Argonne en 1918.
—Por lo menos está vivo. Una cosa que tenemos que agradecer al gobierno de Estados Unidos, ¿no?
Sí; había un abuelo Monroe, el marido de Della. Vivía con ellas en el piso y Norma Jeane sabía que no la quería, pero en cierto modo el abuelo «no regía muy bien». Cuando le preguntaban por él, Della se encogía de hombros y decía:
—Por lo menos está vivo.
¡La abuela Della! Un auténtico «personaje» en el barrio.
Ella era la fuente de todo lo que Norma Jeane sabía, o creía saber, acerca de Gladys.
Y el principal dato sobre Gladys era el principal misterio sobre Gladys: no podía ser una
verdadera madre
para Norma Jeane. Al menos
por el momento
.
¿Por qué no?
—Que nadie me culpe —decía Gladys encendiendo con nerviosismo un cigarrillo—. Bastante me ha castigado ya Dios.
¿Castigado? ¿Cómo?
Cuando Norma Jeane se atrevía a formular esa pregunta, Gladys parpadeaba con sus preciosos ojos azul pizarra inyectados en sangre, en los que siempre brillaba un velo húmedo.
—Lo único que pido es que no me culpen, ¿vale? Después de lo que ha hecho Dios… ¿Entendido?
Norma Jeane sonreía. Una sonrisa que indicaba que no entendía pero se contentaba con la respuesta.
Sin embargo, todos parecían estar al tanto de que Gladys había tenido «otras niñas» —«dos niñas»— antes de dar a luz a Norma Jeane. Pero ¿dónde estaban?
—Que nadie se atreva a culparme.
Malditos seáis
.
Parecía un hecho que Gladys, pese a su aspecto juvenil a los treinta y un años, había tenido ya dos maridos.
Era un hecho que ella misma reconocía con jovialidad, como un personaje de película que repite una frase cómica, que cambiaba de apellido con frecuencia.
En una de sus numerosas anécdotas de madre agraviada, Della contaba que Gladys había nacido en 1902 en Hawthorne, Los Ángeles, y había sido bautizada con el nombre de Gladys Pearl Monroe. A los diecisiete años se había casado (en contra de los deseos de su madre) con un hombre llamado Baker, convirtiéndose así en la señora Gladys Baker, pero el matrimonio no había durado ni siquiera un año (¡desde luego!); se habían divorciado y Gladys se había casado con «Mortensen, el de los contadores» (¿el padre de las dos niñas desaparecidas?), pero el segundo matrimonio tampoco había funcionado (¡desde luego!). Y Mortensen, a Dios gracias, había desaparecido de la vida de Gladys. El problema era que Gladys todavía figuraba como la señora Mortensen en algunos documentos que no había modificado ni modificaría, ya que todo lo que tuviera que ver con trámites y asuntos legales la aterrorizaba. Mortensen no era el padre de Norma Jeane, por supuesto, pero Gladys aún llevaba su apellido en el momento del nacimiento de la niña. Sin embargo —y éste era un detalle tan retorcido que enfurecía a Della—, el apellido de Norma Jeane era oficialmente Baker, en lugar de Mortensen.
—¿Sabe por qué? —preguntaba Della a los vecinos o a cualquiera que estuviera escuchando tamaño disparate—. Porque Baker era el hombre a quien la loca de mi hija «odiaba menos» —proseguía poniéndose cada vez más furiosa—. Paso noches enteras en vela rezando por esta pobre niña, que tiene que estar totalmente confundida sobre quién es en realidad. Debería adoptarla yo y darle mi apellido, que es bueno, decente e intachable: Monroe.
—Nadie va a adoptar a mi hijita —decía Gladys con vehemencia— mientras yo esté viva para impedirlo.
Viva
. Norma Jeane sabía lo importante que era permanecer
viva
.
De modo que Norma Jeane Baker era el nombre oficial de Norma Jeane. Cuando tenía siete meses, la bautizó la célebre pastora evangelista Aimee Semple McPherson en su templo del Ángelus de la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrangular (a la que entonces pertenecía Della), y conservaría ese apellido hasta que se lo cambiara un hombre, un hombre que la convertiría en «su» esposa. Con el tiempo, volvería a cambiar de nombre por decisión de otros hombres.
Hice lo que me exigían. Lo que me exigían era que permaneciera viva
.
En un insólito momento de intimidad maternal, Gladys comunicó a Norma Jeane que su nombre era especial:
—Te puse «Norma» en honor a la gran Norma Talmadge y «Jeane» en honor a…, ¿a quién iba a ser?…, a la Harlow.
Esos nombres no significaban nada para la niña, que sin embargo vio cómo Gladys temblaba al pronunciar cada sílaba.
—Tú, Norma Jeane, serás una combinación de las dos. ¿Entiendes? Es tu destino.
5
—De modo que ya lo sabes, Norma Jeane.
Era una revelación tan deslumbrante como el sol. Imponente como el dorso de una mano que empuña un látigo. La boca pintada de rojo de Gladys, tan parca en sonrisas, ahora sonreía. Su respiración era entrecortada, como si hubiera estado corriendo.
—Has visto su cara. Has visto a tu verdadero padre, que no se llama Baker. Pero no debes decírselo a nadie. Ni siquiera a Della.
—S-sí, ma-madre.
Entre las finas cejas depiladas de Gladys apareció una prominente arruga.
—¿Cómo has dicho, Norma Jeane?
—Sí, madre.
—Eso está mejor.
El tartamudeo continuaba en el interior de Norma Jeane, pero había pasado de su lengua al colibrí que era su corazón, donde pasaría inadvertido.
En la cocina, Gladys se quitó uno de los elegantes guantes negros de malla y rozó con él el cuello de Norma Jeane, haciéndole cosquillas.
¡Qué día! Una bruma de felicidad como una cálida y húmeda neblina elevándose sobre la ciudad. Felicidad con cada inspiración. Gladys murmuró:
—¡Feliz cumpleaños, Norma Jeane! —y luego—: ¿No te he dicho que éste sería un
día especial
para ti?
Sonó el teléfono, pero Gladys sonrió para sí y no atendió.
Las persianas de las ventanas estaban escrupulosamente bajadas hasta el alféizar. Gladys comentó que tenía vecinos «fisgones».
Se había quitado el guante de la mano izquierda, pero no el de la derecha. Parecía haberlo olvidado. Norma Jeane notó que la ceñida malla del guante había dibujado pequeños diamantes en la piel ligeramente enrojecida de la mano izquierda. Gladys llevaba un vestido de crepé granate entallado, cuello alto y una falda acampanada que producía un susurrante frufrú cuando ella se movía. Era la primera vez que Norma Jeane veía ese vestido.
Cada instante estaba cargado de significado. Cada instante, igual que cada latido del corazón, era una señal de advertencia.
En la mesa situada bajo la arcada de la cocina, Gladys sirvió, en desportilladas tazas de café, zumo de uva para Norma Jeane y un «agua medicinal» de olor penetrante para ella. ¡La sorpresa era un pastel de cumpleaños para Norma Jeane! Cubierto de un glaseado de vainilla, con seis velitas rosadas y unas letras escritas con azúcar rosa que rezaban:
F
ELIS CUMPLEAÑOSNORMAJEAN
La visión del pastel y su delicioso aroma hicieron la boca agua a Norma Jeane. Pero Gladys estaba furiosa:
—El muy imbécil del pastelero. Mira que escribir «feliz» y tu nombre con faltas de ortografía.
Se lo dije
.
Con cierta dificultad y las manos temblorosas, aunque quizá temblara la estancia, o un profundo estrato de la tierra —en California nunca se sabe si un temblor es «real» o la culpa la tiene «una misma»—, Gladys consiguió encender las seis velitas. La tarea de Norma Jeane consistía en soplar las pálidas y parpadeantes llamas.
—Ahora debes pedir un deseo, Norma Jeane —dijo Gladys con solemnidad, y se inclinó de tal manera que prácticamente rozó la caliente cara de la niña—. Debes desear que ya sabes quién vuelva pronto con nosotras. ¡Adelante!