Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (5 page)

Así que Norma Jeane cerró los ojos con fuerza, pidió ese deseo y apagó todas las velas menos una con un solo soplido. Gladys extinguió la que quedaba.

—Eso es. Tan eficaz como una oración.

Gladys rebuscó en el cajón y tardó un buen rato en encontrar un cuchillo adecuado para cortar el pastel. Finalmente sacó un «cuchillo de carnicero…, ¡no te asustes!», cuya larga hoja de metal brillaba con tanta intensidad como el sol sobre las olas de Venice Beach, lastimando la vista, aunque era imposible no mirarlo. Pero lo único que hizo Gladys con el cuchillo fue hundirlo en el pastel, con el entrecejo fruncido en un gesto de concentración, sujetando su enguantada mano derecha con la desnuda mano izquierda mientras cortaba grandes trozos para ambas. La tarta estaba ligeramente húmeda y pegajosa en el centro y las porciones rebasaban los bordes de los platillos de café que Gladys estaba usando como platos de postre.
¡Qué bueno! Aquel pastel sabía tan bien. Debo decir que nunca en mi vida he probado un pastel tan exquisito
. Madre e hija comieron con avidez; era más de mediodía, y ninguna de las dos había desayunado.

—Y ahora, Norma Jeane, tus regalos.

El teléfono empezó a sonar otra vez, pero Gladys continuó sonriendo como si no lo oyera. Estaba explicando que no había tenido tiempo de envolver los regalos. El primero era una bonita rebeca rosa de hilo, tejida con ganchillo, con pequeñas rosas bordadas a modo de botones; una rebeca que debía de ser para una niña más pequeña, porque a Norma Jeane, que era menuda para su edad, le quedaba estrecha. Pero Gladys no pareció reparar en este detalle y alabó repetidamente la rebeca.

—¿No es preciosa? ¡Pareces una princesita!

Los demás regalos eran prendas menos llamativas: calcetines de algodón blancos y ropa interior (con la etiqueta del precio de un baratillo todavía pegada). Hacía muchos meses que Gladys no la proveía de estos artículos de primera necesidad; además, llevaba varias semanas de retraso en los pagos a Della, así que Norma Jeane pensó con entusiasmo que los regalos complacerían a su abuela. Dio las gracias a su madre, que chasqueó los dedos y respondió:

—Esto es sólo el principio. Ven.

Con un ademán teatral, Gladys condujo otra vez a Norma Jeane al dormitorio, donde el hombre de la fotografía ocupaba un lugar prominente en la pared, y abrió el cajón superior del tocador con aire provocativo.

—Presto
, Norma Jeane! Aquí hay algo para ti.

¿Una muñeca?

Norma Jeane se puso de puntillas y cogió con nerviosismo y torpeza una muñeca de pelo dorado, redondos y azules ojos de cristal y una boca como un pimpollo de rosa, mientras Gladys decía:

—¿Recuerdas quién solía dormir aquí, en este cajón, Norma Jeane? —la niña negó con la cabeza—. No en este apartamento, sino en este cajón. En este mismo cajón. ¿No recuerdas quién dormía aquí? —Norma Jeane volvió a negar con la cabeza. Empezaba a inquietarse. Gladys la miraba con los ojos muy abiertos, como si imitara a la muñeca, aunque los ojos de la mujer eran de un azul desvaído y sus labios, de color rojo vivo. Rió y dijo—:
Tú. Tú
, Norma Jeane. ¡

dormías en este cajón! En aquellos tiempos era tan pobre que no podía permitirme comprar una cuna. Pero este cajón fue tu cuna cuando eras muy, muy pequeña; a nosotras nos bastaba, ¿verdad?

La voz de Gladys sonaba estridente. Si la escena hubiera tenido un fondo musical, habría sido un rápido
staccato
. No, cabeceó Norma Jeane, y su cara se ensombreció, sus ojos se nublaron con un no-recuerdo, un no-recordaré, igual que no recordaba haber usado pañales ni lo mucho que les había costado a Gladys y a Della enseñarle a usar el orinal. Si hubiera tenido tiempo para examinar el primer cajón del tocador de pino y descubrir que
podía cerrarse con un simple empujón
, habría sentido náuseas, habría vuelto a experimentar la misma y angustiosa sensación de miedo en el vientre que la asaltaba cuando estaba en lo alto de una escalera, o al asomarse por una ventana situada a gran altura, o al correr demasiado cerca del agua cuando rompía una ola particularmente grande, porque ¿cómo era posible que ella, una niña de seis años, hubiera cabido alguna vez en un sitio tan pequeño? —y
¿acaso alguien habría cerrado el cajón para no oír su llanto?
—, pero Norma Jeane no tuvo tiempo de pensar en eso porque ya estrechaba entre sus brazos a la muñeca de cumpleaños, la muñeca más bonita que había visto de cerca, tan hermosa como la Bella Durmiente de un libro ilustrado, con una rizada melena rubia que le llegaba a los hombros, sedosa como el cabello de verdad, más bonita que el pelo castaño claro de Norma Jeane y que la cabellera sintética de la mayoría de las muñecas. La muñeca llevaba un pequeño gorro de dormir de encaje y un camisón de franela con estampado de flores; su piel era lisa como la goma, suave, perfecta, y sus deditos estaban exquisitamente formados. ¡Y los piececillos calzados con escarpines de algodón blancos, atados con lazos rosas! Norma Jeane soltaba grititos de alegría y habría querido abrazar a su madre en señal de gratitud, pero la ostensible rigidez de Gladys le indicó que no debía tocarla. Gladys encendió un cigarrillo, exhaló el humo con deleite —fumaba Chesterfield, igual que Della (aunque la segunda opinaba que fumar era un vicio deplorable que demostraba una voluntad débil y estaba decidida a abandonarlo)— y dijo con voz provocativa:

—Me he tomado muchas molestias para conseguir este regalo, Norma Jeane. Espero que asumas la responsabilidad de tener una muñeca.

Las palabras «la responsabilidad de tener una muñeca» quedaron misteriosamente suspendidas en el aire.

¡Cuánto amaría Norma Jeane a su muñeca rubia! Sería uno de los grandes amores de su infancia.

Sin embargo, la inquietaba la evidente ausencia de huesos en los brazos y las piernas de la muñeca, la laxitud de las extremidades, que se sacudían de manera macabra. Si la tendía de espaldas, se despatarraba.

—¿Có-cómo se llama, madre? —tartamudeó Norma Jeane.

Gladys cogió un frasco de aspirinas, se puso unas cuantas en la palma de la mano y se las tragó a palo seco. Luego respondió con la altiva voz de la Harlow, arqueando sus depiladas cejas:

—Eso depende de ti, pequeña. Es
tuya
.

Cuánto se esforzó Norma Jeane por encontrar un nombre para la muñeca. Lo intentó, pero era como tartamudear con el pensamiento; no se le ocurría ninguno. Empezó a preocuparse y se llevó el pulgar a la boca. ¡Los nombres son tan importantes! Si no conoces el nombre de una persona, no puedes pensar en ella, y los demás también deben saber tu nombre; de lo contrario, ¿qué sería de ti?

—¿Cómo se llama la mu-muñeca, madre? —gimoteó Norma Jeane—.
Por favor
.

Más divertida que enfadada, o al menos eso parecía, Gladys gritó desde la otra habitación:

—Diablos, llámala Norma Jeane. A veces es casi tan lista como tú. Te lo juro.

Con tantas emociones, la niña estaba agotada.

Era la hora de su siesta.

Sin embargo, cuando la tarde declinaba hacia el ocaso, sonó el teléfono y Norma Jeane pensó con nerviosismo:
¿Por qué madre no lo coge? ¿Y si fuera padre? ¿O sabe que no es padre? Pero ¿cómo lo sabe, si es que lo sabe?

En los cuentos de los hermanos Grimm que le leía Della ocurrían cosas que habrían podido ser sueños —cosas extrañas y aterradoras como sueños—, pero no lo eran. Deseabas despertar para escapar de ellas, pero
no podías
.

¡Qué sueño tenía! Estaba tan hambrienta que había comido demasiado pastel: era una cerdita que había comido tanto pastel de cumpleaños para desayunar que ahora sentía náuseas y le dolían los dientes. Tal vez Gladys hubiera puesto un poco de su extraña bebida incolora en el zumo de uva —«Sólo un dedo, para que te animes»—, por eso no conseguía mantener los ojos abiertos y su cabeza se bamboleaba sobre los hombros como si fuera de madera. En consecuencia, Gladys no tuvo más remedio que llevarla al caluroso, sofocante dormitorio; tenderla sobre la colcha de felpa de la desvencijada cama, donde no le gustaba mucho que durmiera; quitarle los zapatos y, escrupulosa como siempre en estas cuestiones, poner una toalla bajo la cabeza de Norma Jeane:

—Para que no babees en mi almohada.

Norma Jeane reconoció la colcha de felpa anaranjada de sus visitas previas a otras residencias de su madre, aunque estaba descolorida, salpicada de quemaduras de cigarrillos y de misteriosos lamparones de óxido, o antiguas manchas de sangre.

En la pared, junto al tocador, su padre la miraba desde arriba. Lo observó con los ojos entornados y murmuró:

—Pa-papá.

¡Por primera vez! En su sexto cumpleaños.

La primera vez que pronunciaba la palabra «pa-papá».

Gladys había bajado la persiana hasta el alféizar, pero era una persiana vieja y agrietada que no podía impedir que se colara el feroz sol de la tarde. El cegador ojo de Dios. La ira de Dios. Aunque la abuela Della se había llevado una profunda decepción con Aimee Semple McPherson y la Iglesia del Evangelio Cuadrangular, todavía creía en lo que llamaba la Palabra de Dios, la Santa Biblia. «Es difícil de transmitir y somos prácticamente sordos ante su sabiduría, pero es
lo único que tenemos
.» (¿Era cierto? Gladys tenía sus propios libros y nunca mencionaba la Biblia. Ella sólo demostraba pasión y reverencia cuando hablaba de las Películas.)

El sol había descendido en el cielo cuando a Norma Jeane la despertó el teléfono que sonaba en la habitación contigua. Era un sonido discordante, burlón, un sonido de furia adulta, de reproche masculino.
Sé que estás ahí, Gladys, sé que oyes el teléfono; no puedes ocultarte
. Hasta que por fin Gladys levantó el auricular y habló con voz aflautada y confusa, casi plañidera:

—¡No, no puedo! Ya te he dicho que es el cumpleaños de mi hija y que quiero pasarlo a solas con ella —una pausa y luego, con tono más apremiante, entre sollozos y chillidos como los de un animal herido—: Sí que lo hice; te lo dije, tengo una niña, me da igual lo que pienses, soy una persona normal, una verdadera madre, te dije que había tenido hijos, soy una mujer normal y no quiero tu asqueroso dinero; no, te he dicho que no puedo verte esta noche, no te veré ni esta noche ni mañana por la noche, déjame en paz o te arrepentirás, si entras aquí con esa llave, llamaré a la policía, ¡cabrón!

6

El 1 de junio de 1926, cuando nací en el pabellón de beneficencia del Hospital General del Condado de Los Ángeles, mi madre no estaba allí.

¡Nadie sabía dónde estaba mi madre!

Más tarde la encontraron escondida; se escandalizaron y la riñeron diciendo:

—Ha tenido un bebé precioso, señora Mortensen, ¿no quiere cogerlo en brazos? Es una niña y es la hora de amamantarla.

Pero mi madre giró la cabeza y miró a la pared. Sus pechos secretaban una leche semejante a pus, pero no era para mí.

Fue una desconocida, una enfermera, quien explicó a mi madre cómo cogerme en brazos y sujetarme. Cómo sostener la tierna cabecita de bebé con una mano y la espalda con la otra.

¿Y si se me cae?

¡No se le caerá!

Es tan pesada y está tan caliente… Patalea
.

Es una niña normal y sana. Una belleza. ¡Mire qué ojos!

En La Productora, donde Gladys Mortensen había estado empleada desde los diecinueve años, existían dos mundos: el que se ve con los ojos y el que se ve a través de la cámara. El primero no era nada; el segundo lo era todo. De modo que con el tiempo mi madre aprendió a mirarme a través del espejo. Aprendió incluso a sonreírme. (¡Aunque sin mirarme a los ojos! Eso nunca.) El espejo es como el objetivo de una cámara, algo a lo que casi puedes amar.

Yo adoraba al padre de la niña. El nombre que me dio no existe. Me entregó doscientos veinticinco dólares y un número de teléfono
PARA QUE ME DESHICIERA DE ELLA
. ¿De verdad soy yo su madre? A veces lo dudo
.

Aprendimos a mirarnos a través del espejo.

Yo tuve a la Amiga del Espejo en cuanto fui lo bastante mayor para mirar.

Mi Amiga Mágica.

Había pureza en esa experiencia. Nunca percibí mi cara ni mi cuerpo desde el interior (donde reinaba el aturdimiento, algo semejante al sueño), sino a través del espejo, donde todo era claro y preciso. De esa manera podía verme a mí misma.

Gladys rió.
Vaya, esta niña no es fea, ¿no? Supongo que me la quedaré
.

Era una decisión tomada de día en día. Nunca permanente.

En la neblina de humo azul, me pasaban de una persona a otra. Tenía tres semanas de vida y estaba envuelta en una manta.
¡Ay, la cabeza! Ten cuidado, sujétale la cabeza con la mano
, gritó una mujer con voz ebria. Otra mujer dijo:
¡Dios, cuánto humo hay aquí! ¿Dónde está Gladys?
Los hombres miraban y sonreían.
Es una niña, ¿eh? Ahí abajo es como un bolso de seda. Suaaave
.

Más adelante, en otra ocasión, uno de ellos ayudó a madre a bañarme. ¡Y después se bañaron ellos dos! Chillidos, risas, azulejos blancos. Charcos de agua en el suelo. Sales perfumadas. ¡El señor Eddy era rico! Tenía tres clubes nocturnos en Los Ángeles, donde las estrellas cenaban y bailaban. El señor Eddy estaba en la radio. El señor Eddy era un bromista que dejaba billetes de veinte dólares en sitios insólitos: en un cubo de hielo en la nevera, enrollado en el extremo de un estor, en una página mutilada de la
Pequeña antología de poesía estadounidense
, pegado con celo bajo la mugrienta tapa del inodoro.

La risa de madre era estridente y penetrante como un estallido de cristales.

7

—Pero primero tenemos que
bañarte
.

La palabra «bañarte» emergió con lentitud y sensualidad.

Gladys bebía el agua medicinal y estaba en condiciones de sentarse erguida. En el tocadiscos sonaba
Mood Indigo
. El pastel de cumpleaños había dejado pringosas las manos y la cara de Norma Jeane. Era ya casi la noche del sexto cumpleaños de Norma Jeane. Poco después oscurecería. En el diminuto cuarto de baño, el agua de los dos grifos se precipitaba ruidosamente en la vieja bañera con patas.

La preciosa muñeca rubia observaba la escena desde lo alto del frigorífico. Con los cristalinos ojos muy abiertos y la boca de rosa siempre amagando una sonrisa. Si la sacudías, los ojos se abrían aún más. La boca de rosa no cambiaba nunca. ¡Los pequeños pies con los manchados escarpines blancos se abrían en un ángulo tan extraño!

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