Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (13 page)

Es importante llevar siempre el vestuario apropiado, independientemente de la escena. Norma Jeane lucía su único atuendo decente, el mismo que usaba para ir a la escuela: falda plisada, camisa de algodón blanca (que Jess Flynn había planchado esa misma mañana), calcetines blancos remendados y razonablemente limpios y su ropa interior más nueva. Jess le había pasado el cepillo, pero no el peine, por la melena de abigarrados rizos. («¡Es imposible! —había suspirado dejando caer el cepillo sobre la cama—. Si continúo, te arrancaré la mitad de la cabellera, Norma Jeane».)

La desesperación con que la niña abrazaba a su muñeca debía de resultar bochornosa para la señorita Flynn y el señor Pearce. Una muñeca tan sobada, llena de quemaduras, con la mayor parte del pelo chamuscado y los ojos fijos en una expresión de atontada perplejidad. La señorita Flynn había prometido comprarle una nueva, pero o bien no había tenido tiempo o lo había olvidado. Norma Jeane la estrechaba con fuerza y no estaba dispuesta a permitir que se la quitaran.

—Es
mi muñeca
. Me la regaló mi madre.

La muñeca se había salvado del incendio en la habitación de Gladys. Presa de un arrebato de cólera, Gladys había prendido fuego a la cama y las sábanas después de que Norma Jeane escapara del baño hirviendo y corriera a pedir ayuda a los vecinos; había hecho mal, la niña lo sabía; no estaba bien «actuar a espaldas de tu madre», como decía Gladys, pero no había tenido más remedio. Entretanto, Gladys había echado el cerrojo y quemado casi por completo el vestido de crepé negro, el de terciopelo azul que Norma Jeane había usado el día del funeral en Wilshire Boulevard, varias fotografías rasgadas (¿una de ellas la del padre de la niña? Norma Jeane nunca volvería a ver el retrato de aquel apuesto hombre), zapatos y cosméticos; tal era su furia, que habría deseado quemar todas sus posesiones, incluido el piano que había pertenecido a Fredric March y del que tan orgullosa estaba, habría deseado quemarse a sí misma, pero los médicos del servicio de urgencias habían derribado la puerta para evitarlo y allí, en medio de las nubes de humo que llenaban el apartamento, habían encontrado a Gladys Mortensen, una mujer de tez cetrina, desnuda, tan delgada que los huesos prácticamente le atravesaban la piel, con la ajada y crispada cara de una bruja, una mujer que recibió a sus salvadores gritando obscenidades, rasguñándolos y dándoles puntapiés, que debió ser derribada y «encerrada por su propio bien» —como oiría describir repetidas veces la escena Norma Jeane de boca de la señorita Flynn y otros vecinos—, una mujer a la que la niña no había visto porque no estaba allí, o porque alguien le había tapado los ojos.

—Vamos, sabes que no estabas allí, Norma Jeane. Estabas
conmigo
, a salvo.

Tu castigo si eres mujer. Que no te amen lo suficiente
.

Ese día llevarían a Norma Jeane al hospital «a visitar a mamaíta». Pero ¿dónde estaba Norwalk? Al sur de Los Ángeles, según le habían dicho. La señorita Flynn se aclaró la garganta y leyó las indicaciones al señor Pearce, que parecía nervioso y enfadado. Ya no era el tío Clive. Durante las clases de piano, Clive Pearce a veces estaba callado y suspiraba con tristeza y otras veces era gracioso y vivaz; todo dependía de su aliento: si su aliento olía
de aquella manera
, Norma Jeane sabía que, por muy mal que tocara ella, se divertirían. Pearce marcaba el ritmo golpeteando con un lápiz
—un-dos, un-dos—
sobre el piano y a veces sobre la cabeza de su pequeña alumna, haciéndola reír. O se inclinaba y echaba el cálido aliento a whisky en el oído de Norma Jeane, tarareando como un abejorro, tamborileando más fuerte con el lápiz
—un-dos, un-dos, un-dos—
, y de súbito su lengua penetraba como una serpiente en la oreja de la niña, que se encogía, reía y corría a esconderse. Pero Pearce la reñía, no seas tonta, y entonces ella volvía al banco del piano, temblando, desternillándose, y la clase continuaba.
¡Me encantaban las cosquillas! Aunque me hicieran daño. Me gustaba que me besuquearan como solía hacer la abuela Della, a quien tanto echaba de menos. No me importaba que me rasparan la cara
. Pero en otras ocasiones el señor Pearce respiraba con rapidez y nerviosismo e inesperadamente tapaba el teclado del piano (que entonces tenía un aspecto extraño, pues Gladys nunca lo cerraba) declarando:

—¡La clase ha terminado! —y salía del apartamento sin mirar atrás.

Qué extraña, también, aquella noche de verano en la que Norma Jeane, todavía levantada a pesar de que hacía rato que había pasado su hora de acostarse, se apretujaba con insistencia contra el señor Pearce, que había ido a tomar un trago con Gladys, colándose entre su madre y la visita en el sofá, empeñada en trepar como un cachorrillo al regazo de él, hasta que Gladys la atravesó con la mirada y dijo con brusquedad:

—Compórtate, Norma Jeane. Tu conducta es vergonzosa —luego se dirigió al señor Pearce en voz más baja—: ¿A qué viene esto, Clive?

Y la traviesa y risueña niña fue enviada al dormitorio para que no escuchara la conversación de los adultos, aunque tras unos pocos minutos de expectación volvió a oír risas afables y el reconfortante
clic
de una botella al chocar con un vaso. Fue entonces cuando Norma Jeane comprendió que el señor Pearce no era siempre la misma persona, como tampoco lo era Gladys, y que sería absurdo esperar otra cosa. De hecho, la niña también empezaba a sorprenderse a sí misma: a veces reía tontamente, otras veces lloraba por cualquier cosa, de vez en cuando adoptaba una actitud distante e interpretaba un papel y en ocasiones estaba «con los nervios de punta», que así era como Gladys definía su estado, y «se asustaba de su propia sombra como de una serpiente».

Pero en el espejo siempre estaba la Amiga Mágica de Norma Jeane. Espiándola desde una esquina de la luna de cristal, o mirándola con desfachatez a los ojos. El espejo podía ser una película; quizá
fuera
una película. Y aquella bonita niña de melena rizada era
ella
.

Abrazada a su muñeca, Norma Jeane estudió la nuca de los adultos sentados en el asiento delantero del coche de Pearce. El «caballero británico» vestido con un elegante traje oscuro y una chalina no era el mismo señor Pearce que se sentaba al piano y con embelesada concentración tocaba la desgarradora sonata de Beethoven
Para Elisa
—«la melodía más hermosa jamás compuesta», según declaraba Gladys con afectación—, ni el señor Pearce que tarareaba como un abejorro y hacía cosquillas a Norma Jeane, sentada a su lado en el banco, «tocando el piano» con sus delgados dedos sobre el cuerpo tembloroso de la niña; tampoco la señorita Flynn, que ahora se cubría los ojos y se quejaba de una migraña, era la misma señorita Flynn que la había abrazado llorando y le había rogado que la llamara «tía Jess», «tita Jess». Sin embargo, Norma Jeane no creía que esos dos la hubieran engañado intencionadamente; al menos no más de lo que la había engañado Gladys. Eran momentos diferentes, escenas diferentes. En las películas no hay una secuencia inevitable, porque en ellas todo es presente. Una película puede adelantarse o rebobinarse. Puede cortarse radicalmente. Puede
borrarse entera
. Una película es el depósito de aquello que, aun cuando no consiga recordarse, es inmortal. Algún día, cuando Norma Jeane se convirtiera en habitante permanente del Reino de la Locura, comprendería la lógica absoluta, aunque dolorosa, de lo sucedido aquel día. Recordaría, equivocadamente, que Pearce había tocado
Para Elisa
antes de emprender el viaje.

—Por última vez, querida.

Pronto aprendería la doctrina de la Ciencia Cristiana y gran parte de su confusión sobre ese día se disiparía.
Todo está en la mente; la verdad nos hará libres; el engaño, las mentiras, el dolor y el mal no son sino ilusiones humanas que nosotros mismos creamos para castigarnos; sólo si somos débiles e ignorantes sucumbiremos a ellas
. Porque siempre es posible perdonar con la ayuda de Cristo.

Si comprendes la afrenta, debes perdonarla.

Aquel día llevaban a Norma Jeane a visitar a su «mamaíta» al hospital de Norwalk, pero de hecho la llevaron a un edificio de ladrillo situado en El Centro Avenue, un edificio en cuya fachada había un cartel que quedaría grabado para siempre en el alma de Norma Jeane, pese a que la primera vez que lo vio no lo vio en absoluto.

C
ASA
DE
E
XPÓSITOS
DE
L
OS
Á
NGELES

Fundada en 1921

¿No era un hospital? Pero ¿dónde estaba el hospital?
¿Dónde estaba madre?

La señorita Flynn, crispada como Norma Jeane no la había visto nunca, regañándola entre sollozos, tuvo que sacar a la aterrorizada niña a la fuerza del asiento trasero del coche de Clive Pearce.

—Por favor, Norma Jeane, sé buena.
¡No me des patadas, Norma Jeane!

Pearce les dio la espalda y se alejó rápidamente a fumarse un cigarrillo en el jardín. Había trabajado de extra durante tantos años —a menudo se le veía de perfil, con una enigmática sonrisa británica en los labios— que no sabía cómo interpretar una escena de verdad; su formación clásica en la Royal Academy no había incluido clases de improvisación.

—¡Maldito seas, Clive, por lo menos mete las maletas! —le gritó la señorita Flynn.

Según la descripción de Jess de aquella traumática mañana, ella llevó a la hija de Gladys Mortensen al orfanato medio a rastras, medio en volandas. Oscilando entre súplicas y reproches.

—Por favor, perdóname, Norma Jeane. No podemos dejarte en ningún otro sitio. Tu madre está
enferma, muy enferma
, según dicen los médicos. Intentó hacerte daño, ¿sabes? En estos momentos no es una buena madre para ti. Y
yo
tampoco puedo ser tu madre ahora mismo…, ¡ay, Norma Jeane! ¡Eres mala! ¡Me has hecho daño!

En el interior del húmedo y sofocante edificio, Norma Jeane comenzó a temblar de manera incontrolable, y en el despacho de la directora se echó a llorar, tartamudeando mientras explicaba a una corpulenta mujer con un rostro que parecía tallado en madera que ella no era huérfana, que tenía una madre.
No era huérfana. Tenía una madre
. La señorita Flynn se marchó apresuradamente, sonándose la nariz con un pañuelo. Clive Pearce también se había largado a toda prisa después de depositar las maletas en el vestíbulo. Con la cara bañada en lágrimas y la nariz moqueando, Norma Jeane Baker (pues así la identificaban sus documentos: nacida el 1 de junio de 1926 en el Hospital General del Condado de Los Ángeles) se quedó a solas con la doctora Mittelstadt, que llamó a su despacho a una celadora algo más joven, una mujer ceñuda con una bata manchada. La niña continuó protestando.
No era huérfana. Tenía madre. Y también un padre que vivía en una gran mansión en Beverly Hills
.

La doctora Mittelstadt observó a la niña de ocho años que estaba bajo la tutela de los Servicios Sociales del Condado de Los Ángeles a través de los cristales bifocales de sus gafas. Y dijo sin crueldad, más bien con cortesía y un suspiro que elevó por un instante su generoso busto:

—Guárdate las lágrimas, pequeña. Vas a necesitarlas.

Perdida

Si era suficientemente bonita, mi padre vendría a buscarme y me llevaría con él
.

Cuatro años, nueve meses y once días.

A lo largo y ancho del vasto continente de América del Norte era época de niños abandonados. Y en ningún lugar eran tantos como en el sur de California.

Tras numerosos días de cálidos, crueles e implacables vientos procedentes del desierto, comenzaron a descubrir a niños entre la arena y los desperdicios que llenaban las secas cunetas, las alcantarillas o las vías férreas; arrastrados por el vendaval hasta las escalinatas de granito de las iglesias, hospitales y edificios públicos. Niños recién nacidos, con el sanguinolento cordón umbilical todavía unido al vientre, aparecían en lavabos públicos, bancos de iglesia, cubos de basura y vertederos. Cómo aullaba el viento día tras día; aunque en cuanto empezó a amainar, se descubrió que los aullidos provenían de los bebés abandonados. Y de sus hermanas y hermanos mayores: niños de dos o tres años que deambulaban desorientados por las calles, algunos con las ropas y el pelo chamuscados. Eran seres sin nombre. Criaturas incapaces de hablar, de entender. Niños heridos, muchos con graves quemaduras. Otros, aún menos afortunados, habían muerto o los habían matado; el servicio sanitario retiraba con presteza de las calles de Los Ángeles sus pequeños cadáveres, a menudo calcinados e imposibles de identificar, y los cargaban en camiones para luego enterrarlos en fosas comunes en los cañones. ¡Ni una palabra a la prensa o la radio! Nadie debía enterarse.

Los llamaban «los perdidos», «los insalvables».

Abrasadores rayos cayeron sobre Hollywood Hills, una tormenta de fuego descendió cuesta abajo como la ira de Jehová, hubo una explosión ensordecedora alrededor de la cama que Norma Jeane compartía con su madre y de inmediato advirtió que tenía las pestañas y el pelo chamuscados, que los ojos le escocían como si la hubieran obligado a mirar una luz cegadora y que estaba sola con su madre en este lugar para el que ella no tenía otro nombre que «este lugar».

Si se subía a la cama que le habían asignado (descalza, en camisón, por la noche), a través de las angostas ventanas bajo los aleros, a una distancia que era incapaz de calcular, podía ver las parpadeantes luces de neón de la torre de RKO Motion Pictures, en Hollywood:

RKO / / / / RKO / / / / RKO

Algún día
.

La niña no recordaba quién la había llevado a «este lugar». En su memoria no había caras nítidas ni nombres. Durante días permaneció muda. Su garganta estaba irritada y seca, como si la hubieran obligado a inhalar fuego. Era incapaz de comer sin que le dieran arcadas y vomitaba a menudo. Tenía un aspecto enclenque, estaba enferma. Deseaba morir. Era lo bastante madura para expresar ese deseo:
Me siento avergonzada porque nadie me quiere. Ojalá me muriera
. Pero no era lo bastante madura para detectar la rabia oculta tras ese deseo. Ni el éxtasis de la locura que esa rabia alimentaría algún día, una locura caracterizada por la ambición de vengarse del mundo conquistándolo de alguna manera, de cualquier manera, en la medida en la que un «mundo» puede ser «conquistado» por un simple individuo, tanto más si ese individuo es mujer, huérfana, marginada y con un valor intrínseco en apariencia tan grande como el de un insecto en particular en un hervidero de insectos. Sin embargo,
conseguiré que todos me améis y me castigaré a mí misma para burlarme de vuestro amor
no era a la sazón la amenaza de Norma Jeane, porque ella sabía, a pesar de su alma herida, que había tenido suerte de que la llevaran a «este lugar», salvándola de morir quemada en agua hirviendo o abrasada entre las llamas, víctima de su furiosa madre, en el apartamento del 828 de Highland Avenue.

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